¿Cómo sabes que sabes lo que piensas que sabes? Si optas por la respuesta: «Simplemente, lo sé», todo lo demás es epistemología.
DIMITRI: Ahora me siento mucho mejor, Tasso. La lógica me ha parecido un tanto sosa, así que lo demás debe de ser como una merendola en la acrópolis.
TASSO: ¿Qué acrópolis?
DIMITRI: ¡Pues ésa, la que tienes ante tus ojos! Tío, tal vez deberías dejar de tomar tanto orujo…
TASSO: Ya, pero ¿es la acrópolis o algo que tú crees que es la acrópolis? ¿Cómo sabes que es real? Por cierto, ¿cómo sabes que cualquier cosa es real?
DIMITRI: La siguiente ronda la pago yo…
RAZÓN CONTRA REVELACIÓN
¿Cómo podemos pues saber algo, si en realidad no sabemos nada?
Durante la Edad Media, la cuestión de si la revelación divina triunfa sobre la razón como fuente del conocimiento humano, o viceversa, estaba de lo más candente.
Un hombre se cae a un pozo muy profundo y baja cien metros a plomo antes de poder agarrarse a una rama que sobresale y detener su caída. Va perdiendo fuerzas, cada vez le resulta más difícil sujetarse y, en su desesperación, grita:
—¿Hay alguien ahí?
Mira hacia arriba y sólo logra ver un círculo de cielo. De pronto, se abren las nubes y surge un haz de luz que le ilumina. Se oye el rugido de una voz profunda que dice:
—Eh, tú, soy el Señor, suéltate de la rama, que te salvo.
El hombre pondera por un momento sus palabras y grita:
—¿Hay alguien más?
Estar colgado de una rama tiende a inclinar la balanza hacia la razón.
En el siglo XVII, René Descartes prefirió la razón a las fuentes de conocimiento divino. Se acabó conociendo como el proceso de optar por Descartes, antes que por la fuente.
Descartes probablemente deseó no haber dicho jamás «Cogito, ergo sum» («Pienso, luego existo»), porque es lo que se le viene a la cabeza a todo el mundo cuando piensa en él. Eso, y el hecho de que cuando lo dijo estaba sentado dentro de un horno de pan. Por si no fuera bastante, su «Cogito» ha sido objeto de constantes malas interpretaciones en el sentido de que Descartes consideraba que pensar era la característica esencial del ser humano. Bueno, sí que lo pensaba, pero eso no tiene nada que ver con el Cogito, ergo sum. Descartes llegó a la formulación del «Cogito» a través de un experimento de duda metódica y radical que le debía conducir a la certeza de algo de lo que pudiera estar seguro, es decir, algo de lo que no cupiera duda alguna. Empezó por dudar de la existencia del mundo exterior. Eso no le planteó grandes dudas. Es posible que estuviera soñando o alucinando. Luego, intentó dudar de su propia existencia. Pero, por más que dudaba, se volvía a topar con el hecho de que había alguien que dudaba. ¡Y ése debía ser él! No podía dudar del hecho de que dudaba. Si hubiera empezado diciendo «Dubito, ergo sum» se habría ahorrado ser objeto de muchas malas interpretaciones posteriores.
Todos los jueces estadounidenses que presiden pleitos criminales piden a los jurados que repitan el proceso de Descartes que consiste en buscar certezas comprobando las afirmaciones del abogado de la defensa con relación a un estándar casi tan elevado como el de Descartes. La pregunta a la que se enfrenta Descartes no es idéntica a la del jurado; el juez no pregunta si el alegato de la defensa se presta a alguna duda, sino si está sujeta a una duda razonable. Pero, incluso esa mínima exigencia, impone al jurado un proceso de experimentación mental similar —y casi igual de radical— que aquel al que se sometió Descartes.
Un abogado tuvo que defender a un acusado de homicidio. Muchas pruebas le señalaban como culpable, pero el cuerpo del delito no había aparecido. El abogado decidió recurrir a una estratagema.
—Señoras y señores del jurado —dijo—. Les tengo reservada una sorpresa, y es que, dentro de breves instantes, la persona presuntamente muerta aparecerá por esa puerta.
