La metafísica se plantea las Grandes Preguntas que siguen: ¿Qué es el ser? ¿Cuál es la naturaleza de la realidad? ¿Existe el libre albedrío? ¿Cuántos ángeles pueden bailar en la punta de un alfiler? ¿Cuántas personas hacen falta para cambiar una bombilla?
DIMITRI: Últimamente me tienen preocupado unas cuantas cosas, Tasso.
TASSO: ¿Qué, exactamente?
DIMITRI: ¿Cuál es el sentido de todo esto?
TASSO: ¿Esto? ¿Qué?
DIMITRI: Ya sabes, la vida, la muerte, el amor y el misterio ese de las hojas de parra rellenas.
TASSO: ¿Y qué te hace pensar que eso tenga un sentido?
DIMITRI: Pues que debe de tenerlo. De lo contrario, la vida no sería más que…
TASSO: ¿Qué?
DIMITRI: Creo que necesito un orujo.
TELEOLOGÍA
¿El universo tiene un objetivo?
Según Aristóteles, todo tiene un telos, un objetivo intrínseco que alcanzar. Una bellota tiene un telos: un roble. Los pájaros también, y las abejas. Dicen que en Boston hasta las alubias tienen un objetivo. Forma parte de la misma estructura de la realidad.
Si eso suena un tanto abstracto, en la siguiente historia la señora Goldstein remite el telos a los asuntos terrenales.
La señora Goldstein paseaba por una calle con sus dos nietos. Se encontró con un amigo que le preguntó cuántos años tenían. La señora respondió:
—El médico tiene cinco y el abogado siete.
¿La vida humana tiene un telos?
Aristóteles pensaba que sí. Pensaba que el telos de la vida humana es la felicidad, un elemento de disputa con otros filósofos a lo largo de la historia de la humanidad. San Agustín, siete siglos después, diría que el telos de la vida es amar a Dios. Para un existencialista del siglo XX como Martin Heidegger, el telos del hombre consiste en vivir sin negar la condición humana, especialmente la muerte. ¿La felicidad? ¡Qué cosa tan superficial!
Los chistes sobre el sentido de la vida se han multiplicado con la misma rapidez que los sentidos de la vida, que a su vez se han multiplicado tanto como los filósofos.
Un hombre que buscaba la verdad había oído que el gurú más sabio de toda la India vivía en la cima de la montaña más alta del país. Así que anduvo y anduvo, hasta que llegó a la mítica montaña. Esos montes eran muy escarpados, y en más de una ocasión resbaló y se cayó. Cuando llegó a la cima, estaba cubierto de cortes y de heridas, pero se encontró con el gurú, sentado con las piernas cruzadas frente a su cueva.
—¡Oh, sabio gurú! —dijo el aprendiz—. He venido hasta ti para preguntarte por el sentido de la vida.
—¡Ah, sí! El sentido de la vida —dijo el gurú—. El sentido de la vida es una taza de té.
—¿Una taza de té? He venido hasta aquí para hallar el sentido de la vida ¿y me dices que es una taza de té?
El gurú se encogió de hombros.
—Bueno, pues tal vez no sea una taza de té —dijo.
El gurú está expresando que formular el telos es una cuestión peliaguda. Y ni siquiera es plato de gusto para todos.
Existe una distinción entre el telos de la vida —qué deben ser los seres humanos— y la versión particular de los propósitos en la vida, lo que dicha persona quiere ser. Sam, el dentista de la siguiente historia, ¿está buscando el telos universal de la vida o, simplemente, ocupándose de sus cosas? Es evidente que su madre tiene su propia idea del telos de la vida de su hijo.
Un dentista de Filadelfia, Sam Lipschitz, se fue a la India a ver si encontraba el sentido de la vida. Pasaron meses sin que su madre tuviera noticias de él. Finalmente, la madre voló a la India y pidió que la recibiera el hombre más sabio. La mandaron a un ashram, donde el guardián le dijo que debía esperar una semana para que el gurú le concediera audiencia, y cuando le fuera concedida, sólo podría dirigirle cuatro palabras. La señora Lipschitz esperó y meditó cuidadosamente sus palabras. Cuando finalmente accedió a la presencia del gurú, le dijo:
—¡Sam, vuelve a casa!
ESENCIALISMO
¿Cuál es la estructura de la realidad? ¿Qué atributos específicos hacen de las cosas lo que son? O, como filósofos que somos, preguntaríamos: ¿Qué atributos hacen que las cosas no sean lo que son?
