VII

Apenas hacía dos horas que me había separado de Perico Serramadriles cuando nos volvimos a encontrar de forma tan fortuita como la primera vez, aunque más chocante: yo aguardaba en un pasillo del hospital el diagnóstico del médico, que preveía fatal, y él se había descalabrado al rodar por una escalera en estado etílico. Llevaba la cabeza vendada y el rostro irreconocible por las magulladuras. Su compañía fue para mí un sedante. Nos sentamos en una banqueta, fumamos los últimos pitillos que le quedaban y vimos salir el sol tras las cristaleras y transcurrir las horas y deambular pasillo arriba, pasillo abajo, todas las formas del dolor humano.

—En cierta medida, Javier, te tengo envidia. Tú has logrado esa intensidad emocional que hace que la vida no sea una cosa monótona y nauseabunda.

—Esa intensidad emocional, como tú la llamas, no me ha proporcionado sino disgustos. No creo ser un personaje envidiable, francamente.

—Pues, aun con todo lo que sé de ti, pienso que me cambiaría gustoso. Aunque todo esto es una solemne tontería, porque las cosas son como son y a nadie le gusta su vida…

—Sí, y es la única que necesariamente ha de vivir.

Pasó un médico joven, con una bata blanca llena de lamparones sangrientos.

—Me he roto la cabeza —dijo Perico Serramadriles.

—Ya le han curado, ¿no?

—Sí, vea usted.

—Entonces váyase a casa. Esto no es un casino.

—Está bien, ya me voy —respondió el fracturado.

—¿Y usted, qué se ha roto?

—Nada. Mi mujer ha sufrido un accidente y espero el resultado de la intervención.

—Bueno, quédese, pero no entorpezca el paso de las camillas. ¡Bonita noche! A todo le llaman celebrar la verbena.

Y se alejó maldiciendo y haciendo aspavientos.

—He de irme —dijo Perico Serramadriles—. Llamaré luego a tu casa para saber cómo ha ido todo. Ten valor.

—No sabes cuánto agradezco tu compañía.

—Déjate de cumplidos y ven a vernos un día por el despacho.

—Te doy mi palabra. ¿Cómo sigue Cortabanyes?

—Igual que siempre.

—¿Y la Doloretas?

—Ah, ¿no lo sabes? Está muy enferma.

—¿Qué tiene?

—No lo sé. La visita un médico centenario, que si acierta en la medicación será por puro milagro.

—Me pregunto de qué vivirá ahora, sin sus chapuzas.

—Cortabanyes le pasa unos céntimos de vez en cuando. ¿Por qué no le haces una visita? Le darás un alegrón. Ya sabes que te quería como a un hijo.

—Descuida, que así lo haré.

—Adiós, Javier, y mucha suerte. Ya sabes dónde me tienes, a tu disposición.

—Gracias, Perico. Nunca olvidaré lo que has hecho por mí.

Se fue Perico Serramadriles y el tiempo transcurrió con mayor lentitud. Por fin apareció un médico que me hizo pasar a un despacho destartalado.

—¿Cómo está, doctor?

—Se ha salvado de milagro, pero se halla en un estado sumamente crítico. Necesita cuidados y un gran cariño. Ya sabe usted que hay enfermedades cuya curación depende más de la voluntad del paciente que de los recursos de la ciencia. Éste es un caso claro.

—Sí, me hago cargo.

—Dígame la verdad, ¿está usted seguro de que se trata de un accidente fortuito?

—Completamente seguro.

—¿Su vida sentimental es… del todo normal? ¿No hay diferencias entre ustedes dos?

—Oh, no, doctor. No hace ni un año que estamos casados.

—Sin embargo, me pareció deducir que usted estaba celebrando la verbena fuera de casa mientras ella permanecía sola, ¿no es así?