Señalando la puerta, fijó sus ojos en ella. Los miembros del jurado, atónitos, también la miraban impacientes. Transcurrió un minuto. No pasó nada. Finalmente, el abogado dijo:
—En realidad, lo de que el muerto va a entrar de un momento a otro me lo he inventado. Pero todos han mirado hacia la puerta, anhelantes. Por lo tanto, no puedo sino señalarles que existe una duda razonable respecto al hecho de que hayan matado a alguien, y debo insistir en que opten por el veredicto de «No culpable».
El jurado se retiró a deliberar. Al cabo de un rato, regresaron a la sala y comunicaron que su veredicto era «Culpable».
—Pero ¿cómo es posible? —bramó el abogado—. Deben de haber dudado. He visto cómo todos miraban hacia la puerta.
El presidente del jurado respondió:
—Sí, sí, nosotros hemos mirado hacia la puerta, pero su cliente no.
EMPIRISMO
Según el obispo empirista del siglo XVIII George Berkeley, «Esse est percipii» («Ser es ser percibido»), lo que equivale a afirmar que el que damos en llamar mundo objetivo es producto de nuestra mente. Berkeley sostenía que el único conocimiento posible de nuestro mundo es el que nos llega a través de los sentidos. (Los filósofos llaman «datos procedentes de los sentidos» a este tipo de información). Más allá de esos «datos de los sentidos», afirmó Berkeley, no podemos inferir ninguna otra cosa, tal como la existencia de sustancias que son el origen de las vibraciones que estimulan nuestros sentidos. Sin embargo, el buen obispo llegó al extremo de inferir que los datos de los sentidos debían de proceder de alguna parte, y que esa «alguna parte» debía ser Dios. Básicamente, la idea de Berkeley consiste en un dios que está entrando datos en un sitio web cósmico al que todos estamos conectados las veinticuatro horas de los siete días de la semana. (¡Y nosotros que pensábamos que Dios libraba los domingos!).
Cuenta la historia que cuando le explicaron la teoría del «Esse est percipii» a un contemporáneo de Berkeley, el doctor Samuel Johnson, éste le pegó una patada a un amarradero de caballos y exclamó: «¡Ésta es mi refutación de la teoría del obispo Berkeley!».
A Berkeley, le hubiera parecido un gag. La patada, y el dolor que debió de sentir Jonhson en el dedo gordo, no hacían sino probar que Dios estaba atento a la tarea de enviar datos de los sentidos coordinados con el tal doctor: primero, la sensación de que el movimiento del pie colisionaba con algo, seguida inmediatamente por la sensación de dolor.
Las cosas se complican cuando la fuente de nuestros datos de los sentidos es otro ser humano:
Un hombre está preocupado porque su mujer se está quedando sorda, y decide consultar a un médico. El médico le sugiere que realice una prueba muy simple con ella cuando estén en casa: que se coloque detrás y le pregunte algo, primero desde lejos, luego a unos tres metros y finalmente muy cerca de ella.
El hombre llega a casa y ve a su mujer trasteando en la cocina, cara a los fogones.
—¿Qué hay para cenar? —pregunta desde la puerta. No hay respuesta.
—¿Qué hay para cenar? —repite después de aproximarse un poco.
Sigue sin haber respuesta. Finalmente, se coloca justo detrás de ella y pregunta:
—¿Qué hay para cenar? La mujer se vuelve y grita:
—Por tercera vez: ¡pollo!
Está claro que esa pareja tenía un problema muy serio de interpretación de los datos recibidos a través de los sentidos.
MÉTODO CIENTÍFICO
Hoy en día, consideramos que el hecho de que todo conocimiento sobre el mundo exterior nos llega a través de los sentidos es de fácil deducción. Pero no siempre fue así. Muchos de los filósofos de tiempos pasados postularon la existencia de unas ideas innatas en nuestras mentes: ideas a priori, es decir previas a la experiencia. Algunos creían que nuestra idea de Dios era innata; otros afirmaron que la idea de causalidad también es innata.
