V

Despuntaba el alba y el cielo limpio, sin nubes, esparcía una luz tenue y concreta sobre las calles desiertas. El automóvil se detuvo en el chaflán y dos hombres enfundados en sus gabanes contra el relente matutino descendieron y consultaron al unísono sus respectivos relojes. Sin pronunciar una palabra los dos hombres se dirigieron hacia un policía uniformado que montaba guardia frente al portal de una casa. El policía se cuadró en presencia de los recién llegados. Uno de los hombres sacó una petaca y ofreció tabaco y papel a los demás. El policía aceptó y durante un rato liaron sendos pitillos.

—¿Ustedes lo vieron? —preguntó el que había ofrecido tabaco al policía.

—No, inspector. Oímos la explosión y vinimos corriendo.

—¿Algún testigo?

—Por ahora no, inspector.

Tras las ventanas de las casas vecinas, rostros curiosos escrutaban ocultos por visillos y persianas. El sereno hizo su aparición con andares vacilantes. Era obeso y entrado en años y arrastraba el chuzo como si fuera una pieza suelta de su tosca estructura. Tenía los bigotes lacios, tristes, teñidos de nicotina, los ojos abotargados y huidizos y la nariz bermeja.

—A buena hora llega usted —le dijo el hombre que había ofrecido tabaco.

El sereno callaba y ocultaba el rostro bajo la visera de su gorra.

—Deme su nombre y su número. Le va a caer un buen paquete.

—Me quedé un poco dormido, señor. A mi edad…, ya se sabe —se disculpaba el sereno.

—¿Dormido? ¡Borracho, querrá decir! ¡Si apesta usted, hombre, si apesta usted!

Mientras el inspector apuntaba los datos del réprobo funcionario hizo su aparición una estrepitosa ambulancia de la que descendieron dos enfermeros adormilados. Abrieron la puerta trasera del vehículo y sacaron unas angarillas que procedieron a montar en la acera con gestos cansinos. Cuando tuvieron montado el utensilio lo tomaron de los extremos y se dirigieron al grupo arrastrando los pies.

—¿Es aquí?

—Sí. ¿Quién les avisó? —quiso saber el inspector.

—Servidor —dijo el policía.

—¿Hay alguien herido? —preguntó uno de los enfermeros rascándose el mentón sin afeitar.

—No.

—¿Entonces por qué nos han hecho venir?

—Hay un muerto. Sígannos —dijo el inspector entrando en el zaguán.

El regreso a Barcelona nos enfrentó a una realidad casi olvidada. Nada más bajar del tren, sensibilizado por la ausencia, percibí una cierta tensión en el ambiente, fruto de la crisis. La estación estaba abarrotada de pedigüeños y desocupados que ofrecían solícitos sus servicios a los viajeros. Niños harapientos corrían por los andenes tendiendo sus manos, vendedores ambulantes voceaban mercancías, la guardia civil controlaba el tráfico de los vagones y hacía formar en míseras escuadras a los inmigrantes. Damas de caridad seguidas de criados que acarreaban espuertas repartían bollos entre los necesitados. En las paredes y tapias se leían inscripciones de todo signo, la mayoría de las cuales incitaban a la violencia y a la subversión. En el camino a casa presenciamos una reducida manifestación de obreros que reclamaban mayores emolumentos. Apedrearon un automóvil del que salió una dama con el rostro ensangrentado, chillando histéricamente, a refugiarse en un portal.

Mi estancia en el balneario había sido un interludio; ahora, de nuevo en Barcelona, la tragedia se reanudaba con la misma violencia y el mismo odio, sin alegría y sin objetivo. Tras años y años de lucha constante y cruel, todos los combatientes (obreros y patronos, políticos, terroristas y conspiradores) habían perdido el sentido de la proporción, olvidado los motivos y renunciado a los logros. Más unidos por el antagonismo y la angustia que separados por las diferencias ideológicas, los españoles descendíamos en confusa turbamulta una escala de Jacob invertida, cuyos peldaños eran venganzas de venganzas y su trama un ovillo confuso de alianzas, denuncias, represalias y traiciones que conducían al infierno de la intransigencia fundada en el miedo y el crimen engendrado por la desesperación.

Apenas pusimos el pie en nuestra nueva morada, María Coral se afanó en hacer los arreglos pertinentes para dotar a nuestra convivencia de la libertad y seguridad que sus deseos me imponían. No sin rabia por mi parte —pues sus arreglos desbarataban una esmerada distribución del mobiliario— procedió al traslado de mi cama (¿por qué no de la suya?), de la alcoba común a un trastero umbrío. Me cedió generosamente la mitad de un armario de dos cuerpos y me permitió apropiarme de una butaquita, un par de sillas y una lámpara de pie. Me irritó su desprecio por la unidad armónica de la casa, pero reflexionando llegué a la conclusión de que así era mejor. Nuestras relaciones siguieron siendo tranquilas como una balsa de aceite. Ahora nos veíamos menos; casi nunca, a decir verdad, pero su presencia en la casa resultaba palpable a pesar de sus esfuerzos: un sonido, un perfume, una luz en el filo de la puerta, una canción tras un tabique, un suspiro, una tos.

Reanudé mi trabajo en la pequeña oficina que Lepprince había habilitado en un piso del Ensanche, no muy lejos del despacho de Cortabanyes. El trabajo era monótono, metódico y en muchos casos aburrido. Por toda compañía, una solterona que mecanografiaba en receloso silencio las fichas que yo le pasaba manuscritas y un mozo impúber que recorría la ciudad trayendo al anochecer los periódicos, revistas, panfletos y octavillas que obtenía Dios sabe dónde.

Así transcurrían las horas de oficina. Las demás, igual que antes, con ligeras variaciones. Una tarde llegué casa y oí a María Coral que me llamaba desde su habitación. Pedí permiso para entrar y su voz quejumbrosa dijo: «Pasa».

Estaba en la cama, sudorosa y trémula. Se había puesto enferma y su aspecto me recordó al que presentaba la noche que la encontré medio muerta.

—¿Qué tienes?

—No sé, me encuentro muy mal. Como hace calor he debido de dormir destapada y coger frío.

—Llamaré a un médico.

—No, no lo llames. Ve a comprar unas hierbas y dame una infusión.

—¿Qué clase de hierbas?

—Cualquier clase. Todas son buenas. Pero no llames al médico. No quiero saber nada con los médicos.

—No seas inculta. Las hierbas y los potingues no sirven para nada.

María Coral cerró los ojos y apretó los puños.

