Nos casamos una mañana primaveral a principios de abril.
¿Por qué? ¿Qué me impulsó a tomar una decisión tan alocada? Lo ignoro. Aun ahora, que tantos años he tenido para reflexionar, mis propios actos siguen pareciéndome una incógnita. ¿Amaba a María Coral? Supongo que no. Supongo que confundí (mi vida es una incesante y repetida confusión de sentimientos) la pasión que aquella joven sensual, misteriosa y desgraciada me infundía, con el amor. Es probable también que influyera, y no poco, la soledad, el hastío, la conciencia de haber perdido lastimosamente mi juventud. Los actos desesperados y las diversas formas y grados de suicidio son patrimonio de los jóvenes tristes. Inclinaba, por último, el fiel de la balanza la influencia de Lepprince, sus sólidas razones y sus persuasivas promesas.
Lepprince no era tonto, advertía la infelicidad en su entorno y quería remediarla en la medida que le permitían sus posibilidades, que eran muchas. Pero no conviene exagerar: no era un soñador que aspirase a cambiar el mundo, ni se sentía culpable de los males ajenos. He dicho que acusaba en su interior una cierta responsabilidad, no una cierta culpabilidad. Por eso se decidió a tendernos una mano a María Coral y a mí. Y ésta fue la solución que juzgó óptima: María Coral y yo contraeríamos matrimonio (siempre y cuando, claro está, mediara nuestro consentimiento), con lo cual los problemas de la gitana se resolverían del modo más absoluto, sin mezclar por ello el buen nombre de Lepprince. Yo, por mi parte, dejaría de trabajar con Cortabanyes y pasaría a trabajar para Lepprince, con un sueldo a la medida de mis futuras necesidades. Con este sistema, Lepprince nos ponía a flote sin que hacerlo supusiera una obra de caridad: yo ganaría mi sustento y el de María Coral. El favor provenía de Lepprince, pero no el dinero. Era mejor para todos y más digno. Las ventajas que de este arreglo sacaba María Coral son demasiado evidentes para detallarlas. En cuanto a mí, ¿qué puedo decir? Es seguro que, sin la intervención de Lepprince, yo nunca habría decidido dar un paso semejante, pero, recapacitando, ¿qué perdía?, ¿a qué podía aspirar un hombre como yo? A lo sumo, a un trabajo embrutecedor y mal pagado, a una mujer como Teresa (y hacer de ella una desgraciada, como hizo Pajarito de Soto, el pobre, con su mujer) o a una estúpida soubrette como las que Perico Serramadriles y yo perseguíamos por las calles y los bailes (y deshumanizarme hasta el extremo de soportar su compañía vegetal y parlanchina sin llegar al crimen). Mi sueldo era mísero, apenas si me permitía subsistir; una familia es costosa; la perspectiva de la soledad permanente me aterraba (y aún hoy, al redactar estas líneas, me aterra…).
—La verdad, chico, no sé qué decirte. Tal como lo planteas, en frío…
—No hace falta que me descubras grandes verdades, Perico, sólo quiero que me des tu opinión.
Perico Serramadriles bebió un trago de cerveza y se limpió la espuma que había quedado adherida a su bigote incipiente.
—Es difícil dar una opinión en un caso tan insólito. Yo siempre he sido del parecer de que el matrimonio es una cosa muy seria que no se puede decidir a las primeras de cambio. Y ahora tú mismo dices que no sabes con seguridad si estás enamorado de esa chica.
—¿Y qué es el amor, Perico? ¿Has conocido tú el verdadero amor? A medida que pasa el tiempo más me convenzo de que el amor es pura teoría. Una cosa que sólo existe en las novelas y en el cine.
—Que no lo hayamos encontrado no quiere decir que no exista.
—Tampoco digo eso. Lo que te digo es que el amor, en abstracto, es un producto de mentes ociosas. El amor no existe si no se materializa en algo corporal. Una mujer, quiero decir.
—Eso es evidente —admitió Perico.
—El amor no existe, sólo existe una mujer de la que uno, en determinadas circunstancias y por un período de tiempo limitado, se enamora.
—Vaya, si lo pones así…
—Y dime tú, ¿cuántas mujeres se cruzarán en nuestra vida de las que podamos enamorarnos? Ninguna. Todo lo más, planchadoras, costureras, hijas de pobres empleados como tú y como yo, futuras Doloretas en potencia.
—No veo por qué ha de ser así. Hay otras.
—Sí, ya lo sé. Hay princesas, reinas de la belleza, estrellas de la pantalla, mujeres refinadas, cultas, desenvueltas… Pero ésas, Perico, no son para ti ni para mí.
—En tal caso, haz como yo: no te cases —decía el muy retórico.
—¡Fanfarronadas, Perico! Hoy dices esto y te sientes un héroe. Pero pasarán los años estérilmente y un día te sentirás solo y cansado y te devorará la primera que se cruce en tu camino. Tendréis una docena de hijos, ella se volverá gorda y vieja en un decir amén y tú trabajarás hasta reventar para dar de comer a los niños, llevarlos al médico, vestirlos, costearles una deficiente instrucción y hacer de ellos honestos y pobres oficinistas como nosotros, para que perpetúen la especie de los miserables.
—Chico, no sé…, lo pintas todo muy negro. ¿Tú crees que todas son iguales?
Me callé porque había pasado ante mis ojos el recuerdo ya enterrado de Teresa. Pero su imagen no cambiaba mis argumentos. Evoqué a Teresa y, por primera vez, me pregunté a mí mismo qué había representado Teresa en mi vida. Nada. Un animalillo asustado y desvalido que despertó en mí una ternura ingenua como una anémica flor de invernadero. Teresa fue desgraciada con Pajarito de Soto y lo fue conmigo. Sólo recibió de la vida sufrimientos y desengaños; quiso inspirar amor y recogió traiciones. No fue culpa suya, ni de Pajarito de Soto, ni mía. ¿Qué hicieron con nosotros, Teresa? ¿Qué brujas presidieron nuestro destino?
Finalizados los entremeses, el entrante, el pescado y las aves, la fruta y la repostería, los comensales abandonaron la mesa. Los hombres resoplaban y palmeaban sus tripas con alegre resignación. Las señoras se despedían mentalmente de los manjares que habían rechazado con esfuerzo, disimulando su avidez bajo un rictus de asco. La orquesta ocupaba ya su posición en la tarima y entonó los primeros compases de una mazurca que nadie bailó. La conversación, largo rato suspendida, volvió a generalizarse.