—Le dolía la cabeza y yo tenía que asistir a una fiesta de compromiso. Nos separamos con pena, pero sin malos entendidos. Le repito que fue un accidente. Incomprensible, lo reconozco, pero así son todos los accidentes.

Llamaron al doctor, porque no cesaba el flujo de víctimas de la juerga, y así quedó zanjado el asunto. A eso de mediodía apareció Max.

—Señor Lepprince dice: «cómo está la señora».

—Dile al señor Lepprince que mi mujer está bien.

Agradecí a Lepprince la delicadeza de no haberse personado en el hospital, pero pensé que habría sido más apropiado enviar a otro emisario.

—Señor Lepprince dice: «él costea los gastos».

—Dile al señor Lepprince que no deseo tocar este punto por el momento. ¿Algo más?

—No.

—Entonces vete, por favor, y dile al señor Lepprince que, si hay novedades, yo se las haré saber.

—Entiendo.

En los días sucesivos no supe de Lepprince ni de sus hombres, salvo una breve visita del señor Follater, que trajo una cajita de bombones, nos contó la enfermedad que años atrás había padecido su mujer y manifestó que la empresa entera rezaba por la pronta curación de mi señora esposa. Pero todo esto pasó después. Aquella mañana, ya el sol bien alto, volvió a convocarme el médico y me preguntó si deseaba ver a María Coral. Dije que sí. Añadió el doctor que no le hablase ni la tocase y me hizo pasar a una sala por cuyas ventanas entraban rayos de luz. La sala era muy alta de techo, larga y estrecha como un vagón de tren y contenía una doble hilera de camas. En cada cama reposaba un enfermo. Reinaba un silencio aparente, que los gemidos, ayes y resuellos acentuaban. Avanzamos entre la doble hilera y el doctor me señaló una cama entre todas. Me aproximé y vi a María Coral: su tez se había vuelto amarillenta, casi verdosa; las manos que asomaban por encima del cobertor parecían las patas de un pájaro muerto; su respiración era lenta y desacompasada. Sentí un nudo en la garganta e hice señas al médico indicando que deseaba salir. Una vez en el pasillo, me dijo:

—Es conveniente que vaya usted a casa y trate de dormir. La convalecencia será larga y acaparará sus energías.

—Quisiera quedarme aquí. No estorbaré.

—Comprendo su ansiedad, pero debe seguir mis prescripciones. Hágalo por ella.

—Está bien. Le dejaré anotado mi teléfono. Llámeme sin vacilar.

—Descuide usted.

—Y gracias por todo, doctor.

—No hice más que cumplir con mi deber.

En mi vida, tan llena de traiciones y falsedades, aquella personalidad magnánima fue como un faro en un mar tenebroso.

La casa vacía me constriñó el corazón. Recorrí los aposentos, acaricié los muebles y grabé uno por uno los objetos minúsculos que personalizaban nuestra morada en mi mente, asociando un recuerdo a cada uno. Me preguntaba qué sucedería ahora, qué giro insólito iban a tomar nuestras vidas. E indagaba con angustia las causas que podían haber impulsado a María Coral al suicidio. Pronto habría de despejarse la incógnita. Aquella misma tarde, después de haber descabezado un sueño fugaz e inquieto, me lavé y afeité y acudí de nuevo al hospital. El ambiente no era el mismo: los pasillos estaban desiertos, los médicos charlaban pausadamente, alguna que otra monjita se deslizaba en la penumbra de las galerías portando una bandeja con frascos e instrumental. El hospital había perdido su aire de mercado y vuelto a la atmósfera académica y gravé de la normalidad. Encontré al doctor en su despacho. Me informó del estado de María Coral, satisfactorio, y me permitió visitarla rogándome que fuera prudente y que tratase, a toda costa, de inyectarle optimismo. Entré solo en la nave de los pacientes y con paso temeroso me aproximé a la cama de mi mujer. María Coral tenía los ojos cerrados, pero no dormía. La llamé por su nombre, me miró y esbozó una sonrisa.