—Si me quieres hacer el favor que te pido, me lo haces —dijo entre dientes—, pero si vienes a insultarme y a darme lecciones, ya te puedes ir a tomar viento.

—Está bien, no te acalores: te traeré tus hierbas.

Fui a una herboristería, pregunté a la dueña por una infusión eficaz contra el catarro y me dio un cucurucho de hojitas trituradas y resecas que olían bien, pero que no inspiraban ninguna confianza. De vuelta, las puse a hervir en un cazo y le di la mixtura a María Coral, quien, al acabarla, cayó en un sopor jadeante y empezó a transpirar con tal intensidad que temí que se licuara. La tapé con un par de mantas y me quedé junto a su cama, leyendo, hasta que recuperó la respiración normal y se sumió en un sueño tranquilo. Hacia la medianoche se despertó con un respingo que hizo saltar el libro de mis manos y casi da conmigo en el suelo. Empezó a gemir y a manotear, y aunque tenía los ojos muy abiertos no veía nada, como pude comprobar agitando la mano ante sus pupilas dilatadas. Me senté en el borde del lecho y la sujeté por los hombros. María Coral hundió su cabeza en el mío y empezó a llorar. Lloró sin tregua un rato larguísimo, luego se serenó y siguió durmiendo. Velé su sueño hasta la madrugada y entonces me quedé dormido yo también. Al despertarme vi que María Coral no estaba en la cama. La busqué por toda la casa y di con ella en la cocina. Comía una rebanada de pan y un trozo de queso sentada en una banqueta.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté muy sorprendido.

—Me desperté con hambre y vine a picar algo. Tú dormías como un bendito en la butaca. ¿Pasaste ahí toda la noche?

Le dije que sí.

—Has sido muy amable, gracias. Ya estoy bien.

—Quizá, pero es mejor que vuelvas a la cama y no te desabrigues. ¿De veras no quieres que llame a un médico?

—No. Ve a tu trabajo y yo me cuidaré sola.

Me fui a trabajar. Cuando regresé María Coral no estaba en casa. Llegó tarde, me saludó fríamente y se encerró en su cuarto sin darme ninguna explicación. No quise preguntarle nada. Al fin y al cabo, tampoco habría podido responder a lo que a mí me intrigaba, es decir, el motivo de su llanto. ¿Una pesadilla?, ¿un desahogo natural provocado por el brebaje? Preferí olvidar aquel incidente; sin embargo, durante mucho tiempo, siempre que recordaba la imagen de María Coral la veía en aquella situación, llorando sobre mi hombro.

Nemesio Cabra Gómez abandonó el sendero y se adentró entre arbustos y zarzas. El paraje no era particularmente agreste, pero la noche le confería un aditamento de riesgo y grandeza que la luz diurna minimizaba. Nemesio caía y se levantaba dejando jirones de sus ya malparadas ropas en las ramas y los matojos. El terreno ascendía en una cuesta pronunciada y el improvisado escalador empezó a jadear y a toser, pero no se detuvo. La noche, muy fría y húmeda, no dejaba intersticios a la luna. Con ayuda de las manos y las rodillas, Nemesio trepó por la ladera de la montaña y llegó a una explanada ante la que se detuvo. Se acurrucó entre la vegetación y esperó hecho un ovillo, tiritando de frío y de miedo, hasta que sus ojos enrojecidos percibieron en el horizonte una indecisa claridad. Entonces se levantó; cruzó la explanada y se pegó al muro de piedra rojiza sin ser visto por los centinelas. El castillo dormía. La claridad iba en aumento. Rozando el muro exterior, llegó a una poterna cerrada y flanqueada por almenas en las que las siluetas de dos hombres arrebujados en sus capotes empezaban a perfilarse contra el gris de la mañana. Atravesó a gatas el espacio abierto y se incorporó una vez ganado el cobijo de la muralla. Pocos metros más allá se iniciaban los fosos terroríficos de Montjuic. Por el sendero que llevaba a la poterna riel castillo avanzaba un capellán montado a mujeriegas en un pollino. Se identificó y los centinelas le abrieron el portón. Nemesio, desde su escondrijo, vio llegar dos teches de caballos: uno transportaba paisanos; el otro, militares. Ya se había levantado la mañana y la ciudad se hizo visible a los ojos del oculto. Frente a sí veía los muelles del puerto, a su derecha se extendía el industrioso Hospitalet, cegado por el humo de las chimeneas; a su izquierda, las Ramblas, el Barrio Chino, el casco antiguo, y más arriba, casi a sus espaldas, el Ensanche burgués y señorial. Dentro, el castillo se animaba: sonaban voces de mando, toques de clarín y redoble de tambores, corridas, taconazos, el «cling-clang» de los pestillos, candados, cadenas y rejas. Una portezuela lateral se abrió y el cortejo hizo su aparición. Delante desfilaba la tropa; le seguía la recua de los condenados y cerraban la marcha el capellán y las autoridades. El hombre del chirlo avanzaba con aire grave, los ojos en tierra, concentrado en sus pensamientos. Julián le seguía, muy pálido, los ojos hundidos y el andar vacilante, como si sus guardianes, sabedores de su próximo e inexorable fin, no hubieran cuidado de sanar su herida. El jovencito que Nemesio había visto llorar en la Jefatura ya no lloraba; se habría dicho que no era de este mundo: caminaba como un autómata y sus ojos desorbitados parecían embeber el aire azul de la mañana. Nemesio no pudo contenerse, se puso en pie abandonando su refugio y gritó. Nadie le prestó atención y el grito fue acallado por el grave redoble de tambores. Vendaron los ojos a los condenados, el sacerdote pasó junto a ellos musitando una plegaria, el pelotón ya formado. Un oficial dio las órdenes pertinentes, hubo una descarga cerrada y Nemesio se desmayó.

Al recobrar el sentido, el sol estaba muy alto. Por entre las zarzas, sin sentir los pinchos, llegó al sendero. Se sentó en un poyo. Allí lo encontró, ya de noche, un carretero que subía víveres para la guarnición del castillo. Viéndolo medio desnudo y ensangrentado, con la vista perdida en el infinito y la boca colgante, lo tomó por un enfermo. Dio aviso a la guarnición y un piquete salió en su búsqueda. El médico dictaminó demencia y Nemesio Cabra Gómez fue conducido, sin haber pronunciado una palabra inteligible, al Sanatorio de San Baudilio de Llobregat. Más de un año había de pasar allí solo, corroído por el remordimiento y las imágenes que acababa de presenciar. Más de un año había de transcurrir hasta que el comisario Vázquez, revisando el archivo del asunto Savolta y estableciendo las intrincadas relaciones que le conducirían al destierro, recordó a aquel extraño personaje y le fue a visitar.

