VIII

El ronquido del motor cesó de repente dejándome una especie de hueco en la cabeza. Llevaba oyéndolo toda la noche, desde que salí de Barcelona como una exhalación en busca de los fugitivos. Según los cálculos de Lepprince, aquella misma mañana debía darles alcance. María Coral y Max viajaban sin medios propios de locomoción. Habrían tomado un tren, un carrilet y, tal vez, una tartana, con lo cual, y en el mejor de los casos, era imposible que hubiesen rebasado Cervera. Yo, en cambio, conduje la conduite-cabriolet, a cuyo mecanismo me había habituado en las excursiones de los domingos de primavera.

«A la entrada de Cervera hallarás una fonda de ladrillo rojo, cuyo nombre no recuerdo. Max pasará por ahí. Si no han llegado todavía, espérales».

¿Cómo estaba tan seguro Lepprince del itinerario a seguir y de las etapas del mismo? Varias veces se lo había preguntado y otras tantas me había respondido:

—No es momento para explicaciones: anota y calla.

Consulté por enésima vez el cuadernito: parar en la fonda y esperar. Prudencia.

Tomé la pistola que me había dado Lepprince y la introduje en el cinturón, procurando cubrir su escandalosa presencia con la chaqueta. Caminé hacia la fonda rojiza. Las primeras luces hicieron surgir ante mí la enorme mole de la ciudad encaramada en su roca. El campo estaba silencioso, el cielo despejado auguraba un día caluroso. Al llegar junto al edificio me detuve, pegado al muro, y atisbé por un ventanuco empañado por la escarcha. Se adivinaba una sala de grandes proporciones con un largo mostrador al fondo. Las sillas se apilaban patas arriba sobre las mesas. Tras la barra trajinaba una figura cuyas proporciones y movimientos hacían imposible que se tratara de Max. Empujé la puerta y entré.

—Buenos días, señor. Madruga usted —dijo el hombre del mostrador.

—No madrugo; trasnocho —le contesté.

El hombre siguió con su faena: colocaba en la superficie del mostrador una doble hilera de platillos. Sobre cada platillo, un tazón y una cuchara.

—¿Le sirvo la cena o el desayuno?

—Un bocadillo de lo que tenga y un café con leche.

—Tendrá que aguardar. El café no está hecho. Siéntese y descanse, parece fatigado —dijo el hombre del mostrador.

Me senté junto a la ventana. Desde allí se dominaba la sala entera y, a través del cristal, la carretera que serpenteaba entre frutales desde las estribaciones de Montserrat. Atravesar el escarpado, de noche, había constituido una proeza y mis nervios se resentían. Ahora, relajado, los objetos empezaban a balancearse dulcemente a mi alrededor.

—Señor…, ¡señor! Su bocadillo y su café.

Desperté sobresaltado y eché mano a la pistola. El hombre del mostrador depositaba un plato y un tazón humeante bajo mis narices. Me había dormido de bruces sobre la mesa.

—Lamento haberle asustado.

—Me dormí.

—Ya lo he visto.

—¿Mucho rato?

—Un cuartito de hora escaso. ¿Por qué no sube a las habitaciones del piso de arriba y se acuesta? No se tiene usted de pie.

—Imposible. Debo seguir mi viaje.

—Perdone que me meta en sus asuntos, pero lo considero una imprudencia. Usted viaja en coche, ¿verdad?

—Sí.

—Pues no debe conducir en semejante disposición.

Bebí unos sorbos de café con leche. El líquido hirviendo me reanimó un poco.

—He de seguir.

El hombre del mostrador me miró con ironía.

—Le advierto que Max y la chica pasaron por aquí hace más de tres horas.

—¿Cómo dice?

—Que Max y la chica ya deben de estar lejos. Se le prepara un largo viaje. Duerma y les alcanzará mañana.

Dio media vuelta y se dirigió al mostrador refunfuñando por lo bajo.

—¿A qué vendrá tanto interés? —iba diciendo.

—¡Oiga! ¿Cómo sabe que busco a Max y a la chica?

—Eh, usted es el enviado del señor Lepprince, ¿no?

—¿Y usted quién es?

—Un amigo del señor Lepprince. No hace falta que saque su pistola; si le quisiera mal no me habrían faltado las ocasiones de perjudicarle.

Tenía razón y, además, no era momento de desentrañar misterios.

—¿Hacia dónde han ido?