Aristóteles trazó una distinción entre propiedades esenciales y accidentales. En su opinión, las propiedades esenciales son aquellas sin las que la cosa no sería lo que es, y las propiedades accidentales las que determinan cómo es una cosa, pero no lo que es. Por ejemplo, Aristóteles pensó que la racionalidad es esencial al ser humano y, dado que Sócrates era un ser humano, la racionalidad de Sócrates era esencial para que Sócrates fuera Sócrates. Sin la propiedad de la racionalidad, Sócrates simplemente no hubiera sido Sócrates. Ni siquiera hubiera sido un ser humano, mucho menos Sócrates. Por otra parte, Aristóteles pensaba que la propiedad de ser chato era meramente accidental. Su nariz chata formaba parte de cómo era Sócrates, pero no era esencial a lo que era ni a quién era. Dicho de otro modo, quítale la racionalidad a Sócrates y ya no sería quien es. Pero, si le haces una cirugía estética, será Sócrates con la nariz reconstruida. Lo que nos recuerda un chiste:
Cuando Thompson cumplió los setenta, decidió cambiar completamente su estilo de vida para vivir más años. Se sometió a una dieta muy severa, daba largas caminatas, nadaba y tomaba el sol. En tres meses, Thompson perdió cinco kilos, redujo quince centímetros el perímetro de su cintura y aumentó doce centímetros de pecho. Esbelto y bronceado, decidió dar el toque final a su aspecto con un corte de pelo deportivo. A la salida de la peluquería, le atropelló un autobús.
—¡Dios mío! —gritó cuando yacía moribundo—. ¿Cómo has podido hacerme esto?
—A decir verdad, Thompson —dijo una voz que procedía del cielo—. ¡No te he reconocido!
Al parecer, el pobre Thompson cambió algunas de las propiedades accidentales de sí mismo, aunque reconocemos que, en lo esencial, era el mismo Thompson. Y él también, por lo demás. En realidad, ambas condiciones son esenciales para el chiste. Irónicamente, el único personaje del chiste que no reconoce a Thompson es Dios, de quien se supone que es omnisciente por definición.
La distinción entre las propiedades accidentales y las esenciales queda muy bien ilustrada por otros tantos chistes.
ABE: Adivina adivinanza, Sol. ¿Qué es verde, cuelga de una pared y silba?
SOL: Me rindo.
ABE: Un arenque.
SOL: Pero si un arenque no es verde…
ABE: Ya, pero puedes pintarlo de verde.
SOL: Pero si los arenques no cuelgan de las paredes…
ABE: Si los atas a un clavo, sí.
SOL: Pero si los arenques no silban…
ABE: ¿Y qué? Pues que no silbe…
Con la siguiente versión no conseguirías muchos aplausos en el Club de la Comedia, pero sí algunos puntos en el Congreso anual de sociedades filosóficas.
ABE:¿Qué es un objeto «X» que tiene las siguientes propiedades: el color verde, la capacidad de colgar en las paredes y saber silbar?
SOL: No se me ocurre nada.
ABE: Un arenque.
SOL: Un arenque no es verde.
ABE: No como propiedad esencial, Solly. Pero un arenque puede ser accidentalmente verde, ¿no? Intenta pintarlo y verás.
SOL: Pero los arenques no cuelgan de las paredes.
ABE: ¿Y si los sujetas accidentalmente de un clavo de la pared?
SOL: No vas a colgar accidentalmente un arenque de la pared…
ABE: Créeme. Todo es posible. Esto es filosofía.
SOL: De acuerdo, pero un arenque no silba, ni accidentalmente.
ABE: Pues denúnciame.
Sol y Abe se vuelven hacia el público del Congreso anual de sociedades filosóficas, que guarda un silencio total.
SOL: Pero ¿qué es esto? ¿Una convención de estoicos? Eh, que se rieron más de Nietzsche cuando actuó en el Vaticano…
En ocasiones, un objeto tiene propiedades que a primera vista parecen accidentales, pero que sólo resultan accidentales dentro de un límite, tal como ilustra este gag.
—¿Por qué un elefante es grande, gris y arrugado?
—Porque si fuera pequeño, blanco y liso sería una aspirina.
