Lepprince estaba en lo cierto: la primavera se anunciaba insuflando en el aire esa fragancia que tiene algo del vértigo placentero de la locura. Durante dos días (ahora, en el recuerdo, los más bellos de mi vida) acudí al hotel de la calle Princesa a visitar a María Coral. El primer día le llevé flores. Me río ahora al recordar cuántas dudas, cuántas vacilaciones tuve que vencer, cuánta osadía tuve que reunir para comprar aquel modesto ramillete y con qué rubor se lo entregué, temeroso de parecer almibarado y cursi, de que las flores no fueran de su agrado, de que suscitaran en ella un mal recuerdo contraproducente, de que hubiera recibido ya otro ramo mayor, más caro (de Lepprince, naturalmente), y mi obsequio sólo sirviera para evidenciar mi pobreza, mi subordinación. Y se me hace un nudo en la garganta reviviendo la escena de la entrega, rememorando la gravedad con que lo recibió, sin burla ni encono, con una sencilla gratitud que se revelaba no tanto en sus palabras como en sus ojos grandes, luminosos, y en sus manos, que cogieron el ramo y lo acercaron a su rostro y luego, posándolo en la cama, tomaron las mías y las estrecharon breve pero expresivamente. Hablamos poco; nada o demasiado tenía que decirle para sobrellevar una conversación; me fui, estuve paseando hasta muy tarde. Recuerdo que estaba triste, que maldije mi suerte, que era feliz.
Volví al día siguiente. Mis flores, en un tarro de cristal, presidían un bargueño. María Coral tenía buen aspecto y estaba muy animada. Me contó que le habían prohibido tener las flores en el cuarto desde el atardecer hasta la madrugada, porque las flores, en la oscuridad, se comen el oxígeno del aire. Yo ya lo sabía, pero se lo dejé contar con todo lujo de detalles. Le traía unos bombones. Protestó que hiciera tanto gasto, abrió la caja, me ofreció, comí uno. Llegó el doctor Ramírez y se zampó tres en un instante. Con la boca llena de chocolate tomó el pulso a la enferma, sonrió.
—Estás mejor que yo, criatura.
Le dijo que se incorporase y se abriera el camisón para auscultarla. Salí al pasillo y aguardé al médico, que me confirmó el diagnóstico: María Coral estaba bien, podía dejar la cama cuando quisiera, llevar vida normal, volver al trabajo, si era su deseo. Aquellas palabras, lejos de alegrarme, se me clavaron como puñales. Abrevié la visita y volví a mi casa, pues quería pensar, pero mi cabeza era un torbellino. Hice mil proyectos descabellados sin abordar el núcleo de la cuestión. Dormí poco, mal y fragmentariamente. Por la mañana el pesimismo teñía mis ideas. Como suele suceder cuando se ha pasado una noche intranquila. En el trabajo me comporté como un patán: entendía las cosas al revés, perdía los papeles, tropezaba con los muebles. Cortabanyes era el único que no parecía darse cuenta de mi trastorno. Los demás me miraban con curiosidad, pero, escarmentados, callaban y enmendaban mis estropicios. Apenas acabó la jornada corrí al hotel. El viejo recepcionista me detuvo en el vestíbulo.
—Si viene a ver a la señorita enferma, no suba. Se marchó al mediodía.
—¿Que se ha ido? ¿Está usted seguro?
—Claro, señor —exclamó el recepcionista simulando que mis dudas le ofendían—, no le diría una cosa por otra.
—¿Y no ha dejado una nota para mí? Me llamo Miranda, Javier Miranda.
—La señorita no ha dejado recado para nadie.
—Pero, dígame, ¿se fue sola? ¿Vino alguien a buscarla? ¿Dejó dicho dónde iba?
El recepcionista hizo gesto de disculpa.
—Perdone, señor, pero no estoy autorizado a revelar nada que concierna a los clientes del hotel.
—Es que… este caso es distinto, puede ser importante, hágame el favor.
—Lo siento, señor, ya le he dicho que la señorita no dejó ningún recado —repitió con una cazurrería que me resultó sospechosa.
Reflexioné aprisa, sin saber muy bien sobre qué reflexionaba.
—¿Puedo hacer una llamada telefónica? —dije por fin.
—No faltaría más, señor —respondió el viejo con la condescendencia del que, no habiendo cedido en lo más, se complace en ceder en lo menos—, aquí tiene.
El recepcionista se alejó unos pasos y yo llamé a Cortabanyes para pedirle la dirección o el teléfono de Lepprince. Dudaba que me lo diera, pero estaba dispuesto a obligarle como fuera, si bien ignoraba qué tipo de presión podía yo ejercer sobre el abogado. Mis propósitos, en cualquier caso, resultaron vanos, porque nadie respondió. Colgué, saludé y salí a la calle. Lo primero que se me ocurrió fue ir directamente al cabaret. ¿Para qué? ¿Qué haría una vez localizase a María Coral? Lo pensé, pero no perdí el tiempo buscando respuestas a lo que no las tenía. Caminé unos pasos. Un automóvil se puso a mi lado y una voz conocida me llamó.
—Señor, eh, señor.
Me volví: era el chauffeur de Lepprince y me hacía señas desde la ventanilla del vehículo. Las cortinas de la limousine estaban echadas, por lo cual supuse que su dueño iba dentro. Me detuve.
—Suba, señor —me indicó el chauffeur.
Así lo hice y me encontré sentado en una lujosa caja de piel granate, iluminada por una lamparilla a cuya luz oscilante distinguí el rostro sonriente y la elegante figura de Lepprince. El automóvil se había puesto en marcha de nuevo.
—¿Qué ha sido de María Coral? —pregunté.
—Hola, Javier. Éste no es modo de empezar una conversación entre amigos, ¿no te parece? —me reconvino el francés con su sempiterna sonrisa benévola.