—¿Cómo que dónde han ido? ¿No lleva usted un cuadernito con el trayecto apuntado?

—Sí.

—¿Entonces por qué me pregunta? Termínese su desayuno y le prepararé la cama.

Se me cerraban los ojos.

—El automóvil… —murmuré.

—Yo lo pondré a punto y le llenaré los depósitos. Cuando se despierte podrá reanudar la pesca, ¿vale así?

—Vale…, y gracias.

—No me dé las gracias. Los dos trabajamos para el mismo patrón. Dígale a la vuelta que me porté bien.

—Descuide.

Arrastrándome subí al primer piso, donde tenían camas disponibles para los viajeros. En una de las habitaciones dormí profundamente, como hacía meses que no dormía, hasta que me despertó el hombre del mostrador. Me lavé, pagué la cuenta y salí a la carretera. El sol declinaba. El automóvil relucía frente a la fonda. Subí, me despedí del hombre del mostrador y puse el motor en marcha. Viajé toda la noche y llegué bien entrado el día a Balaguer.

«En Balaguer preguntarás por el tío Burillas, en la terminal de tartanas».

La terminal de tartanas era una explanada alfombrada de estiércol, en uno de cuyos extremos se levantaba un caserón de adobe. Allí dirigí mis pasos. El sol daba de lleno en la plazoleta y yo debía de constituir un blanco fácil para un tirador mediano, de modo que aceleré cuanto pude mi llegada. El caserón, que hacía las veces de oficina, establo y sala de espera para viajeros, estaba cerrado. Un letrero rezaba: Tancat. Oí piafar un caballo y rodeé el edificio. Alguien herraba un percherón en el establo. En el exterior reposaba una tartana sin cabalgadura, sujeta por una cadena a una argolla incrustada en la pared. Me aproximé al herrero, un anciano fornido y hosco, que no se dignó mirarme siquiera. Esperé a que finalizase su labor.

—¿El tío Burillas?

El viejo hizo entrar al percherón en el establo y cerró la portezuela. Conservaba en la mano el martillo que había usado para herrar.

Per qui demana?

—El tío Burillas. ¿Es usted?

—No.

—¿Dónde lo puedo encontrar?

Vagi a la merda. No ho sé pas.

Comenzó a caminar hacia la oficina. Le seguí a prudencial distancia, procurando mantenerme fuera del alcance del martillo.

—¿Ha visto llegar la tartana que viene de Cervera? —insistí.

No hi ha tartanes, és tard —señaló el letrero—. No sap llegir? Tancat.

—Ya sé que no hay tartanas. Yo preguntaba por la que vino de Cervera.

No hi ha tartanes, no hi ha cavalls, no hi ha res. No m’emprenyi.

Se metió en la oficina y cerró la puerta. El cartel quedó bailando ante mis ojos. Abandoné aquel lugar y deambulé por las calles de Balaguer, temeroso de una treta de Max. Al cabo de un rato de búsqueda infructuosa vi venir una hilera de niños precedidos por un ayo. El ayo parecía persona formal y a él acudí.

—Disculpe, ¿conoce usted al tío Burillas?

El ayo me miró con evidente disgusto.

—Jamás oí semejante nombre, caballero —dijo.

Pasó el ayo y detrás la chiquillería. Un niño se destacó subrepticiamente de la fila.

—Pregunte en la taberna del Jordi.

Encontré la taberna y pregunté al dueño. El tabernero alzó la voz.

—¡Joan, un señor pregunta por ti!

Un hombre menudo y macizo, tocado con una barretina morada, se levantó de una mesa y abandonó la ruidosa partida de dominó que disputaba con otros tres jugadores.

—¿Qué desea?

—Me manda Lepprince.

El hombre de la barretina se acarició el mentón, me miró de hito en hito, miró al suelo, me volvió a mirar y preguntó:

—¿Quién?

—El señor Lepprince.

—¿Lepprince?

—Sí, Lepprince. Usted es el tío Burillas, ¿no?

—Claro, ¿quién voy a ser?

—Y conoce al señor Lepprince, ¿no?

—Sí, trabajo para él.

—¿Entonces por qué hace preguntas?

Repitió el juego de las miradas y acabó riéndose con los ojillos entornados.

—Venga, señor Lepprince, salgamos a la calle.

Le seguí. Una vez en la calle, volvió a sus miradas reticentes.

—¿Cómo anda el asunto de mi cuñado? —preguntó por fin.

