Habían transcurrido cinco días desde la muerte de Max y María Coral no aparecía. Desesperado de obtener la colaboración de la guardia civil (absorta en la crisis social del momento) me agencié la colaboración interesada de un lugareño cabezota y zafio y juntos recorrimos los montes. Por sus funciones de guía me pidió «algo de oro» y yo le di mi reloj. A decir verdad, fue un intercambio de estafas, pues el reloj era de latón dorado y el campesino, por su parte, me hizo dar vueltas en torno al pueblo, abusando de mi desorientación, sin aventurarse por los parajes más agrestes y trabajosos. Mientras tanto, el herrero del pueblo reparaba el automóvil. Hizo una chapuza horrorosa y me cobró una cantidad desmesurada, porque «con eso de la huelga, sólo podía trabajar de noche y aun con grave peligro de su vida». De modo que le pagué por esquirol y por acabar de descomponer lo que ya estaba descompuesto.
La huelga se hacía notar por detalles marginales, ya que, aparte de la Compañía, ningún trabajo había en el pueblo que se pudiera paralizar. En el edificio de la Compañía ondeaban banderas anarco-sindicalistas y en la plaza del pueblo se habían pegado afiches con la efigie de Lenin, al que pronto pintaron los chiquillos gafas y cigarros y alguna que otra obscenidad.
Los obreros se reunían a diario y pasaban la jornada tomando el sol a la puerta de la taberna, discutiendo y filosofando y haciendo circular bulos sobre los acontecimientos revolucionarios acaecidos en otras localidades. A la caída de la tarde se organizaban mítines en los cuales los socialistas y los anarquistas se insultaban recíprocamente. Al término de los mítines, los oradores y sus oyentes se congregaban ante la iglesia y apostrofaban al cura, acusándole de usurero, corruptor de menores y soplón. La guardia civil no se dejaba ver en estas ocasiones. Según comprobé, seguía el devenir de la huelga desde la ventana de la casa-cuartel, tomando nota de personas, dichos y tendencias, y confeccionaba un voluminoso atestado que dictaba el cabo y escribían los números con faltas, tachaduras y borrones.
De todas estas novedades, que tenían al pueblo encandilado, me enteraba yo al anochecer, cuando regresaba de mis correrías por el monte, reventado de andar, yerto de frío, con la ropa y la piel desgarradas por las zarzas y la garganta seca de gritar el nombre de María Coral y espantar conejos. Por fin, cansado de buscar una aguja en un pajar, y aprovechando que el herrero se había cansado de manosear el automóvil, decidí regresar a Barcelona, con ánimo de volver al pueblo más adelante, cuando las cosas hubieran vuelto a la normalidad y una labor coherente y organizada pudiera llevarse a cabo con garantías de éxito.
Salí del pueblo por la mañana, confiando en llegar a mi destino en menos de cuarenta y ocho horas. Tardé una semana.
El primer día recorrí varios kilómetros a buena marcha, pero al coronar una cuesta, el automóvil se paró, relinchó, dio un brinco y empezó a despedir llamaradas cárdenas. Tuve tiempo de saltar y ocultarme tras una roca antes de que la maquinaria hiciera explosión. Abandoné pues los restos carbonizados de la conduite-cabriolet y continué a pie hasta llegar a una localidad cuyo nombre nunca me preocupé en averiguar.
El pueblo en cuestión parecía celebrar su Fiesta Mayor. En realidad, se trataba de la huelga. Cómo lograron aquellas comunidades ancestrales y aisladas sincronizar la puesta en marcha del conflicto es un misterio. Sin embargo, por lo que luego leí en los periódicos y por lo que yo mismo puede comprobar en mis andanzas, Cataluña entera se había lanzado a una huelga general. Eso no hacía sino entorpecer mis planes, porque los medios de transporte, ya de por sí exiguos, habían dejado de funcionar. Tampoco me fue dado usar del teléfono, del telégrafo ni de ninguna otra forma de comunicación. Cuando regresé a Barcelona, habían transcurrido dieciséis días de mi marcha y durante todo ese tiempo mi aislamiento fue absoluto.
Pero, volviendo a los hechos, llegué al pueblo en fiestas y me adentré en él sin despertar la curiosidad de nadie. Ya no hacían caso a los forasteros. Todos los vecinos de la localidad se habían concentrado en la Plaza Mayor, en torno al quiosco de la música, y ensayaban a coro la Internacional. Cuando se acabó el ensayo, se dispersaron. Anduve de grupo en grupo, preguntando cómo se podía ir a Barcelona. La mayoría me señalaba la carretera y me aconsejaba que anduviese. Por fin, un hombre diminuto, que no estaba de acuerdo con la huelga «porque si se deja de trabajar un solo día se contrae la tuberculosis», me alquiló una bicicleta. Le pagué dos semanas de alquiler por adelantado y firmé un papel en el que juraba «por mi honor de caballero» devolverle la bicicleta. Yo no había montado en bicicleta desde niño y salí del pueblo haciendo eses. Pronto, sin embargo, recobré pasadas habilidades. Estos logros me levantaron la moral y abrigaba ya ciertas esperanzas de poner punto final a mis correrías. Pero estaba en un error. El pueblo donde alquilé la bicicleta se hallaba enclavado en un altiplano, de modo que la primera parte del trayecto se componía de suaves declives. Pronto, sin embargo, el camino empezó a enderezarse y al cabo de unos kilómetros se inició el ascenso a un risco. Se acabaron las piruetas y comenzaron las fatigas. Las piernas no me respondían, me faltaba el aliento, sudaba por todos los poros y creí fallecer. Al final, viendo que la cosa no tenía remedio, opté por arrinconar la bicicleta y continuar a pie. Anduve sin parar hasta coronar la cima. Desde allí divisé un valle desolado y negruzco y, más allá, otros montes y otros valles.
Descansé hasta que consideré haberme recuperado, pero lo peor estaba por venir: no podía moverme, todo el cuerpo me dolía, sostenerme en pie suponía una tortura. Caminé unos cien metros y me derrumbé. Tuve miedo de que no pasara nadie (los caminos estaban prácticamente intransitados por causa de la huelga) y de morir de inanición y de frío. Caía la tarde y del bosque cercano llegaban ruidos amenazadores. Me hice un ovillo y esperé, resignado a correr la misma suerte que sin duda había corrido María Coral.
Ya sentía los primeros síntomas (quizás imaginarios) de la parálisis, cuando percibía lo lejos el ronquido inconfundible de un motor. Me levanté de un brinco y me planté en el centro de la carretera, dispuesto a parar a quienquiera que poseyera el automóvil que se aproximaba, así fuese el mismo diablo.
Aunque la ondulación del terreno me impedía verlo, el vehículo acortaba distancias. Contuve la respiración y creo que hasta el corazón se me paró. Por fin lo vi coronar el promontorio: era un vetusto artefacto desencuadernado, que avanzaba traqueteando entre volutas de humo y estampidos. Recortada su silueta contra el sol poniente, me pareció enorme, si bien no pasaba de ser un automóvil o camión de los que se dedicaban, en aquel tiempo, al transporte de mercancías pequeñas en trayectos breves. Constaba de dos asientos cubiertos para el conductor y un acompañante y de una caja posterior con soportes verticales en los que se podía atar una lona o hule con los que proteger la carga de las inclemencias del tiempo.
Cuando el camión se hubo acercado lo suficiente, comprobé que llevaba en los flancos sendas pancartas en las que se leía: «Viva el amor libre». Ocupaban el camión siete mujeres, una de ellas muy joven, otra madura y las cinco restantes de edades que oscilaban entre los veinticinco y treinta y cinco años. Salvo la que conducía, las demás se habían instalado en la caja, jugaban a las cartas, comían y bebían y fumaban tagarninas. Vestían atuendos campesinos, de amplísimos escotes, y no se recataban de mostrar las pantorrillas. Iban muy repintadas y perfumadas y se tocaban con pañuelos rojos arrollados a la cabeza, al cuello o a la cintura. Recuerdo que la menor se llamaba Estrella, y la mayor, Democracia.
El camión se detuvo y me invitaron a subir a la caja. Me acomodé como buenamente pude, pues no sobraba espacio, y el camión reanudó su ajetreado paso. Agradecí a las mujeres su hospitalidad y me contestó la mayor, en nombre de todas, que no tenía que dar las gracias ni humillarme ante nadie, que había llegado el momento de la liberación, que todo era de todos y que los hombres éramos hermanos, y cada uno, un rey.