Nemesio Cabra Gómez empezó a caminar seguido del coloso de la boina, que no le quitaba los ojos de encima. Se internaron por callejas oscuras que Nemesio, habituado a los bajos fondos, reconocía sin dificultad. Aquello le inquietó, pues significaba que a su raptor no le importaba que más adelante Nemesio pudiera rehacer el camino y localizar el sitio al que le conducía, y ello sólo podía tener una justificación: que no pensaba darle semejante oportunidad.
Buscó con la mirada un reloj: las calles por las que transitaban no estaban concurridas, pero se oía ruido de fiestas en figones y patios. Si dieran las doce, la gente inundaría la calzada para felicitarse, beber y celebrar el Año Nuevo. Aquélla sería una hipotética posibilidad de fuga. ¿Dónde diablos había un reloj? Pasaron junto a una iglesia y Nemesio alzó los ojos: en la torre del campanario resaltaba la esfera blanca con números romanos. Las saetas señalaban las once. Este detalle habría de servirle más adelante en sus deducciones. El coloso de la boina le dio un empujón.
—Ya rezarás cuando sea el momento —le dijo.
Nemesio ramoneaba para ganar tiempo a riesgo de recibir más empellones, pero sus esfuerzos se revelaron inútiles. Llegados delante de un establecimiento a la sazón cerrado, el coloso le ordenó:
—Llama: dos golpes, una pausa y otros tres.
—Escucha, Julián, estás en un error. Todo esto se debe a un malentendido. Yo no soy lo que pensáis.
—Llama.
—Piensa que vas a echar un lastre sobre tu conciencia si no atiendes a razones. ¿Quieres ser un Caifás?
—Si no llamas, llamaré yo usando tu cabeza como picaporte.
—¿No me quieres escuchar?
—No.
Nemesio Cabra Gómez llamó como su raptor le había indicado y a poco se alzó una cortina de hule, un rostro ceñudo indagó la identidad de los recién llegados y la puerta se abrió haciendo tintinear unas esquilas que pendían del dintel. Nemesio se encontró en lo que parecía el estudio de un fotógrafo. En un extremo del local había una máquina de fuelle colocada sobre un trípode. De la máquina colgaba una manga negra y una pera suspendida de un cable. Al otro extremo del estudio se distinguía una silla majestuosa, una columna dorada, unas palomas disecadas y varios manojos de flores de papel. De las paredes colgaban retratos que la oscuridad no permitían ver con precisión, pero que sugerían parejas de novios y niños de primera comunión. Los tres hombres no hablaron. El que había respondido a la llamada dejó caer la cortina, encendió una cerilla y condujo a los recién llegados a una escalera estrecha oculta al público por un corto mostrador. Descendieron por la escalera, se apagó la cerilla, continuaron a tientas y desembocaron en una estancia que hacía las veces de laboratorio fotográfico a juzgar por las jofainas llenas de líquidos turbios y otros utensilios propios de la profesión. A una mesa sobre la que brillaba una lámpara de petróleo se sentaban dos hombres, los mismos que diez días antes habían sostenido con Nemesio Cabra Gómez una misteriosa conversación en la trastienda de una taberna. Nemesio les conocía y ellos le conocían a él. El coloso de la boina, a quien todos llamaban Julián, empujó a Nemesio hasta la mesa y se sentó junto a sus compañeros. El que les había franqueado la entrada ocupó también su asiento. Los cuatro miraban al prisionero y nadie decía una palabra. Nemesio perdió la sangre fría.
—No me miréis así. Sé lo que estáis pensando, pero no hay que fiarse de las apariencias.
—La gallina que canta es la que ha puesto el huevo —dijo uno de los hombres.
—Miradme bien, hace años que me conocéis —insistió Nemesio midiendo con los ojos el espacio que le separaba de la escalera (excesivo para salvarlo sin recibir antes un tiro)—, soy un muerto de hambre, un pobre de solemnidad. Mirad mis costillas —se levantó los andrajos y dejó ver un pellejo fláccido y un costillar prominente—, se pueden contar todos mis huesos, como dicen los Libros Sagrados del Señor. Y ahora, decidme, ¿viviría como vivo, pasaría el hambre que paso si fuera un confidente de la Patronal? ¿De qué me serviría granjearme vuestra enemistad, traicionar a los míos y atraer venganzas? ¿Qué han hecho ellos por mí? ¿Qué le debo a la policía?
—Cállate de una vez, cotorra —le dijo Julián—. No has venido a declamar, sino a contestar unas preguntas.
—Y a responder de tus actos —añadió otro que, por sus maneras, parecía el jefe.
Un sudor frío empapó el fláccido pellejo de Nemesio. Volvió a medir distancias, intentó reconstruir mentalmente los objetos diseminados por el estudio fotográfico y que, llegado el momento, podían entorpecer su huida, trató de recordar si al entrar habían cerrado con llave la puerta del establecimiento. Era demasiado aventurado y se dijo para sus adentros que no compensaba el riesgo.
—Cuéntanos qué sucedió —le dijeron—, pero no mientas ni ocultes nada…, ya sabes por qué.
—Juro por el Altísimo que lo que os dije era la verdad. No tengo nada que añadir salvo lo que ya sabéis: que lo mataron.
El hombre cuyo rostro cruzaba un chirlo dio un manotazo en la mesa que hizo bailar vasijas y jofainas.
—¿Pero quién mató a Pajarito de Soto? —dijo.
Nemesio Cabra Gómez esbozó un gesto de disculpa.
—No lo sé.
—¿Por qué viniste a preguntar por él?
—Un caballero de aspecto distinguido vino a mi encuentro hace aproximadamente dos semanas. Yo no le conocía, pero él a mí sí. No dijo quién era. Me aseguró que no tenía nada que temer, que no era policía ni enlace de la Patronal, que le repugnaba la violencia y que sólo quería evitar un acto execrable y desenmascarar a unos malvados.