Incluso en la actualidad, cuando alguien dice «Todo ocurre por algún motivo» o «Creo en la reencarnación» es una afirmación que no puede ratificarse ni descartarse a partir de la experiencia. No obstante, la mayoría de nosotros acepta que la mejor evidencia de la verdad de una afirmación acerca del mundo exterior es la experiencia sensorial y, en este sentido, todos somos empiristas. Siempre y cuando, claro está, no seamos el rey de Polonia. La excepción que confirma la regla:
El rey de Polonia y un séquito de duques y condes salieron en comitiva a una cacería real de alces. Justo cuando se estaban aproximando al bosque, un siervo salió corriendo de detrás de un árbol, haciendo aspavientos con los brazos y gritando:
—¡No soy un alce! ¡No soy un alce!
El rey le apuntó con su escopeta y disparó al siervo al corazón, causándole una muerte instantánea.
—Señor —dijo un duque—, ¿qué habéis hecho? ¿Acaso no os ha dicho que no era un alce?
—¡Ay, pobre de mí! —respondió el rey—. Creí que había dicho «¡Yo soy un alce!».
Bien, pasemos ahora a comparar al rey con un destacado científico.
Un científico y su mujer salen a dar una vuelta en coche por el campo.
—¡Ay, mira! —dice la mujer—. ¡Han esquilado a esa oveja!
—Sí. De este lado, sí —responde el científico.
A primera vista cabría decir que la esposa sólo está expresando una opinión fruto del sentido común, mientras que el científico se muestra más cauto, más científico, en tanto en cuanto se niega a ir más allá de la evidencia de sus sentidos. Pero nos equivocaríamos. En realidad, la que ha formulado lo que la mayoría de los científicos considerarían la hipótesis más científica es la mujer. La «experiencia» de los empiristas no está restringida a la experiencia puramente sensorial. Los científicos utilizan sus experiencias previas para calcular las probabilidades e inferir enunciados más generales. Lo que está diciendo la mujer es: «Lo que estoy viendo es una oveja esquilada, al menos por este lado. A partir de mi experiencia anterior, sé que, por lo general, los granjeros no esquilan a las ovejas por un solo lado y, aunque éste lo hubiera hecho, la probabilidad de que la oveja se coloque en la ladera de la colina de modo que sólo se vea el lado esquilado es infinitesimal. Por lo tanto, me siento lo bastante segura como para afirmar: “A esta oveja la han esquilado del todo.”».
Cabe presumir que el científico del chiste es un genio algo malogrado por tanto estudio. Aunque lo habitual es que cuando alguien es incapaz de extrapolar conocimientos a partir de su experiencia anterior le tachamos de pirado o, como dirían en la India, de sij.
Un oficial de policía de Nueva Delhi está entrevistando a tres sijs que se están preparando para ser detectives. Para comprobar sus habilidades para el reconocimiento de los sospechosos, le muestra una foto al primer sij durante cinco segundos y luego la oculta.
—Éste es tu sospechoso. ¿Cómo lo reconocerías?
—¡Fácil! —responde el sij—. Lo cogeríamos enseguida porque sólo tiene un ojo.
—¡Sij! —le regaña el oficial—. ¡Eso es porque la fotografía que te he enseñado es de perfil!
A continuación, el oficial le enseña la fotografía al segundo sij durante cinco segundos y le dice:
—Éste es tu sospechoso. ¿Cómo lo reconocerías?
—Bah… —responde el segundo sij—. ¡Pillar a éste está tirado, porque sólo tiene una oreja!
—Pero ¿se puede saber qué os pasa? —dice el oficial airado y sin comprender nada—. ¡Claro que sólo veis un ojo y una oreja, porque la foto es de perfil! ¿Eso es todo lo que se os ocurre?
Al borde del desaliento, le muestra la fotografía al tercer sij y, en un tono de lo más irritado, le pregunta:
—Éste es tu sospechoso. ¿Cómo lo reconocerías?
—El sospechoso lleva lentillas —responde el tercer sij después de mirar la foto detenidamente.
Al oficial le coge desprevenido la respuesta porque no tiene ni idea de si el sospechoso lleva, o no, lentillas.
—Bueno, una respuesta interesante —dice—. Espera un momento que voy a consultar su ficha y te digo algo.