—Si tienes hambre o sed, dínoslo y procuraremos satisfacerte en la medida de nuestras posibilidades. Y si luego quieres, elige a la que más te guste de nosotras y sacia tu fogosidad.
Yo, la verdad, estaba un tanto desconcertado. Acepté, de todos modos, un bocadillo de salchichón y un trago de vino, y decliné la segunda parte de la invitación con el pretexto, real, por otra parte, de que me hallaba en el límite de mis fuerzas.
—No lo tomen ustedes a mal, se lo ruego —añadí—, pero debo aclararles que acabo de sufrir la pérdida de un ser querido.
Todas me compadecieron y la llamada Democracia se aventuró a decir que tal vez entre todas podrían procurarme un cierto solaz. Ante mi firmeza en la negativa, no insistió y me dejaron en paz.
El camión, mientras tanto, viajaba sin tregua entre campos baldíos y breñas rojizas. La noche se nos echó encima y las que jugaban a las cartas recogieron su baraja y se pusieron a cantar. La mayor y la más joven (que no tendría más de quince años, según deduje) me pusieron al corriente de sus actividades. No saqué las ideas muy claras de su explicación, pero entendí que se habían puesto en camino apenas iniciada la huelga general con el propósito de predicar el amor libre de palabra y de obra. Llevaban recorrida buena parte de la región y habían conseguido un número grande de prosélitos. Me dieron una hoja torpemente impresa en la que se veía una mujer desnuda imitando la pose de una estatua griega. Al dorso se leía:
«El hombre pobre y trabajador se halla oprimido por el que es rico y no trabaja; pero a este hombre le queda aún el recurso, bien triste por cierto, de vengarse de la opresión que sufre, oprimiendo a su vez a la hembra que le tocó en suerte; a esta hembra no le queda ya ningún medio de desahogo, y tiene que resignarse a padecer el hambre, el frío y la miseria que origina la explotación burguesa y, como si esto fuera poco, a sufrir la dominación bestial, inconsiderada y ofensiva del macho. Y éstas son las más felices, las privilegiadas, las hijas mimadas de la Naturaleza, porque existe un treinta o un cuarenta por ciento de esas mujeres que son mucho más infelices aún, puesto que nuestra organización social, hasta les prohíbe el derecho a tener sexo, a ser tales hembras, o, lo que es lo mismo, a demostrar que lo son».
«¡Oh, la mujer! He ahí la verdadera víctima de las infamias sociales; he ahí el verdadero objeto de la misión de los apóstoles generosos».
—Es un hermoso y noble texto de uno de los maestros del anarquismo —me dijo la dulce Estrella mirándome a los ojos con los suyos, profundos y claros.
—Queremos demostrar a los hombres con nuestra conducta que somos capaces y dignas de comprensión, iguales en la libertad —declamó la llamada Democracia.
Yo no sabía a qué carta quedarme. Al principio las tomé por vulgares prostitutas que habían decidido adaptar la profesión al espíritu de los tiempos. Más adelante pude comprobar que no cobraban por ejercer su apostolado, si bien aceptaban comida, vino, tabaco y algún obsequio de poco valor (un pañuelo, unas medias, un ramillete de flores silvestres, un retrato de Bakunin). A lo largo del viaje las fui catalogando sucesivamente como locas, farsantes, chifladas y santas, a su manera.
Los seis días que duró el recorrido hasta Barcelona tuvieron un cariz que me atreveré a calificar de bucólico. Viajábamos de día y por las noches dormíamos en los establos de las masías, cuyos habitantes nos acogían con hospitalidad fraternal. Nos cobijábamos entre las pajas y nos abrigábamos con mantas que nos prestaban y tratábamos de dormir, cosa que no siempre resultaba fácil, pues los mozos de labranza, sabedores de la moral de las huéspedes, acudían con ruidosa frecuencia al dormitorio común. Una vez fui despertado por unas manos trémulas y recibí en el rostro la siguiente salutación:
—Collons, si és un home!
Con todo, las misioneras del amor libre se mostraban infatigables. Por la mañana, después de desayunar una espléndida ración de jamón u otro embutido, leche recién ordeñada y pan tierno, nos poníamos en ruta. Normalmente, conducía yo, como pago por sus atenciones, pues compartía su comida y alojamiento sin participar, como es lógico, de sus actividades. Si sorprendíamos algún grupo de huelguistas portando enseñas anarquistas, me ordenaban tascar el freno y las ocupantes del camión se apeaban, platicaban, distribuían el texto sobre la mujer proletaria y desaparecían entre los arbustos, dejándome solo o en compañía de los más ancianos. Así trabé muchas amistades y recibí una buena dosis de adoctrinamiento filosófico. Contra lo que sospeché en un principio, el proselitismo logrado entre los hombres (tanto solteros como casados) era sincero y las siete propagadoras del dogma del amor libre fueron siempre tratadas con sumo respeto y deferencia.
De esta guisa llegamos a Barcelona. La impresión que me produjo fue dramática. Lo que en el campo era liberación y alegría, en la ciudad era violencia y miedo. El corte de fluido eléctrico había sumido al conglomerado urbano en un laberinto tenebroso donde toda alevosía estaba encubierta y todo rencor podía saldarse impunemente. Si de día, con la luz, las calles eran el reino de predicaciones de la igualdad y la fraternidad, por las noches se convertían en el dominio indiscutido de hampones, mangantes y atropelladores. El cierre de los comercios y la carencia de avituallamiento proveniente de las zonas rurales habían provocado la escasez de los productos más necesarios y los canallas imponían sus leyes abusivas en un mercado negro donde la compra de un pan revestía los trágicos caracteres de una degradación.
A la vista de aquel pandemónium, aconsejé a las predicadoras del amor libre que renunciasen a ejercer su ministerio y regresasen al campo.
—Nuestro lugar está con el pueblo —dijeron.
—Esto no es el pueblo —repliqué—, es la chusma, y no sabéis de lo que es capaz este atajo de bestias.
Tras una discusión estrepitosa, logré que aceptasen pasar la noche en mi casa. No obstante, al llegar al portal y advertir el aire señorial del inmueble, se cerraron a la banda y se negaron a hospedarse en una casa burguesa. Les rogué (aun sabiendo al comadreo a que me exponía) que al menos me permitieran hacerme cargo de la menor, Estrella, pero no hubo forma humana de convencerlas. Me dejaron plantado en la acera y se adentraron en la negrura de las avenidas sin luz con su camión, sus pancartas y sus sueños. Nunca más supe de ellas.
Pasé dos días encerrado en casa, comiendo de lo que tuvieron a bien darme los vecinos. Al fin, el tercer día de mi llegada, y decimonoveno después de mi marcha, volvió la luz y la ciudad recobró la normalidad. De las paredes colgaban aún pasquines que las primeras aguas del otoño en ciernes se cuidaron de desleír. En los suelos se arremolinaban las octavillas fustigadas por el viento, mezcladas con las hojas pardas de los plátanos que se desnudaban y dejaban ver un cielo encapotado que amasaba truenos y chaparrones. Los coches de punto circulaban brillantes como el charol bajo la lluvia; las farolas de gas se reflejaban en el empedrado, las ventanas se cubrían de gruesas cortinas, humeaban las chimeneas, los viandantes aceleraban el paso retardado y cansino del verano, embozados en sus capas. Volvían los niños taciturnos al colegio. Maura era jefe de gobierno, y Cambó, ministro de Hacienda.
Por los periódicos tuve noticia de la muerte de Lepprince.
Un incendio había destruido por completo la fábrica Savolta. Debido a la huelga, todo el personal se hallaba ausente y no había que lamentar otra víctima que el francés. A partir de ahí, las versiones de los distintos periódicos eran contradictorias. Unos afirmaban que Lepprince estaba en la fábrica cuando se declaró el siniestro y no pudo ponerse a salvo; otros, que había intentado sofocar las llamas con ayuda de algunos voluntarios y lo aplastó el hundimiento de una viga o muro; un tercero atribuía su muerte a la explosión de la pólvora negra almacenada. La verdad es que ninguno se extendía en las explicaciones y todos soslayaban las preguntas que a mi modo de ver se planteaban, es decir, ¿qué hacía Lepprince solo en la fábrica? ¿Fue por su propia voluntad o se trataba de un crimen astutamente disfrazado de accidente? En tal caso, ¿habría sido Lepprince conducido por la fuerza a la fábrica y encerrado? ¿O tal vez ya estaba muerto cuando el incendio se declaró? ¿Por qué no se había iniciado una investigación policial? Cuestiones todas ellas que jamás hallaron respuesta.