—Va bien —respondí por no liar más la conversación.

—Hace seis años que va bien —se rio de nuevo—. No sé lo que pasaría si fuera mal, me cago en diez.

—Estas cosas son lentas, pero intentaré activarlas a mi vuelta. ¿No tiene informes que darme?

Se puso muy serio. Luego se rio nuevamente durante un buen rato hasta que recuperó la seriedad.

—Han estado aquí, Max y la moza. Pasaron varias horas buscando algún medio de transporte. Querían alquilar una tartana, pero no hubo modo de conseguirlo.

—¿O sea que siguen aquí?

—No, se fueron.

Las risas le iban y le venían y como sólo hablaba o escuchaba en períodos de absoluta normalidad, la charla llevaba trazas de durar horas.

—¿Cómo se fueron?

—En una máquina.

—¿Un automóvil?

—Sí.

—¿De quién?

—De Productora.

—¿Quién es?

—Nadie. No es ninguna persona —más risas—. Es una empresa, la de la luz. Se fueron en una máquina de los ingenieros. Habrán ido hacia las centrales.

—¿Hacia Tremp? —dije recordando una indicación de Lepprince.

—Y más allá. Quizás hasta Viella. Iban en un auto grande, negro. Tenga cuidado si piensa viajar hasta allí, señor Lepprince, la carretera es muy peligrosa y si cae al barranco se matará.

—Gracias, seré prudente.

—Haga lo que quiera, pero recuerde lo de mi cuñado.

—¿A qué hora salieron?

—Pronto, pronto.

—¿De la noche o de la mañana?

—No lo sé.

Me largué para no caer en un ataque de cólera. Al cabo de unos minutos estaba otra vez en ruta. Pronto, como había predicho el tío Burillas, la carretera se tornó angosta y se adentró en gargantas cavadas por el río en la peña viva. La carretera discurría por una cornisa, a gran altura sobre las aguas negras y turbulentas, describiendo curvas de trazado irregular, muy peligrosas, efectivamente. Pasado el mediodía, cansado, hambriento y entumecido, divisé el pantano de Tremp. Hacía calor. Dejé el automóvil a la sombra de unos árboles, me desnudé y me bañé en el agua helada. El automóvil había dado muestras de calentamiento, de modo que decidí concederle unas horas de reposo y tomármelas yo también. Me tendí a la sombra de un sauce y me quedé dormido. Al despertar ya se había puesto el sol. Me dirigí a la central eléctrica. Unos obreros me informaron de que había pasado por allí un automóvil de la compañía, pero que no se había detenido. Suponían que su destino sería La Pobla de Segur, Sort o tal vez Viella.

Cené y partí de nuevo. La noche era oscura y la temperatura bajísima. Cuando despuntó la luna vi brillar la nieve en las cumbres. Aunque tiritaba, juzgué preferible no detenerme, porque con el frío no se recalentaba el motor. El automóvil agonizaba: se le habían caído los guardabarros delanteros y la rueda de recambio, que rodó irremisiblemente precipicio abajo; la bocina colgaba de un solo tornillo y golpeaba contra el parabrisas; el freno apenas respondía a la presión ejercida sobre él, y al paso del vehículo iba quedando un reguero negruzco.

De mañana llegué a un pueblecito desconocido. A la entrada del pueblo se alzaba una casa bastante grande, de piedra grisácea, rodeada de una verja. En la verja había una placa y en la placa unas letras que decían: P. F. M. Identifiqué las siglas con el nombre de la empresa de suministros eléctricos a la que pertenecían los ingenieros de que me habló el tío Burillas. Paré, bajé y traspuse la verja. En el jardín un hombre regaba las plantas. Le pregunté si había pasado por allí un coche negro de la Compañía. Me dijo que no, que el coche se había quedado allí, en la casa, y que los ingenieros estaban descansando. Pedí verles. Despertaron a uno de los ingenieros y vino a mi encuentro. Me di a conocer, mencioné a Lepprince e hice las preguntas de rigor.