María Rosa Savolta dio un gritito y dejó caer la taza de café sobre la alfombra. Sin inmutarse, Lepprince pulsó un botón repetidas veces. A poco acudió el mayordomo enfundado en un batín y luchando por desprenderse la bigotera que se le había enredado en las orejas.

—¿Llamaba el señor?

—Recoja esto —dijo Lepprince simulando no ver la bigotera.

El mayordomo retiró la taza, la cucharilla y el plato y cubrió con una servilleta la mancha humeante y parduzca. Salió y regresó con un nuevo servicio de café, hizo una reverencia y volvió a salir.

—Perdóname, ¡qué torpe soy! No sé lo que me ocurre; a veces se me va la cabeza. Estoy desolada.

—No tienes por qué disculparte, mujer —atajó vivamente Lepprince—. Estas cosas le ocurren a cualquiera.

Al decir esto me lanzó una mirada furtiva y yo, recordando sus palabras, desvié la conversación. Estábamos en la espléndida torre que Lepprince había comprado en la ladera del Tibidabo. La invitación nos llegó una tarde por correo y nos causó, a María Coral y a mí, una lógica sorpresa. Pero no había confusión posible: los señores de Lepprince tenían el honor de invitar a los señores de Miranda el próximo miércoles a cenar en su casa, etcétera. María Coral manifestó que no iría.

—No estoy dispuesta a representar esta comedia. Buenas noches, señora, espléndida cena, señora —remedó paseando por la salita y moviendo exagerada y groseramente las caderas—. ¡Mierda seca!

—No te pongas así. La cosa no es para tanto. Lepprince nos quiere ver y nos invita, nada más. Hace un siglo que no sabe de nosotros. Bien pensado, hemos quedado mal con él; al fin y al cabo, le debemos mucho, ¿no crees?

—No empieces a revolcarte como una marrana. Tú te ganas tu jornal honradamente.

—Tonterías —repuse sin alzar la voz, tratando de ser convincente—. Por mis propios méritos jamás habría logrado una posición semejante a la que gozamos. Además, en esta ocasión no se trata de hacer planteamientos radicales, sino de aceptar una invitación, pasar una tranquila velada y adiós muy buenas.

—Pues yo no voy —concluyó María Coral.

Por supuesto, fuimos a la hora convenida. Yo me sentía un tanto violento y temía una imprevisible salida de María Coral. Sin embargo, mis temores se revelaron infundados, pues nada sucedió. Lepprince nos recibió con campechanía y María Rosa Savolta se mostró cordial y sencilla. Besó a María Coral en ambas mejillas y me comentó, delante de todos, que había sabido elegir una esposa «encantadora, muy bella y muy distinguida». Miré horrorizado a María Coral creyendo que aprovecharía el cumplido para proferir algún denuesto tabernario, pero no fue así. La gitanilla enrojeció, bajó los ojos humildemente y se mantuvo ausente y tímida toda la noche. Lepprince me llevó aparte y me ofreció una copa de jerez seco.

—Cuéntame cosas…, estoy ansioso por conocer de vuestra vida.

Estábamos en un cuarto de proporciones reducidas en el cual Lepprince había instalado su gabinete.

Colgado de una de las paredes había un cuadro que reconocí de inmediato: era la reproducción genuina que antaño había ornado la chimenea del piso de la Rambla de Cataluña. El mismo puente sobre el mismo río, y la misma paz.

—Ahora que trabajas para mí —continuó Lepprince— te veo menos que antes, cuando trabajabas para Cortabanyes.

—Ya ve usted —dije yo—, todo sigue su curso, como este río —señalé hacia el cuadro—. Mansamente la vida se desliza por sus cauces.

—No pareces animado.

—Sí, lo estoy. No me puedo quejar de nada. Y todo gracias a usted.

—No digas bobadas.

—No son bobadas. Nunca podré olvidar lo que le debemos María Coral y yo.

—No quiero ni oír hablar de eso. Además, si algo me debéis, ahora tendréis la oportunidad de pagarme con creces.

—¿Hay algo que podamos hacer por usted? Cuente con ello.

Se trataba, en resumidas cuentas, de su mujer. María Rosa Savolta, si bien dichosa en su matrimonio, no podía olvidar los pasados sinsabores: la muerte dramática de su padre y los peligros que había corrido Lepprince habían dejado huella en su alma aún tierna. Sufría, de vez en cuando, decaimientos que la sumían en un marasmo de atonía; las pesadillas le turbaban el descanso y los miedos infundados la sobresaltaban de continuo. La cosa, por el momento, no revestía mayor trascendencia, pero Lepprince, siempre atento al bienestar de su esposa, temía que de seguir en aquel estado de agitación, los síntomas se agravasen y condujesen a María Rosa Savolta a un estado rayano en la insania.

—¡Cielo santo! —exclamé yo al oír esta palabra.

—No hay que alarmarse prematuramente. Puede ser una cosa pasajera provocada por una acumulación de circunstancias aciagas.

—Eso espero. ¿Qué ha dicho el médico?

—No he querido que la viera, por ahora. Supondría para ella un duro suplicio someter su cordura a los fríos análisis de un profesional. En cualquier caso, desconfío de las modernas terapéuticas: acosar al enfermo para que adquiera conciencia de su mal, ¡qué crueldad! ¿No es mil veces más humanitario dejarle en la ignorancia de su dolencia en espera de que la ternura y la tranquilidad hagan su efecto bienhechor?

Convine en que así era.

—Pero —añadí— ¿qué papel desempeñamos nosotros en esto?

—Un papel de vital importancia. Sois jóvenes, recién casados, una pareja que sólo infunde alegría y ansia de vivir. Además, pertenecéis por origen a un círculo ajeno a la empresa, a los Savolta y a todo ese núcleo de la buena sociedad barcelonesa que ha sido escenario de sus padecimientos. Sois un aire nuevo, purificador. Por eso confío en vosotros como su mejor medicina. ¿Puedo contar contigo?

—Cuente usted con ambos para lo que sea.

—Gracias, no esperaba otra cosa. Ah, un último ruego: ella no debe notar nada, ni sospechar siquiera que tú estás al corriente de lo que te acabo de contar. No reveles nada a María Coral; ya sabes cómo son las mujeres: incapaces de guardar un secreto. Vuestro trato debe ser en todo momento afectuoso, pero nunca compasivo.