—¿Y tú le creíste?
—También vosotros me creísteis a mí.
—Eso es cierto —dijo el del chirlo, que parecía, con todo, el más ecuánime—. Continúa.
—El distinguido caballero me preguntó si conocía a Domingo Pajarito de Soto (que en paz descanse) y yo le respondí que no, pero que no era problema para mí averiguar su paradero. «En eso confío», dijo el distinguido caballero, y yo: «¿Para qué lo quiere?». «Tengo motivos fundados para creer que corre peligro». «Pues, ¿qué ha hecho?». «Lo ignoro», dice él, «y eso es precisamente lo que tú tienes que averiguar». «¿Por qué yo precisamente?, ¿por qué no la policía?». «Yo soy el que hace las preguntas», dice él, «pero te diré que no tengo aún razones suficientes para acudir a la fuerza pública y, por otra parte…». «¿Qué?», le digo. «Nada». Y guardó un sombrío silencio. Viendo que no proseguía, le pregunté: «¿Y qué tengo que hacer una vez localice a ese Pajarito de Soto?». «Nada.», repitió él. «Síguele a todas partes y mantenme informado de sus actividades». «¿Y cómo me pondré en contacto con usted?». «El día de Nochebuena, a las seis y media, me esperas en la puerta de El Siglo. ¿Habrás tenido tiempo de dar con mi hombre?». «Descuide usted, señor». Convinimos un precio, no muy alto, a decir verdad, y nos separamos.
—¿Quién era ese distinguido caballero? —preguntó el del chirlo.
—No lo sabía entonces ni lo sé ahora. Que me quede ciego si miento —conjuró Nemesio.
—¿Y tú que te las das de saberlo todo no has podido hacer indagaciones? —dijo con sorna el Julián.
—Ya sabéis en qué círculos me muevo. Ese caballero pertenece a otra esfera donde yo, pobre de mí, no tengo ni tendré contactos así viva mil años. ¿Me puedo sentar? No he cenado.
—Sigue de pie. Ya te llegará la hora del descanso.
Un escalofrío recorrió el espinazo de Nemesio Cabra Gómez, pero una cierta tranquilidad se iba apoderando de él al margen de los sobresaltos: aquellos conspiradores parecían más dispuestos al diálogo que a la acción.
—¿Continúo?
—Sí.
—Nunca en mi vida había oído hablar del tal Pajarito de Soto, así que pensé que sería nuevo en estos andurriales. Después de interrogar aquí y allá di con vosotros y me disteis razón.
—Porque nos aseguraste que querías prevenirle de un mal.
—Y así era.
—Pero apenas le echaste el ojo, le mataron.
—Llegué tarde, por lo visto.
—Embustero —atajó el Julián.
—¡Callar! —ordenó el del chirlo. Y a Nemesio—: Y tú escucha. Pajarito de Soto era un imbécil que nos planteó más quebraderos de cabeza que otra cosa. Pero era un hombre de buena voluntad y trabajaba por la causa. No podemos dejar impune su muerte. Nos sería muy fácil acabar contigo, pero eso no serviría de nada, porque al que le mató le daría risa. Tenemos que apuntar más alto, ¿entiendes? Tenemos que apuntar a la cabeza, no a los pies. Hay que descubrir quién le hizo matar y tú lo vas a descubrir.
—¿Yo?
—Sí —dijo el del chirlo con una calma mortal—, tú. Escucha y no me interrumpas. Hasta hoy nos has vendido a los ricos por dinero, pero ahora las tornas han cambiado: esta vez los vas a vender a ellos y el precio es tu vida. Te damos una semana. Fíjate bien, una semana. No falles y, sobre todo, no intentes engañarnos. Eres más listo de lo que aparentas, te mueves bien entre putas y vagos, pero no nos confundas ni te confíes: nosotros no somos de esa ralea. Dentro de siete días nos volveremos a encontrar y nos dirás quién lo hizo y por qué, qué pasó con la empresa Savolta y qué se cuece en esa olla. Si haces lo que te decimos, no te ocurrirá nada, pero si no, si pretendes engañarnos, ya sabes lo que te aguarda.
Como sellando las palabras del hombre del chirlo todos los relojes de la ciudad dieron las doce. Aquellas campanadas habían de resonar durante muchos años en la cabeza de Nemesio Cabra Gómez. Las calles se poblaron de algazara; se oían trompetas, pitos, zambombas y carracas; a lo lejos, en los barrios residenciales, petardeaban unos fuegos de artificio.
—Vete ya —dijo el del chirlo.
Nemesio Cabra Gómez saludó a la concurrencia y abandonó el local.
—Así que pronto tendremos un pequeño Lepprince —gorjeó la señora de Parells.
Arracimadas en el saloncito de música, las señoras que preferían el comadreo al baile sorbían limonada o jerez dulce. Las mejillas de María Rosa Savolta pasaban del blanco de la nieve al rojo carmesí. Del corro de las damas brotaba una cascada de comentarios, consejos y parabienes.
—Con los padres tan guapos, ¡será una preciosidad!
—Has de comer mucho, hijita, estás en los huesos.
—Mira que si son mellizos…
—A mí me diréis lo que queráis, pero este niño será catalán por los cuatro costados.
María Rosa Savolta, aturdida por el griterío y los besuqueos, rogaba silencio sin dejar de reír.
—¡Bajen la voz, por lo que más quieran! Se va a enterar mi marido.
—¿Cómo?, ¿es que aún no le has dicho nada?
—Le guardo la sorpresa, pero, por Dios, no quisiera que alguien se me adelantara.
—Descuida, hija, que de aquí no saldrá —vocearon todas a coro.