—Sí, trajimos a un alemán y a su mujer hasta este pueblo. Una pareja encantadora. ¿Cómo? No, no hará mucho que llegamos; un par de horas, a lo sumo. Aún deben rondar por ahí, sí. Tenían el proyecto de seguir hasta Viella, o quizá más, no sé; no hablamos mucho. Correctos, pero reservados, sí. No, no creo que salgan de inmediato. Desde aquí no hay otro medio de transporte que una diligencia que pasa de Pascuas a Ramos o alquilar un par de mulos. Ella, la mujer del alemán, parecía enferma, por eso nos avinimos a traerlos. Y por eso no creo que sigan viaje, por el momento. Sí, es todo cuanto le puedo decir. Repito que hablamos poco. No, de nada, no ha sido ninguna molestia. Me tiene siempre a su disposición.

Dejé oculto el automóvil donde Max no lo pudiera encontrar y entré a pie en el pueblo, para no ser advertido. El pueblo era muy pequeño y pintoresco. Situado en un valle breve, de vegetación escasa por lo árido del suelo, y rodeado de altísimas montañas en parte rocosas y en parte arboladas, cubiertas de nieves perpetuas en las cimas más altas.

El pueblo no sobrepasaba el centenar de habitantes, aunque la emigración constante hacia la ciudad dificultaba el censo. Las casas eran de una sola planta, pardas y de muros gruesos, con ventanas estrechas e irregulares como grietas. Las chimeneas humeaban.

Mi pretensión de pasar desapercibido se vio pronto truncada. Me encontré súbitamente rodeado de curiosos que holgaban al sol. A ellos me dirigí en busca de información. Me dijeron que la pareja de extranjeros se alojaba en la casa del oncle Virolet, que tenía habitaciones libres porque sus hijos habían marchado a Barcelona.

—Todos se van a trabajar con la Compañía. Sólo quedamos los viejos. La Compañía paga bien y a los jóvenes el pueblo se les queda pequeño.

Insistí para que me hablaran de la pareja recién llegada.

—La señora parecía muy enferma —coincidieron todos—, por eso se tuvieron que quedar. El señor rubio quería seguir a toda costa, pero ella se negó en redondo y los que la vimos le dimos la razón y les aconsejamos que descansaran al menos dos días. Es muy sano el clima de aquí.

Pregunté si había otro lugar en el pueblo donde alquilasen habitaciones. Me llevaron a casa de la señora Clara, una vieja que criaba gallinas en el comedor de su domicilio. La señora Clara me alquiló por un precio irrisorio un cuarto de techo inclinado en el que acomodaron un sofá. Pedí para lavarme y me trajeron una palangana, una jarra de agua y un espejo cuarteado. Al mirarme en el espejo vi que tenía las mejillas hundidas, la barbilla huida, la barba hirsuta y ojeras violáceas. Me asaltó un temblor violento y me sentí febril. Me acosté y pasé la tarde y la noche arrebujado bajo una pila de mantas. La señora Clara me traía caldo, huevos frescos, bizcochos y vasitos de vino. Mi sueño estuvo poblado de pesadillas. Desperté repuesto, pero entristecido por las visiones que me habían acosado sin tregua y que profetizaban muerte violenta.

Los incidentes del viaje y el subsiguiente decaimiento me habían impedido trazar un plan de acción, incluso fantasear acerca del cariz que tomaría nuestro encuentro. Como no deseaba improvisar sobre la marcha, pasé la mañana entregado a las más disparatadas cábalas, consciente, aunque lo negase, de que a la hora de la verdad mis elucubraciones se derrumbarían y no sabría qué hacer ni qué decir. Poco después del mediodía llegó un chaval harapiento a la casa y preguntó por mí. Le hicieron pasar. Traía un recado: la señora extranjera quería verme. Comprendí que me había estado ocultando por miedo, no tanto a enfrentarme con Max como a enfrentarme con María Coral. Me vestí, comprobé que aún tenía la pistola en mi poder y que había balas en el cargador, me cercioré de que recordaba el funcionamiento del arma y me dirigí a la casa del oncle Virolet, guiado por el chaval y seguido por todo el pueblo, que ya por entonces debía de estar al corriente del asunto y aguardaba con expectación un sangriento y espectacular desenlace.

La casa del oncle Virolet estaba en una callecita estrecha y sombría que partía de una plaza donde se hallaba enclavada la iglesia, la Casa Consistorial y el cuartelillo de la Guardia Civil. En la plazuela se detuvieron los curiosos y yo me adentré solo en la calle desierta. Caminé aprisa, pegado a los muros, agachándome al pasar frente a las ventanas. Así llegué a mi destino, sin que ningún pormenor turbase la calma del pueblo. Me volví a mirar atrás en el último momento, tentado de pedir ayuda o de salir corriendo. Pero no era posible: aquel asunto tenía que resolverse y eso había de hacerlo yo, a mi modo y por mis medios. Por otra parte, los curiosos no parecían muy dispuestos a intervenir activamente: se habían acomodado bajo los soportales de la plaza y liaban pitillos o daban rítmicos tientos a un porrón colosal.