Todos los periódicos, en cambio, eran unánimes a la hora de destacar «la figura señera del gran financiero». Silenciaron el hecho de que la empresa se hallaba en la ruina y compusieron hiperbólicas elegías a la memoria del finado. «Las ciudades las hacen sus habitantes y las engrandecen los forasteros». (La Vanguardia); «era francés, pero vivió y murió como un catalán». (El Brusi); «fue uno de los creadores de la gran industria catalana, símbolo de una época, faro y brújula de los tiempos modernos». (El Mundo Gráfico). En resumen, meras fórmulas estereotipadas. Sólo La Voz de la Justicia se atrevió a remover viejas inquinas y encabezó un violento artículo con este titular: «El perro ha muerto, pero la rabia continúa».
La tarde de aquel mismo día me dirigí a la mansión de los Lepprince. Era una tarde triste de otoño, fría y lluviosa. La casa estaba sumida en el letargo; las ventanas, cerradas; el jardín, encharcado; los arbolitos se doblaban al empuje del viento. Llamé y la puerta se abrió unos centímetros, dejando una rendija por donde asomó el rostro afilado de una vieja sirvienta.
—¿Qué desea?
—Buenas tardes. Soy Javier Miranda y quisiera ver a la señora, si está en casa.
—Está, pero no recibe a nadie.
—Soy un antiguo amigo de la familia. Me choca que no me haya visto usted antes por aquí. ¿Lleva poco tiempo en esta casa?
—No, señor. Llevo más de treinta años al servicio de la señora Savolta y fui ama seca de la señorita María Rosa.
—Ya entiendo —dije para ganarme su simpatía—, usted prestaba servicio en casa de los padres de la señorita, en la mansión de Sarriá, ¿no es así?
La vieja sirvienta me miró con desconfianza.
—¿Es usted periodista?
—No. Ya le dije quién soy: un amigo de la familia. ¿Quiere decirle al mayordomo que salga? Él me reconocerá.
—El mayordomo no está. Todos se fueron cuando murió el señorito Paul-André.
Un golpe de viento nos llenó de lluvia la cara. Tenía los pies húmedos y deseaba terminar de una vez aquella discusión.
—Dígale a la señorita que Javier Miranda está aquí, hágame el favor.
Vaciló unos instantes. Luego cerró la puerta y oí sus pasos cada vez más débiles hasta que se perdieron en el interior del vestíbulo. Esperé bajo la lluvia un rato que se me antojó larguísimo. Por fin volvieron a oírse los pasos afelpados de la vieja sirvienta y se abrió la puerta.
—Dice la señorita María Rosa que puede usted pasar.
El vestíbulo estaba en tinieblas, a pesar de lo cual advertí que el polvo y el desorden se habían adueñado de todo. Medio a tientas llegué al pequeño gabinete de Lepprince. Los anaqueles de la librería estaban vacíos, había una silla volcada y en la pared destacaba un rectángulo blanquecino que indicaba el lugar que antaño había ocupado el cuadro de Monet, por el que tanto afecto sentía Lepprince. Cuando encendí un cigarrillo, me percaté de que tampoco quedaban ceniceros. La puertecita que comunicaba el gabinete con el salón se abrió y apareció de nuevo la vieja sirvienta.
—Pase, señorito —dijo en un susurro apenas perceptible.
Pasé al salón donde habíamos tomado café tantas noches María Coral, María Rosa, Lepprince y yo. Allí el desorden era impresionante. Sobre las mesas se amontonaban tazas de café, algunas de las cuales contenían aún parte del mejunje, gelatinoso. El suelo estaba lleno de colillas, cerillas y ceniza. Se respiraba un aire denso. Los postigos de las ventanas, tal como se podía ver desde el exterior, estaban cerrados a cal y canto y sólo una débil luz artificial iluminaba la estancia. En el sofá yacía tendida María Rosa Savolta, cubierta por una manta, y junto a ella se bamboleaba una cunita en cuyo interior dormitaba un niño de escasos días. Noté que María Rosa Savolta había recuperado su aspecto normal y deduje que aquel niño no era otro que el hijo de Lepprince.
—Lamento haberla molestado, señora —dije acercándome al sofá.
—No te disculpes, Javier —respondió María Rosa Savolta sin mirarme—. Siéntate, y perdona este desorden. Ha venido mucha gente al funeral, ¿sabes?
Recordé haber leído en los periódicos que el funeral se había celebrado hacia más de una semana, pero no hice al respecto el menor comentario.
—Vino todo el mundo al funeral, según me contaron —continuó la viuda de Lepprince—. Yo no pude asistir, porque estaba dando a luz en casa de mi madre. Me ocultaron la noticia por miedo a que la impresión me hiciera perder al niño. Hace dos días que supe lo de Paul André. Sentí mucho no haber asistido al funeral. Dicen que había tanta o más gente que en el de mi padre. ¿Tú lo presenciaste, Javier?
Hablaba maquinalmente, como hacen las personas sometidas al sopor hipnótico.
—Estuve ausente de Barcelona y tampoco supe la triste nueva, por causa de la huelga —dije, y añadí sin transición, para eludir el tema funerario—: Esa criada me ha contado que lleva más de treinta años a su servicio.
—¿Serafina? Sí, servía ya en casa de mis padres cuando yo nací. Mamá me la prestó…, nuestros criados se habían ido sin avisar. Supongo que se habrán llevado los objetos de valor.
—¿Por qué no se quedó a vivir con su madre?
—Preferí venir, interinamente. Ignoraba en qué estado se hallaba esta casa. Hemos puesto en venta la de Sarriá, ¿comprendes? Sí, ya nos han salido varios compradores, pero eso supone un trastorno que no me sentía dispuesta a soportar: visitas, regateos, ya te puedes figurar. Ahora que nos saben necesitadas todos intentan arrimar el ascua a su sardina y apoderarse de lo nuestro por cuatro chavos. Aquí, en cambio, no viene nadie. La casa está gravada con tres hipotecas y hasta que no se pongan de acuerdo y la subasten, no me molestarán. Cortabanyes dice que la cosa puede arrastrarse más de un año. Ya no queda nada que robar, ¿has visto cómo lo han limpiado todo?
No había tristeza en su voz. Más bien parecía un viejo trotamundos que recuerda fragmentariamente sus anécdotas, dotándolas de una confusa indiferencia niveladora.
—Dicen que vinieron al funeral, pero es mentira. Vaya, yo sé bien a qué vinieron: a llevárselo todo. ¡Ah, si hubiera vivido papá! No se lo habría permitido, ya lo creo que no. Ni ellos se habrían atrevido, los muy rastreros. Pero ¿qué podíamos hacer nosotras, dos mujeres solas? Cortabanyes intentó salvar algo, o al menos eso dice, aunque bien poco debió salvar, a juzgar por lo que se ve.
Calló y quedó sumida en un estado cataléptico, con los ojos fijos en el techo.
—En el fondo, es mejor que Paul-André haya muerto. Así se ha evitado el espectáculo de la ingratitud. Válgame Dios, saquear la casa de un difunto… Y más aún, de un hombre a quien le deben hasta la ropa que llevan puesta. Cuando papá se hizo cargo de la empresa la mayoría de ellos no eran más que unos muertos de hambre: proveedores de talleres de reparación y cosas por el estilo. Papá y Paul-André les hicieron ganar dinero a espuertas… y ahora se creen con derecho a robar y a ensuciar la memoria de los muertos, porque ya sé que ahora van por ahí murmurando y hablando mal de mi marido: que si fue mal administrador, que si no supo adaptarse a los tiempos y qué sé yo. Me gustaría ver lo que habría sido de ellos si no les hubiera tendido tantas veces las manos el pobre Paul-André. Venían en procesión a esta casa y le pedían con lágrimas, casi de rodillas, un préstamo, un favor; como antes habían hecho con papá. Y ahora son esos mismos los que quieren quedarse con la casa de Sarriá por cuatro chavos. Los dos, papá y Paul-André, fueron demasiado buenos: dieron lo que tenían a manos llenas. A veces incluso lo que no tenían, también eso dieron, con tal de favorecer a un amigo; por el placer de ayudar, sin exigir intereses ni garantías, sin apremios ni documentos, fiados de la palabra y el honor, como hacen los caballeros. Y ellos salían andando hacia atrás, doblando el espinazo, risueños, serviles… En cambio ahora, como ya no hay hombres a nuestro alrededor que nos defiendan, mira lo que han hecho: robar. Ésa es la palabra, robar. Ay, Dios mío, qué sola estoy. Si al menos, al menos hubiera vivido el tío Nicolás, o el pobre Pere Parells… Ellos no lo habrían permitido; nos querían bien, eran como de la familia. Pero todos han ido desapareciendo, que Dios los tenga en su santa gloria.