Se marcha de la sala, entra en su oficina, consulta la ficha policial del sospechoso en el ordenador, y regresa con una sonrisa.
—¡Caramba! —dice—. Parece increíble pero ¡es verdad! ¡El sospechoso lleva lentillas! Buen trabajo. ¿Cómo has llegado a esa conclusión tan astuta?
—Muy fácil —dice el sij—. Este hombre no puede llevar gafas porque sólo tiene una oreja y un ojo.
El triunfo del empirismo en la epistemología occidental se refleja en el hecho de que partimos automáticamente de la presunción de que es el método de verificación que utiliza todo el mundo:
Tres mujeres están en los vestuarios de una pista de squash cambiándose para jugar cuando entra un hombre que sólo lleva una bolsa en la cabeza.
—Mi marido no es —dice la primera mujer después de mirarle el pito.
—No, no es tu marido —afirma la segunda.
—Ni siquiera es miembro de este club —asegura la tercera.
Aun así, y a pesar del triunfo del empirismo y la ciencia, son muchos los que siguen interpretando algunos hechos insólitos como milagrosos, y no como el resultado de causas naturales. David Hume, el escéptico empirista escocés, dijo que la única base racional para creer que un hecho es milagroso es que todas las explicaciones alternativas sean aún más improbables. Pongamos que existe un hombre que afirma que tiene un ficus en su casa que canta las arias de Aida. ¿Qué es más improbable, que el ficus haya violado todas las leyes de la naturaleza, o que el hombre esté como una regadera, mienta o se haya puesto hasta las cejas de hongos alucinógenos? La respuesta de Hume sería (parafraseándole): «¡Venga ya!». Dado que las posibilidades de que el hombre se haya llamado a engaño o exagere un poco son siempre mayores que las posibilidades de que se hayan violado las leyes de la naturaleza, no cabría para Hume circunstancia alguna en la que fuera racional concluir que se trata de un milagro. Aparte de que es un hecho conocido que, en materia de ópera, a los ficus les gusta mucho más Puccini que Verdi.
Resulta interesante señalar que, en la siguiente historia, Bill, aparentemente un estudioso de Hume, comprueba un presunto milagro. Aunque, al final, llega a la conclusión de que la explicación alternativa es aún más inverosímil:
Un día Bill le cuenta a un amigo que le duele mucho el codo. Su amigo le aconseja que acuda a un swami que vive en una cueva cercana.
—Déjale una muestra de tu orina en la puerta de la cueva. Él meditará, realizará un diagnóstico milagroso del origen de tu problema, y te dirá qué debes hacer. Sólo cuesta diez dólares.
Bill piensa que no tiene nada que perder, así que llena un tarro con su orina y lo deja junto a la puerta de la cueva, sobre un billete de diez dólares. Al día siguiente, cuando regresa, hay una nota esperándole en la que dice: «Tienes el síndrome del codo del tenista. Sumerge el brazo en agua caliente. Evita levantar peso y en dos semanas se habrá curado».
Esa misma tarde, Bill empieza a pensar que el «milagro» del swami puede tratarse de una jugarreta de su amigo, que ha escrito la nota y se la ha dejado a la puerta de la cueva. Decidido a darle su merecido, mezcla agua del grifo, restos de lo que su perro suele dejar en el jardín y muestras de orina de su esposa y su hijo. Para rematarlo, añade una muestra de otro de sus fluidos corporales y deja la pócima a la puerta de la cueva con otro billete de diez dólares. A continuación, llama a su amigo y le cuenta que, como no andaba muy bien de salud, le ha dejado otra muestra de orina al swami.
Al día siguiente, regresa a la cueva y hay otra nota en la que dice: «El agua del grifo de tu casa tiene demasiada cal. Cómprate un filtro. Tu perro tiene parásitos intestinales. Dale vitaminas. Tu hijo está enganchado a la cocaína. Llévale a rehabilitación. Tu mujer está preñada de gemelos. Son dos niñas y no son tuyas. Búscate un abogado. Y deja de darle al placer solitario, porque si no, el codo de tenista no se te va a curar en la vida».