Lepprince buscó a Pere Parells entre la concurrencia. Durante la cena lo había estado observando: el viejo financiero, taciturno y enfurruñado, apenas probaba bocado de los platos que le ofrecían y contestaba con secos monosílabos a las preguntas que le dirigían sus vecinos de mesa. Lepprince se puso nervioso e interrogó con la mirada a Cortabanyes. Desde el otro extremo de la mesa el abogado le respondió con un gesto de indiferencia, quitando importancia al asunto. Terminada la cena, éste y Lepprince se reunieron.
—Ve, ve ahora —dijo el abogado.
—¿No sería mejor esperar otro momento? En privado, tal vez —insinuó Lepprince.
—No, ahora. Está en tu casa y no se atreverá a dar un espectáculo delante de todo el mundo. Además, ha comido poco y ha bebido más de lo que tiene por costumbre. Le sacarás lo que sabe y eso nos conviene. Ve.
Lepprince localizó a Pere Parells cerca de la orquesta, solo y sumido en reflexiones. El viejo financiero estaba pálido, le temblaban ligeramente los labios descoloridos. Lepprince no supo si atribuir aquellos síntomas a la irritación o a los trastornos digestivos propios de la edad.
—Pere, ¿te importaría concederme unos minutos? —dijo el francés con humildad.
El viejo financiero no hizo el menor esfuerzo por ocultar su enfado y dio la callada por respuesta.
—Pere, lamento haber estado un poco brusco contigo. Estaba nervioso. Ya sabes cómo andan las cosas últimamente.
Pere Parells dijo sin volverse a mirar a su interlocutor:
—¿De veras lo sé? Dime, ¿cómo andan las cosas?
—No te cierres a la banda, Pere. Tú lo sabes mejor que yo.
—¿Ah, sí? —repitió el viejo financiero sin abandonar el sarcasmo.
—Desde que acabó la guerra hemos entrado en un bache, de acuerdo. No sé cómo vamos a resolver los problemas, pero estoy convencido de que los resolveremos. Siempre hay guerras. No creo que haya motivos de inquietud si todos permanecemos unidos y colaboramos en la reestructuración de la empresa.
—Querrás decir, si colaboramos contigo, claro.
—Pere —insistió Lepprince pacientemente—, tú sabes que ahora más que nunca necesito de tu ayuda, de tu experiencia… No es justo que me atribuyas a mí solo la responsabilidad de lo que pueda ocurrir. Al fin y al cabo, ¿qué culpa tengo yo de que hayan ganado la guerra los americanos? Tú eras aliadófilo…
—Mira, Lepprince —atajó Pere Parells sin cambiar de postura ni mirar a la cara de su joven socio—, yo hice surgir esta empresa de la nada. Savolta, Claudedeu y yo, con nuestro trabajo, sin darnos respiro, robando tiempo al sueño, ignorando el cansancio, hicimos de la empresa lo que ha sido hasta hace poco. La empresa es algo muy importante para mí. Es toda mi vida. La he visto crecer y dar sus primeros frutos. No sé si entiendes lo que significa una cosa así, porque tú lo encontraste todo hecho, pero no importa. Sé que las circunstancias son adversas, sé que nuestro esfuerzo está en trance de irse a pique. Savolta y Claudedeu han muerto, yo me siento viejo y cansado, pero no soy tan tonto —cambió el tono de su voz—, no soy tan tonto que no sepa que cosas como ésta pueden suceder. He visto muchos fracasos en mi vida para que me asuste pensar en el mío. Es más, aunque me asegurasen que vamos a la quiebra sin remisión, aun sintiéndome agotado como me siento, no vacilaría en volver a empezar, en dedicar de nuevo todas mis horas y todas mis energías a la empresa.
Hizo una pausa. Lepprince esperó a que prosiguiera.
—Pero, y acuérdate bien de lo que te digo —continuó el viejo financiero con calma—, destruiría yo mismo lo que tanto representa para mí antes que permitir que ocurrieran ciertas cosas.
Lepprince bajó la voz hasta convertirla en un susurro.
—¿Qué quieres decir?
—Tú lo sabes mejor que yo.
Lepprince miró a uno y otro lado. Algunos comensales habían reparado en ellos y los observaban con impúdica curiosidad. Desoyendo los consejos de Cortabanyes, que le había recomendado sostener en público la entrevista, propuso al viejo financiero que continuaran hablando a solas en la biblioteca. Con renuencia primero y con súbita decisión después, éste aceptó. Aquel error táctico había de precipitar la tragedia.
—Explícate —dijo Lepprince una vez a cubierto de las indiscreciones.
—¡Explícate tú! —chilló Pere Parells relegando las formas que hasta entonces había mantenido—. Explícame lo que ocurre y lo que ha estado ocurriendo estos últimos años. Explícame lo que hasta hoy me has estado ocultando y quizás entonces podamos empezar a discutir.
Lepprince enrojeció de ira. Los ojos le brillaban y apretaba las mandíbulas.
—Pere, si crees que estoy pasteleando con las cuentas podemos ir ahora mismo a la oficina y mirar juntos los libros.
Pere Parells miró por primera vez en la noche a Lepprince fijamente. Las miradas desafiantes de los dos socios se encontraron.
—No me refiero únicamente a la contabilidad, Lepprince.
Pere Parells sabía que hablaba más de la cuenta, pero no podía controlarse. La bebida, la ira soterrada mucho tiempo le hacían decir lo que pensaba y oía sus propias palabras como si las pronunciase un tercero. Pero lo que oía no le parecía mal.
—No me refiero sólo a la contabilidad —repitió—. Hace tiempo que vengo notando serias anomalías en el negocio y fuera del negocio. Hice averiguaciones por mi cuenta.
—¿Y qué?
—Prefiero callarme lo que descubrí. Lo sabrás a su debido momento.
Lepprince explotó.
—Escucha, Pere, yo he venido a esclarecer lo que creía un simple malentendido, pero ahora veo que las cosas toman un cariz que no estoy dispuesto a consentir. Tus alusiones son un insulto y exijo una inmediata explicación. Por lo que respecta a tus temores obre el futuro de la empresa, puedes abandonar el barco cuando te venga en gana. Estoy dispuesto a comprar tus acciones sin discutir el precio. Pero no quiero verte más por la oficina, ¿te enteras? No quiero verte más. Estás viejo, chocheas, la cabeza no te rige. Eres un trasto inútil, y si hasta ahora he venido tolerando tus absurdas intromisiones ha sido por respeto a lo que fuiste y por la memoria de mi suegro. Pero ya estoy harto, entérate de una vez.