El mayordomo nos llamó a la mesa. María Rosa y María Coral llegaron al comedor cuando nosotros ya llevábamos un rato aguardando. María Rosa Savolta se disculpó:

—He mostrado la casa a nuestra invitada. Cosas de mujeres.

—Es una casa muy bonita —dijo María Coral— y está decorada con gusto exquisito.

«Vaya —pensé—, ¿de dónde habrá sacado esta chica esos modales?». Y me reía en secreto imaginando la cara de María Rosa Savolta de haber presenciado los gestos que provocó su invitación. Pero eso son detalles marginales.

Lepprince había recuperado su aspecto habitual, desenfadado, y bromeaba y llevaba con ligereza el peso de la conversación. Terminada la cena, despidió a los criados y él mismo, en un saloncito contiguo, sirvió el café con una torpeza divertida y un tanto exagerada para provocar la hilaridad de los presentes. Su mujer insistía en ayudarle, pero él la rechazaba con fingida dignidad profesional, me guiñaba el ojo, se reía por lo bajo y daba rienda suelta al buen humor que sus responsabilidades cotidianas le obligaban a encubrir. Una vez cumplidas las funciones de anfitrión, encendió un cigarro, profirió una exclamación de bienestar y reanudó la conversación interesándose por algunos pormenores de mi trabajo. Yo se los expliqué y él dijo:

—No creas que haces una labor baldía, Javier. En noviembre, como tú sabes, habrá elecciones municipales y es muy probable que me presente.

—¡Vaya, eso sería estupendo! —exclamé.

—Incluso es posible que tengamos que hacer un viaje a París tú y yo para recoger algunos documentos relativos a mi filiación.

Creí desmayarme. ¡A París! Las mujeres protestaron ante semejante discriminación y Lepprince, cogido entre dos fuegos, acabó riendo y pidiendo clemencia. No le dejaron en paz hasta que prometió estudiar la posibilidad de que los cuatro hiciéramos el viaje. Las dos mujeres aplaudieron entusiasmadas.

Se había hecho tarde. María Rosa Savolta dio muestras de cansancio, dejó caer su taza de café, se azoró, rogó que la excusáramos y, tras despedirse cariñosamente de mí y besar una vez más a María Coral, se retiró a sus habitaciones acompañada de su solícito marido. Al quedarnos solos, comenté a María Coral:

—Son una pareja encantadora, ¿no te parece?

—Bah —replicó ella.

—¿Qué te ocurre? Pensé que te agradaba la conversación.

—Ese hombre me crispa los nervios. ¿Quién se cree que es? Todo lo sabe, todo lo contesta. No es más que un pueblerino, créeme. Un pueblerino adinerado con ganas de impresionar. Y su mujer, vamos, no me negarás que es insoportable. No me digas. Más cursi que un…

—¡María Coral! No digas esas cosas…

La vuelta de Lepprince interrumpió nuestra disputa. Venía sonriendo y se disculpó en nombre de su mujer por aquella brusca marcha.

—María Rosa está delicada y le conviene descansar. Os ruega que la perdonéis y me ha encargado que os despida en su nombre.

Intercambiamos fórmulas. Lepprince nos acompaño al vestíbulo. En el jardín nos esperaba la limousine negra y al volante el chauffeur adormecido. En el camino de regreso a casa, comenté con María Coral:

—Es extraño, no he visto a Max en toda la noche. ¿Le habrán despedido?

Quizá fue sólo una falsa impresión, pero me pareció que el chauffeur prestaba una atención irónica a mis palabras.

En el rellano encontraron a otro policía que se cuadró como había hecho el que montaba guardia en la calle. De las dos puertas que daban al rellano, una aparecía cerrada y la otra abierta de par en par. El inspector se asomó a la puerta abierta y olfateó un tufillo acre que identificó en seguida. Volvió al rellano y consultó de nuevo el reloj.

—¿A qué hora fue? —preguntó al policía.

—No lo sé con exactitud, señor inspector. Al pronto no se nos ocurrió mirarlo. Estábamos de patrulla cuando nos pareció oír una explosión. Corrimos hacia aquí y vimos salir humo de la ventana y gritos, unos gritos tremendos. Llamamos al sereno para que nos abriera el portal, pero el sereno no comparecía, de modo que abrimos descerrajando la cerradura con las culatas. Subimos y encontramos esto. Había muerto. Le llamamos a usted y avisamos a una ambulancia. No tengo idea de cuánto tiempo debió transcurrir, pero no serían más de veinte o treinta minutos en total.

—¿De dónde procedían los gritos?

—De la casa, señor inspector, de la misma casa. Vivía un matrimonio de cierta edad con una criada. La criada no está. La mujer resultó ilesa y chillaba.

—¿Sigue ahí la mujer?

—No, señor. Pasó a casa de unos vecinos —señaló la puerta cerrada—. Nos pareció que podíamos dejarla ir, porque parecía muy alterada. ¿Quiere que la traiga?

—No, por ahora no. ¿Ha regresado la criada?

—No, señor inspector. No volverá hasta dentro de unos días. Al parecer se fue a su pueblo el sábado, para no sé qué celebración. La matanza del cerdo, supongo.

—Está bien. Siga de guardia. Vamos a entrar.

Aparte del tufillo dejado por la pólvora, la casa no presentaba señal alguna de violencia. Los jarrones y demás adornos que había en el recibidor y en el pasillo estaban intactos.

—Sin duda fue una bomba de poca potencia —comentó el hombre que acompañaba al inspector—, de otro modo la onda expansiva habría quebrado las porcelanas.

El inspector hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Llegaron ante una gruesa puerta oscura al fondo del pasillo.

—¿Es aquí?

—Sí, eso creo.

—La puerta es de roble. Ha resistido —dijo el acompañante del comisario tanteando las bisagras apreciativamente—. Buena construcción. Ya no se hacen cosas así.

El inspector abrió la puerta y los dos hombres entraron. Los camilleros se quedaron en el pasillo. La habitación, que debió de ser un despacho, presentaba un aspecto lamentable. Los muebles habían sido derribados, los cuadros estaban caídos, la alfombra, quemada en el centro, renegreaba por los bordes; el papel de las paredes, arrancado por la fuerza de la explosión y la metralla, colgaba en jirones dejando al descubierto lenguas de yeso. Bajo la mesa de caoba, casi cubierto de papeles, había el cuerpo exánime de un hombre. El inspector se inclinó sobre él.

—No tiene sangre en la cara ni en las ropas.

El hombre que le acompañaba, y que debía de ser un experto en explosivos, medía distancias con una cinta.