Por primera vez sus ojos se clavaron en los míos y percibí un tenue destello, ajeno al odio y al desprecio y a su amargura, un destello que me asustó, pues creí reconocer en él un adiós al mundo de la cordura. Hice un nuevo intento de desviar la conversación.
—¿Y el niño, cómo está? Parece sanote.
—No es un niño. Es una niña. Ni en esto he tenido suerte. Si hubiese sido un chico, mi vida tendría un objeto: educarle y prepararle para reivindicar la memoria de su padre y de su abuelo. Pero esta infeliz, ¿qué puede hacer, sino amoldarse y sufrir lo que mi madre y yo hemos sufrido?
La niña se puso a berrear, como si hubiese oído las palabras de su madre y captado el amargo sentido de la profecía. Entró Serafina, la vieja sirvienta, y tomó a la niña en brazos, acunándola con suave balanceo y una nana monocorde.
—Voy a darle su biberoncito, que ya le toca, ¿verdad, señorita María Rosa?
—Muy bien, Serafina —contestó María Rosa Savolta con absoluto desinterés.
—¿Usted no quiere tomar nada, señorita? El médico le recomendó mucho que se alimentara.
—Ya lo sé, Serafina, no me des la lata.
—Señorito, dígale que tiene que cuidarse —me rogó la vieja sirvienta.
—Eso es cierto —dije yo sin mucha fe en la eficacia de mi aseveración.
—Si no lo hace por usted, señorita, hágalo al menos por este ángel de Dios, que la necesita a usted más que a nadie en el mundo.
—Ya basta, Serafina; vete y déjanos en paz.
Cuando Serafina se hubo ido, María Rosa Savolta hizo un esfuerzo por incorporarse y se dejó caer finalmente, agotada.
—Está usted agotada, no se mueva —dije yo.
—¿Quieres hacerme un favor? Sobre aquel aparador hay una caja de cuero repujado. Dentro encontrarás cigarrillos, sírvete y tráeme uno.
—Creía que no fumaba.
—No fumaba, pero ahora sí fumo. Enciéndelo tú, ten la bondad.
Encontré la caja y encendí un cigarrillo, que reconocí por su forma ovalada y sus colorines variados como los que fumaba Lepprince y de los que tenía buena provisión por ser una marca difícil de adquirir en los estancos.
—No creo que le convenga fumar.
—Oh, iros todos a paseo y dejadme hacer lo que me venga en gana. ¿De qué sirve cuidarse? —aspiró el humo del cigarrillo con avidez e inexperiencia, con aires de mujer fatal, remedos de película melodramática—. Anda, dime de qué sirve cuidarse. Paul-André se pasaba el día con la misma cantinela: cuídate, no hagas esto, no hagas aquello. Mírale ahora, ¿de qué le habría servido no fumar en toda su vida? Ay, Señor, qué desgracia.
El tabaco parecía causarle un efecto sedante, pues su rostro se había relajado y gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. Tosió y arrojó el cigarrillo al suelo con displicencia.
—Déjame sola, Javier. Agradezco mucho tu visita, pero ahora preferiría descansar, si no te importa.
—Lo comprendo muy bien. Si en algo puedo serle útil, no tiene más que llamarme. Ya sabe dónde vivo y cuál es mi teléfono.
—Muchas gracias. A propósito, ¿cómo está tu mujer? Ahora que lo pienso, es extraño que no haya venido contigo.
—Ha cogido un ligero catarro…, está en casa…, pero pronto se recuperará y vendrá sin falta, descuide usted.
No pareció escuchar lo que le decía. Hizo un gesto vago de despedida y yo caminé hacia la puerta procurando no chocar con los objetos esparcidos aquí y allá.
La vieja criada me acompañó al vestíbulo llevando en brazos a la niña que parecía dormir. Ya en el vestíbulo, creí percibir un ruido sospechoso, como de pasos, en el piso superior. Le pregunté a la criada si había otra persona en la casa.
—No, señor. La señorita María Rosa, la niña y yo… y usted, claro está.
—Me ha parecido que alguien andaba en el piso de arriba.
—¡Jesús! —exclamó la vieja criada por lo bajo.
Guardamos silencio y percibimos el ruido inconfundible de unos pasos sigilosos sobre nuestras cabezas. Serafina se puso a temblar y a musitar jaculatorias.
—Voy a ver qué pasa —dije.
—¡No suba, señor! Puede ser un ladrón o un maleante o un huelguista que anda huido. Mejor será llamar a la policía. Hay un teléfono en la biblioteca.
Era una sugerencia muy puesta en razón, pero yo albergaba ciertas sospechas que me impulsaban a comprobar por mí mismo la identidad del misterioso visitante. Sin saber de quién se trataba, estaba seguro de que no era un desconocido ni un vulgar ladrón. Por otra parte, las situaciones arriesgadas ya se habían convertido en un hábito para mí en los últimos tiempos.
—No se mueva de aquí. Si dentro de diez minutos no he bajado, llame a la policía. Y, sobre todo, no le diga nada a la señora.
Me prometió que así lo haría, la dejé imprecando a los cielos y yo subí de puntillas las escaleras que comunicaban la planta baja con el piso. Sólo había oscuridad en el pasillo, pues las ventanas y balcones estaban herméticamente cerrados. Me aventuré a tientas. No conocía la distribución de los aposentos ni la colocación de los muebles, de modo que anduve muy cauteloso para no tropezar y hacer ruido. Al fondo del pasillo distinguí una débil claridad. Supuse que sería una linterna y allí encaminé mis pasos. Los rumores habían cesado. Al llegar a la puerta del cuarto del que procedía la luz me detuve. Distinguí una silueta que revolvía los papeles de un escritorio con ayuda de una diminuta linterna.
—¿Qué hace usted ahí? —le dije al hombre que registraba el escritorio.
La silueta se volvió y dirigió hacia mí el cono de luz de la linterna. Casi al mismo tiempo un segundo personaje, con el que no había contado, se me vino encima y empezó a darme puñetazos. Retrocedí cubriéndome con los brazos e intentando repeler la agresión. El hombre de la linterna se puso a reír y dijo:
—Déjelo, sargento, es nuestro viejo amigo Miranda.
Cesaron los golpes y el que había hablado encendió una lámpara.
—Ya es inútil andarse con disimulo, puesto que nos han descubierto —exclamó, apagando y guardando la linterna en el bolsillo de su chaqueta.
En efecto, no se trataba de un desconocido, sino del comisario Vázquez, cuya presencia en Barcelona me llenó de asombro.
—Creyó usted que sería otra persona, ¿verdad? —me dijo sin dejar de reír por lo bajo—. Pierda las esperanzas, amigo Miranda. Lepprince está muerto y bien muerto.
Después de tranquilizar a la vieja criada, salimos de la casa el comisario Vázquez, su ayudante, al que Vázquez identificó como sargento Totorno —un tipo escuálido, huraño y cerril, manco del brazo derecho a consecuencia de un disparo recibido años atrás en el atentado que Lucas «el Ciego» perpetrara contra Lepprince en un teatro, y que se disculpó con gruñidos por su comportamiento precipitado, alegando que «mejor era tener que disculparse que recibir una puñalada en el cogote»— y yo. Seguía lloviendo, por lo que Vázquez me invitó a subir a su coche. Nos trasladamos al centro y en el trayecto el comisario me contó que llevaba más de un mes en Barcelona, reincorporado a su antiguo puesto merced a los últimos reajustes ministeriales, que le habían permitido apelar a Madrid y conseguir una revisión de su caso. Apenas puso el pie en la ciudad, y no obstante hallarse archivado el asunto Savolta, el comisario Vázquez se había entregado a la investigación del mismo con el tesón de otrora. El registro de la casa de Lepprince formaba parte de sus investigaciones.