—¿Cómo te encuentras? —pregunté muy bajo.

—Cansada y con malestar en el estómago —respondió.

—El médico dice que pronto estarás como antes.

—Ya lo sé. Y tú, ¿cómo estás?

—Bien. Un poco asustado todavía.

—Te debiste llevar una gran impresión, ¿verdad?

Fijé la mirada en el suelo para que no viera las lágrimas que brotaban incontenibles. Recordé que tenía que dar ánimos a la enferma y pensé una broma.

—Este mes nos costará una fortuna la factura del gas.

—No menciones el gas, por el amor de Dios. ¿Cómo puedes ser tan bruto?

—Perdona, sólo quise hacer un chiste.

—¿Y a santo de qué tenemos que hacer chistes ahora?

—El médico dijo…

—Déjales que digan. No saben nada de nada. Nosotros tenemos cosas más importantes de qué hablar.

—¿Ah, sí?

María Coral volvió a caer en un estado de postración que me alarmó. Pero sólo duró unos segundos. Volvió a mirarme con la fijeza propia de los moribundos.

—Javier, ¿tú me quieres?

Con gran asombro por mi parte, pues creía conservar intactas mis dudas de antaño —aquellas dudas que tanto habían escandalizado a Perico Serramadriles cuando le comuniqué mi próxima boda— las palabras salieron solas.

—Sí —dije—, siempre te he querido. Te quise la primera vez que te vi, ahora te quiero más que nunca y te querré siempre, sea cual sea tu conducta, hasta el día de mi muerte.

María Coral suspiró, cerró los ojos y murmuró:

—Yo también te quiero, Javier.

La puerta de la sala se había abierto y el médico se aproximaba con la clara intención de advertirme que debía salir. Me apresuré a despedirme de María Coral.

—Adiós. Mañana volveré a primera hora. ¿Quieres que te traiga algo?

—No, tengo de todo. ¿Te vas ya?

—Es preciso. Ahí viene el doctor.

Había llegado junto a nosotros e interrumpió la despedida, de lo cual me alegré, porque sentía un hormiguero dentro del cuerpo.

—A nuestra enfermita le conviene descansar, señor Miranda. Mañana será otro día. Tenga la bondad.

—No se preocupe por mí, doctor —dijo María Coral cuando salíamos, alzando la voz—. Ahora ya sé que me curaré del todo.

Una vez en la calle respiré hondo. Había confesado la verdad y eso me producía un gran alivio y un incómodo desasosiego.

En los días que siguieron a la infausta verbena, la salud de María Coral experimentó una notable mejoría. Su estado de ánimo era excelente y pronto le permitieron levantarse y dar paseos por los jardines que rodeaban el hospital. La temperatura era cálida y el cielo brillante y azul, sin mancha de nube. Durante aquellos apacibles paseos hablábamos de cosas triviales. Procurando no rozar temas íntimos ni aludir al pasado ni a nuestra situación. Desde la visita de Max no habíamos vuelto a saber de Lepprince. Perico Serramadriles llamaba de vez en cuando a casa y se interesaba por nosotros. Un día, cuando nos disponíamos a iniciar el paseo, apareció el médico y nos comunicó que el estado de María Coral era satisfactorio y que al día siguiente iban a darla de alta.

—Anímese, señora —dijo el doctor con su mejor intención—. Mañana regresará usted a casa y podrá reanudar su vida como antes.

Una vez nos hubo dejado solos, María Coral empezó a sentirse mal y su rostro se ensombreció.

—¿Qué haremos ahora, Javier? —me decía.

—No lo sé. Algo se nos ocurrirá. Ten confianza en mí —le contestaba para tranquilizarla, si bien yo compartía sus temores. Desde la verbena no había vuelto a pisar la oficina, se acercaba el día de pago y no teníamos dinero. ¿Qué hacer? Caminamos en silencio por las avenidas flanqueadas de setos y macizos de flores. Los enfermos, en sus sillas de ruedas, nos saludaban blandamente. De pronto María Coral se detuvo frente a mí.