—Seguramente vio la bomba y echó el cuerpo hacia atrás. La bomba estalló en el suelo, aquí donde la alfombra casi ha desparecido. La onda expansiva derribó la mesa y el cuerpo quedó debajo, protegido por el tablero.

—En estas condiciones, bien podría haberse salvado, ¿no?

—En mi opinión, sí. Me inclino a creer que no murió a causa de la bomba. Un ataque al corazón me parece más verosímil. La bomba no era muy grande. Vea el techo: ni el artesonado ni la lámpara han resultado dañados.

Se oyó una voz en el pasillo que preguntaba:

—¿Se puede?

Dos hombres hicieron su entrada sin esperar respuesta. Uno era de mediana edad; el otro anciano. El anciano, de enmarañada barba cana y gruesas gafas de concha, llevaba un maletín de médico. El de mediana edad vestía de negro. Éste era el juez y aquél el forense.

—Buenos días, señores, ¿qué ha pasado? —dijo el juez, que debía de ser nuevo en Barcelona.

El médico forense se arrodilló junto al cadáver y lo anduvo toqueteando. Luego pidió por el lavabo.

—No hubo manera de dar con el oficial del juzgado —comentaba el juez—. Se fue hace dos horas a tomar un café y aún no había vuelto cuando salí para aquí. ¡Este país no tiene arreglo!

—Doctor, ¿de qué murió? —preguntó el inspector al médico cuando éste regresó secándose las manos con su pañuelo.

—¿Yo qué sé? De un bombazo, supongo.

—Pero no hay señales de violencia en el cuerpo.

—¿Ah, no?

—¿No ha venido el fotógrafo? En Inglaterra siempre se hacen fotografías del lugar de autos —decía el juez.

—No, señor, no tenemos fotógrafo. Esto no es una boda.

—Oiga usted, aquí soy yo el que dice lo que se ha de hacer. Soy el juez.

Uno de los camilleros asomó la cabeza.

—¿Nos podemos llevar el fiambre o hemos de esperar a que se descomponga?

—¡Caballero, más respeto! —reprendió el juez.

—Por mí, está listo —dijo el forense.

—Al menos, hagan un dibujo, un croquis —dijo el juez.

—Yo no sé hacer la o con un canuto —dijo el inspector—. ¿Y usted? —preguntó al experto en explosivos.

—No, no —respondió éste distraído. Había sacado unos tubos del bolsillo y los rellenaba con polvo y esquirlas con ayuda de una diminuta espátula.

—No se puede tocar nada mientras no venga el oficial —protestó el juez viendo que los camilleros estiraban el cadáver por los brazos.

—No nos vamos a pasar aquí toda la mañana —replicaron los camilleros.

—Si yo lo digo, sí —concluyó el juez—. He de levantar acta.

La orquesta atacó la «Marcha real» y Su Majestad don Alfonso XIII hizo su entrada en el salón acompañado de su esposa, la reina doña Victoria Eugenia, y de su séquito y escolta. El rey vestía uniforme de caballería y las luces refulgían en los entorchados. Los invitados, puestos en pie, le tributaron un cálido y prolongado aplauso. Lepprince se destacó de la concurrencia y corrió a rendir pleitesía. El rey, con campechana sonrisa, le estrechó la mano y le palmeó la espalda.

—Majestad…

—Qué casa más bonita tienes, chico —dijo don Alfonso XIII.

Lepprince besaba la mano de doña Victoria Eugenia. María Rosa Savolta, paralizada por una súbita timidez, no conseguía despegarse del núcleo de los asistentes hasta que su marido le hizo gestos imperiosos. Avanzó la timorata joven e hizo reverencias a las augustas personas. Acto seguido, el séquito rompió filas y los reyes y sus acompañantes se mezclaron con los comensales.

—Me ha hecho usted un gran honor viniendo a mi casa —dijo Lepprince dirigiéndose al rey con un familiar «usted», que le pareció menos engolado que el «vos» en una conversación privada.

—¡Querido amigo! —respondió el monarca colgándose de su antebrazo—, no creas que ignoro que con mi presencia te hago ganar votos para las elecciones municipales de noviembre. Pero a mí también me interesa tu mediación para atraerme a los catalanes. No sé cómo andará mi popularidad por estos andurriales —y los dos se rieron de buena gana.

—¿Hace mucho que están ustedes casados? —preguntaba doña Victoria Eugenia a María Rosa Savolta—. ¿No tienen ningún pequeño?

—Estoy esperando, Majestad —respondió María Rosa Savolta pudibunda—, y quería rogaros que apadrinarais a nuestro hijo.

—¡Pues no faltaría más! —exclamó la reina—. Luego hablaré con Alfonso, pero cuenta con ello. Yo tengo dos niños.

—Lo sé, majestad. Lo he visto en las revistas ilustradas.

—Ah, claro.

Menudearon por aquellas fechas nuestras visitas a la mansión de los Lepprince. La primavera estaba ya muy avanzada, si bien los rigores del verano aún no se hacían sentir. Yo me sentía feliz en compañía de Lepprince y de aquellas dos mujeres tan distintas entre sí y tan hermosas. Creo que no me habría cambiado por nadie si tal cosa hubiera estado en mi mano. Entre los gratos recuerdos de aquel período, amalgamados ahora en un solo instante dichoso, hay uno que me ha quedado grabado con singular nitidez. Lepprince, siempre inquieto, siempre a la busca de nuevas emociones y nuevos paisajes, nos había propuesto salir al campo un domingo. Íbamos a ir, como entonces se decía, de pic-nic.

—Estamos demasiado tiempo encerrados entre cuatro paredes —argumentó para vencer las objeciones de su esposa—, necesitamos aire puro, contacto con la naturaleza y un poco de ejercicio físico.

Así quedó convenido. Ellos llevarían la comida y nos pasarían a buscar por nuestro domicilio a las diez de la mañana.

A la hora convenida estaba la limousine en la puerta de nuestra casa y en ella Lepprince y su mujer. Montamos y el automóvil arrancó. A poco de abandonar la ciudad empezamos a subir y subir pendientes pronunciadas que hacían rugir a la limousine, pero no alteraban su paso. Yo iba sentado en una banqueta abatible de espaldas a la marcha, y vi, por el cristal trasero del vehículo, que otro coche nos seguía. No le di ninguna importancia en un principio, ni lo comenté con los demás. Al cabo de una hora, sin embargo, y a pesar de las vueltas y revueltas y de lo intrincado del trayecto, el seguidor no cejaba en su empeño. Algo alarmado se lo hice notar a Lepprince.