—Por supuesto, ni tengo ni habría obtenido una orden judicial, así que decidí actuar por mi cuenta y riesgo. Se trata, qué duda cabe, de una ilegalidad, pero espero que usted no nos denunciará —dijo en tono de camaradería.
Le tranquilicé al respecto y me invitó a tomar un café con leche.
—Ya sé que hubo un tiempo en que no nos llevábamos bien usted y yo —añadió—, pero eso ha pasado a la historia. Acepte mi invitación y pelillos a la mar.
No podía negarme y, por otra parte, sabía que el comisario ansiaba hacerme partícipe de sus descubrimientos. De modo que accedí de buen grado y paramos ante un salón de té. El sargento Totorno, que a todas luces no me quería —seguramente por haberse visto obligado a ofrecerme excusas por algo que consideraba perfectamente normal—, se despidió de nosotros y continuó camino de la Jefatura. El comisario y yo entramos en el salón de té, pedimos dos cafés con leche y guardamos un largo silencio viendo caer la lluvia tras la cristalera.
—¿Sabía usted, amigo Miranda —empezó diciendo el comisario Vázquez después de haber sorbido su café con leche y encendido un cigarrillo—, que durante un tiempo le consideré a usted el principal sospechoso? No, no se acalore; ya no lo pienso. Es más, creo que ni siquiera estaba usted al corriente de lo que sucedía. Pero tendrá que perdonar mi suspicacia: todas las pistas conducían hacia usted. Eso me despistó, pero me proporcionó también la clave del misterio. ¿Recuerda la noche en que invadí su casa? Se puso usted furioso y esta circunstancia, tan trivial, me hizo ver claro. Su comportamiento no era propio de quien se sabe culpable. Yo buscaba una confesión o un frío disimulo, una coartada, en suma, que, de haber sido minuciosamente preparada, me habría confirmado en mis sospechas. Pero su actitud, tan confiada, rayana en la temeridad, me desarmó. Luego, meditando, comprendí lo que había pasado. Usted no tenía coartada porque usted era la coartada. ¿De Lepprince, pregunta? Sí, claro, ¿de quién, si no? Ah, vaya, veo que aún no sabe nada. Bien, empezaré por el principio si le sobran unas horas y me invita a fumar. Se me han acabado los pitillos.
Yo no tenía nada que hacer y, como puede suponerse, ardía en deseos de conocer las revelaciones que tenía que hacerme Vázquez. Así se lo hice saber y él adoptó su peculiar prosopopeya, lo que me hizo rememorar fugazmente las charlas en casa de Lepprince, cuando éste y yo recibíamos la visita del comisario y oíamos, medio en serio, medio en broma, sus largas disquisiciones acerca del anarquismo y los anarquistas. Pero ya he dicho que fue sólo una rememoración fugaz, pues pronto las palabras del policía prendieron mi atención.
—¿Ha oído usted hablar alguna vez —dijo— de un tipo llamado Nemesio Cabra Gómez? No, claro que no. Y, sin embargo, desempeña un papel esencial en lo que voy a contarle. Porque, de todos cuantos intervinimos en este asunto, a excepción naturalmente de los protagonistas del mismo, fue el primero y durante mucho tiempo el único que intuyó la verdad —el comisario esbozó una sonrisa dedicada a su recuerdo—. Un tipo listo, el pobre Nemesio, ya lo creo que sí. Aunque, bien pensado, ni él mismo se daba perfecta cuenta de lo que sabía. En cualquier caso, los hechos, hasta donde yo sé, ocurrieron del modo siguiente.
La historia que me refirió el comisario Vázquez había empezado treinta y tantos años antes, cuando el estrafalario y multimillonario holandés Hugo Van der Vich vino a España, invitado por unos aristócratas catalanes, para tomar parte en una expedición de caza mayor en la sierra del Cadí. Formaba parte del grupo un joven abogado llamado Cortabanyes, el cual, en el curso de una conversación mantenida en uno de los descansos —y en la que, como es de rigor, se habló de tipos y marcas de escopetas—, convenció al holandés de la conveniencia de crear una fábrica de armas de caza en Barcelona. Quizás el proyecto incluía la fabricación de un ejemplar más perfecto que los existentes hasta la fecha en el mercado, quizás otras consideraciones —de tipo fiscal, acaso— impulsaron a Van der Vich a poner en práctica tan peregrina idea. En cualquier caso, el joven Cortabanyes debió de mostrarse particularmente persuasivo. Se trataba de un abogado novel, de humilde cuna, exiguos medios y escasas relaciones, que luchaba por abrirse camino sin otras armas que su inteligencia, su energía y sus dotes disuasorias. No sólo el afán de lucro y prestigio le movían a prosperar: el joven Cortabanyes quería casarse con una linda muchacha de conocida familia barcelonesa cuyos padres se oponían a una boda tan poco conveniente. Sea como sea, Van der Vich se dejó arrastrar, pues, por las palabras del ambicioso abogado y el proyecto se hizo realidad. Entonces Cortabanyes empezó a poner en marcha su plan: recogió de los últimos peldaños de la Bolsa a un rústico negociante, tozudo y codicioso, llamado Enric Savolta y lo presentó al holandés como hábil financiero catalán. Posteriormente hizo lo mismo con varios individuos de oscura extracción, procedentes de diversos campos de la industria: Nicolás Claudedeu, Pere Parells y otros que no guardan relación con el presente caso. Van der Vich confiaba en Cortabanyes y confió en Savolta. Es probable que nunca se diera cuenta del engaño en que le habían envuelto, pues pronto regresó a su país, se desentendió de la fábrica de armas de caza y se fue volviendo loco al mismo tiempo y ritmo que los arribistas le iban escamoteando las acciones, así que, cuando Van der Vich murió en dramáticas circunstancias, Cortabanyes y Savolta se habían metido en sus respectivos bolsillos la casi totalidad de las mismas y eran dueños absolutos de la empresa. Dejaron de fabricar elegantes escopetas de caza y empezaron a producir armas de guerra, ganaron dinero y el joven abogado pudo contraer por fin matrimonio con la hermosa muchacha de buena posición. Todo parecía marchar a pedir de boca cuando un suceso imprevisible se cruzó en el camino de Cortabanyes: su esposa, al año de casados, murió de parto. Fue un golpe terrible para quien se sentía seguro, dichoso y enamorado. Cortabanyes se hundió en la depresión, vendió a Savolta su paquete de acciones y abrió un humilde bufete, dispuesto a vegetar y a olvidar sus sueños de grandeza.
—Hay aquí un punto oscuro en la historia —dijo Vázquez haciendo una pausa para encender un cigarrillo—. Yo tengo al respecto mi propia teoría, pero usted es muy dueño de considerarla errónea. Me refiero, por supuesto, al hijo de Cortabanyes: ¿qué fue de él? ¿Murió también en el desventurado parto? ¿Vivió y su padre, imputándole la muerte de su amada esposa, lo alejó de sí? Nada se sabe, y Cortabanyes no parece dispuesto a despejar la incógnita. Sea como sea, si hubo un hijo, éste desapareció.
Retirado Cortabanyes, la empresa Savolta continuó su marcha siempre ascendente. Treinta años trascurrieron sin que se produjera cambio alguno; Savolta, Parells y Claudedeu envejecieron; estalló la Guerra europea y la empresa estableció un acuerdo de suministro exclusivo con el Gobierno francés. Fue por aquellas fechas cuando hizo su aparición en Barcelona un joven dandy procedente de París —de donde había huido, según él mismo gustaba de decir, para evitar las molestias de la conflagración— que dijo llamarse Paul-André Lepprince. El tal Lepprince se instaló en el mejor hotel de la ciudad y empezó a llevar la vida ostentosa del que obviamente no sabe qué hacer con su dinero. ¿Quién era en realidad ese misterioso personaje? La policía francesa, con la que el comisario Vázquez se puso en contacto, negaba conocerle y, más extraño aún, la fortuna de que hacía gala el francés se demostró inexistente. ¿Se trataba, pues, de un vulgar estafador, de un aventurero internacional, de un tahúr, de un cazadotes? El comisario Vázquez, como había dicho antes, tenía su propia hipótesis. En cualquier caso, reconstruyendo los pasos del francés, se supo que éste se había puesto en contacto con Cortabanyes apenas llegado a Barcelona y, a través del abogado, con Savolta. Ya en el terreno de las conjeturas, no cabía duda de que Cortabanyes no ignoraba la personalidad fraudulenta del individuo y de que usó de su prestigio y de su antigua camaradería para disipar las reservas que con certeza debió de albergar Savolta. Ahora bien, ¿qué pudo impulsar al abogado, viejo y cansado por entonces, a sacudir un marasmo de treinta años y a embarcarse en una aventura que sólo podía calificarse de disparatada? Enigma.