—¡Tengo una idea!

—Vamos a ver.

—Emigremos a los Estados Unidos.

—¿Emigrar?

—Sí, eso es: hacemos el equipaje y nos vamos a vivir a los Estados Unidos.

—¿Y por qué a los Estados Unidos?

—Me han hablado maravillas de los Estados Unidos. Siempre soñé con ir allá. Es un país lleno de posibilidades para la gente joven. Se gana mucho dinero, hay libertad, puedes hacer lo que te dé la gana y nadie te pregunta quién eres, qué piensas ni de dónde vienes.

—Pero, niña, allí hablan inglés y nosotros no sabemos una palabra…

—¡Tonterías! Está lleno de inmigrantes de todos los países. No vamos a dar conferencias y, además, un idioma se aprende, ¿o no?

—Sí, claro, pero ¿en qué voy a trabajar si no sé hablar?

—En cualquier cosa. Puedes cuidar ganado.

—¡Qué locura! ¡Ganado!

—Bien, hay otras posibilidades, aparte del ganado. Verás lo que se me ha ocurrido: tú podrías aprender inglés, al principio, hasta que fueras capaz de desenvolverte; yo, entre tanto, trabajaría para los dos Puedo volver a mi antiguo número de circo.

—¡Eso sí que no!

—Bah, no seas ridículo. Mira qué idea más estupenda: podríamos ir a Hollywood: allí sí me darían trabajo como acróbata en las películas de luchas y caballistas. Tú podrías también trabajar en el cine. Para eso no hay que hablar ningún idioma.

No pude reprimir la risa al imaginarme convertido en un peliculero, ataviado con un sombrero de alas anchas, cabalgando por el desierto a tiro limpio.

—Soy demasiado feo —argumenté.

—También lo es Tom Mix —cortó María Coral muy seria.

La vi tan entusiasmada con la idea que no quise defraudarla. Esa noche, solo en casa, pensé, calculé, hice cuentas y me sorprendió el alba sin haber hallado solución alguna. Por la tarde fui en busca de María Coral y la traje a casa en un coche de alquiler. Había llenado la estancia de flores, pero el peso de los recuerdos latentes causó un efecto depresivo en ella. Se metió en la cama y, con ayuda de un sedante recetado por el médico, cayó en un sueño reparador del que no se despertó hasta muy avanzado el día.

Por la tarde vino Perico Serramadriles de visita. Traía un ramillete de claveles y trató por todos los medios de mostrarse natural y desenvuelto, pero la conversación se deslizaba sobre ruedas cuadradas. Yo sabía lo que pasaba en aquellos momentos por la mente de mi amigo y no hice nada por suavizar la situación, sabiendo inútil cualquier esfuerzo en tal sentido. Recordé la impresión que me produjo María Coral la primera vez que la vi, en el cabaret: el hálito inmoral y misterioso que la envolvía hacían de la infeliz un ser al que sólo se mira con un cuerpo destinado al placer de ricos y osados. Perico Serramadriles, demasiado simple, falto del cinismo que da la experiencia, no se atrevió a romper la barrera de las apariencias y su natural pusilánime se amilanó al enfrentarse con una leyenda materializada. La entrevista fue fugaz y tensa. Cuando nos despedimos supe que jamás volveríamos a vernos. Al regresar junto a María Coral, por influjo del ausente, la miré como a un fruto prohibido para un pobre pasante de abogado, como a un manjar reservado a las mesas de los Lepprince. Estaba violento y María Coral, irritada.

—¿Qué le ocurre a tu amigo? ¿Por qué me miraba como a un bicho raro? —dijo ella.

—Es tímido —respondí por no herirla.