Aunque lo habitual es que en los chistes —igual que en filosofía— prevalezca la interpretación escéptica.
El viejo «doctor» Bloom, propietario de la ferretería del pueblo, es famoso por sus milagrosas curas de la artritis. Hay una larga cola de «pacientes» esperando a la puerta de su establecimiento cuando se aproxima una ancianita que camina lentamente, jorobada, totalmente encorvada sobre su bastón.
Cuando le toca el turno a ella, entra en la trastienda de la ferretería y, al cabo de media hora, ¡sale completamente erguida y con la cabeza bien alta!
Una mujer que está esperando en la cola grita:
—¡Es un milagro! ¡Cuando ha entrado andaba jorobada y ahora va perfectamente erguida! ¿Qué le ha hecho el doctor?
Y la mujer responde:
—Me ha dado un bastón más largo.
Un ciego puede, obviamente, ser tan empirista como cualquiera, por más que la información visual no forme parte de su experiencia:
Es la Pascua judía, y un muchacho judío está almorzando en un banco de un parque. Un ciego se sienta junto a él, y el muchacho le ofrece compartir su almuerzo: un rugoso pedazo de matzá (pan ácimo) con que se conmemora la salida del pueblo judío de Egipto. El ciego lo acepta. Le pasa los dedos de las dos manos por encima durante un rato y dice:
—Pero ¿quién ha escrito esta guarrada?
El hombre de la siguiente historia comete el absurdo error de presumir que un ciego carece de otros medios de verificación sensorial:
Un hombre entra en un bar con su perro y pide una consumición.
—¡Este perro no puede estar aquí! —le dice el camarero.
—Es mi perro lazarillo —responde el hombre sin perder la compostura.
—Ay, perdone —dice el barman—. Lo siento, a la primera copa le invita la casa.
El hombre coge su bebida y se va a una mesa cercana a la puerta.
Otro hombre entra en el bar con un perro.
El primer hombre le dice:
—No puedes entrar con el perro, a menos que le digas al barman que es tu perro lazarillo.
El segundo hombre le agradece cordialmente la información, se acerca a la barra y pide una bebida.
—¡Eh, ese perro no puede estar aquí! —le dice el camarero.
—Es mi perro lazarillo —responde el hombre.
—No creo —dice el camarero—. Los chihuahuas no son perros lazarillos.
El hombre reflexiona un momento y exclama:
—¿Cómo? ¿Me han dado un chihuahua?
IDEALISMO ALEMÁN
¡Venga ya! Un objeto tiene que estar constituido por algo más que datos de los sentidos. Tiene que haber algo más.
El filósofo alemán del siglo XVIII Immanuel Kant así lo creía. Leyó a los empiristas ingleses y dijo, literalmente, que despertó de su modorra dogmática. Kant partía de que nuestra mente es capaz de proporcionarnos certezas relativas a cómo es el mundo. Pero los empiristas habían demostrado que, dado que nuestro conocimiento del mundo externo nos llega a través de los sentidos es siempre, hasta cierto punto, incierto. Una fresa sólo es roja o dulce cuando se observa a través de un instrumento determinado: nuestros ojos y nuestras papilas gustativas. Sabemos que las papilas gustativas de algunas personas pueden no encontrarla dulce en absoluto. Así, Kant se preguntó qué hay en la fresa «en sí» que hace que aparezca roja y dulce —o no— cuando la examinamos a través de nuestro instrumental sensorial.
Kant concluyó que no podemos saber nada relativo a cómo son las cosas en sí mismas. El ding an sich, la cosa en sí, dijo, es «equivalente a x». Sólo podemos conocer el mundo de los fenómenos, el fenoménico, el de las apariencias; no podemos conocer nada del trascendente, del mundo fenoménico que está más allá de las apariencias.
Así, Kant planteó el desafío de un cambio de paradigma en la filosofía. La razón no puede decirnos lo que está más allá de nuestros sentidos. Ni la hipótesis de Berkeley de Dios como la llave de paso de nuestros sentidos ni ninguna otra explicación metafísica del mundo pueden concluirse a partir de la pura razón, de la razón pura. La filosofía no ha vuelto a ser la misma desde entonces.