—Sí, ya sé que nos sigue un coche. No hay motivo de alarma, si bien me permitiréis que no revele de qué se trata, pues es una sorpresa que os tengo reservada.

No dije más y observé la campiña. Íbamos por un bosque de pinos y encinas, muy tupido, entre cuyo follaje se colaban los rayos del sol. Cuando el bosque clareaba se podía divisar tras la montaña un extenso valle muy frondoso cercado por otras montañas y otros bosques. Iniciamos el descenso y llegamos al valle. Ya en él dimos algunas vueltas hasta encontrar un calvero cubierto de hierbas, matas y tréboles. Su aspecto nos satisfizo: era llano y amplio y en uno de sus lindes brotaba un manantial de agua helada, pura y sabrosa. Corrimos a llenar nuestros vasitos metálicos y a probar aquel agua que parecía medicinal. En esa operación nos cogió la llegada del coche seguidor y comprendí a qué sorpresa se refería Lepprince, porque el misterioso automóvil no era otro que la antigua conduite-cabriolet roja de Lepprince.

—Ah, vaya, era ése —grité alborozado, saludando al automóvil como si de un viejo amigo se tratara—. ¿Y quién va en él?

—¿No lo adivinas? —dijo Lepprince—. Max.

Los dos automóviles reposaban en un extremo del calvero. A unos metros de distancia el chauffeur procedía a desplegar un mantel y colocar sobre el blanco lino los platos, cubiertos, vasos, botellas y tarteras. Max, sentado debajo de un pino, con el bombín cubriéndole la cara, descabezaba un sueño. Los demás paseábamos por el prado, buscando un trébol de cuatro hojas, siguiendo el vuelo de los pájaros y observando alguna que otra curiosidad: una oruga, un escarabajo. Chirriaba un grillo en el ramaje y borboteaba la fuente; la espesura, mecida por el viento suave, producía un murmullo de sinfonía sacra y lejana. María Rosa Savolta manifestó estar agotada y se sentó en la hierba, no sin que antes su marido hubiera extendido un pañuelo que la protegiera de la suciedad, de la humedad y de los bichos.

—¡Qué placidez! —exclamó Lepprince, de pie junto a su esposa, abriendo los brazos como si quisiese abarcar en ellos el paisaje. María Rosa Savolta, protegida del sol por su sombrilla, levantó el rostro para contemplar a su marido. La luz diáfana tamizada por el filtro de la hierba daba a su figura un aire de místico éxtasis.

—Es verdad —asentí—. Los que vivimos en la ciudad hemos perdido el sentido de plenitud que da la naturaleza.

Pero Lepprince era mudable y no podía remansar su atención por mucho tiempo. Pronto sacudió la cabeza, hizo chasquear la lengua y gritó:

—Eh, Javier, basta ya de arrobamientos. ¿No te dije que tenía una sorpresa para ti?

Diciendo esto hizo una seña convenida y el chauffeur, que había terminado los preparativos para la comida, montó en el automóvil rojo, lo puso en marcha y lo hizo avanzar lentamente hasta nosotros.

—Sube —dijo Lepprince cuando el chauffeur hubo detenido la máquina y se hubo bajado.

—¿Adónde vamos? —le pregunté.

—A ninguna parte. El juego estriba en que conduces tú.

Vi una expresión socarrona en sus ojos, mezclada de cariño e insolente reto. Una expresión característica en él.

—Está usted bromeando —dije.

—No seas pusilánime; hay que probarlo todo en esta vida. Especialmente las emociones fuertes.

Jamás pude negarme a nada de cuanto me pedía Lepprince. Subí al asiento del conductor y esperé sus instrucciones. María Rosa Savolta, que seguía nuestros movimientos con bonachona complacencia, pareció advertir entonces la índole de nuestras intenciones.

—¡Eh! ¿Qué vais a hacer?

—No te asustes, ricura —gritó su marido—, quiero enseñar a Javier a manejar este artefacto.

—¡Pero si nunca lo ha hecho!

Yo saqué de donde pude una sonrisa de resignación y me alcé de hombros, dando a entender que no obraba por mi voluntad.

—¡Nos reiremos un rato, ya verás! —dijo Lepprince.

—¡Os mataréis! ¡Eso es lo único que haréis! —y se volvió a María Coral en busca de ayuda—. Diles algo, a ver si te hacen más caso. Son unos cabezones.

—Déjelos, ya son mayores para ser juiciosos —respondió María Coral, que parecía excitada ante la perspectiva de aquel improvisado espectáculo circense.

Entre tanto, Lepprince me daba instrucciones y el chauffeur también, ambos contradiciéndose y dando por sentado que yo conocía una extraña jerga. Viendo que no lograba disuadir a su marido, María Rosa Savolta decidió adoptar una nueva actitud.

—Al menos, amiga mía —le dijo a María Coral—, recemos para que Dios proteja a esos locos.

—Usted rece si quiere, señora; yo me voy con mi marido —fue la respuesta.

Y en dos saltos se plantó junto al coche, se encaramó al asiento posterior y allí se quedó, hecha un ovillo, por ser lugar propio para valijas y no para personas. Lepprince, muy alegre, daba vueltas a la manivela de arranque y yo aferraba el volante con ambas manos. Nos habíamos quitado las chaquetas y a la primera sacudida de la máquina rodó por el suelo mi canotier. Lepprince gritó «¡Hurra!», lanzó al aire su gorra inglesa y se subió al estribo cuando ya el automóvil empezaba a caminar. El chauffeur me gritó algo desde el suelo, pero no puede oír lo que decía. Lepprince cayó de cabeza dentro del coche y empezó a agitar las piernas pidiendo socorro, muerto de risa. Yo pugnaba por mantener firme la dirección, pero el coche daba vueltas y vueltas en redondo. Tan pronto veía a María Rosa Savolta hincada en su pañuelito, con las manos entrelazadas y los ojos gachos, como al chauffeur gesticulando y profiriendo consignas mecánicas. Lepprince había recobrado por entonces su posición normal y agarró el volante, con lo cual, tirando yo de un lado y él de otro, el auto empezó a correr en zig-zag, persiguiendo al chauffeur como si tuviera inteligencia propia, y en una de sus piruetas chafó mi canotier. Luego, sin que mediara intervención alguna, dio un ronquido asmático y se paró. Lepprince saltó al suelo y lo puso de nuevo en marcha. Yo le decía:

—Oh, no. ¡Oh, no! Ya está bien por hoy.

Pero él respondía:

—Nada, nada, un poco más.