Pere Parells se volvió blanco, luego gris. Pareció ahogarse y se llevó la mano al corazón. Un brillo salvaje inundó los ojos de Lepprince. El viejo financiero se recuperaba lentamente.
—Acabaré contigo, Lepprince —musitó con voz estrangulada—. Te juro que acabaré contigo. Me sobran pruebas.
Rosita «la Idealista», la generosa prostituta, volvía del mercado refunfuñando y maldiciendo a solas, en voz alta, por la carestía de la vida. De la cesta que acarreaba sobresalían unas berzas y una barra de pan. Se detuvo a comprar leche de cabra y queso. Luego reanudó su camino sorteando los charcos. «Siempre están mojadas las calles de los pobres», iba pensando. Por los adoquines corría un agua negruzca, brillante y putrefacta que se vertía en las cloacas con lúgubre gorgoteo. Escupió y blasfemó. Sentado en una banqueta diminuta, con un platillo de metal ante sus pies, un ciego rasgueaba una triste salmodia en una guitarra.
—Olé los andares salerosos, Rosita —dijo el ciego con graznido de cuervo.
—¿Cómo me ha conocido? —preguntó Rosita aproximándose al ciego.
—Por la voz.
—¿Y qué sabe usted de mis andares? —dijo ella poniendo en jarras el brazo que no tenía ocupado por la cesta.
—Lo que cuenta la gente —respondió el ciego alargando una mano y tanteando el vacío—. ¿Me dejas?
—Hoy no, tío Basilio, que no estoy de humor.
—Sólo un poquito, Rosa, Dios te lo pagará.
Rosita dio un paso atrás y quedó fuera del alcance de los dedos del tío Basilio.
—Le dije que no y es que no.
—Andas preocupada por lo del Julián, ¿eh, Rosa? —dijo el ciego con una sonrisa bobalicona.
—¿Qué le importa? —gruñó ella.
—Dile que se vaya con ojo, el comisario Vázquez lo busca.
—¿Por lo de Savolta? Él no fue.
—Falta que lo crea Vázquez —sentenció el ciego.
—No lo encontrará. Está bien escondido.
El ciego volvió a rasguear la guitarra. Rosita «la Idealista» reanudó su camino, se detuvo, volvió sobre sus pasos y dio un trozo de queso al tío Basilio.
—Tenga, cójalo. Es queso fresco, lo acabo de comprar.
El ciego tomó el queso de las manos de Rosita, lo besó y lo guardó en un bolsillo de su abrigo.
—Gracias, Rosa.
El ciego y la prostituta guardaron silencio un instante. Luego el ciego dijo en tono indiferente:
—Tienes visita, Rosa.
—¿La policía? —preguntó la prostituta con sobresalto.
—No. Ese soplón…, ya sabes. Tu enamorado.
—¿Nemesio?
—Yo no sé nombres, Rosa. Yo no sé nombres.
—¿No me lo habría dicho si no le hubiera dado el queso, tío Basilio?
El ciego adoptó una expresión miserable.
—Al pronto no me acordé, Rosa. No seas malpensada.
Rosita «la Idealista» entró en el oscuro portal de su casa, escudriñó los rincones y, al no ver a nadie, subió con esfuerzo la empinada escalera. Llegó al tercer piso resoplando. En el rellano distinguió una sombra acurrucada.
—Nemesio, sal de ahí. No hace falta que te escondas.
—¿Vienes sola, Rosita? —siseó Nemesio Cabra Gómez.
—Claro, ¿no lo ves?
—Déjame que te ayude.
—¡Quita tus manos de la cesta, puerco!
La prostituta dejó la espuerta en el suelo, hurgó entre los pliegues de su refajo y sacó una llave con ayuda de la cual accedió a la casa. Recogió la cesta. Nemesio Cabra Gómez la siguió y cerró la puerta a sus espaldas. La vivienda constaba de dos piezas separadas por una cortina. La cortina ocultaba una cama metálica. En la parte visible desde la entrada había una mesa camilla, cuatro sillas, un arca y un fogón de petróleo. Rosita encendió la luz.
—¿Qué quieres, Nemesio?
—Necesito hablar con Julián, Rosita. Dime dónde puedo encontrarlo.
Rosita hizo un gesto acanallado.
—Hace meses que no veo al Julián. Ahora va con otra.
Nemesio agitó la cabeza tristemente sin levantar los ojos del suelo.
—No me mientas. Os vi entrar en esta misma casa el domingo pasado.
—Vaya, conque nos espías, ¿eh? ¿Y por cuenta de quién, si se puede saber? —dijo Rosita mientras vaciaba la cesta, mezclando en su voz la indiferencia y el desprecio.
—Por cuenta de nadie, Rosita, te lo juro. Ya sabes que tú, para mí…
—Está bien —cortó la prostituta—, ya te puedes ir.
—Dime dónde está Julián. Es importante.
—No lo sé.
—Dímelo, mujer, es por su bien. Han matado a un tal Savolta, Rosita. No sé quién es, pero es un pez gordo. Sospecho que Julián anda complicado en el asunto. No digo que haya sido él, pero sé que algo tiene que ver con Savolta. Vázquez se ha hecho cargo del caso. He de advertir a Julián, ¿no lo entiendes? Es por su bien. A mí, mujer, ni me va ni me viene.
—Algo te irá, cuando tanto insistes. Pero yo no sé nada. Vete y déjame en paz. Estoy cansada y aún tengo mucho que hacer.
Nemesio estudió el rostro de Rosita con una mezcla de piedad y respeto.
—Sí, tienes mala cara. Estás cansada de buena mañana y eso no está bien. Esta vida no te conviene, Rosita.
—¿Y qué quieres que haga, desgraciado? ¿Vender chismes a la policía?
Nemesio abandonó la casa con el presentimiento de que algo malo se avecinaba.