La puerta de la casa del oncle Virolet estaba entornada; la empujé y vi un largo pasillo en tinieblas. Me hice a un lado y esperé, conteniendo unos segundos la respiración. Nada sucedió. Asomé la cabeza: el corredor continuaba expedito. Al fondo distinguí una rendija de luz. Me introduje en la casa y recorrí la distancia que me separaba de la luz con extrema cautela. Otra puerta entornada. Volví a empujar. Me hice a un lado. Silencio absoluto. Miré y no vi más que una estancia iluminada y aparentemente vacía.

—¿Hay alguien ahí? —pregunté.

—Javier, ¿eres tú?

Reconocí la voz de María Coral.

—Sí, soy yo. ¿Está Max contigo?

—No, ha salido y tardará en volver. Entra sin miedo.

Entré. Lo primero que sentí fue el cañón de un revólver apoyado en la sien. Luego una mano arrebató mi pistola. María Coral lloraba en un rincón con la cara oculta en los brazos doblados sobre las rodillas.

—Pobre Javier…, oh, pobre Javier —le oí decir entre sollozos.

María Coral nos había dejado a solas. Max se sentó a la mesa y me invitó a ocupar otra de las sillas. Hice lo que me ordenaba y el pistolero guardó sus armas en el cinto, colocando la mía en la mesa, fuera de mi alcance. Luego se quitó el bombín, se aflojó la corbata y me pidió permiso para quedarse en mangas de camisa. «Il fait chaud, n’est-ce pas?». Le dije que sí, que hacía mucho calor. Mientras se despojaba de la chaqueta le observé detenidamente: su rostro barbilampiño y su tez sonrosada no revelaban, a diferencia de la mía, la menor muestra de cansancio. Parecía limpio y fresco, como recién salido de un baño de sales. Captó mi mirada y sonrió.

Êtes-vous fatigué, monsieur Miranda?

Le confesé que sí; volvió a sonreír y señaló las montañas que se divisaban fragmentariamente a través de la ventana.

Qu’il fait du bien, le plein air! —exclamó.

Luego se hizo un silencio tenso y, por fin, empezó a hablar en estos términos.

—Ya me perdonará, monsieur Miranda, que haya recurrido a este método tan poco deportivo, pero tiene su justificación en lo que le voy a contar. En primer lugar, no debe reprochar la intervención de María Coral en su vergonzosa captura. Lo hizo para evitar mayores males. Como usted comprenderá, yo no tenía por qué recurrir a ésta…, ejem…, tricherie honteuse. Pude matarle, de haber querido, a traición o cara a cara en cualquier momento, á tout bout de champ. Pude hacerlo apenas me informaron, en Cervera, de que usted había salido en nuestra…, comme on dit?, poursuite? Eso es, sí, en nuestra persecución. ¿Por qué no lo hice? Ahora lo sabrá. Ante todo, yo no soy lo que usted piensa. Observe, por ejemplo, que mi castellano es correcto, cosa que hasta el presente me esforcé en disimular. No soy el clásico tueur á gages. Poseo una cierta instrucción, pienso por mi cuenta con bastante sensatez y soy hombre de buenos sentimientos, au fond. Circunstancias ajenas a mi voluntad me han conducido al desempeño de esta triste profesión, cosa que deploro, aunque reconozco que no lo hago mal. En ningún momento, sin embargo, me he sentido identificado con el oficio de matar, y por lo que a usted respecta, monsieur Miranda, jamás sentí animadversión hacia su persona, sino más bien una cierta simpatía. Esto en lo tocante a mí. En cuanto a María Coral, créame, sólo es una víctima inocente a la que usted no ha sabido hacer justicia. Perdone si me interfiero en sus affaires du coeur, cosa que no suelo hacer y que prometo no repetir en el curso de nuestra conversación. Y volviendo a los hechos en l’es péce, le diré que nuestra huida no se debe a meras causas emocionales, como usted sin duda habrá supuesto, sino a otros condicionamientos más fríos, pero a la vez más comprensibles.