Lepprince era listo y, sobre todo, hábil: pronto se granjeó la confianza de Savolta, cuya salud se deterioraba a pasos agigantados. Es posible incluso que el magnate, inconscientemente, se dejara impresionar por la elegancia, maneras y apostura del francés, en quien veía, quizá, un sucesor idóneo de su imperio comercial y de su estirpe, pues, como ya es sabido, Savolta sólo tenía una hija y en edad de merecer. Así fue cómo Lepprince se convirtió en el valido de Savolta y obtuvo sobre los asuntos de la empresa un poder ilimitado. De haberse conformado con seguir la corriente de los acontecimientos, Lepprince se habría casado con la hija de Savolta y en su momento habría heredado la empresa de su suegro. Pero Lepprince no podía esperar: su ambición era desmedida y el tiempo, su enemigo; tenía que actuar rápidamente si no quería que por azar se descubriera la superchería de su falsa personalidad y se truncara su carrera. La guerra europea le proporcionó la oportunidad que buscaba. Se puso en contacto con un espía alemán, llamado Víctor Pratz, y concertó con los Imperios Centrales un envío regular de armas que aquéllos le pagarían directamente a él, a Lepprince, a través de Pratz. Ni Savolta ni ningún otro miembro de la empresa debían enterarse del negocio; las armas saldrían clandestinamente de los almacenes y los envíos se harían a través de una ruta fija y una cadena de contrabandistas previamente apalabrados. La posición privilegiada de Lepprince dentro de la empresa le permitía llevar a cabo las sustracciones con un mínimo de riesgo. Seguramente Lepprince confiaba en amasar una pequeña fortuna para el caso de que su verdadera personalidad y calaña se vieran descubiertas y sus planes a más largo plazo dieran en tierra.
El negocio marchaba viento en popa, pero los problemas surgían puntuales e indefectibles. Los obreros estaban quejosos: se veían obligados a trabajar en ínfimas condiciones un número muy elevado de horas a fin de producir el ingente volumen de armamento que los acuerdos secretos de Lepprince exigían sin que sus emolumentos experimentaran el alza correspondiente. En suma: querían trabajar menos o cobrar más. Hubo conatos de huelga que, en circunstancias normales, no habrían revestido gravedad, pues Nicolás Claudedeu, que desempeñaba el cargo de jefe de personal con una energía que le había valido el sobrenombre de «El Hombre de la Mano de Hierro», sabía cómo zanjar semejantes situaciones. Pero Lepprince no podía permitir que Claudedeu interviniera, porque una investigación habría puesto al descubierto sus actividades irregulares. Asesorado por Cortabanyes y por Víctor Pratz, decidió adelantarse al «Hombre de la Mano de Hierro» y contrató a dos matones que sembraron el terror entre los líderes obreristas.
—Pero una acción de este tipo no estaba exenta de riesgos y Lepprince no estaba dispuesto a correrlos —dijo el comisario Vázquez mirándome fijamente a los ojos—. Había que buscar a un tercero de buena fe, ajeno a los manejos de Lepprince y de Pratz, sobre quien echar las culpas si las cosas se torcían. Una cabeza de turco, usted ya me entiende. Un intermediario.
—¿Se refiere a mí? —pregunté adivinando el resto de la historia.
—Justamente —dijo el comisario Vázquez.
Lepprince, sin embargo, cometió un error que había de costarle caro: se enamoró de María Coral. Una mujer no podía por menos de entorpecer sus planes, pero fue débil y sucumbió a la tentación. Hizo que la gitana abandonase a sus compañeros y la instaló en el hotel de la calle de la Princesa donde tres años después María Coral convaleció de su enfermedad y de donde yo la saqué para convertirla en mi esposa.
El peligro estaba conjurado, pero sólo provisionalmente. Había que hallar una solución definitiva y el azar se la brindó a Lepprince: una noche, cuando regresaba caminando a su casa, absorto en sus cábalas, un pillete le vendió un panfleto. Lo compró mecánicamente y lo leyó por aburrimiento. El folleto era La Voz de la Justicia y en él aparecía un artículo de Domingo Pajarito de Soto relativo a la empresa Savolta. Las ideas brotaron fáciles, arrolladoras. En menos de una hora todo estaba programado y decidido. Lepprince consultó con Víctor Pratz y éste juzgó el plan viable. Sólo faltaba ejecutarlo sin errores.
El plan, en síntesis, consistía en lo siguiente: Pajarito de Soto era un hombre inocente e incorruptible, sin vinculación alguna a facción o partido. Carente por ello de respaldo, resultaba fácilmente controlable. Se le dieron facilidades para que investigase y así lo hizo. No había más que seguir sus pasos y aprovechar los resultados a medida que los fuera obteniendo. Las investigaciones, convenientemente dirigidas, tenían un doble objetivo. En primer lugar, la subversión obrera; en segundo lugar, las irregularidades cometidas por Lepprince. Si Pajarito de Soto descubría algo, lo consignaría en su informe, el informe pasaría directamente a manos de Lepprince y éste tendría la oportunidad de corregir los fallos.
—La primera parte de su función la cumplió Pajarito de Soto a las mil maravillas. Tras sus pasos dieron con los instigadores y cabecillas de la subversión y obraron consecuentemente. En cuanto a lo segundo…, bueno, Pajarito de Soto era menos inocente de lo que aparentaba. Descubrió el enredo, pero se calló como un muerto. Quizá quería hacer chantage a Lepprince en el futuro, quizá tomar venganza por haber sido utilizado. Craso error que habría de costarle la vida a él y a otros muchos —suspiró el comisario Vázquez.
Desesperado por el fracaso de su gestión mediadora en el conflicto social y consciente de haber sido utilizado para levantar la presa, el desgraciado periodista se dio a la bebida y empezó a charlar en demasía. Un agente de Lepprince —pues lo tenía estrechamente vigilado— le oyó referirse a «cierto señor a quien podía poner en un buen aprieto si le venía en gana». Lepprince lo sentenció y Víctor Pratz lo mató una noche de diciembre, cuando regresaba a su hogar.
Pero Lepprince no era el único que vigilaba a Pajarito de Soto. Las sospechas que albergaba Pere Parells se remontaban a los días en que Lepprince hizo su espectacular aparición. Era Pere Parells hombre despierto, dotado de un notable sentido común. Desconfiaba de los advenedizos y recelaba de los éxitos fáciles. Convencido de que la inesperada intrusión del francés en los asuntos de personal de la empresa encubrían otros designios, decidió seguir y sonsacar a Pajarito de Soto. Para ello se agenció la colaboración de un oscuro y pintoresco confidente de la policía, un verdadero desecho social, llamado Nemesio Cabra Gómez. Nemesio cumplió su objetivo, pero llegó tarde: apenas trabó conocimiento con Pajarito de Soto, éste murió a manos de Pratz. Antes de morir, sin embargo, y previendo su inminente final, Pajarito de Soto había escrito una carta en la que, al parecer, daba cuenta de sus descubrimientos en el seno de la empresa Savolta. Nemesio Cabra Gómez vio la carta, pero no su destinatario. Informó de su existencia a Pere Parells y, posteriormente, al comisario Vázquez. Sea por indiscreción de Nemesio o del propio Parells, sea por mediación de sus agentes, Lepprince también tuvo noticia de la carta y se volvió loco tras su paradero. Fueron momentos de angustia para el francés; los días pasaban y la carta no aparecía. Lepprince veía oscilar sobre su cabeza la espada de Damocles. En vista de que las cosas no se resolvían ni bien ni mal, tomó la determinación de jugar la baza decisiva y matar a Savolta. Si éste tenía la carta, el peligro estaba conjurado; si no la tenía, Lepprince pasaría a ocupar el más alto cargo directivo dentro de la empresa —la boda con María Rosa Savolta ya estaba cuidadosamente preparada— y se pondría relativamente a salvo de las acusaciones o, al menos, en situación de parar el primer golpe.