Eso decía cuando el coche le dio un empellón y empezó a moverse, lentamente al principio y más rápido después, llevando a María Coral y a mí como únicos ocupantes.

—¡Haz algo, Javier, para este trasto! —me gritaba María Coral acurrucada en el asiento posterior.

—¡Eso quisiera yo! —le contestaba, y procuraba no enfilar en dirección a los árboles en espera de que a maquinaria se detuviera por sí misma. Lepprince y el chauffeur corrían detrás del coche unas veces y otras delante, tropezando el uno con el otro y gritando a un tiempo. Sólo Max, bajo un pino, sobre la hierba fresca, parecía dormitar ajeno a la tragedia que se desarrollaba en el calvero.

Por fin, con gran sorpresa por mi parte, logré hacer que el vehículo siguiera el itinerario que yo, aproximadamente, le fijaba. Cuando se detuvo salté gozoso al suelo y ayudé a bajar a María Coral. Lepprince llegó jadeando.

—¡Lo he logrado! —le dije. Procuraba disimular el temblor nervioso que me agitaba. Él se rio.

—Has empezado bien. Yo no lo hice mejor la primera vez. Ahora es cuestión de practicar y perder el miedo.

He relatado con cierto detalle este incidente en apariencia trivial porque tuvo en el futuro una importancia que a su debido tiempo se verá.

Durante la comida y en el viaje de regreso mi hazaña constituyó el único tema de conversación. Lepprince estaba de un humor excelente, a María Rosa Savolta se le había pasado el susto y María Coral, según percibí observándola de reojo, me admiraba. A lo largo de aquellos meses primaverales, en nuestras frecuentes salidas al campo, seguí adiestrándome en el manejo del automóvil hasta que llegué a dominar, si se me permite la inmodestia, los rudimentos de la conducción.

—¿Un artefacto de relojería? —preguntó el juez.

El experto emitió un silbido y se frotó las manos.

—No, eso no. Aún es precipitado sacar conclusiones, pero me inclino a creer que fue una bomba Orsini, ya sabe: esas esferas con detonadores que entran en acción al chocar con un cuerpo sólido. Son de muy fácil manejo, sin mecha ni mecanismo; cualquier aficionado las puede utilizar. Son las más populares. Nunca fallan —concluyó en tono propagandístico.

El inspector se asomó al balcón. No había un alma en las aceras salvo el policía que montaba guardia frente al portal. A lo lejos sonaba el «tin-tan» de un trapero.

—La lanzarían desde la calle. La víctima tenía el balcón abierto.

—¿Por qué había de tenerlo? Hace frío de madrugada —observó el juez.

El inspector se encogió de hombros y dejó sitio al juez, que midió la distancia que separaba el balcón de la calzada.

—Hay bastante distancia, ¿no cree?

—Sí, eso es cierto —admitió el inspector—. A menos que utilizasen una escalera, cosa poco probable.

—O que la echasen subidos a la capota de un coche —apuntó el experto—. Un coche o mejor un automóvil.

—¿Por qué mejor un automóvil? —preguntó el juez.

—Porque un coche no es seguro. Los caballos podrían moverse y hacer perder el equilibrio al que estuviera encaramado, con grave riesgo de caerse al suelo con la bomba en las manos.

—Es verdad, bien dicho —reconoció el juez con entusiasmo—. Habrá que reconstruir los hechos. En cuanto a los motivos, ¿qué opina usted, inspector?

El inspector miró al juez de soslayo.

—¡Cualquiera sabe! Sus enemigos, sus herederos, los anarquistas. Hay miles de posibilidades, maldita sea.

El oficial del juzgado, que había llegado en el ínterin, levantaba un croquis. El experto juzgaba su obra con una sonrisa de superioridad. Los camilleros se habían llevado el cuerpo de la víctima. El médico forense se despidió prometiendo tener listo su dictamen a la mayor brevedad. Acabado el croquis, se retiraron el juez y el oficial. El inspector y el experto se quedaron solos.

—¿Qué tal un cafetito? —propuso el inspector.

—De primera.

Ya en la calle se toparon con dos individuos que bregaban con el policía de guardia.

—¿Qué ocurre? —preguntó el inspector.

—Estos caballeros insisten en subir a la casa, señor inspector. Dicen que son amigos del muerto.

El inspector estudió a los recién llegados. Uno era joven, elegante y seguro de sí mismo. El otro, un hombre maduro, gordo y desaliñado, no cesaba de temblequear y hacer aspavientos.

—Soy el abogado Cortabanyes —dijo el último y este caballero es don Paul-André Lepprince. Somos amigos del señor Parells.

—¿Cómo se han enterado del suceso?

—Su viuda nos acaba de telefonear y hemos venido a toda prisa. Le ruego que disculpe nuestros modales y nuestra intromisión, pero ya puede figurarse lo que nos ha afectado la inesperada noticia. ¡Pobre Pere! Hace apenas unas horas estuvimos hablando con él.

—¿Unas horas?

—El señor Parells asistió a una recepción, en mi casa —dijo el señor Lepprince.

—¿Y no les dijo nada ni advirtieron algo sospechoso en su conducta?

—No sé, no sabríamos decirle —gimió Cortabanyes—. Estamos muy consternados.

—¿Podemos subir a ver a la viuda? —preguntó el señor Lepprince, que no parecía en absoluto consternado.

El inspector meditó.

—Está bien, suban a ver a la viuda, pero no entren en la casa. La viuda está en el piso de enfrente. Allí hay un guardia que se lo indicará. Yo me ausento unos minutos. A mi regreso hablaremos. Espérenme.

El policía que montaba guardia en el rellano torció el gesto al ver aparecer a Lepprince y a Cortabanyes. Tenía instrucciones de no dejar pasar a nadie sin autorización expresa de sus superiores y así se lo hizo saber a los recién llegados. Éstos le dijeron que habían sido citados por el inspector para ser interrogados. Eran las últimas personas que habían visto con vida al difunto. Ante las dudas del policía, le apartaron cortés pero firmemente y se colaron de rondón en el piso de la víctima. Una vez en el despacho del viejo financiero, Cortabanyes empezó a temblar.

—No puedo, no puedo —sollozó—. Es superior a mis fuerzas.

—Vamos, Cortabanyes, ya me hago cargo, pero no podemos desaprovechar esta oportunidad. Ayúdame a enderezar la mesa. Mira, no hay manchas de sangre ni nada por el estilo. Empuja, hombre, que yo solo no puedo.

Empujaron el tablero de la mesa y ésta recuperó su posición original. Los cajones no estaban cerrados con llave y Lepprince empezó a revolverlos mientras el abogado le contemplaba paralizado, lívido, con la boca entreabierta.