ENFERMERA: Doctor, hay un hombre invisible en la sala de espera.
DOCTOR: Dígale que no puedo verlo.
Tal vez este chiste no os haya satisfecho completamente como explicación de la distinción kantiana entre lo fenoménico y lo nouménico. Y es porque parte del sentido se pierde con la traducción. La siguiente debe de ser la versión del chiste que se contaba en la cantina del sótano de la Universidad de Konigsberg:
ENFERMERA: Herr Doctor, hay una ding an sich en la sala de espera.
URÓLOGO: ¡Otra ding an sich! Si tengo que ver a otra hoy, me dará un ataque de nervios. ¿Quién es?
ENFERMERA: ¿Cómo quiere que lo sepa?
URÓLOGO: Descríbala.
ENFERMERA: ¿Me está tomando el pelo?
Éste es el chiste original sobre el sich.
Retrato de un ding an sich.
El chiste es más profundo de lo que parece. La enfermera ha decidido, por razones que sólo ella conoce, que no quiere compartir la evidencia de que hay un ding an sich en la sala de espera con el doctor. Fuera cual fuese la evidencia, ¡sólo podía ser fenoménica! (si ves lo que queremos decir). ¿Qué es lo que le dio la pista? Tal vez fuera un sexto sentido —tal vez fueran los otros cinco—, lo evidente es que, en cierto sentido, tuvo que ser un sentido.
Aquí, el trasunto de la historia es que la enfermera había hecho un doctorado sobre Crítica de la razón pura de Kant, antes de descubrir que, de ese modo, limitaba sus opciones profesionales a ser una enfermera y especialista en freidoras. Por eso, interpretó la demanda del doctor «Descríbala» no en términos de «¿Qué fenómenos sensoriales está usted experimentando?» sino más bien como «Descríbala tal como es en sí misma, más allá de las apariencias». Comprensiblemente, se sintió superada por la petición del doctor, pese a que posteriormente se recuperó, se casó con Helmut, el primo del doctor, y tuvieron tres niños encantadores.
Para Kant y para buena parte de la epistemología que le siguió, las preguntas sobre lo que podemos conocer y cómo podemos conocerlo pueden analizarse en términos de qué podemos afirmar, que tenga sentido, sobre lo que conocemos y sobre cómo lo conocemos. ¿Qué tipo de afirmaciones sobre el mundo contienen conocimiento de ese mismo mundo?
Kant emprendió la tarea de responder a la pregunta dividiendo las afirmaciones en dos categorías: analíticas y sintéticas. Las afirmaciones analíticas son ciertas por definición. La afirmación «Todos los ornitorrincos son mamíferos» es analítica. No nos dice nada nuevo sobre ningún ornitorrinco real más allá de lo que podemos encontrar si buscamos en la entrada «ornitorrinco» de un diccionario. «Algunos ornitorrincos son bizcos», por otra parte, es una afirmación sintética. Nos proporciona información sobre el mundo porque «bizco» no forma parte de la definición de «ornitorrinco». «Algunos ornitorrincos son bizcos» nos cuenta cosas sobre algunos ornitorrincos que no hubiéramos encontrado al consultar «ornitorrinco» en un diccionario.
A continuación, Kant distingue entre afirmaciones a priori y a posteriori. Las afirmaciones a priori son las que se pueden formular basándonos únicamente en la razón, sin recurrir a la experiencia sensorial. Nuestra afirmación anterior «Los ornitorrincos son mamíferos», se sabe a priori. No necesitamos ir a observar a una familia de ornitorrincos para ver si es cierta. Sencillamente, tenemos que consultar el diccionario. Los juicios a posteriori, por otra parte, están basados en la experiencia sensorial del mundo. «Algunos ornitorrincos son bizcos» sólo puede saberse después de haber comprobado la validez de esta afirmación en unos cuantos ornitorrincos: ya sea observándolos personalmente o aceptando la palabra de alguien que lo haya hecho.
Hay cientos de chistes basados en la confusión entre las afirmaciones analíticas a priori y las afirmaciones sintéticas a posteriori:
Existe un método infalible para vivir muchos años: comerse una albóndiga a diario durante cien años.