Lepprince se encargó de hablar con María Coral. Yo no me sentía con ánimos de hacerlo y agradecí su mediación. Tardó tres días en darme la respuesta, pero el tono de su voz era festivo cuando me comunicó que la gitana estaba feliz de casarse conmigo. Casi al mismo tiempo que empezamos los preparativos para la boda, comenzó mi trabajo con Lepprince. Ante todo, abandoné por fin el despacho de Cortabanyes. La Doloretas derramó unas lágrimas en mi despedida y Perico Serramadriles me golpeó la espalda con afectada camaradería. Todos me deseaban suerte. Cortabanyes estuvo un poco frío, quizá celoso de que le dejara por otro (un sentimiento que muchos jefes se permiten con sus empleados, sobre los que creen tener un cierto derecho de propiedad). Al principio, el trabajo que Lepprince me asignó me produjo vértigo. Luego, con el tiempo y como suele suceder con todos los trabajos, terminé por hundirme en una rutina muelle y grisácea en la que contaba más el número y formato de un documento que su contenido. Por otra parte, y hasta tanto no se materializasen los proyectos políticos de Lepprince, mi labor se limitaba a una mera selección y clasificación de artículos periodísticos, cartas, panfletos, informes y textos de diversa índole. Otras cosas, sin embargo, me absorbían con mayor intensidad. En efecto, apenas María Coral hubo dado su conformidad al matrimonio procedimos a convertirla en la digna esposa de un joven y prometedor secretario de alcalde. Recorrimos las mejores tiendas de Barcelona y la pertrechamos con los últimos modelos de ropa y calzado venidos de París, Viena y Nueva York. Emprendí por mi cuenta, y siguiendo consignas de Lepprince, una labor de refinamiento, ya que las maneras de la gitana dejaban mucho que desear. Su vocabulario era soez, y sus modales, destemplados. Le hice aprender a conducirse con elegancia, a comer con propiedad y a conversar con discreción. Le di una cultura superficial, pero suficiente. A todo este proceso respondió la gitana con un interés que me conmovió. Estaba deslumbrada, como no podía ser menos. Vivía un cuento de hadas. Hizo progresos notables, pues poseía una inteligencia despierta y una voluntad férrea, como corresponde a quien ha vivido en ambientes tan turbulentos y ha frecuentado los más bajos estratos de la ralea humana. La vida del hampa es buena escuela.
Los meses que precedieron a nuestro casamiento fueron para mí un torbellino de actividad. Además de la educación de María Coral, el arreglo de la vivienda me llevaba horas de grata labor. Decoré nuestra casa conforme al más moderno estilo; nada faltaba, ni lo necesario ni lo superfluo: hasta teléfono había. Todo lo compré o elegí personalmente. El frenesí de los preparativos me impedía pensar y era casi dichoso. Renové mi vestuario, transporté los libros y demás pertenencias de mi antiguo piso a mi futuro hogar, peleé con albañiles, pintores y ebanistas, con proveedores, decoradores y sastres. El tiempo pasó volando y la víspera de la boda me cogió por sorpresa. A decir verdad, mi trato con María Coral en aquellos días febriles había sido frecuente, pero por alguna razón inconsciente aunque previsible, habíamos mantenido nuestros contactos a un nivel formal, casi burocrático, de alumna y maestro. Aunque la inminencia de nuestro próximo enlace debía de flotar en el aire de nuestras relaciones, ambos fingíamos ignorarlo y nos comportábamos como si, finalizada mi tarea educativa, tuviéramos que separarnos para no volvernos a ver más. Yo me mostraba eficiente y cortés; ella, sumisa y respetuosa. Nunca un noviazgo revistió tanta pulcra corrección. Alejados de familias, tutelas y cortapisas morales o sociales (yo era un desarraigado; María Coral, una vulgar cabaretera) nos comportamos paradójicamente con mayor circunspección que si nos hubiese rodeado un cerco de madres pudibundas, dueñas pusilánimes y estrictas celadoras.
Nos casamos una mañana de abril. A la ceremonia no asistió nadie salvo Serramadriles y unos desconocidos empleados de Lepprince, que firmaron como testigos. Lepprince no acudió a la iglesia, pero nos esperaba en la puerta. Me dio la mano e hizo lo mismo con María Coral. Me llevó aparte y me preguntó si todo había salido bien. Le dije que sí. Él me confesó que temía que la gitana se arrepintiera en el último momento. Ciertamente, María Coral había vacilado antes de dar el sí, pero su voz sonó imperceptible y trémula y la bendición sacerdotal se cerró como una compuerta tras su asentimiento.
Y emprendimos nuestra luna de miel. Fue obra de Lepprince, que la organizó a mis espaldas. Yo no quise aceptar aquel disparate, cuando me dio los billetes del tren y la reserva del hotel, pero insistió con tal firmeza que no me pude negar. Tras un viaje fatigoso llegamos a nuestro destino. En el tren no nos dijimos ni palabra. La gente debía de notar que éramos recién casados, porque nos lanzaba irónicas miradas y, a la primera ocasión, abandonaba el departamento y nos dejaba a solas.
El lugar elegido por Lepprince era un balneario de la provincia de Gerona al que se llegaba en una destartalada diligencia tirada por cuatro pencos moribundos. Constaba de un hotel señorial y unas pocas casas circundantes. El hotel tenía un extenso jardín bien cuidado, al estilo francés, con estatuas y cipreses. Terminaba en un bosquecillo que atravesaba un sendero por el cual se llegaba a la fuente termal. La vista era espléndida y agreste, y el aire, purísimo.
Nos recibieron con una cordialidad desmedida. Era la hora del té y en el jardín había mesas de hierro forjado y mármol, protegidas con parasoles de colorines, donde grupos y familias merendaban. Se respiraba un sosiego que ensanchaba el alma.
Nuestros aposentos estaban en el primer piso del hotel y, a juzgar por lo que luego pude ver, eran los más suntuosos y los más caros. Constaba la suite de alcoba, baño y salón. Éste y la alcoba tenían ventanales que daban a una terraza donde florecían rosales en tiestos de cerámica azul. El mobiliario era regio y la cama, más ancha que larga, estaba cubierta por un dosel del que pendía la mosquitera. En cada una de las piezas había un ventilador eléctrico que renovaba el aire y agitaba tiras de papel que ahuyentaban a los insectos procedentes del parque.
María Coral se quedó deshaciendo el equipaje y yo salí a dar un paseo por el exterior. Al pasar junto a las mesas, los caballeros se incorporaban y me saludaban, las señoras inclinaban las cabezas y las jovencitas miraban tímidamente sus humeantes tazas de té, como si leyeran en los posos de la infusión un romántico futuro. Yo correspondía muy divertido a los ceremoniosos saludos con sombrerazos de mi panamá.
La mujer de Pere Parells y otras señoras señalaban a los invitados que caían en su campo visual y secreteaban acompañando sus garrulerías con risas maliciosas o con severos gestos de repulsa, según la índole de los comentarios. La entrada del viejo financiero les hizo callar.
—Vámonos —dijo Pere Parells a su mujer.
—¡Cómo! —exclamaron las señoras—, ¿se van ya?
—Sí —dijo la esposa de Pere Parells levantándose. Los años le habían enseñado a no preguntar y a no contradecir. Su matrimonio era un matrimonio feliz. En el vestíbulo preguntó a su marido si pasaba algo.