Un hombre se había deslizado subrepticiamente en el serrallo y callaba sonriente. El abogado Cortabanyes tenía por costumbre frecuentar las reuniones femeninas, porque sabía que, a fuerza de tesón y paciencia, uno podía enterarse de muchas cosas. Aquella noche su teoría se había mostrado cierta. El abogado rumiaba croquetas y calibraba las consecuencias de lo que acababa de serle revelado. Una señora cubierta de plumas de avestruz le dio un sopapo con el abanico.
—¡Conque nos estaba usted espiando, pillín!
—Yo, señora, vine a presentarles a ustedes mis respetos.
—Pues tiene usted que darnos su palabra de caballero de que no dirá nada de lo que ha oído.
—Lo consideraré un secreto profesional —dijo Cortabanyes, y dirigiéndose a María Rosa Savolta—: Permítame ser el primero de mi sexo que le felicite, señora de Lepprince.
El abogado se inclinó para besar la mano de la futura madre y, llevado de su volumen extraordinario, se derrumbó en el sofá, aplastando con su abdomen a María Rosa Savolta, que chilló asustada y divertida. Las damas acudieron en socorro de su anfitriona y tirando unas de los brazos de Cortabanyes, otras de las piernas y otras de los faldones de su astroso frac, lograron despegarlo del sofá y enviarlo contra el piano, sobre el que cayó de manos y boca haciendo sonar todas las teclas. Se renovaron los tirones, se repitió el juego y así el abogado, dócil y redondo como una pelota, pasó de mano en mano por el corro, para regocijo de las señoronas.
La limousine recorría las calles sin que las cortinillas me permitieran ver el trayecto que seguíamos. Lepprince me ofreció un cigarrillo y fumamos sin cruzar una frase durante buena parte del recorrido. En un momento dado, los ronquidos del motor y la inclinación del automóvil me hicieron suponer que habíamos iniciado una cuesta pronunciada.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—Ya falta poco —contestó Lepprince—, pero no te inquietes, que no es un secuestro.
Al tomar una curva caí sobre Lepprince. La fuerza de la gravedad me restituyó a mi posición vertical para arrojarme acto seguido al extremo contrario del asiento. Levanté la cortinilla y no vi más que noche, matorrales y pinos.
—¿Estás satisfecho? —dijo Lepprince—, pues vuelve a bajar la cortina. Me gusta viajar de incógnito.
—Estamos en el campo —dije yo.
—Eso salta a la vista —dijo él.
Al cabo de un rato y no sin antes habernos sometido a un continuo vaivén de curvas y frenazos, el automóvil se detuvo y Lepprince me hizo señas de que habíamos llegado. El chauffeur abrió la puerta y oí una música de violines que interpretaban un vals. En mitad del campo, sí.
—¿Qué es esto? —pregunté.
—El Casino. Baja —dijo Lepprince.
Era estúpido que no se me hubiera ocurrido antes. La verdad es que yo no había estado nunca —ni soñé que podría estar alguna vez— en el Casino del Tibidabo, pero, por supuesto, conocía el lugar. A menudo me había extasiado contemplando a lo lejos, en la colina, sus cúpulas señoriales, sus luces; imaginando el ambiente, calculando la cuantía de las puestas en la ruleta, en las mesas de póker y baccará.
—¿Tienes alguna objeción? —preguntó Lepprince.
—Oh, no, en absoluto —me apresuré a decir.
Entramos en el Casino. El personal parecía conocer bien a Lepprince y él, a su vez, les saludaba llamándoles por sus nombres de pila. Envueltos en una nube de criados fuimos conducidos al comedor, donde nos aguardaba una mesa reservada en un rincón discreto. Lepprince eligió el menú y los vinos sin consultarme, como tenía por costumbre, y mientras esperábamos que nos sirvieran se interesó por mí, por mi trabajo y por mis proyectos.
—Me dijeron que te habías vuelto a tu tierra, a Valladolid, ¿no es así? Temí que fuera cierto y que no volviéramos a vernos. Por fortuna, veo que recapacitaste. ¿Sabes una cosa? Creo que Barcelona es una ciudad encantada. Tiene algo, ¿cómo te diría?, algo magnético. A veces resulta incómoda, desagradable, hostil e incluso peligrosa, pero ¿qué quieres?, no hay forma de abandonarla. ¿No lo has notado?
—Quizá tenga usted razón. Yo, por mi parte, volví porque me di cuenta de que allá no tenía nada que hacer. No es que aquí tenga mucho, lo admito, pero, al menos, conservo cierta libertad de acción.
—No lo dices con alegría, Javier. ¿Te van mal las cosas?
Pensé que se interesaba por mis asuntos por mera cortesía y que no era aquél el objeto de nuestra entrevista, pero su interés parecía tan genuino y yo estaba tan necesitado de un amigo a quien confiar mis problemas, que se lo conté todo, todo cuanto me había sucedido desde la última vez que nos vimos, antes de su boda, todo lo que había pensado, deseado, esperado y sufrido inútilmente. Mi relato duró el tiempo que invertimos en cenar y callé cuando trajeron la nota, que Lepprince firmó sin mirar. Pasamos luego a un salón contiguo donde nos sirvieron café y coñac.
—Todo lo que me acabas de contar, Javier, me entristece profundamente —dijo él anudando el hilo roto de la charla—, yo no tenía la menor idea de que tu situación fuera tan penosa. ¿Por qué no recurriste a mí? ¿Para qué sirven los amigos?
—Ya lo intenté; fui a verle a su casa, pero el portero me dijo que se habían mudado y no supo o no quiso darme su nueva dirección. Pensé localizarle por medio de Cortabanyes o escribirle a la fábrica, pero temí molestarle. Usted no daba señales de vida y sospeché que deseaba cortar nuestras relaciones…
—¿Cómo puedes decir una cosa semejante, Javier? Me ofendería si creyera que sientes lo que dices —hizo una pausa, paladeó el coñac, se reclinó en el butacón y cerró los ojos—. Sin embargo, no te falta razón. Reconozco haberme portado mal. A veces, sin querer, uno comete pequeñas injusticias —su voz se hizo un susurro—. Perdóname.