La broma consiste en ofrecer una «solución» analítica a priori a un problema que requiere una solución sintética a posteriori. La cuestión del método infalible para alcanzar la longevidad requiere claramente de cierta información sobre el mundo. «¿Cuáles son las cosas que la experiencia nos ha enseñado que contribuyen a la longevidad?». Cabe esperar respuestas tales como «Dejar de fumar» o «Tomar 400 miligramos de la coenzima Q10 antes de irse a la cama». Pero, en estos casos, la respuesta es analítica, y tiene poco que ver con las albóndigas que han empachado tu mente en la broma. «Para vivir muchos años, hay que vivir cien años, porque cien años es una cifra que, en general, se considera muchos años. También debes comer albóndigas. No son perjudiciales». (Bueno, tal vez todos esos ácidos grasos sí pueden ser perjudiciales pero, obviamente, no si los comes durante cien años).
He aquí otro chiste:
JOE: ¡Qué cantante tan bueno, ¿eh?!
BLOW: ¡Vaya! si yo tuviera su voz, sería igual de bueno que él.
Está en juego el mismo mecanismo. Lo que queremos decir con «cantante bueno» es que tiene una voz fantástica y, obviamente, el intérprete del que estábamos hablando la tenía. Así, la afirmación de Blow «Si yo tuviera su voz, sería igual de bueno que él» no nos cuenta nada nuevo sobre las habilidades cantoras de Blow. En realidad, lo que está diciendo es «Si yo fuera un buen cantante, sería un buen cantante». Si eso no es cierto por definición, no se nos ocurre qué otra afirmación podría serlo.
He aquí una demostración algo más complicada de lo que ocurre cuando se confunden las afirmaciones sintéticas a posteriori y las analíticas a priori:
Un hombre se está probando un traje hecho a medida y le dice al sastre:
—¡Hay que meter la tela de esta manga! ¡Es cinco centímetros demasiado larga!
—No, mire, si dobla el codo, le queda perfecta —dice el sastre.
—Ya, bueno… —continúa el hombre—. Pero ¡fíjese en el cuello! Cuando doblo el codo, el cuello se va para atrás.
—¿Y qué? —insiste el sastre—. Levante la cabeza y échela para atrás. Perfecto.
—Pero ¡es que ahora el hombro izquierdo está tres centímetros más abajo que el derecho! —dice el hombre.
—Ningún problema —responde el sastre—. Dóblese por la cintura hacia la izquierda y verá cómo se le recompone.
El hombre se marcha de la sastrería con el traje puesto, el codo doblado, la cabeza erguida y echada para atrás e inclinado hacia la izquierda. Sus andares se convierten en una especie de bamboleo espástico.
En una esquina, se cruza con dos transeúntes.
—Mira, un tullido —dice el primero—. ¡Pobre hombre, qué pena!
—¡Sí, pero su sastre debe de ser un genio! —responde el segundo—. El traje le sienta de maravilla.
Sintético versus analítico, ¿de acuerdo? (y aquí no estamos hablando de telas). El extraño piensa «El sastre de este tipo ha sabido hacerle un traje que le sienta de maravilla». Se trata de una afirmación sintética a posteriori que pretende proporcionarnos información, basada en la observación, acerca del sastre y de su aparente habilidad para hacer un traje. Sin embargo, para el sastre «Este traje que he hecho sienta de maravilla» es, en realidad, una afirmación analítica. Equivalente a decir «Este traje que he hecho es un traje que he hecho». Y eso es así porque todos los trajes que haga ese sastre sentarán a la perfección, dado que lo que él hace es ajustar el hombre al traje.
FILOSOFÍA DE LA MATEMÁTICA
¿Qué os parece la aguda observación de Dimitri de que 2+2=4? ¿Se trata de una afirmación analítica, verdadera por definición? ¿Forma parte de lo que entendemos por 4, que es la suma de 2 más 2? ¿O es sintética? ¿Nos proporciona un conocimiento nuevo sobre el mundo? ¿Llegamos a esa conclusión contando dos cosas y luego contando dos cosas más y contando luego el montón? Esta última es la opinión de la tribu voohoona, procedente de Australia.