—Ya te lo contaré. Ahora vámonos. ¿Dónde tienes tu abrigo?
Una criadita trajo varios abrigos hasta que los señores identificaron los suyos. La criadita pidió disculpas por su torpeza, pero era nueva en la casa, alegó. Pere Parells aceptó el incongruente pretexto y pidió un coche. La criadita no sabía qué hacer. Pere Parells le sugirió que buscase al mayordomo. El mayordomo tampoco sabía qué hacer. Por aquella zona no pasaban coches. Tal vez en la plaza encontrarían un punto o parada.
—¿Y no podría ir alguien a buscar uno?
—Disculpe el señor, pero todo el servicio está ocupado en la fiesta. Yo mismo iría gustoso, señor, pero tengo terminantemente prohibido abandonar la casa. Lo siento, señor.
Pere Parells abrió la puerta y salió al jardín. La noche era estrellada y la brisa se había calmado.
—Daremos un paseo. Buenas noches.
Cruzaron el jardín. Un individuo montaba guardia junto a la verja. El viejo financiero y su esposa esperaron a que el individuo abriera la cancela, pero éste no se movió. Pere Parells intentó hacerlo por sí mismo y comprobó que no podía.
—Está cerrada con llave —dijo el individuo. No parecía un criado, a juzgar por sus modales, aunque vestía como tal.
—Ya lo veo. Abra.
—No puedo. Son órdenes.
—¿Ordenes de quién? ¿Se han vuelto todos locos? —gritó el viejo financiero.
El individuo sacó un carnet del bolsillo de su chaleco listado.
—Policía —dijo exhibiendo el carnet.
—¿Qué quiere decir con esto? ¿Estamos detenidos, acaso?
—No, señor, pero la casa está vigilada. Nadie puede entrar ni salir sin autorización —respondió el policía devolviendo su carnet a su chaleco.
—¿De quién?
—Del inspector jefe.
—¿Y dónde está el inspector jefe? —aulló Pere Parells.
—Dentro, en la fiesta. Pero no puedo ir a buscarle, porque va de incógnito. Tendrán que esperar. Órdenes —aclaró el individuo— son órdenes. ¿Tiene un pitillo?
—No. Y haga el favor de abrir ahora mismo esta puerta o se acordará de mí. ¡Soy Pere Parells! Esto es ridículo, ¿me entiende? ¡Ridículo! ¿A qué vienen tantas precauciones? ¿Tienen miedo de que nos llevemos las cucharillas de plata?
—Pere —dijo su mujer con calma—, volvamos a la casa.
—¡No quiero! ¡No me sale de… las narices! ¡Aquí nos quedaremos hasta que abran la puerta!
—Si piensan quedarse un rato, aprovecharé para ir al lavabo —dijo el policía disfrazado de criado—. Estoy que me orino.
El viejo financiero y su esposa regresaron al vestíbulo, hablaron con el mayordomo y éste con Lepprince. Por último, un invitado que deambulaba por los salones con aire solitario y circunspecto, se reunió con ellos.
—Mi esposa está indispuesta y queremos irnos a casa. Supongo que no es ningún delito. Soy Pere Parells —dijo Pere Parells en tono cortante—. Haga el favor de decir que nos abran.
—No faltaría más —dijo el inspector jefe—. Permítame que les acompañe y disculpen las molestias. Estamos esperando la llegada de unas personas cuya presencia nos obliga a tomar estas incómodas precauciones. Créanme que tan molesto es para nosotros como para ustedes.
El policía de la puerta estaba orinando detrás de un arbusto cuando el matrimonio Parells llegó acompañado del inspector jefe.
—¡Cuadrado, abra la puerta! —ordenó el superior. Cuadrado se abrochó el pantalón y corrió a cumplir las instrucciones. Ya en la calle, Pere Parells experimentó un escalofrío de indignación.
—¡Qué bochorno! —dijo.
Había policías estacionados en las aceras y en el cruce se veían jinetes con capa, espada y tricornio. Al paso del matrimonio los policías los miraban con recelo. Cerca de la plaza oyeron un ruido sordo y el suelo empezó a trepidar. Se arrimaron a la tapia de una villa. Por la cuesta subían caballos y carrozas. Los policías apostados en las aceras se llevaron las manos al cinto, alertados al menor imprevisto. Los jinetes que montaban guardia en las esquinas desenvainaron los sables y presentaron armas. La comitiva se aproximaba, retumbaban los cascos de las monturas al golpear los adoquines. Sonaban cornetas. Algunos vecinos, sobresaltados por aquella inesperada charanga, se asomaban y eran violentamente rechazados por la policía al interior de las casas. Hasta en las copas de los árboles había hombres armados. La bruma daba un aspecto fantasmal al cortejo.
Pere Parells y su esposa, sobrecogidos y acurrucados contra la tapia, vieron pasar ante sus ojos un regimiento de coraceros y varias carrozas flanqueadas por húsares cuyas lanzas arrancaban hojas de las ramos más bajas de los árboles. Algunas carrozas llevaban las cortinillas bajas; otras no. En una de estas últimas Pere Parells atisbó un rostro conocido. La cabalgata dejó atrás al sorprendido matrimonio envuelto en una nube de polvo. Pere Parells se recobró de su estupefacción y dijo a media voz:
—¡Esto es el colmo!
—¿Quién era? —preguntó su esposa con un ligero temblor en la voz.
—El rey. Vámonos.
—Comisario Vázquez, tiene usted que hacerme caso. Escuche lo que tengo que decirle y no se arrepentirá. Un crimen es siempre un crimen.
El comisario Vázquez tiró sobre la mesa los papeles que leía y fulminó con la mirada al harapiento confidente que se retorcía las manos y se balanceaba ora sobre un pie, ora sobre el otro, en un desesperado intento de atraer su atención.
—¿Quién coño ha dejado entrar a este tío en mi despacho? —bramó el comisario dirigiéndose al techo desportillado de la oficina.
—No había nadie y me tomé la libertad… —explicó el confidente adelantándose hacia la mesa cubierta de periódicos, carpetas y fotografías.
—¡Por los clavos de Cristo! ¡Por la eterna salvación de mi…! —empezó a decir el comisario, pero se detuvo al advertir que estaba empleando la misma terminología que su molesto interlocutor—. ¿Es que no piensas dejarme ni un minuto en paz? ¡Lárgate!
—Comisario, llevo cinco días tratando de hablar con usted.