Podemos imaginarnos un elefante en pequeño; al que llamaremos «un elefante pequeño». Incluso cabe imaginar un elefante gris pardusco, al que llamaremos «elefante de un color gris pardusco». Y hasta un elefante sin arrugas, al que llamaremos «elefante liso». En otras palabras, el tamaño, lo grisáceo y lo liso no cumplen los requisitos que Aristóteles definió como lo que es esencialmente un elefante. Por el contrario, describen cómo son los elefantes de un modo general y accidental. No obstante, el chiste dice que eso es cierto hasta un punto. Algo tan pequeño, blanco y redondo como una aspirina no puede ser un elefante y, si nos pusieran dicha cosa delante, no es probable que se nos ocurriera preguntar: «Bob, ¿eso que estás tomando es una aspirina o un elefante atípico?».
El hecho es que tamaño, grisáceo y liso no son términos lo bastante precisos para ser cualidades esenciales de un elefante. Un tamaño y un color concretos son, entre otras, las cualidades que determinan si algo es o no un elefante. Lo liso, por otra parte, podría ser propiedad de un arenque rojo, o de un arenque silbador.
RACIONALISMO
Pasemos ahora a algo completamente distinto; una escuela de metafísica que ha producido literalmente tomos y más tomos de sátiras, sin contribución alguna por nuestra parte. Sólo hay un problema: ninguno de los chistes da en el blanco.
Cuando el filósofo racionalista del siglo XVII Gottfried Wilheim Leibniz dijo, en una frase que se ha hecho famosa, «Éste es el mejor de los mundos posibles», se expuso al más bochornoso de los ridículos. Sus ecos se hicieron notar a partir de los inicios del siglo siguiente con Cándido, la novela de Voltaire sobre un joven bueno (Cándido) y su mentor filosófico, el señor Panglós (la versión volteriana de Leibniz). En sus viajes, el joven Cándido se tropieza con inundaciones, ejecuciones injustas, epidemias y un terremoto inspirado en el que asoló Lisboa en 1755. Nada, sin embargo, quiebra la insistencia del doctor Panglós en que «Todo es lo mejor en el mejor de los mundos». Cuando Cándido se propone salvar a Jacques, el anabaptista holandés, que se está ahogando, Panglós le detiene, probándole que la bahía lisboeta había sido «concebida expresamente para que los anabaptistas se ahogaran en ella».
Dos siglos después, el musical que Leonard Bernstein estrenó en 1956, Cándido, se sumaba a la burla. La canción más conocida del musical, «El mejor de los mundos posibles» hace que Panglós y el resto de los personajes canten la letra de Richard Wilbur en la que se elogia la guerra como una bendición indirecta, porque nos unifica a todos, en tanto que víctimas.
Todo muy divertido pero, desgraciadamente, tergiversan las tesis de Leibniz. Leibniz era un racionalista, un término propio del comercio filosófico que designa a quien piensa que la razón precede cualquier otro modo de adquirir conocimiento. (Opuesto, por ejemplo, a un empirista, que sostiene que los sentidos son la principal vía al conocimiento). Leibniz llegó a la conclusión de que éste era el mejor de los mundos posibles argumentando, a partir de la razón, que:
Voltaire, Bernstein y los demás, incluso Southern y Hoffenberg, todos satirizan lo que consideran que significan las palabras de Leibniz: «Todo está de rechupete». No es que Leibniz pensara que no había mal en el mundo. Simplemente, pensaba que si Dios hubiera creado el mundo de otra manera, el resultado hubiera sido un mal aún mayor.
Afortunadamente, tenemos un par de chistes que son de lo más relevantes respecto de la filosofía de Leibniz.
El optimista piensa que éste es el mejor de los mundos posibles. El pesimista teme que así sea.
El chiste está en que el optimista aprueba la idea de que éste es el mejor de los mundos posibles, mientras que el pesimista no. Desde la perspectiva racionalista de Leibniz, el mundo es lo que es. El chiste incide en la verdad obvia de que el optimismo y el pesimismo son actitudes personales que no tienen nada que ver con la descripción, neutral, racional, que Leibniz hizo del mundo.
El optimista dice: «El vaso está medio lleno».
El pesimista dice: «El vaso está medio vacío».
El racionalista dice: «Este vaso es el doble de grande de lo que debería ser».
Claro como el agua, ¿verdad?
«Es un tanto embarazoso admitirlo, pero todo ocurre sin que haya una auténtica razón».
INFINITUD Y ETERNIDAD
Resulta que, por más maravilloso o deleznable que sea el mundo, sólo estamos aquí de visita breve. ¿Cuán breve es la visita? ¿Comparada con qué? ¿Un número ilimitado de años?