¡Pobre Parells! ¡Quién había de decirme que cuando nos despedimos aquella noche nos estábamos despidiendo para siempre jamás! Por razones que aún tardaría mucho en comprender, nunca me tuvo simpatía, pero ello no impidió que yo le tuviera en alta estima, no sólo por su inteligencia, sino por su personalidad distinguida, su trato cortés, su cultura… Ya no quedan hombres como él.

Coincidimos por última vez en la fiesta que dio Lepprince, aquella fiesta memorable a la que asistió el rey. María Coral y yo habíamos sido invitados. Cuando acudimos, cohibidos, timoratos y expectantes, no sabíamos que aquel acontecimiento socia l marcaría el fin de una etapa en nuestras vidas. Después de la fiesta, nada volvió a ser como antes. Pero allí, en los lujosos salones de la mansión, entre perfumes, sedas y joyas, rostros conocidos, industriales y financieros, la sórdida realidad parecía muy lejana y sus peligros conjurados.

—¿A Deauville? Es usted muy amable, señor, pero tendrá que consultar con mi marido.

—Por el amor de Dios, María Coral —la reprendí en uno de los escasos momentos en que nos vimos libres de moscones—, ¿quieres dejar de comportarte como una cocotte?

—¿Una cocotte? —dijo ella, que suplía su ignorancia con una perspicacia muy considerable—. ¿Quieres decir una putilla fina?

Yo asentí sin desarrugar el entrecejo.

—¡Pero, Javier, si es lo que soy! —respondió alegremente, devolviendo con una sonrisa el guiño de un general caduco y pisaverde.

La exótica belleza de mi mujer no había dejado de causar efecto apenas pusimos el pie en la casa. Los más provectos y sesudos caballeros remedaban en su presencia, con ridícula extravagancia, los modales desenvueltos del calavera de opereta. Yo sentía una mezcla de vanidad y celos que me sacaba de mis casillas.

—¿Qué, cómo va esa vida, hijo? Muy solicitado te veo —dijo Cortabanyes, que venía en mi busca con un cliente pegado a los talones.

—Ya ve usted —dije yo señalando a María Coral, que por entonces departía con un canónigo—, perdiendo el tiempo y la dignidad.

—¡Ah, quien puede perder es que algo tiene! —recitó el abogado—. ¿Y ese trabajo, qué tal anda?

—Lento, pero inexorable —respondí en son de broma.

—Pues habrá que acelerarlo, hijo. Esta noche se prevén acontecimientos trascendentales.

—¿Y eso?

—Pronto lo verás —dijo bajando la voz y llevándose un dedo a los labios.

—¿Y qué opina usted —terció el cliente que no estaba dispuesto a interrumpir su conversación— de la guerra de Marruecos?

Cortabanyes me hizo una seña y yo intervine para descargarle del fardo que le había tocado en suerte.

—Feo asunto, en efecto.

—No me diga usted —dijo el cliente aferrándose a su nuevo interlocutor como un náufrago a una tabla—. ¡Es intolerable! Cuatro negrotes de mierda zurrándole la badana a un país que años ha conquistó América.

—Los tiempos han cambiado, señor mío.

—No son los tiempos —protestó el pelmazo con una vehemencia que contrastaba con la indiferencia general—, sino los hombres. Ya no hay políticos como los de antes. ¿Qué fue de Sagasta y de Cánovas del Castillo?

La llegada del rey interrumpió nuestra charla. Los invitados corrieron a hincarse a los pies de los ilustres visitantes y Cortabanyes aprovechó la oportunidad para unirse a nosotros.

—¿Los ves? Como gallinas cuando el granjero les arroja el alpiste —agitó la cabeza con aire desolado—. Así no iremos a ninguna parte. ¿Te acuerdas de cuando querían linchar a Cambó?

Dije que sí, que lo recordaba. Ahora Cambó era ministro de Hacienda en el gobierno Maura.

El rey saludaba con amabilidad y escuchaba loas y peticiones con aburrida indiferencia, deambulando por el salón con paso grave, los hombros ligeramente abatidos, avejentado en plena juventud, una leve sombra de melancolía en su dulce sonrisa.

—Hay papeles por el suelo. Míralos, no pierdas el tiempo. Ya tendrás ocasión de lloriquear en el funeral.

Cortabanyes se arrodilló y empezó a revisar los papeles esparcidos aquí y allá.

—¡Pobre Pere! Hacía más de treinta años que nos conocíamos. Era un buen hombre, un hombre íntegro, incapaz de una deslealtad. Aún recuerdo el día que murió su hijo. Mateo, se llamaba… ¡Qué familia más desgraciada! Pere quería que su hijo fuera un perfecto caballero y lo mandó a estudiar a Oxford. Ahorraban al céntimo para costear los estudios de Mateo. En Oxford contrajo una pulmonía que acabó con él. Volvió para morir aquí, en esta misma casa.

—¿A qué vienen ahora estas historias lacrimógenas? —gruñó Lepprince.

—Mira —dijo Cortabanyes mostrando a titulo explicativo los papeles esparcidos por el suelo—. Esto leía el pobre Pere cuando le mataron.

Lepprince tomó lo que le tendía el abogado: un pliego amarillento por los años y el uso, y empezó a leer.

«Queridos padres: Recibo con alegría la noticia de que se encuentran ustedes bien de salud. Yo no me puedo quejar, aunque los rigores del invierno, que no parecen terminar nunca, impiden que acabe de curar este catarro que me tiene muy molesto. Sí, aquí, como en las novelas, llueve siempre…».

La carta estaba fechada el 15 de marzo de 1889. Lepprince la dejó en el suelo y leyó el principio de la siguiente.

«Querido padre: No deje que ésta llegue a manos de mi madre, pero mi salud empeora y desde hace una semana tengo frecuentes accesos de fiebre. Los médicos dicen que no hay motivos de alarma y todo lo atribuyen a este clima, tan duro. Afortunadamente, falta ya poco para los exámenes y pronto estaré de vuelta para pasar con ustedes las vacaciones. No pueden figurarse cuánto les echo de menos. Solo y enfermo en este país admirable, pero extraño, no hago más que pensar en Barcelona…».

—¡Al diablo! —exclamó Lepprince—. Ayúdame a colocar la mesa como estaba.

Volcaron la mesa procurando no hacer ruido. Cortabanyes lloraba ruidosamente.

—Vámonos —dijo Lepprince—. Aquí no está. Sospecho que no ha existido nunca esa maldita carta.