Sólo faltaban dos días para que expirase el plazo que los conspiradores habían dado a Nemesio Cabra Gómez y éste no había logrado obtener ningún indicio sobre la muerte de Pajarito de Soto. El asesinato de Savolta se había cruzado en su camino y la policía se concentraba en esclarecer este suceso con absoluta exclusión de cualquier otro. También sus esfuerzos por localizar a los conspiradores y prevenirles de la búsqueda que había iniciado el comisario Vázquez en relación con el asunto Savolta habían tropezado con la más cerrada de las negativas por parte de todos los resortes que Nemesio pulsó en aquellos cinco días aciagos.
—¿Cinco días? —dijo el comisario—. ¡Cinco años me han parecido a mí! Te voy a dar un consejo, paisano: lárgate y no vuelvas. La próxima vez que te vea rondando el edificio te hago encerrar. Ya estás advertido. ¡Fuera de mi vista!
Nemesio salió del despacho y bajó a la planta sumido en negros presagios. Pero pronto sus pensamientos iban a disiparse ante un hecho inesperado. Al llegar al final de las escaleras ya notó Nemesio un remolino desacostumbrado: se oían gritos y corrían agentes en todas direcciones. «Algo sucede se dijo», «será mejor que me vaya lo antes posible». Y eso trataba de hacer cuando un policía uniformado lo agarró por un brazo y lo rechazó hacia un extremo de la sala.
—Quítate del paso —ordenó el policía.
—¿Qué ocurre? —pregunto Nemesio.
—Traen a unos detenidos peligrosos —le confió el otro.
Nemesio aguardó conteniendo la respiración. Desde su rincón veía la puerta de entrada y, estacionado frente a ella, un coche de carrocería metálica sin aberturas. Del coche al interior del edificio, una doble hilera de agentes armados formaba pasillo. Sacaron del coche celular a los detenidos. Nemesio quería huir, pero el policía lo tenía firmemente asido por el brazo. Reinaba un silencio sólo interrumpido por el tintinear de los grilletes. Los cuatro detenidos hicieron su entrada. El más joven lloraba; Julián había perdido la boina, tenía un ojo amoratado y manchas de sangre en la zamarra, apretaba una mano esposada contra el costado y las piernas se le doblaban al andar; el hombre del chirlo parecía sereno, aunque profundas ojeras circundaban sus párpados. Nemesio creyó morir.
—¿Qué han hecho? —susurró al oído del policía que le vigilaba.
—Parece ser que mataron al Savolta —fue la respuesta.
—Pero Savolta murió a la medianoche de Fin de Año.
—¡Cierra la boca!
No se atrevió a decir que él estaba con los detenidos a esa hora en el estudio fotográfico donde Julián le había llevado por la fuerza. Temió verse implicado en el asunto y obedeció callándose. Pero fue inútil, porque el hombre del chirlo le había visto. Tocó con el codo al Julián, que levantó los ojos del suelo y miró a Nemesio.
—¡Nos vendiste por fin, hijo de la gran puta! —chilló Julián con una voz que parecía brotarle de las entrañas.
El policía que le custodiaba le dio un golpe con la culata del mosquetón y Julián cayó al suelo.
—¡Llévenselos! —ordenó un individuo de paisano.
La triste comitiva pasó junto a Nemesio. Dos policías arrastraban por las axilas a Julián, que iba dejando un rastro de sangre a su paso. El hombre del chirlo se detuvo a la altura del confidente y le dirigió una sonrisa helada y despectiva.
—Debimos haberte matado, Nemesio. Pero nunca pensé que hicieras esto.
Los guardias le obligaron a seguir. Nemesio tardó unos instantes en recobrarse. Se soltó violentamente del policía que le sujetaba y corrió escaleras arriba. En el pasillo se tropezó con el comisario Vázquez.
—¡Comisario, esos hombres no fueron! Se lo puedo asegurar. Ellos no mataron a Savolta.
El comisario lo miró como si viera una cucaracha paseándose por su cama.
—Pero… ¿aún no te has ido? —dijo enrojeciendo.
—Comisario, esta vez tendrá que oírme quiera o no quiera. Estos hombres no fueron, estos hombres…
—¡Llévenselo de aquí! —gritó el comisario apartando a Nemesio y prosiguiendo su camino.
—¡Comisario! —imploraba Nemesio mientras dos fornidos policías lo llevaban en volandas hacia la puerta—. ¡Comisario! Yo estaba con ellos, yo estaba con ellos cuando mataron a Savolta. ¡¡Comisario!!
Cortabanyes se reunió con Lepprince en la biblioteca. Éste paseaba nervioso, con el rostro grave y el gesto brusco. Aquél a cuestas con su pesada digestión, escuchaba las explicaciones apoltronado en un butacón, atento a las palabras del otro, con el labio colgante y los ojos entreabiertos. Cuando Lepprince hubo concluido, el abogado se restregó los ojos con los puños y tardó en hablar.
—¿Sabe más de lo que dice o dice más de lo que sabe? —preguntó.
Lepprince se detuvo en mitad de la biblioteca y miró de hito en hito a Cortabanyes.
—No lo sé. Pero no es momento de retruécanos, Cortabanyes. Sepa lo que sepa, es peligroso.
—Si no tiene nada concreto entre manos, no. Está viejo y solo, ya te lo he dicho. Dudo mucho que a estas alturas emprenda una aventura que no le reportaría ningún bien. Si sólo sospecha, se callará. Hoy estaba excitado, pero mañana verá las cosas de modo diferente. Le conviene no armar jaleo. Le convenceremos de que pida el retiro y se conforme con la grata tarea de cortar cupones.
—¿Y si no son meras sospechas lo que le ronda por la cabeza?
Cortabanyes se mesó los escasos cabellos de su occipucio irregular.
—¿Qué puede saber?
Lepprince reanudó los paseos. La calma del abogado le restauraba la confianza, pero le sacaba de quicio.
—¡Y a mí qué carajo me preguntas! ¿Crees que nos lo va a decir? —se quedó inmóvil, con la boca abierta, la vista fija y una mano levantada—. ¡Espera! ¿Recuerdas…? ¿Recuerdas la famosa carta de Pajarito de Soto?
—Sí, ¿crees que la pueda tener Pere Parells?
—Es una posibilidad. Alguien tuvo que recibirla.
—No, no es probable. Hace ya mucho tiempo de aquello. ¿Por qué se habría callado Parells durante tres años y ahora…? Porque ahora los negocios van mal —se contestó a sí mismo como tenía por costumbre—. Es una hipótesis. Aunque lo dudo. Ante todo, y eso ya lo hemos discutido mil veces, no es seguro que haya existido tal carta. Sólo tenemos el testimonio de aquel loco que se lo confió a Vázquez.
—Vázquez le creyó.