Un voohooni le cuenta a un antropólogo occidental que 2+2=5. El antropólogo le pregunta cómo lo sabe. El miembro de la tribu le responde «Contando, por supuesto. Primero hago dos nudos en una cuerda. Luego hago dos nudos en otra cuerda. Cuando uno las dos cuerdas, me salen cinco nudos».
Buena parte de la filosofía de las matemáticas es bastante técnica y difícil. Lo único que hay que tener en cuenta es que, tratándose de matemáticas, existen tres tipos de personas: las que saben contar y las que no.
PRAGMATISMO
Para un epistemólogo pragmático como el filósofo estadounidense del siglo XIX William James, la verdad de una afirmación reside en sus consecuencias prácticas. Según James, optamos por nuestra verdad a partir de la diferencia que ésta implica en la práctica.
Decimos que la ley de la gravedad de Newton es verdad, no porque se corresponda con lo que las cosas «son realmente», sino porque ha demostrado sernos útil para predecir la conducta de dos objetos relacionados entre sí bajo distintos tipos de circunstancias: «¡Oye, pues yo apuesto a que las manzanas caen incluso en New Jersey!». El día en que una teoría deja de sernos útil es el día en que la cambiaremos por otra.
Una mujer va a la comisaría de policía a denunciar la desaparición de su marido. Le piden una descripción y ella dice:
—Un metro ochenta y pico, de constitución robusta y pelo abundante y rizado.
Su amiga, que ha ido a acompañarla, dice atónita:
—Pero ¿qué dices? ¡Si tu marido mide poco más de metro sesenta, es calvo y barrigón!
—Ya —responde la esposa—. Pero ¿quién quiere que le devuelvan a un marido como ése?
En general, esta historia es de sobra conocida por todos. Tal vez te suene. Lo que no se conoce tanto es el diálogo que se siguió:
El policía interviene:
—Señora, le pedimos una descripción de su marido que se corresponda con la de su actual marido.
Y la mujer concluye:
—Que se corresponda, que se corresponda… La verdad no puede determinarse únicamente a partir de criterios epistemológicos, dado que la adecuación de esos criterios no puede determinarse al margen de los objetivos pretendidos y de los valores que se defienden. Quiero decirles, en resumen, que es verdad lo que nos satisface, y sabe Dios que mi marido no me satisfacía.
FENOMENOLOGÍA
Tras haber sobrevolado las cumbres de la abstracción, la filosofía regresó y aterrizó suavemente en el terreno de la experiencia cotidiana. Ocurrió con la epistemología a principios del siglo XX, cuando los fenomenólogos ponderaron lo que significa realmente conocer algo. La fenomenología —que es más una metodología que un conjunto de principios filosóficos— intenta comprender la experiencia humana tal como se vive, y no en términos de datos objetivos. Es un punto de vista más propio de un novelista que de un filósofo dado a la abstracción.
Fenomenólogos como Edmund Husserl utilizaron la palabra alemana einfühlung, que significa «sentir con» o «empatía», para referirse a los modos de conocimiento que intentan adentrarse en la experiencia de otro ser humano y saber y sentir el mundo de la misma manera que él o ella. En otras palabras, ponerse en la piel del otro.
—Doctora Janet —dice una mujer un tanto abochornada—. Tengo un problema sexual. Mi marido no me excita.
—Muy bien —responde la doctora Janet—. Mañana examinaremos el problema. Venga con su marido.
Al día siguiente, la mujer regresa con su marido.
—Desnúdese, señor Thomas —le dice la doctora—. Ahora, dese la vuelta. Muy bien, túmbese. Ajá, ya veo, ya veo… De acuerdo, ya puede vestirse.
La doctora Janet habla en privado con la esposa y le dice:
—Usted no tiene ningún problema sexual. A mí tampoco me excita.
DIMITRI: Debo admitir, Tasso, que este asunto de la epistemología tiene su gracia.
TASSO: ¿Gracia? ¿En qué sentido? ¿A qué te refieres con «gracia»?
DIMITRI: Antes de contestarte, déjame hacerte una pregunta: ¿tú sabes lo que es ser «una mosca cojonera»?