—Por favor…
—Sí, sé lo que me digo. Te arrinconé sin darme cuenta, fui desleal. Y la deslealtad es mala cosa, te lo digo yo. Déjame al menos que te dé una explicación. No, no me interrumpas, quiero dártela —se detuvo a encender un cigarro y luego prosiguió en voz más baja—. Ya sabes que al casarme con María Rosa Savolta pasé a ser el titular, no legalmente pero sí de hecho, de las acciones de la empresa que el difunto Savolta había legado a su hija. Estas acciones, unidas a las que yo ya tenía, me convirtieron en el virtual propietario de la empresa, máxime teniendo en cuenta que Claudedeu, al morir, dejó las suyas a su esposa, una mujer mayor y medio sorda, incapaz de intervenir en el mundo de los negocios. Esto, que por una parte tiene las ventajas que ya puedes suponer, implica por otra parte un cúmulo de responsabilidades y un volumen de trabajo verdaderamente agobiantes. Y no es esto sólo. Hay otra razón, menos sólida pero no menos real: al casarme con María Rosa mi posición social varió, entré a formar parte de una de las familias más renombradas de la ciudad y pasé de ser un extranjero advenedizo a ser un hombre público con todos los compromisos sociales que ello acarrea y que a veces, lo confieso, son un fardo mayor que las responsabilidades empresariales de que te hablaba.
Sonrió, dio una larga chupada al cigarro y dejó salir el humo lentamente.
—Han sido unos meses duros, Javier, difíciles de sobrellevar. Pero las aguas vuelven a su cauce. Me siento cansado y necesito un respiro, quiero volver a vivir mi vida, quiero ver de nuevo a los viejos amigos de antes, reanudar nuestras charlas, nuestras cenas, ¿te acuerdas?
Se me hizo un nudo en la garganta y no pude articular sonido alguno. Hice un gesto afirmativo con la cabeza.
—Y empezaré por ocuparme de ti, pierde cuidado. Pero antes… —me miró a los ojos fijamente; yo sabía que por fin íbamos a tocar el objeto de nuestra entrevista y contuve la respiración. El corazón me latía con fuerza, tenía las manos frías, húmedas de transpiración. Bebí un sorbo de coñac para tranquilizar los nervios—. Pero antes quiero pedirte un consejo. Ya sabes a lo que me refiero, ¿verdad?
—A María Coral, supongo —dije yo.
—En efecto —dijo él. Calló un rato y cuando habló de nuevo percibí en su voz un tono ligeramente grandilocuente y falso, ese tono que vibra en la voz de los actores cuando se levanta el telón y empiezan a recitar el libreto—. Empecemos por el principio —añadió—. ¿Te ha contado María Coral su historia? ¿No? Es natural. El orgullo se lo impide. ¡Pobre infeliz! A mí tampoco quiso decirme nada, pero le fui sonsacando hasta saberlo todo. Cuando yo la dejé… —hizo un gesto con la mano abierta, como apartando de sí un recuerdo—. Ahora me doy cuenta de que obré de un modo innoble, pero ¿qué le vamos a hacer? Era yo muy joven, aunque me creyera ya un hombre —suspiró y continuó sin transición—. María Coral se reunió de nuevo con sus partenaires, los dos forzudos, ya sabes. Siguieron actuando en diversas ciudades, en espectáculos de ínfima categoría, en fiestas mayores, ¡qué sé yo!, hasta que a los dos matones les metieron en la cárcel por alguna fechoría que cometieron: un pequeño hurto, una reyerta. María Coral tuvo que abandonar la población y siguió actuando sola. Cuando sus compañeros salieron de presidio decidieron abandonar el país. Recordarás que antaño solían intervenir en asuntos de tipo social, un tanto comprometidos. Es posible que al detenerlos se airease su historial y ellos, por temor a verse involucrados en un escándalo, o quizás incitados por la propia policía, consideraran más prudente poner tierra por medio. No dijeron nada a María Coral que, de todas formas, tampoco habría podido acompañarles por ser menor de edad. Así que la pobre tuvo que seguir ganándose la vida sin ayuda ni protección. En su gira llegó a Barcelona, donde tú la encontraste, medio muerta de hambre y enferma. Y aquí acaba esta breve y triste historia.
—¿Acaba? —pregunté yo seguro de que Lepprince entendería el sentido de mi pregunta.
—De eso tenemos que hablar —dijo saltando de la melancolía al terreno práctico—. Tú sabes que yo, en cierto modo, tengo contraída una deuda con María Coral. No es una deuda formal, claro está, pero ya te dije antes que la deslealtad me resulta odiosa. Quiero ayudarla, pero no sé cómo.
—Bueno, con su posición y su fortuna no ha de serle difícil.
—Más de lo que tú supones. Naturalmente, no me costaría nada darle un poco de dinero y despacharla, pero ¿qué conseguiríamos con eso? El dinero se gasta con rapidez en estos tiempos. Al cabo de unos meses o de un año a lo sumo las cosas volverían a estar como están ahora y no habríamos ganado nada. Por otra parte, María Coral es una niña; no es sólo dinero lo que necesita, sino protección. ¿Estás de acuerdo?
—Sí —fue lo único que pude decir.
—Entonces, ¿qué? ¿Mantenerla, montarle un piso, una tiendecita? No, imposible. No puedo. Todo se sabe a la larga, y ¿quién creería que mi generosidad es desinteresada? Soy un hombre casado, una personalidad pública. No puedo verme envuelto en murmuraciones. Piensa en mi mujer, a la que adoro. ¿Qué pensaría si supiera que mantengo a mis expensas a una menor con la que mi nombre ya anduvo mezclado de soltero? Ni hablar.