Se interrumpió, se peinó con los dedos sus rubios y lacios cabellos y cerró los ojos como si recogiera el hilo invisible de sus pensamientos.

—Sepa usted, ante todo, que Lepprince no le ha dicho la verdad. Al menos, no le ha dicho toda la verdad. Y ese aspecto que ha tenido la prudencia de ocultarle es el que yo le voy a desvelar: Lepprince está… en faillite, ¿cómo se dice en español? ¿Quiebra? Sí, ésa es la palabra: quiebra. No, aún no es cosa oficial, pero ya se sabe en todos los círculos financieros. La fábrica no produce, las mercancías se oxidan en el almacén, los acreedores acosan por todas partes y los Bancos han vuelto la espalda a la firma. Tarde o temprano estallará la situación y, entonces, Lepprince está perdido. Sin dinero, sin influencias y, por decirlo todo, sin mí, sus días están contados. Quienes le han odiado en silence durante años, aprovecharán para caer sobre sus despojos. Y son muchos los que acechan, téngalo por cierto. No diré que los admiro, pero, en cierta medida, los comprendo. Lepprince ha gustado de jugar con los débiles y ha hecho mucho mal. Es justo que ahora pague. Pero no nos desviemos del tema.

Hizo una nueva pausa. Fuera, en la plaza, sonaron las campanas de la iglesia. Ladró un perro a lo lejos. El cielo se había vuelto rojizo y las montañas se recortaban amenazadoras.

—En las circunstancias referidas, monsieur, era lógico que tanto María Coral como yo tratáramos de ponernos a salvo, dado que ambos éramos, y somos aún, las dos personas más étroitement ligadas a Lepprince. Esta actitud, que objetivamente considerada, podría calificarse de déloyale, no lo es si tomamos en cuenta el factor esencial de nuestra relación, c’est á dire, el dinero. Finiquitado éste, resulta lógico que Lepprince se defienda por sí mismo (hablo de mi caso) y que busque l’épanouissement en su legitima esposa (hablo de María Coral). María Coral, y no vea en mis palabras un juicio de valor sino la constatación de un hecho, no puede apoyarse en usted. Falto de Lepprince, saldada la empresa, usted queda en el aire; así son las cosas. Decidimos, por lo tanto, huir. De no haber sido por la repentina découverte de la grossesse de María Coral, a estas horas habríamos rebasado la frontera y usted no nos habría dado alcance. Ahora las cosas han cambiado: ella no puede seguir viaje a lomos de un caballo. Por eso recurrimos al método de atraerle y dialogar. No en busca de un enfrentamiento que sólo producirla derramamiento de sangre, sino en busca de su colaboración, dado que la enemistad, actualmente, n’a pas de sens.

Dejó de hablar y reinó el silencio durante largo rato. Yo luchaba por hacerme cargo de la situación, asimilando las razones que me daba el pistolero. Lo que fue en un principio una turbulenta aventura sentimental finalizaba con una fría transacción en torno a una mesa.

—¿Qué clase de colaboración esperan de mí? —pregunté.

—Que nos dé su automóvil.

—¿No le sería más cómodo arrebatármelo?

—Supongo que usted opondría resistencia, y tal vez… la cosa tendría un desagradable desenlace.

—No me diga que siente escrúpulos a estas alturas.

—Oh, no, no me interprete mal. Se trata de una cuestión de conveniencia. Tenga usted por seguro que no le voy a matar. Y sepa también que Lepprince le mandó a buscarnos en la certeza de que yo le mataría. Pero no es este momento para las explicaciones. ¿Nos cede o no nos cede su automóvil?

—¿Por qué habría de hacerlo? —inquirí.

—Por ella —respondió Max—, si vous l’aimez encore.

Cuando el ruido del automóvil se perdió a lo lejos y el silencio se adueñó una vez más del pueblo, me levanté y salí de la casa del oncle Virolet. Era casi de noche. En la plazuela sólo quedaban unos pocos curiosos, pues el aburrimiento había dispersado a los más. Los tenaces que aún esperaban me miraron pasar envueltos en una quietud vacuna, mezcla de reproche por el espectáculo escatimado y conmiseración por el fracaso de mi aventura, que adivinaban.

Llegué a mi alojamiento, en casa de la señora Clara, y pasé largo rato tendido en el sofá, fumando y pensando en mi existencia y en todas las vueltas y revueltas que había dado para volver al inicio, con más años, menos ilusiones y ninguna perspectiva. Recordé las palabras de Cortabanyes: «La vida es un tiovivo que da vueltas hasta marear y luego te apea en el mismo sitio en que has subido».