La noción de infinito ha confundido a los metafísicos desde hace, bueno, desde hace una eternidad. Los no metafísicos, sin embargo, se han mostrado siempre mucho menos impresionados.
Dos vacas están pastando cuando una se vuelve y le dice a la otra:
—Aunque pi se suele abreviar con cinco números, en realidad progresa hasta el infinito.
La segunda vaca se da la vuelta y le responde:
—Muuuu.
El siguiente chiste combina la idea de eternidad con otro concepto filosófico que es todo un planchazo, la relatividad:
Un médico le dice a una mujer que le quedan seis meses de vida.
—¿Puedo hacer algo? —quiere saber ella.
—Sí, en realidad… —le dice el médico—. Podría casarse con un inspector de Hacienda.
—¿Y eso aliviará mi enfermedad? —pregunta la mujer.
—¡En absoluto! —dice el doctor—. Pero ¡hará que esos seis meses le parezcan una eternidad!
Este chiste plantea la siguiente cuestión filosófica: «¿Cómo puede algo finito, como seis meses, ser análogo a algo infinito, como la eternidad?». Bien, es obvio que los que se hacen esa pregunta no han vivido nunca con un agente tributario.
DETERMINISMO VERSUS LIBRE ALBEDRÍO
Mientras estamos aquí y ahora, ¿tenemos algún control sobre nuestras vidas?
A lo largo de los siglos, se ha vertido mucha tinta filosófica sobre el tema de si el ser humano es libre para decidir o actuar o si nuestras decisiones y acciones vienen determinadas por fuerzas externas: herencia, entorno, historia, destino, Microsoft.
Los trágicos griegos insistieron en la influencia del carácter y sus inevitables errores en la determinación del curso de los acontecimientos.
Cuando le preguntaron si creía en el libre albedrío, el novelista del siglo XX Isaac Bashevis Singer respondió, con cierta ironía, «No tengo otra elección». (En realidad, es una postura que algunos filósofos adoptaron con todo descaro: la de que estamos obligados a creer en nuestro libre albedrío pues, de lo contrario, no existe base para nuestra creencia en la responsabilidad moral. Si no fuera así, nuestras elecciones morales no estarían en nuestras manos).
Recientemente, la concepción de que fuerzas psicológicas que escapan a nuestro control determinan nuestra conducta ha erosionado la idea de la responsabilidad moral hasta el punto de que ahora tenemos una «defensa twinkie»,[1] en la que el acusado puede aducir que el azúcar del café le llevó a cometer un asesinato. En realidad, es como «el diablo me obligó a hacerlo» disfrazado de motivación psicológica.
A pesar de todo, algunos deterministas dijeron: «Dios me obligó a hacerlo. En realidad, Dios ha determinado cada aspecto del universo, hasta el menor de los detalles». Baruch Spinoza, el filósofo judío y holandés del siglo XVII, y Jonathan Edwards, el teólogo estadounidense del siglo XIII, postularon un determinismo teológico parecido. El águila, la rana y el camionero de la siguiente historia probablemente pensaban que elegían y ejecutaban sus acciones libremente.
Moisés, Jesús y un anciano con barba están jugando al golf. Moisés da un buen golpe, la bola va a parar a la calle y luego va rodando hacia el estanque. Moisés levanta el palo, aparta las aguas y la bola sigue rodando tranquilamente hacia el otro lado.
Jesús también golpea fuerte y la bola se acerca al estanque pero, cuando está a punto de caer en el centro, se queda sobrevolando la superficie. Jesús se aproxima al estanque como si tal cosa y de un golpecito manda la bola al green.
Cuando le toca el turno al anciano barbudo, la manda contra una valla, de ahí rebota a la calle, donde hace carambola contra un camión y se dirige de nuevo a la calle. Va en dirección al estanque, pero cae en un parterre de lirios, donde una rana la ve y se la mete en la boca. Aparece un águila, apresa la rana y se va. Cuando el águila y la rana sobrevuelan el green, la rana abre la boca y suelta la bola, que cae justo en el hoyo.
Moisés se vuelve hacia Jesús y le dice:
—Odio jugar con tu padre.
FILOSOFÍA DEL PROCESO
Tenía que ocurrir. Apareció un filósofo que se atuvo a esta concepción de un dios compulsivo que interviene en todo. El filósofo del siglo XX Alfred North Whitehead sostuvo que Dios no sólo es incapaz de determinar el futuro, sino que el futuro lo determinará a él. Según la filosofía del proceso de Whitehead, Dios no es ni omnipotente ni omnisciente, y el cambio del curso de los acontecimientos también lo modifica a él. O, como dirían los seguidores del New Age, «Dios es, como… ¡tan evolucionado!».