—Sí, pero Vázquez está muy lejos.
Lepprince no añadió nada y los dos hombres guardaron silencio hasta que Cortabanyes dijo:
—¿Qué piensas hacer?
—Aún no lo he decidido.
—Yo te aconsejaría…
—Ya sé; calma
—Y, sobre todo, nada de…
Llegaba un gran revuelo del salón contiguo. La orquesta enmudeció, se oían trompetas y piafar de caballos en el jardín.
—Ya están aquí —dijo Lepprince—. Vamos con los demás, luego seguiremos hablando.
—Oye —dijo el abogado antes de que Lepprince alcanzara la puerta de la biblioteca.
—¿Qué quieres? —contestó Lepprince con impaciencia.
—¿Es imprescindible que sigas teniendo a Max pegado a tus talones?
Lepprince sonrió, abrió la puerta y se reunió con sus invitados. La voz del mayordomo reclamando atención impuso un silencio expectante en el que resonó el anuncio pomposo:
—¡Su Majestad el Rey!
Cenamos en el comedor del hotel y, acabada la cena, dimos una vuelta por los salones. En uno se bailaba a los acordes de una orquesta que interpretaba valses, pero como la clientela del balneario había ido a curar enfermedades más que a divertirse, los danzantes eran pocos y patosos. En otro salón, en el que ardía una chimenea, cotorreaban señoras de complicados peinados y desproporcionados buches. Un tercer salón estaba destinado al juego. Al reintegrarnos a nuestros aposentos, lo artificioso de la situación se hizo patente, nuestros movimientos se volvieron torpes y remoloneamos por el saloncito sin ton ni son. Por fin María Coral rompió el silencio con unas simples y lógicas palabras que, pronunciadas en aquellas circunstancias, sonaban a declaración de principios:
—Tengo sueño. Me voy a dormir.
Era una iniciativa y me dispuse a secundarla sin replicar. Tomé del armario mi pijama y mi bata y me metí en el cuarto de baño. Allí me cambié con calma, dando tiempo a que María Coral hiciera lo mismo. Acabados mis arreglos encendí un cigarrillo y lo fumé creyendo que me ayudaría a meditar, pero no fue así: se consumió dejando mi cabeza tan vacía como lo había estado en las últimas semanas. En el cuarto de baño hacía frío; notaba las extremidades anquilosadas y un cierto estremecimiento medular. Era una imprudencia seguir allí, sentado en el borde de la bañera, huyendo de nada en ninguna dirección. Decidí afrontar los hechos e improvisar una conducta digna sobre la marcha, abrí la puerta y salí. El dormitorio estaba oscuro. La luz que salía del cuarto de baño me permitió distinguir la silueta del lecho. Apagué la luz y avancé a tientas. Tuve que rodear la cama palpando los bordes porque María Coral ocupaba el lado próximo a la puerta del baño y no era cosa de pasar por encima. Su respiración me pareció regular y profunda y deduje que dormía. Me dije que así era preferible, me quité la bata y las pantuflas y me deslicé entre las sábanas, cerré los ojos y traté de dormir. Me costó bastante; antes de caer vencido por el sueño, tuve tiempo de pensar un buen montón de banalidades: que no había dado cuerda al reloj, que no sabía si Lepprince había pagado el hotel de antemano, que no tenía noción de cómo administrar las propinas al servicio, que no había enviado mis mudas a lavar. No sé cuánto debió de durar aquel sueño, pero sin duda fue breve y ligero porque desperté bruscamente, con la cabeza clara y los nervios tensos. Junto a mí sentía la presencia de un cuerpo cálido, mis dedos asían los frunces de un camisón sedoso. Un tipo u otro de acción se imponía, pero Dios y el diablo parecían haber desertado del campo de batalla. Existen momentos en la vida en los que uno sabe que todo depende de la intuición y habilidad repentinas, y ese momento era el presente y yo tenía en la cabeza un borrón en el lugar de las ideas. Oí las campanas de un reloj lejano: las dos. Experimenté el mismo desamparo que un excursionista perdido en la intrincada espesura y que, al límite de sus fuerzas, ve caer la noche y reconoce haber pasado antes por aquel mismo lugar. Al final conseguí conciliar el sueño.
Contra todo pronóstico, al despertar me sentía de buen humor. Era una mañana radiante; los rayos de luz entraban por las rendijas de las cortinas formando círculos en el suelo, como en un escenario liliputiense. Brinqué de la cama, pasé al cuarto de baño, me afeité, aseé y vestí, eligiendo con esmero las prendas más adecuadas para ese día solemne de primavera. Cuando hube terminado regresé al dormitorio. María Coral seguía dormida. Tenía una forma inusual de dormir, tendida boca arriba y tapada hasta la barbilla, con las manos sobresaliendo por encima del cobertor. Recordé la postura de los perros que se tumban panza al aire y levantan las patas para ser acariciados por sus dueños en la tripa. ¿Sería ésa la ocasión? Vacilé, y en estos casos, ya se sabe, una vacilación equivale a una renuncia. O a una derrota. Descorrí las cortinas y el sol invadió la estancia sin perdonar rincón. María Coral entreabrió los ojos y emitió unos ruidos quejosos, mitad gruñido, mitad resuello.
—Levántate; mira qué día tan bueno —exclamé.
—¿Quién te ha mandado despertarme? —fue la respuesta.
—He creído que te gustaría disfrutar del sol.
—Pues has creído mal. Di que suban el desayuno y cierra las cortinas.
—Cerraré las cortinas, pero no voy a ordenar el desayuno. Yo bajo ahora mismo a desayunar al jardín. Si quieres, te reúnes conmigo, y si no, te apañas.
Volví a correr las cortinas, tomé mi bastón y mi sombrero y bajé al comedor. Las cristaleras estaban abiertas de par en par y algunas personas ocupaban las mesas de la terraza. Sólo unos viejecitos preferían tomar el sol en el interior, cobijados del aire que resultaba fresco y hasta doloroso por su increíble pureza. Una brisa intermitente mecía los arbolillos del parque.
—¿Desea desayunar el señor? —me preguntó un camarero.
—Sí, por favor.
—¿Chocolate, café o té?
—Café con leche, si el café es bueno.
—Excelente, señor. ¿El señor desea croissants, tostadas o bollería fina?
—Un poco de todo.
—¿Desayunará solo el señor, o sirvo también el desayuno de la señora?
—Sólo el mío… No, aguarde, traiga lo mismo para la señora.