En estas reflexiones andaba cuando advertí un cierto revuelo en las calles del pueblo. A poco llegó el chaval harapiento que horas antes me había traído el recado de María Coral. Venía muy alborotado y tras él se arremolinaban los lugareños.

—¡Señor, señor, corra!

—¿Qué sucede?

—¡La Guardia Civil, que trae su automóvil! ¡Corra!

Me precipité fuera de la casa. Todo el pueblo se había congregado en la carretera, portando faroles de aceite. Una sombra de contorno impreciso se aproximaba. Cuando llegó a la altura de los primeros faroles, vi que se trataba de dos guardias civiles, con sus tricornios, sus capotes y sus fusiles en bandolera, que empujaban y frenaban, según la pendiente del camino, el coche de Lepprince. Me acerqué al coche: sentado al volante iba Max, con el rostro lívido y desencajadas las facciones, los brazos colgantes, la camisa ensangrentada; evidentemente muerto.

—Los civiles han matado al extranjero —oí decir.

Acompañé a la comitiva al cuartelillo. Allí, tras una espera breve, el cabo, un hombre maduro y enjuto de rizados bigotes, me dio cuenta de lo sucedido.

—La pareja patrullaba por el hondo cuando vio venir ese auto de ahí afuera —señaló la puerta entreabierta que daba a la calle oscura como boca de lobo y desierta a la sazón—. Le dieron el alto y el auto paró. Al acercarse pudieron comprobar que había dos ocupantes: el difunto aquí presente y una mujer.

—¿Qué ha sido de la mujer? —interrumpí.

—Déjeme acabar. Esto es un atestado. Como iba diciendo, les pidieron la documentación, en cumplimiento de las disposiciones legales al respecto, y cuál no sería su sorpresa al ver que el difunto (para entendernos) sacaba un revólver del cinto, con intención de disparar sobre los guardias. Lógicamente, éstos respondieron a la agresión con sus fusiles. Y le frieron a tiros.

Se quitó el tricornio y se limpió el sudor con un pañuelo de hierbas. Un número hizo su aparición, respetuoso.

—El Código Penal que usted pidió.

El cabo dejó el tricornio sobre la mesa y sacó del bolsillo unas gafas de armadura de alambre.

—Déjelo aquí, Jiménez. Este señor es el propietario del automóvil. Le estoy tomando la pertinente declaración. Luego les llamaré a ustedes.

El número se llevó la mano al tricornio y se retiró andando de espaldas. El cabo se había calado las gafas y hojeaba el Código.

—Vea usted, señor Miranda, aquí lo dice bien claro: Atentado y resistencia a la Autoridad. Usted lo ha visto tan bien como yo, ¿de acuerdo? No quiero líos.

—Sí, ya veo. Lo que no me explico es cómo sus agentes salieron indemnes de la agresión.

El cabo cerró el Código y lo utilizó como refuerzo de su mímica.

—Verá usted, el extranjero llevaba revólveres de poco calibre. Tuvo que levantar mucho los brazos para disparar por encima de la puerta del automóvil —asomó un dedo por encima del Código—. Los agentes, en cambio, como van armados de mosquetones, dispararon a bocajarro a través de la carrocería. Eso les permitió efectuar los disparos con mayor rapidez y precisión —depositó el texto legal junto al tricornio y concluyó—: Ese extranjero debía ser un pistolerete de ciudad.

—¿Y la mujer que le acompañaba? —insistí.

—Ésa es la parte más chocante de la historia. Mire, la carretera tiene a un lado la montaña y al otro el barranco, ¿ve? —el Código Penal se convirtió en una carretera—. Pues bien, cuando los agentes recargaban las armas, la mujer brincó al respaldo del asiento y se arrojó al vacío.

—¡Cielo santo!

—Espere, que ahora viene lo bueno. Los agentes se asomaron a ver si se había estrellado, pero no encontraron rastro de la mujer. Se había volatilizado.

—Gracias a Dios —exclamé. Y añadí para informar al cabo—: Es acróbata circense.

—Sí, como las cabras debió descolgarse por las rocas, es cierto. De todos modos, fue una proeza inútil. Pronto volverá, si está con vida.

—¿Cómo lo sabe?