—Bien sabes que se trata de otra cosa —contestó María Coral—. Le doy miedo.

Quise replicar: «A mí también», pero no lo hice. Me sentía en aquellos instantes como el domador que penetra en la jaula de los leones, sabedor de que nadie querrá entrar con él y consciente de que un buen día, de improviso, los leones pueden degollarlo de un mordisco. La suerte estaba echada, como diría Cortabanyes, pero ¿cuánto tiempo podía durar aquella entente?

Unos días después de la visita de Perico Serramadriles, harto de no salir de casa, decidí visitar, a mi vez, a la Doloretas. Así se lo dije a María Coral y ésta no encontró inconveniente alguno.

—Yo me quedaré, si no te importa. Estoy un poco débil todavía. No tardes mucho.

La Doloretas vivía en una casa triste y oscura de la calle de Cambios Nuevos. La escalera era estrecha y tenebrosa, las paredes estaban desportilladas, la barandilla herrumbrosa, y el edificio entero olía insanamente a pucheros, verduras y guisotes. Llamé y al otro lado de la puerta se descorrió una mirilla y una voz aguda preguntó:

—¿Quién va?

—Un amigo de la Doloretas; Javier Miranda.

—Oh, le abro en seguida.

Se abrió la puerta y pasé a un recibidor tétrico y desamueblado. La que me había abierto era una mujer joven y obesa. Sostenía con una mano las puntas de su delantal formando bolsa. En la bolsa se apilaban unos puñados de guisantes.

—Perdone que le reciba así, ¿eh?, pero es que estaba pelando unos guisantes.

—No se disculpe, señora, me hago perfecto cargo.

—Soy una vecina de la señora Doloretas, ¿eh?, y le hago compañía de tanto en tanto; mientras preparo la comida, por esto.

Mientras hablaba me guiaba por un pasillo angosto al término del cual se abría una sala cuadrada en cuyo centro habla una mesa camilla y un sillón. La mesa contenía una jofaina repleta de guisantes y un periódico desdoblado en el que se amontonaban las vainas. La Doloretas yacía en el sillón, cubierta por una manta a pesar del calor reinante. Al verme, sus ojos apagados cobraron animación.

—Ah, señor Javier, qué amable que ha sido al acordarse de mí.

Hablaba con dificultad, pues tenía paralizado el lado derecho de la cara.

—¿Cómo está, Doloretas?

—Mal, hijo, muy fastidiada. Ya lo ve.

—No se desanime, mujer; en unos días estará dando guerra otra vez en el despacho.

—Ay, señor Javier, no quiera darme alivio. Nunca volveré al despacho. Ya ve lo mala que estoy. —No supe qué contestar porque, a fuer de sincero, su aspecto no podía ser peor—. Yo sólo le pido a Dios una cosa: «Señor, dame mucha de salud… Dame mucha, ya que me has quitado todo lo demás». Pero se conoce que Dios ha querido mandarme una última prueba.

—Eso no es justo, Doloretas. Se recuperará usted, tenga confianza.

—No, no. Siempre he tenido mala suerte. Ya ve usted, de pequeña me quedé sin padres y pasé muchas de privaciones…

La vecina pelaba guisantes maquinalmente, balanceando el corpachón. Oscurecía en la calle y, como suele suceder en las ciudades costeras en verano, con el crepúsculo aumentaba la presión atmosférica y se desparramaba un bochorno apelmazado. Los guisantes producían un chirrido leve y lejano, como alaridos de insectos.