—¿Por qué no le busca trabajo? Así ella podría ganarse la vida honradamente —propuse yo con mi mejor buena fe.
—¿Un trabajo? ¿A María Coral? —Lepprince se rio por lo bajo—. Reflexiona, Javier, ¿qué clase de trabajo podría darle? ¿Qué sabe hacer María Coral, aparte de dar volteretas? Nada. Entonces, ¿dónde la meteremos? ¿De fregona?, ¿en una fábrica, en un taller? Ya sabes cuáles son las condiciones de trabajo en esos sitios. Casi sería mejor que continuara en los cabarets.
Era verdad, no podía imaginarme a María Coral sometida a un horario agotador, a la disciplina férrea, a los abusos de los capataces. La sola idea me sublevaba y así se lo dije a Lepprince, quien se limitó a sonreír, a fumar en silencio y a mirarme con cariño e ironía. Como yo no decía nada, y adivinando mi desconcierto, añadió al cabo de un rato.
—Parece que se nos cierran todas las puertas, ¿eh? —y yo adiviné por el tono de su voz que habíamos llegado adonde él quería ir.
—¿A qué tanto misterio? —dije—. Estoy seguro de que ya trae usted pensada la solución.
Volvió a reírse por lo bajo.
—No trato de ser misterioso, querido Javier. Sólo quería que siguieras el curso de mis pensamientos. Sí, he pensado una solución, y esa solución, para decirlo todo sin rodeos, eres tú.
Me atraganté con el coñac.
—¿Yo? ¿Y qué puedo hacer yo?
Lepprince se inclinó hacia delante sin dejar de mirarme a los ojos y posó su mano en mi antebrazo.
—Cásate con ella.
Nadie ignora que entre la gente honrada y los delincuentes sólo existe un nexo de unión, y que ese nexo de unión es la policía. Nemesio Cabra Gómez no era tonto y sabía que si los de arriba podían hacer llegar su brazo hasta los de abajo por medio de la policía, también los de abajo podían recorrer el mismo camino en sentido inverso, bien que con mucho esfuerzo y una buena dosis de tacto. Así pues, tras mucho vacilar, llegó a la conclusión de que sólo podía dar la información que le exigían a cambio de su vida si la propia policía se la proporcionaba. El plan que urdió conllevaba mucho riesgo, pero lo que había en juego no admitía titubeos, de modo que, a primera hora de la mañana siguiente, día uno de enero, Nemesio Cabra Gómez se personó en la Jefatura y pidió ver al comisario. Nemesio tenía conocidos en Jefatura. Cuando la necesidad o las amenazas le empujaban a ello, no vacilaba en hacer pequeños servicios a la autoridad, si bien, hasta entonces, no se había metido nunca en cuestiones políticas, desarrollando sus actividades prudentemente en el terreno de la pequeña delincuencia callejera que a nada le comprometía. Hasta ese momento las cosas le habían ido bien, y, si no se había granjeado el respeto de nadie, había logrado al menos que los policías y hampones le dejaran en paz.
—Buenos días y feliz Año Nuevo, agente —dijo al entrar.
El agente le miró con desconfianza.
—Soy Nemesio Cabra Gómez y no es la primera vez que vengo a esta casa.
—Eso se nota —dijo el agente con sorna.
—No me interprete mal. Quiero decir que he prestado en ocasiones buenos servicios a la fuerza pública —corrigió Nemesio con humildad.
—¿Y ahora qué quieres? ¿Prestar otro servicio?
Nemesio dijo que sí con la cabeza.
—Bueno, ¿de qué se trata?
—De algo importante, agente. Permítame, con todos los respetos, que reserve mi información para otras jerarquías.
El agente ladeó la cabeza, entornó los párpados, enarcó las cejas y se mesó el mostacho.
—El Ministro del Interior está en Madrid —fue la respuesta.
—Quiero hablar con el comisario jefe de la Brigada Social —atajó Nemesio al ver que no cesaba el pitorreo.
—¿El comisario Vázquez?
—Sí.
El agente, cansado de palique, se encogió de hombros.
—Segundo piso. Supongo que no traes armas.
—Regístreme si quiere. Soy hombre de paz.
El agente le cacheó, hizo una seña con el pulgar hacia atrás y Nemesio se dirigió al segundo piso. Allí preguntó por el comisario Vázquez. El secretario le dijo que aún no había llegado, pero tomó nota de su nombre y le rogó que aguardara en el pasillo. Al cabo de mucho rato llegó el comisario. Traía cara de malas pulgas. Pasó un rato más y por último el secretario le hizo entrar en un despacho amplio pero destartalado, al que la luz de un día claro de invierno iluminaba con opacidad oficial. Los pormenores de la entrevista que sostuvieron el comisario Vázquez y Nemesio Cabra Gómez han quedado transcritos en otra parte de este relato.
—¿Casarme? —dije yo—, ¿casarme con María Coral?
—No levantes la voz. No hace falta que se entere todo el mundo —susurró Lepprince sin perder la sonrisa.
Por fortuna, la orquesta seguía tocando y mis palabras se diluyeron en la música. Nadie parecía prestarnos atención.
Después de mi brusca reacción guardé silencio. La propuesta me parecía totalmente absurda y, de no proceder de Lepprince, la habría desechado sin pensar. Pero Lepprince no hacia nunca las cosas a la ligera y si me había hablado en aquellos términos, era porque antes lo había meditado fríamente, hasta el último detalle. Con esta certidumbre, preferí no zanjar el asunto, conservar la calma y dejar que expusiera sus argumentos.
—¿Por qué habría de casarme yo con ella? —le pregunté.
—Porque la quieres —fue la respuesta.