Pratz y sus hombres liquidaron a Savolta la noche de Fin de Año, pero la carta no apareció. Del asesinato de Savolta se culpó a los terroristas y éstos fueron ejecutados.
—Sí, ya sé que fue culpa mía —dijo el comisario Vázquez—, pero no hay que lamentarse demasiado. Aquellos individuos merecían el pelotón por más de un concepto.
Los terroristas, por su parte, creían que Nemesio Cabra Gómez había traicionado y vendido a Pajarito de Soto y exigieron al confidente que les revelase la verdad a cambio de su vida. Nemesio acudió a Vázquez, pero el comisario no le hizo caso, porque por entonces no se había percatado todavía de que la muerte del periodista y la del magnate tenían otras conexiones más intrincadas que las aparentes. Incapaz de cargar con la responsabilidad de tantas muertes —pues también la voz común le imputaba la ejecución de los terroristas—, Nemesio Cabra Gómez perdió el poco juicio que tenía y dio con sus huesos en el manicomio. Los terroristas, a su vez, asesinaron a Claudedeu. Sin Claudedeu, Pere Parells se encontró solo frente a un Lepprince omnipotente y, sea por miedo, sea por otras causas, si algo sabía, nada dijo. Seguros de su posición, Lepprince y Pratz salieron de la sombra: aquél, instalándose en el trono de Savolta, y el alemán, con el pseudónimo de Max, simulando ser el guardaespaldas del francés. Con el atentado fallido de Lucas «el Ciego», el primer acto de la tragedia llegó a su final.
—¿Y quién era el destinatario de la carta? —pregunté.
El comisario Vázquez suspiró. Había estado esperando mi pregunta y se sentía satisfecho de poder responderla. Del bolsillo interior de su chaqueta extrajo un sobre arrugado y me lo tendió. Era la carta de Pajarito de Soto e iba dirigida a mí.
—A usted, sí, pero no a su casa. Vea la dirección, ¿la reconoce? Claro, es la de la casa del propio Pajarito de Soto. El infeliz no era tan tonto como todos supusimos. Quería que sus hallazgos comprometedores llegaran a manos de usted, pero sólo en el caso de que él muriese.
Aquella noche debió de presentir su próximo fin y escribió la carta. Si moría, usted se personaría en su casa (pidió a Nemesio Cabra Gómez que le localizase, cosa que éste no hizo porque trabajaba para Parells y Parells se lo prohibió); y si no moría, podía recuperar la carta delatora y seguir monopolizando sus descubrimientos. Bien pensado, ¿verdad?
La sonrisa de Vázquez se hizo maliciosa.
—Con lo que no contaba Pajarito de Soto —continuó— era con que usted y Teresa, su mujer, le habían estado poniendo los cuernos a sus espaldas. No se asombre de que lo sepa, Miranda, amigo mío. La propia Teresa me lo contó todo. Sí, di con ella en su actual residencia. No, no le diré dónde para. Me rogó que no lo hiciera y yo, compréndame, soy un caballero. Por Teresa supe de su aventura sentimental y, al propio tiempo, de la carta. Léala: va dirigida a usted, al fin y al cabo. Yo, por supuesto, la he abierto. Tendrá que disculparme una vez más. La profesión, ya sabe…
Abrí el sobre y leí la carta. Era muy breve, apenas unas notas apresuradas, escritas con letra temblorosa.
«Javier: Lepprince es el culpable de mi muerte. Él y un espía llamado Pratz venden armas a los alemanes a espaldas de Savolta. Cuida de Teresa y desconfía de Cortabanyes».
Doblé el papel, lo introduje de nuevo en el sobre y se lo devolví a Vázquez.
—El remordimiento provocado por el adulterio hizo que usted y Teresa optaran por no verse. Teresa huyó de Barcelona con su hijo y la carta se fue con ellos. Y mientras la carta viajaba por España perdida entre pañales, aquí los hombres se mataban por su posesión. Ya ve si la vida es complicada, querido Miranda —reflexionó el comisario.
El segundo acto de la tragedia empezó cuando el comisario Vázquez, insatisfecho del sesgo que habían tomado los acontecimientos, se decidió a desenterrar el caso y empezó a establecer conexiones entre sucesos aislados. Recordó a Nemesio Cabra Gómez y resolvió ir a verle al sanatorio donde permanecía enclaustrado desde hacía un año e interrogarle si su estado se lo permitía. Nemesio volvió a mencionarle la carta de Pajarito de Soto y citó mi nombre. Vázquez creyó ver claro y acudió a mi casa, pero mi torpeza me salvó de sus sospechas. Excluido yo, sólo quedaba Lepprince. Éste, que tenía vigilados los pasos del comisario, no perdió el tiempo. Su posición le había granjeado amistades influyentes y consiguió que desterraran al comisario.
—Quizá pensó en matarme —fanfarroneó Vázquez—, pero no se mata a un comisario de la brigada social así como así.
Libre de Vázquez, Lepprince pudo respirar al fin, pero un hecho imprevisible torció su vida. María Coral, a quien Lepprince seguía amando, volvió a Barcelona. Pratz la localizó —la dueña del cabaret me dijo, cuando fui a preguntar por la dirección de la gitana, que otro hombre me había precedido con idéntica intención— y sin avisar a Lepprince resolvió acabar con ella. Es casi seguro que la envenenó. María Coral habría muerto de no haber sido por mi providencial indiscreción. Lepprince y Pratz debieron de discutir airadamente. El alemán insistía en deshacerse de un testigo tan peligroso, pero Lepprince le disuadió. Casó a María Coral conmigo y reanudó su relación amorosa con la gitana.
—Y ahora viene la moraleja de la historia —dijo el comisario—. Lepprince había matado, robado y traicionado para obtener el dominio de la empresa Savolta, pero una vez lo tuvo en sus manos, la empresa estaba en quiebra.
El final de la guerra dio al traste con las expectativas comerciales de la fábrica de armas. Lepprince no era un hábil comerciante como habían sido Parells y Savolta y no supo adaptarse a las circunstancias, abrir nuevos mercados, reducir los gastos… Se fue hundiendo en un cenagal de créditos, garantías, avales, hipotecas, documentos y trabazones. Cortabanyes le aconsejó que se desprendiera de las acciones y Lepprince hizo algunos tanteos en este sentido. Pere Parells tuvo noticia de los manejos del francés, perdió los estribos y provocó un escándalo. Lepprince, por aquellas fechas, estaba intentando iniciar una carrera política que le sirviera de salvaguarda cuando se produjera el cataclismo. La intervención airada de Parells no podía ser más inoportuna y, por otra parte, desenterraba el viejo asunto de la carta de Pajarito de Soto —por entonces Lepprince creía que Parells la tenía en su poder—, así que hizo que sus hombres despachasen a Parells. Fue una decisión inútil: ni el viejo financiero tenía la carta, ni su muerte detuvo un proceso irreversible. La publicidad que pronto tuvieron las relaciones de Lepprince con María Coral y la tentativa de suicidio de la gitana —que todas las lenguas atribuyeron al francés—, acabó con su carrera política. Lepprince era un despojo. Victor Pratz decidió huir y se llevó consigo a María Coral. Sin dinero, sin amigos, desertado por Pratz y por su amada, Lepprince vio abrirse la tierra bajo sus pies, pero no era hombre que se rindiera sin lucha, de modo que recurrió a mí y me puso tras las huellas de los fugitivos. Sabía la ruta que éstos habían de seguir, es decir, la ruta por la que antaño los envíos de armas pasaban la frontera. Víctor Pratz, reclamado por la policía francesa, no tenía otra alternativa y contaba con que yo les alcanzaría merced a la ventaja de contar con vehículo propio. Calculaba el francés que del enfrentamiento yo resultaría muerto, con lo cual se libraría de un testigo y conseguiría que María Coral, cuyo cariño hacia mí le constaba, abandonase a Pratz. Si, por una ironía del destino, era yo quien acababa con Pratz, Lepprince no dudaba de que regresaría con María Coral a Barcelona. Sea como sea, no llegó a saber el resultado de sus manejos porque murió.
—¿Cómo murió Lepprince? —quise saber.
El comisario Vázquez se mostró esquivo.
—No creo que lo sepamos jamás. Tal vez se trate, a fin de cuentas, de un suicidio o de un accidente.