—Luego todo pareció arreglarse: conocí al Andreu, que era el más bueno de los hombres ¡y muy trabajador!, Dios le tenga en su gloria. Nos casamos y, como que los dos éramos jóvenes y bien parecidos hacíamos gozo, todo el mundo nos miraba…, perdone si le cuento estas cosas, dirá usted que soy una vieja chiflada… El Andreu, ¿sabe?, no era de aquí Barcelona. Vino a hacer los estudios y cuando me conoció y nos casamos se quedó a vivir en la ciudad. No le hacía miedo el trabajo y tenía mucho empuje, pero no tenía relaciones. Entonces hizo un amigo que se decía Pep Puntxet. El Andreu estaba muy entusiasmado con su amigo y los dos se pusieron a trabajar juntos como bestias. El Pep Puntxet tenía muchos conocidos y entre una cosa y la otra ganaban buenos dineros. A mí no me gustaba aquel hombre y así le decía a mi marido: «Ves al tanto, Andreu, ves al tanto que este Pep no me hace nada de gracia». El Andreu, pobre, sólo quería trabajar y ganar dinero para que no me faltase de nada. Lo que pasó fue que el Pep Puntxet era un desvergonzado que le engañó como a un chino, lo metió en negocios sucios y se marchó con los cuartos a la que las cosas se torcieron. El Andreu quedó solo, con todo de enemigos que le andaban detrás. «Ves al tanto, Andreu, ves al tanto». «No te sofoques, mujer, pagaremos las deudas y comenzaremos de nuevo». El Andreu lo era demasiado, de bueno, y no tenía malicia. Una noche…, una noche había yo hecho escudella porque sabía que llegaría con mucha gana. Pero pasaron las horas y la escudella se quedó fría.

Luego vinieron en casa unos señores que eran de la Policía. Me hicieron preguntas y me dijeron: «Venga con nosotros, señora, su marido está al hospital». Cuando llegamos ya era muerto, el pobre Andreu. Me dijeron que había tenido un accidente, pero yo sé muy bien que lo habían matado los enemigos del Pep Puntxet.

Estaba llorando. La vecina le enjugó las lágrimas.

—No lo piense, señora Doloretas, ya pasó todo hace mucho tiempo.

La Doloretas no paraba de llorar.

—Ay, Madre de Dios. La vida tiene muchos de sufrimientos y pocas de alegrías. Las alegrías de seguida pasan. Los sufrimientos duran… —dijo la vecina.

—Ya sé —dijo la Doloretas—, ya sé que se ha casado usted, señor Javier, con una señorita muy buena y muy distinguida. Haga usted bondad y tenga conocimiento y rece mucho a Dios para que le conserve la salud y la vida. Rece mucho para que su mujer no tenga que pasar lo que yo vengo pasando.

Cuando salí de la casa tenía el ánimo abatido y creí que hasta la sombra me pesaba. Me detuve en una cervecería y bebí un coñac mientras meditaba en las palabras de la Doloretas. Su historia era la historia de las gentes de Barcelona.

María Coral me miró al entrar como si me hubiera visto aparecer andando con las manos.

—¿Qué te ocurre, Javier? ¿Te has topado con un fantasma?

—Sí.

—Cuéntame.

—Un fantasma muy peculiar: un resucitado del futuro. Nuestro propio fantasma.

—¡Eh, alto ahí! No empieces con tus cosas de abogado y habla claro.

—No es cosa de abogados, María Coral. Estoy confuso y necesito recapacitar.

La dejé con la palabra en la boca y me encerré en mi cuarto (a causa de su convalecencia seguíamos durmiendo separados), del que no salí hasta la hora de la cena. María Coral estaba de mal humor por mi conducta indelicada. Yo le hablé claro: vivíamos en la cuerda floja, en un mundo de fieras, no podíamos confiar en nuestras propias fuerzas para sobrevivir. La crisis era palpable; las circunstancias, criticas; los puestos de trabajo escaseaban. No podíamos aventurarnos, lanzarnos a un mar embravecido subidos al tronco resbaladizo de nuestros buenos propósitos. Había que pensar con la cabeza, domeñar los impulsos románticos, no dar un paso en falso. La seguridad, María Coral, la seguridad lo era todo. Lo decía más pensando en ella que pensando en mí, tenía que creerme. Yo sabía cosas de la vida que ella, por su extrema juventud, no podía siquiera imaginar…

No me dejó acabar la perorata. Arrojó al aire los platos y los cubiertos, se puso en pie derribando la silla, con el rostro amoratado de indignación, trémulo el cuerpo. Ni siquiera la noche de la verbena, cuando discutimos, se había puesto así.