Si la cúpula del Casino se hubiera derrumbado sobre mi cabeza no me habría dejado más conmocionado ni más estupefacto. Estaba preparado para oír cualquier razón, cualquier sugerencia, pero aquello…, aquello rebasaba los límites de lo previsible. Mi primera reacción fue, como ya he dicho, de absoluto estupor. Luego me invadió una repentina indignación y, por último, volví a sumirme en una suerte de parálisis; pero esta vez la consternación no venía motivada por lo insólito de las palabras de Lepprince, sino por lo que había en ellas de revelación. ¿Sería cierto? ¿Sería el amor el sentimiento avasallador que me había impulsado a buscar a María Coral, el impulso irresistible que me arrastró al cabaret, a la pensión, a su lóbrego dormitorio, contra toda lógica, con la insensatez de una fuerza de la naturaleza? Y la angustia de los últimos días, mis dudas, mi timidez ridícula, mi ciega obstinación a no aceptar un destino inexorable, ¿sería…? No, no quería pensarlo. Me pareció que un abismo se abría ante mis pies y que yo, aterrado, me balanceaba en el borde. Me faltaba valor para enfrentarme a semejante posibilidad. Lepprince sí tenía el valor necesario para abordar de frente las incongruencias de la vida. ¡Cómo envidiaba, cómo envidio aún su entereza en estos trances!
—¿Te has dormido, Javier?
Su voz tranquila y amistosa me hizo volver de mis cavilaciones.
—Perdone. Me ha dejado usted tan…, tan confuso.
Se rio abiertamente, como si mi turbación fuera una chiquillada.
—No me digas que no estoy en lo cierto —dijo.
—Yo… apenas la conozco, ¿qué le hace suponer…?
—Javier —me reconvino—, no somos colegiales. Hay cosas que saltan a la vista. Comprendo tus dudas, pero los hechos son los hechos. Están ahí, tan patentes como esta columna. Negarlos no es resolverlos, digo yo.
—No, no, todo esto es una locura. Dejémoslo correr.
—Está bien, como tú quieras —dijo Lepprince levantándose—. Perdona un instante, ahora recuerdo que debo hacer una llamada. No huyas, ¿eh?
—Descuide.
Me dejó solo, a propósito, para que destejiera la maraña que había en mi cabeza. No sé lo que llegué a pensar en aquellos minutos, pero cuando volvió estaba tan confuso como al principio, aunque mucho más sereno.
—Disculpa la tardanza, ¿de qué hablábamos? —me preguntó con afectuosa ironía.
—Mire, Lepprince, tengo un lío de mil diablos en la cabeza. No me atosigue.
—Ya te dije que olvidáramos este asunto.
—No, ahora ya es tarde. Tiene usted razón: de nada sirve negar los hechos.
—Ah, luego reconoces que quieres a María Coral.
—No es eso…, no. Quiero decir que ahí estriba mi confusión. No logro identificar mis sentimientos, ¿me comprende? No niego que algo siento por ella, un sentimiento intenso, es verdad. Pero apenas la conozco. ¿Es amor o es sólo una emoción pasajera? Por lo demás, una cosa es el amor y otra muy distinta el matrimonio. El amor es un soplo, algo etéreo… El matrimonio, en cambio, es una cosa seria. No se puede decidir alegremente.
—No lo decidas alegremente. Tómate todo el tiempo que quieras y actúa según tu mejor criterio. Al fin y al cabo, no te vas a casar conmigo —bromeó—, no tienes por qué darme tantas explicaciones.
—Recurro a usted como amigo y consejero —puntualicé yo sin ganas de broma—. En primer lugar, ¿quién es María Coral? No sabemos casi nada de ella, y lo poco que sabemos no avala precisamente su elección.
—Es cierto, tiene un pasado turbulento. Me consta, y a ti también, que su único deseo es olvidar ese pasado y llevar una vida decente. María Coral es buena y limpia de corazón. En cualquier caso, eso es algo que tienes que decidir tú solo. Dios me libre de darte un consejo que luego pudieras reprocharme.
—Bien, dejemos eso y pasemos a otro punto. ¿Qué puedo ofrecerle yo?
—Un apellido digno y una vida respetable, pero sobre todo, a ti mismo: una persona honesta, sensible, inteligente y culta.
—Le agradezco sus palabras, pero yo hablaba de dinero.
—Ah, el dinero…, el dichoso dinero…
Nos interrumpió la llegada de Cortabanyes, que recorría el salón arrastrando los pies como si fuera calzado con chancletas. Cortabanyes destacaba entre los presentes por el brillo de su traje arrugado y cubierto de lamparones y por su aspecto general de dejadez. Para completar el espectáculo, mascaba una colilla de puro apagada.
—Buenas noches; señor Lepprince. Buenas noches, Javier, hijo —nos farfulló al pasar. Lepprince se puso en pie y estrechó su mano y a mí me chocó ese gesto de deferencia que, más tarde, debía recordar—. ¿Cómo va esa fábrica de petardos?
—Para arriba, siempre para arriba, señor Cortabanyes —respondió Lepprince.
—Entonces será de cohetes y no de petardos.
Yo enrojecí al oír aquel chiste deplorable, pero tanto Lepprince como algunos oyentes indiscretos lo corearon con carcajadas. Supuse que reían por cariño al abogado.
—¿Y ese despacho, señor Cortabanyes? ¿Cómo va?
—De capa caída, señor Lepprince. Pero no les quiero importunar. Ustedes son jóvenes y querrán hablar de mujeres, como es natural.
—¿No quiere compartir nuestra tertulia? —invitó Lepprince.
—No, muchas gracias. Creo que me están esperando para echar unas manitas de brisca. Sin apostar, claro está.
—Sólo garbanzos, ¿eh, señor Cortabanyes?
—Garbancitos crudos, sí, señor. Mire, aquí llevo un puñado, ya ve usted.
Y diciendo esto sacó un puñado de garbanzos del bolsillo abultado de su chaqueta. Varias bolitas rodaron por el suelo y un criado se puso a perseguirlas a cuatro patas.