Mientras elegía mi desayuno había visto aparecer a María Coral, todavía soñolienta y malhumorada. Pero su aspecto no logró engañarme: había bajado a desayunar conmigo. Me levanté, acerqué su silla para que se sentara, le informé de lo que nos iban a traer y me sumergí en la lectura del periódico. El mal trago de la noche había sido superado; no obstante, flotaba en el ambiente una carga eléctrica que presagiaba nuevas angustias. Decidí precipitar los acontecimientos. Después de comer propuse a María Coral subir a nuestros aposentos «a echar una siestecita». Ella me miró muy fijamente.
—Sé lo que quieres —respondió—. Ven a dar un paseo y hablaremos.
Deambulamos en silencio por el jardín y, al llegar al límite, nos sentamos en un banco de piedra. La piedra estaba fría, las hojas de los árboles murmuraban, piaba un pájaro; nunca olvidaré aquella escena. María Coral me dijo que había meditado al respecto y que la situación exigía una puesta de puntos sobre las íes. Declaró haberse casado conmigo por interés, sin que mediase sentimiento alguno en su decisión. Tenía la conciencia tranquila porque suponía que yo no era víctima de un engaño y que también la había desposado como medio de obtener algún provecho; asimismo, lo que de reprobable pudiera tener aquella boda quedaba compensado por el hecho de que, al contraerla, había evitado que sus angustiosas circunstancias la condujeran a trances mil veces peores.
—Hemos empezado al revés —añadió—. Las personas se conocen primero y se casan después. Nosotros nos hemos casado sin apenas conocernos.
Partiendo de esta base, y por encima del formalismo de nuestro vínculo, debíamos proceder como personas sensatas. Una intimidad improvisada sólo podía conducirnos a tensiones y recelos; sería caldo de cultivo de odios y rencores. Por otra parte, ella se consideraba una mujer decente (lo dijo con humildad, bajando los ojos, y un leve rubor pasó por sus mejillas tersas). Entregarse a mí le hubiera parecido una suerte de prostitución.
—Sé que mi vida no me autoriza a exigir respeto. Es cierto que trabajé como acróbata en los más nauseabundos locales, pero, al margen de mi trabajo, siempre fui digna.
En sus ojos brillaba la necesidad de ser creída. Una lágrima se asomó a sus párpados como un inesperado visitante, como la primera brisa de la primavera, como las primeras nieves, como la primera flor que brotó en la tierra.
—Si me uní a Lepprince fue por amor. Yo era una niña y su personalidad y su riqueza me deslumbraron. No supe estar a su altura. Me desvivía por complacerle, pero veía la irritación en sus gestos y sus palabras y sus miradas. Cuando me puso en la calle, lo acepté como justo. Fue el primer hombre de mi vida… y el último, hasta hoy. Siempre te respetaré si me respetas. Si quieres mi cuerpo, no te lo negaré, pero ten por seguro que me habrás envilecido si me tomas; y es muy posible que te abandone: De ser así, tú serás responsable de lo que ocurra luego. Decide tú: eres el hombre y es lógico que mandes. Date cuenta, sin embargo, que lo que ahora decidas lo tendrás que cumplir.
—Acepto tus condiciones —exclamé.
Se inclinó y besó mi mano. Así transcurrieron aquellos días en el balneario. Entonces los califiqué de placenteros; ahora los juzgo felices. Mejor así. Hay sucesos felices cuando acontecen y amargos en el recuerdo, y otros, insípidos en sí, que al transcurrir el tiempo se tiñen de un nostálgico barniz de felicidad. Los primeros duran un soplo; los segundos llenan la vida entera y solazan en la desgracia. Yo, personalmente, prefiero éstos. El pacto establecido entre María Coral y yo se cumplió con meticulosidad: Nuestras relaciones eran de una concreción geométrica, aunque por mi parte al menos no hubo violencia ni esfuerzo en la observancia de las cláusulas. María Coral resultó una compañera callada, discreta, con la que apenas crucé media docena de comentarios casuales al día. Solíamos pasear por separado y, si en el laberinto del jardín coincidíamos, nos deteníamos brevemente, intercambiábamos una frase y reanudábamos nuestro paseo independiente. Las frases a que aludo eran, no obstante, cordiales. Comíamos y cenábamos juntos por mera conveniencia social y porque a María Coral le resultaba cómodo que yo eligiera el menú: la carta, con sus nombres en francés, le producía desconcierto.
—Me pregunto si antes de ahora has comido algo más que bocadillos de chorizo —le dije un día.
—Tal vez, pero al menos no intento aparentar que sólo he comido caviar y langosta —recibí por réplica.
Yo me reía de sus bruscas salidas, pues era en esos instantes cuando María Coral mostraba lo mejor de sí misma, su verdadera personalidad de niña pobre y asustada. Tenía entonces diecinueve años. Ella no se daba cuenta, pero nadie hasta entonces la había comprendido como yo la comprendía. Y, por mi parte, aunque no quería confesármelo, abrigaba la esperanza de que la opaca ternura que por ella sentía tuviera, un día no lejano, su recompensa. El ambiente del balneario, tan sosegado, era propicio a este tipo de ensoñaciones. La calma imperaba con omnipresencia indiscutida; María Coral y yo éramos los únicos miembros jóvenes de aquella achacosa comunidad. Muchos clientes, según supe por un camarero, no abandonaban nunca sus habitaciones; algunos, ni el lecho, esperando consumirse para siempre. Y salvo nosotros dos, ninguno llegaba en sus paseos al final del jardín, si no era en silla de ruedas o del brazo de un miembro del servicio, solícito. Entre aquellos seres desguazados, trabé amistad con un viejo matemático que se declaró inventor de varios ingenios revolucionarios incomprensiblemente ignorados por el gobierno. Divagaba sobre el movimiento continuo y su aplicabilidad a la extracción del agua de las capas freáticas por el propio impulso de ésta. La incoherencia de sus argumentos y un cierto balbuceo de su voz daban a esos términos una dimensión lejana y poética, de cuento infantil. También descubrí a un polvoriento político radical, empeñado en hacerme admirar sus escandalosas aventuras de faldas que sin duda eran producto de su imaginación en el largo retiro del balneario, fruto de la soledad, como germina la enredadera en las agrietadas paredes de un claustro abandonado. Una tarde, poco antes de la puesta del sol, nos hallábamos en la terraza el viejo político y yo, medio adormecidos. El jardín estaba desierto en apariencia. De pronto, de un macizo de cipreses recortados en arco, surgió María Coral que paseaba sola, con aire decidido. El político se caló los quevedos, se mesó la perilla y me dio con el codo.
—Joven, ¿ha visto usted ese pimpollo?
—Esa dama, caballero, es mi esposa —le respondí.