—¡Ya sé lo que intentas decirme, no hace falta que sigas! ¿Por qué tuve confianza en ti? ¿Por qué, una vez en la vida, creí lo que me decía un hombre?

Rompió a llorar y quiso salir del comedor. La sujeté por un brazo.

—No te pongas así, mujer, déjame terminar.

—No hace falta, no hace falta…, ya entiendo lo que no te atreves a decir —silbaba las palabras y me miró con odio—. Eres igual que Lepprince…, eres igual que Lepprince, con la diferencia de que él tiene dinero y tú eres un miserable pelagatos.

De un tirón se liberó de mi mano, abandonó la pieza y oí un portazo que parecía el estallido de un obús. Se había encerrado en mi cuarto (la puerta del suyo seguía rota) y se negó a salir a pesar de mis ruegos.

Al día siguiente salí para el trabajo. Confiaba en que la explosión de cólera de María Coral se aplacaría con el tiempo e iba dándole vueltas a la solución definitiva de nuestros problemas, cuando vi que avanzaba en dirección contraria la limousine de Lepprince. Me paré y seguí su trayectoria con la mirada: se detuvo ante la puerta de nuestra casa y bajaron dos figuras que reconocí de inmediato, a pesar de la distancia. Eran Lepprince y Max. La limousine giró, conducida por el chauffeur, y volvió a pasar junto a mí. Nuestros problemas ya no existían, porque un problema deja de serlo si no tiene solución. En el caso presente, ya no había problema, sino realidad irreversible. Con el corazón desgarrado seguí mi camino hacia la empresa.

Por la noche, de regreso, María Coral no estaba. Me tendí en la cama sin cenar, fumando un cigarrillo tras otro hasta que oí pasos en el recibidor. María Coral chocaba contra los muebles y su andar inseguro y un hipo esporádico y descarado me advirtieron que había bebido en exceso. No obstante, con la débil esperanza de recuperar los fragmentos de la felicidad perdida, me levanté y fui a su cuarto. Pero alguien había reparado la puerta y el cerrojo resistió a mis forcejeos. La llamé con dulzura.

—María Coral, ¿estás ahí? Soy yo, Javier.

—No intentes pasar, querido —me contestó su voz zumbona, entrecortada por la risa—, no estoy sola.

Empalidecía. ¿Sería verdad o se trataba únicamente de una fanfarronada pueril? Me agaché y atisbé por el ojo de la cerradura. En vez de lograr mis propósitos, fui rechazado por un manotazo que alguien me propinó en la espalda. Me di vuelta y encontré a Max, sonriente, plantado en el centro del pasillo, encañonándome con su revólver.

—No nos gustan los niños fisgones —dijo con sorna punzante.

Regresé a mi cuarto y esperé. Durante horas interminables oí los pasos de Max en el corredor, las risas y los juegos en la alcoba de María Coral, las protestas de los vecinos decentes. Luego un ruido confuso de gente que salía. Imaginé a mi mujer desnuda, despidiendo a su amante desde el rellano de la escalera… Me dormí por fin y soñé que estaba en Valladolid y mi padre me llevaba por primera vez al colegio.