Hizo una pausa, en la que pareció luchar con la tentación de añadir algo, y luego, bajando la voz, dijo precipitadamente:
—Oiga, Miranda, yo siempre he pensado que Lepprince era un peón de alguien… —señaló al techo muy alto, usted ya me comprende. Para mí que lo hicieron desaparecer, pero esto es sólo una teoría. No le diga a nadie que se lo he dicho yo.
Llamó al camarero y pagó. Su rostro se había tornado sombrío, como si sus palabras fueran un presagio certero de su propia muerte, acaecida en circunstancias misteriosas hace pocos días. Cuando salimos a la calle la lluvia remitía. Nos despedimos con afecto y no volvimos a vernos más.
A la mañana siguiente fui al despacho de Cortabanyes con la remota esperanza de disipar algunas dudas. Llovía y la ciudad estaba enfangada. Me costó encontrar un coche y llegué calado, de mal humor. Me abrió la puerta un joven de aspecto pueblerino a quien no conocía.
—¿Qué desea el señor? —me preguntó con timidez.
—Quiero ver al abogado señor Cortabanyes
—¿A quién debo anunciar?
—Al señor Miranda.
—Tenga la bondad de aguardar un instante.
Desapareció en el gabinete y a poco volvió a salir y se hizo a un lado. Cortabanyes apareció resollando y vino a mi encuentro y me dio un abrazo cariñoso y deferente. El jovenzuelo nos miraba deslumbrado.
Cortabanyes y yo pasamos al gabinete y el abogado cerró la puerta tras de sí.
—¿Qué te trae por aquí, Javier?
—Hay muchas cosas de las que tenemos que hablar, señor Cortabanyes.
—Tú dirás, hijo. Nada malo, supongo… Si vienes a pedirme dinero…
No parecía excesivamente afectado por la muerte de Lepprince. Pensé que Vázquez se había dejado llevar por la fantasía al hacer ciertas insinuaciones. Aunque bien podía ser que Cortabanyes estuviese asustado y optara por el disimulo. Decidí no abordar la cuestión directamente.
—Me ha parecido notar la ausencia de Serramadriles —dije.
—Sí, se fue hace un par de meses, ¿no lo sabías? Ha instalado un despachito por su cuenta. Yo le paso asuntos… de poca monta, de ésos que dan mucho trabajo y rinden poco. Así se va formando una clientela para el día de mañana y se brega un poco en este terreno tan resbaladizo y empinado. Creo que piensa casarse pronto, pero no me ha presentado aún a su novia. Mejor así, ¿no te parece? Me ahorraré un regalo de bodas, je, je, je.
—¿Y la Doloretas?
—Sigue igual, pobre mujer. No creo que se recupere nunca. Ya ves, en tan poco tiempo he perdido a mis tres colaboradores. Ahora me ha venido ese chico. Parece que vale, pero acaba de llegar a Barcelona y está un poco aturdido. Es igual, ya se despabilará, ya lo creo que se despabilará. Como todos. Y hasta hará los posibles por arrancarme de mi butaca y poner aquí sus posaderas. Como todos, hijo, así es la vida.
No había dejado de cloquear, subrayando cada una de sus frases. Consideré llegado el momento de abordar el tema de Lepprince.
—Oh, hijo mío, yo no sé nada. Sólo lo que dicen los periódicos y aun eso lo he leído con dificultad. Pierdo vista de día en día. Luego están las habladurías, claro. No podían faltar. Que si estaba en bancarrota y todo eso. Yo, personalmente, opino que sí, que no le iban bien las cosas. Quiebra, lo que se dice quiebra, no lo puedo asegurar. Me consta que fue mendigando por los bancos y que le dieron con la puerta en las narices. Es lógico. Las guerras han terminado, según se dice ahora en París y en Berlín y en todas partes; los conflictos los resolverá esa dichosa Sociedad de Naciones y las armas sólo servirán para los desfiles, los museos y la caza. Ojalá sea cierto, aunque me permito dudarlo. ¿Cómo? Ah, sí, volviendo al tema, no creo que Lepprince incendiara su propia fábrica para impedir el embargo y la subasta. Estas cosas ya no se hacen. Sí, desde luego, posible sí es, pero ya te digo que no lo creo. No, a mí no me consta que hubiese ningún seguro, aparte de los normales, ya sabes: incendio, robo y esas cosas. Por supuesto, el seguro de incendio se cobrará, pero no creo que llegue a cubrir la décima parte de las deudas. Claro que nadie piensa en levantar la fábrica de nuevo. No, las acciones no se cotizan en Bolsa desde que murió Savolta. En realidad, cuando Lepprince se hizo cargo de la empresa ya estaba muerta. Yo se lo quise decir, pero no hubo forma de que entendiera. Sí, tenía ideas fantásticas y no escuchaba, ése fue su mal. ¿Suicidio? No quiero ni pensarlo, líbreme Dios. Asesinato…, es posible. No veo el móvil, pero si he de serte franco, no veo el móvil de casi nada. Los actos humanos me sorprenden… quizá porque soy viejo, digo yo.
Cuando acabó de hablar me levanté, le di las gracias por todo y me dispuse a salir. Cortabanyes me retuvo.
—¿Qué piensas hacer ahora?
—No lo sé. Buscar trabajo, por de pronto.
—Aquí siempre tienes sitio, aunque la paga no será espléndida…
—Muchas gracias. Prefiero empezar en otra dirección.
—Lo comprendo, lo comprendo. ¡Ah, me olvidaba! Virgen santísima, ¿cómo se puede ser tan despistado? Lepprince vino a verme dos días antes de su muerte. Dejó algo para ti.
—¿Algo para mí?
Cortabanyes debió de interpretar mal mi exclamación, porque se apresuró a añadir:
—No te hagas ilusiones. Es un sobre que sólo contiene papeles… manuscritos. No lo he abierto, te doy mi palabra de honor. Lo miré al trasluz, eso sí; ya me perdonarás mi curiosidad. Los viejos y los niños gozamos de ciertos privilegios, ¿no es así? Para compensar las desventajas, digo yo. Las desventajas…
Hurgó por entre sus cajones y sacó un sobre de regular tamaño. Iba lacrado, lo cual explica por qué Cortabanyes no se había atrevido a abrirlo. Reconocí la escritura de Lepprince. Era la segunda carta del más allá que recibía en menos de veinticuatro horas.
—Si dice algo interesante me informarás, ¿eh? —rogó Cortabanyes haciendo esfuerzos por ocultar su emoción.
Me acompañó hasta la puerta. El joven pueblerino se puso de pie cuando nos vio pasar.
En la calle seguía lloviendo. Paré un coche y me dirigí a casa. Una vez en ella procedí a deslacrar el sobre. Contenía una carta y un documento. En la carta Lepprince me decía que había sido informado de la muerte de Max y de María Coral. «Ahora, querido Javier, ya sólo me toca esperar el fin: todo lo he perdido». Sabía del regreso del comisario Vázquez y comentaba: «Ese viejo zorro me la tiene jurada y no descansará hasta verme muerto». ¿Era una velada acusación? Lepprince no insistía en este punto. Me pedía perdón y confesaba haberme profesado un sincero aprecio. La carta no contenía, en suma, ninguna revelación y acababa como sigue:
«… Hace unos meses, previendo la catástrofe que se avecinaba, suscribí una póliza de seguros con una compañía americana. Nadie sabe de su existencia y toda la documentación se halla en custodia en poder de la firma Hinder, Maladjusted Mangle, de Nueva York, mis abogados. Debes guardar el secreto y no intentar cobrar el seguro de inmediato, pues los acreedores se lanzarían sobre el dinero y no dejarían un céntimo. Espera unos años, los que tú creas precisos, hasta que las aguas vuelvan a su cauce. Entonces ponte en contacto con los abogados de Nueva York y cobra el seguro. Tú figuras como beneficiario, para eludir sospechas. Cuando hayas cobrado, busca a mi mujer y a mi hijo y entrégales ese dinero. Les esperan tiempos de prueba y el dinero les servirá de ayuda cuando el niño esté en edad de ir al colegio. Si por entonces los ves y los tratas, procura por todos los medios que el niño no sepa la verdad sobre su padre y, a ser posible, que no sea ahogado. Y ahora, Javier, adiós. Si has llegado al final de esta carta, sabré que al morir tenía un amigo. Tuyo afectísimo,
Paul-André Lepprince».