Alvin está trabajando en su tienda cuando oye una voz atronadora procedente de arriba y le dice:
—Alvin, ¡vende el negocio!
No le hace caso. Pero la voz insiste durante días:
—Alvin, ¡vende el negocio por tres millones de dólares! Al cabo de una semana, Alvin ceja y vende la tienda.
—Alvin, ¡vete a Las Vegas! —le dice la voz. Alvin le pregunta por qué.
—Alvin, ¡te digo que cojas los tres millones de dólares y te vayas a Las Vegas!
Alvin le obedece, se marcha a Las Vegas, y entra en un casino.
—Alvin, ¡ve a la mesa de blackjack y juégatelo todo a una mano! —ordena la voz.
Alvin vacila, pero se rinde. Cierra con dieciocho. El crupier muestra un seis.
—¡Alvin, coge una carta!
—¿Cómo? Pero si el crupier tiene…
—¡Coge una carta!
Alvin le pide carta al crupier y obtiene un as. Diecinueve. Suspira, aliviado.
—Alvin, coge otra carta.
—¿Qué?
—¡Que cojas otra carta!
Alvin pide otra carta. Otro as. Ya tiene veinte.
—Alvin, ¡coge otra carta! —le ordena la voz.
—¡Ya tengo veinte! —grita Alvin.
—¡Te digo que cojas otra carta! —resuena la voz.
—¡Otra! —dice Alvin—. Es otro as. ¡Veintiuno!
—¡Santo cielo, es increíble! —dice la voz atronadora.
¿A que tiene su encanto que Dios pueda sorprenderse a sí mismo?
EL PRINCIPIO DE ECONOMÍA
Siempre ha existido, en el seno de la filosofía, una corriente antimetafísica que ha culminado con el triunfo de la perspectiva científica a lo largo de los dos últimos siglos. Rudolph Carnap y el Círculo de Viena (que, en contra de la opinión popular, no eran un grupo disco de los setenta), llegaron al extremo de proscribir la metafísica en tanto que especulación irracional que había sido superada por la ciencia.
Rudy y los del Círculo de Viena tomaron el relevo de un teólogo del siglo XV, Guillermo de Occam, que formuló el principio de economía, también llamado «el de navaja de Occam». Este principio afirma que «la teoría no debe ser más compleja de lo necesario», o tal como él lo enunció metafísicamente, las teorías no «deben multiplicar las entidades innecesariamente».
Supongamos que Isaac Newton, al ver caer la manzana, hubiera exclamado:
—¡Lo tengo! Las manzanas están atrapadas en un forcejeo entre los gremlins, que las empujan para arriba, y los trolls, que las empujan para abajo. ¡Y los trolls son más fuertes!
Occam le habría replicado:
—Vale, Isaac, está claro que tu teoría se aplica a todos los hechos observables pero, por favor, ¡enúnciala de un modo más sencillo!
Carnap se hubiera mostrado de acuerdo.
Una noche, después de la cena, un niño de cinco años le pregunta a su padre:
—¿Adónde ha ido mamá?
—Mamá ha ido a una reunión de Tupperware —responde el padre.
La explicación satisface al chico por un momento, pero luego añade:
—¿Y qué es una reunión de Tupperware?
El padre imagina que lo mejor será darle una explicación sencilla.
—Pues, hijo mío —le dice—. En las reuniones de Tupperware, las señoras se sientan en círculo y se venden cuencos de plástico las unas a las otras.
El chico suelta una carcajada.
—Anda, papá, ahora en serio, dime de qué van esas reuniones.
Lo cierto, sin embargo, es que las reuniones de Tupperware consisten en unas señoras sentadas en círculo vendiéndose cuencos de plástico las unas a las otras. Por más que los muchachos del departamento de mercadotecnia de la Tupperware, metafísicos ellos, quieran hacernos creer que es más complicado que eso.
DIMITRI: Te he hecho una pregunta simple, y me has dado diez respuestas distintas. No me resultas de gran ayuda, la verdad.
TASSO: Si lo que quieres es ayuda, vete a ver a un asistente social. Dicen que en Esparta hay muchos.
DIMITRI: No, lo que quiero es saber qué respuesta es la verdadera.
TASSO: ¡Ajá, ahora vamos por el buen camino!