—Llevaba ropa ligera, pues hace calor mientras dura el sol, pero a la noche refresca mucho. Además, se había quitado los zapatos al saltar, porque los hemos encontrado en el asiento posterior del automóvil. Vea, vea usted mismo cómo ha refrescado. Miré por la ventana enrejada del cuartelillo. Soplaba un viento helado y creía percibir aullidos de lobo procedentes de la sierra.

—¿Hay lobos en esta comarca?

—Eso dicen los del lugar. Yo jamás los vi —respondió el cabo con indiferencia—. Ahora, si le parece bien, procedamos a tomarle la declaración.

Me mostré lo más evasivo posible. A decir verdad, bien poco hube de forzar mis respuestas para desconcertar al cabo. Ignoraba el apellido de Max, su edad, el lugar de su nacimiento y todos los restantes datos personales concernientes al pistolero. Mentí con respecto a María Coral. Fingí no saber quién era para no dar datos y convertirla en presa identificable. Tampoco el cabo se mostró muy incisivo. Se notaba que aquel asunto le desagradaba. Cuando nos despedimos aproveché para decirle:

—Si encuentran a la mujer, trátenla con delicadeza. Es una menor.

El cabo me dio una palmadita en el hombro.

—Ustedes los de Barcelona no se privan nunca. De nada.

Pasé la noche a la espera de María Coral, sentado en el pórtico de la casa, pero llegó la mañana y la gitana no regresaba. Bien entrado el día, decidí telefonear a Barcelona y tener un cambio de impresiones con Lepprince. En ninguna casa del pueblo tenían teléfono, como había supuesto, y me dirigí a las oficinas de la Compañía, donde contaba con agenciarme la influyente ayuda de los ingenieros.

Sin embargo, mis propósitos estaban condenados al fracaso. En el sendero que iba de la carretera al edificio de la Compañía, me topé con un grupo de obreros que me cerraron el paso.

—¿Adónde va? —me preguntó uno de los obreros.

—A las oficinas, a telefonear.

—No se puede. Las oficinas están cerradas.

—¿Cerradas? ¿Hoy? ¿Y eso por qué?

—Hay huelga.

—Pero se trata de una cuestión de vida o muerte.

—Lo sentimos mucho. La huelga es la huelga.

—Déjenme intentarlo, al menos.

—Está bien, pase.

Me dejaron el camino libre, pero fue inútil. Frente a la verja de hierro había piquetes de hombres armados con barras de hierro, herramientas y objetos contundentes. El ambiente, con todo, estaba en calma. Esperé sin que nadie fijase su atención en mí. Transcurrido un rato salió una docena de hombres del edificio. Dos, al menos, llevaban escopetas, y todos, pañuelos rojos al cuello. Los de fuera abrieron las puertas de la verja. A poco vi aparecer el automóvil negro de los ingenieros. Iba repleto de gente como un tranvía. Cruzó la verja y se perdió carretera adelante, en dirección a Barcelona. Los obreros entraron entonces en el edificio y cerraron las puertas. Yo perseguí un rato al coche, haciendo señas para que se detuviera. Naturalmente, no me hicieron ningún caso.

Volví al pueblo y acudí al cuartelillo de la Guardia Civil. El cabo había salido. Pedí que me dejaran telegrafiar.

—El telégrafo no funciona. Los huelguistas han cortado el fluido eléctrico —me dijo un número.

—¿Saben algo de la chica perdida?

—No.

—Irán a dar una batida, supongo.

—Ni lo sueñe. Bastantes quebraderos de cabeza nos traerá esa dichosa huelga. Por ahora parecen tranquilos, pero ya veremos lo que ocurre cuando pasen unas horas. Cuando este follón acabe, quizá salgamos por el monte, a ver.

—¿Y cuánto puede durar esta huelga?

El número se encogió de hombros.

—Nunca se sabe. A lo mejor es la revolución.

A mediodía sepultamos a Max. Aprovechando el desinterés de las autoridades locales por todo lo que no fuese la huelga, conseguí que lo enterraran con armas. Pensé que allí donde sea que vayan los muertos, Max tenía que ir con sus pistolas. Cuando empezaban a rellenar la fosa, aparecieron varios huelguistas enarbolando una bandera roja y una enseña anarquista y rindieron honores a Max. Les pregunté por qué lo hacían y me dijeron que no sabían quién era, pero que lo había matado la guardia civil y eso bastaba.