A partir del día siguiente, nuestra vida continuó como antes de la verbena memorable, con la diferencia de que ahora vivíamos en un teatro sin tramoya y nos comportábamos como actores sin público, sintiéndonos ridículos de representar el uno para el otro un papel cuya falsedad no tenía paliativos. Las bochornosas escenas se repitieron con cierta frecuencia las primeras semanas, aunque no volví a coincidir con Max. Tanto ellos como yo extremábamos la prudencia en este sentido. Luego las juergas fueron decreciendo en periodicidad, duración y grado: apenas una vez por semana; Lepprince se hacía viejo. Yo visitaba casi a diario a la Doloretas y solía demorarme en su casa hasta muy avanzada hora, en parte por huir de la caricatura trágica en que se había convertido mi hogar, y en parte porque su rosario de calamidades, por contraste, me consolaba de mis desdichas. La situación se prolongó a lo largo del verano hasta que un día, a mediados de septiembre, todo se alteró.

Regresaba yo por la noche a casa con el presentimiento de que una novedad me aguardaba, y así era. La puerta no estaba cerrada con llave. Supuse que María Coral había regresado antes que de costumbre y la llamé desde el umbral. Nadie me respondió. Había luz en el comedor y allí encaminé mis pasos. La sorpresa fue mayúscula, porque quien ocupaba la pieza no era María Coral, sino Lepprince. Parecía cansado, incluso enfermo. Profundas arrugas le surcaban el rostro y las ojeras le circundaban los ojos.

—Pasa —me dijo.

—¿Espera usted a María Coral?

Lepprince sonrió con amargura y me miró con aquella mirada profunda, cargada de ironía y ternura. La misma mirada que me había dirigido tres años antes, cuando siendo yo un chiquillo y sin apenas conocerle le pregunté a bocajarro: «Señor Lepprince, ¿quién mató a Pajarito de Soto?».

—No me supondrás tan falto de tacto, Javier —fue su contestación.

—Entonces, ¿a qué se debe su presencia en esta casa?

—Ya te imaginarás que no habría venido si no se tratase de algo grave.

Temí lo peor y se me alteraron las facciones. Lepprince, al notarlo, hizo un gesto lánguido.

—No es lo que piensas, tranquilízate.

—¿Qué ocurre?

—María Coral se ha fugado.

Me quedé callado, confuso, tratando de asimilar la magnitud de la noticia.

—¿Y por qué me viene a contar estas cosas? —respondí, pero mi respuesta no sonaba sincera; un temblor en la voz me delataba. Una vez más, Lepprince había escogido bien el blanco de sus disparos y no había marrado el tiro.

—¿Qué quiere de mí? —pregunté por fin.

Sacó su pitillera de plata y me ofreció un cigarrillo de una marca que yo no conocía. Fumamos en silencio hasta que habló de nuevo.

—Tienes que dar con ella y hacer que vuelva.

Apagó el cigarrillo recién empezado, unió las yemas de los dedos y clavó la mirada en el suelo.

—¿Cómo quiere que la traiga si no sé dónde ha ido?

—Yo sí lo sé.

—Entonces, ¿por qué recurre a mí?

—Yo no puedo detenerla.

—¿Y pues?

—Se ha fugado con Max.

Me quedé atónito.

—¡Increíble!

—No es momento para explicaciones. Escucha con atención lo que te voy a decir y no perdamos más tiempo.

Levantó del suelo su cartera de mano, la abrió y extrajo un revólver, una caja de balas y un papel plegado. Colocó el revólver y la caja en un extremo de la mesa y luego procedió a desdoblar y extender el papel, alisando la superficie con el canto de la mano.

—Trae una lámpara, papel y lápiz.

Fui a mi cuarto y transporté al comedor la lámpara de pie que utilizaba para mis lecturas nocturnas. Hacía calor. Lepprince se había despojado de la chaqueta y yo hice lo propio. Juntamos las cabezas bajo la lámpara. Lepprince señaló un punto en el mapa.

—Esto es Barcelona, ¿lo ves? Aquí está Valencia y aquí, al otro lado, Francia. En este sentido cae Madrid. ¿Entiendes? No, será mejor que dé la vuelta al mapa. O, mejor aún, ven aquí, a mi lado, no nos vayamos a liar el uno por el otro.