—¡Ale! Ustedes a contarse cosas y yo, que ya no tengo nada que contar, a manosear los naipes.
Se marchó restregando los pies por las alfombras y saludando a derecha e izquierda mientras el criado le seguía con los garbanzos recuperados.
—No sabía que Cortabanyes frecuentara el Casino —le dije a Lepprince.
En el amplio comedor de la mansión se había instalado una mesa en forma de herradura para dar cabida al centenar cumplido de comensales. A la luz de los candelabros refulgían los cubiertos de plata, la porcelana, el cristal tallado. Una larga hilera de flores ponía una nota de vida y color en el conjunto. Los invitados buscaban febrilmente sus nombres en las tarjetas. Había carreras, confusiones, gritos y gestos, susceptibilidades heridas.
María Rosa Savolta cortó el paso a su marido cuando éste se dirigía al comedor.
—Paul-André, quiero hablar contigo un segundo.
—Mujer, todos están a la mesa, ¿no puedes esperar?
María Rosa Savolta enrojeció como la grana.
—Tiene que ser ahora. Ven.
Y cogiendo de la mano a su marido atravesaron el salón, a la sazón vacío a excepción de los músicos, que metían sus instrumentos en las fundas, ordenaban las partituras, se restañaban el sudor y se disponían a unirse a la servidumbre en las cocinas para tomar un refrigerio.
—Pasa y cierra la puerta —dijo María Rosa Savolta entrando en la biblioteca. Su marido la obedeció sin ocultar un rictus de impaciencia.
—Bueno, ¿qué sucede?
—Siéntate.
—¡Rayos y truenos! ¿Quieres decirme qué caray te pasa? —gritó Lepprince.
María Rosa Savolta se puso a hacer pucheros.
—Nunca me habías tratado así —gimió.
—Por el amor de Dios, no llores. Perdóname, pero me has puesto nervioso. Ya estoy harto de misterios. Quiero que todo salga bien y estos contratiempos me alteran. Mira qué hora es: se hace tarde, nuestro invitado de honor puede llegar en cualquier momento y encontrarnos en la mesa.
—Tienes razón, Paul-André, piensas en todo. Soy una tonta.
—Vamos, no llores más. Toma un pañuelo. ¿Qué tenías que decirme?
María Rosa Savolta se enjugó una lágrima, tendió el pañuelo a su marido y retuvo su mano.
—Estoy esperando un hijo —anunció.
La cara de Lepprince reflejó una sorpresa sin límites.
—¿Cómo dices?
—Un hijo, Paul-André, un hijo.
—¿Estás segura?
—Fui al médico hace una semana con mamá y esta mañana nos lo ha confirmado. No hay duda.
Lepprince soltó la mano de su mujer, se sentó, unió las yemas de los dedos y dejó vagar la mirada por el entramado de la alfombra.
—No sé qué decir…, es algo tan inesperado. Estas cosas, por sabidas, siempre sorprenden.
—¿Pero no te alegras?
Lepprince levantó la vista.
—Me alegro mucho, muchísimo. Siempre quise tener un hijo y ya lo tengo. Ahora —añadió con voz ronca— nada me detendrá.
Sacudió la cabeza y se puso de pie.
—Vamos, daremos la noticia.
Besó en la frente a su mujer y entrelazados por la cintura volvieron al comedor. Los comensales, extrañados por la tardanza de sus anfitriones, habían empezado a cuchichear hasta que las mujeres que compartían el secreto, interpretando la escapada de la joven pareja, difundieron la noticia que justificaba la desaparición. Se hizo silencio y todas las miradas se fijaron en la puerta. Una sonrisa de complacencia se generalizó. Cuando el matrimonio Lepprince hizo su entrada les recibió una ovación cerrada y calurosa.
Al comisario Vázquez no le interesaba saber quién mató a Pajarito de Soto. El atentado mortal perpetrado en la persona de Savolta acaparaba toda su atención y casi todas sus energías. No se trataba de un simple asesinato lo que llevaba entre manos, sino el orden social, la seguridad del país. El comisario Vázquez era un policía metódico, tenaz y poco dado a los alardes imaginativos. Si alguien había archivado el asunto de Pajarito de Soto, bien archivado estaría. Por el momento, eran otras sus preocupaciones. Por lo demás, Nemesio Cabra Gómez no parecía individuo digno de confianza. Se limitó a tratarlo con cierta consideración y a prestar oídos sordos a cuantas insensateces quiso proferir el inoportuno confidente.
Nemesio recibió una ducha fría. No esperaba semejante recepción y abandonó la Jefatura con el rabo entre las piernas. La interferencia del asesinato de Savolta en sus asuntos podía serle fatal. «Savolta, Savolta», iba repitiendo para sus adentros. «¿Dónde habré oído yo ese nombre?». El frío de la mañana le aclaró el cerebro. Recordó las últimas palabras pronunciadas por el hombre del chirlo: «Dentro de siete días vuelve y dinos quién lo hizo y por qué, qué pasa con la empresa Savolta y qué se cuece en esa olla». ¿Qué relación existía entre Savolta y Pajarito de Soto? ¿Sería consecuencia la muerte de aquél del asesinato de éste? Perdido en estas reflexiones, llegó a sus barrios. Transitaban carros que descargaban enseres en los comercios recién abiertos. Las mujeres con sus capazos iban y venían del mercado. El figón estaba desierto. Nemesio golpeó el mostrador con la palma de la mano.
—¡Buenos días nos dé Dios! ¿No hay nadie aquí?
Tuvo que aguardar un rato a que apareciese un mozo cubierto con un mandil. El mozo acarreaba una barrica pesada.
—¿Qué se le ofrece?
—Quisiera ver al dueño.
—¿El amo? Duerme como un cerdo —replicó el mozo del mandil.
—Es un asunto importante. Despiértele.
—Despiértele usted, si no tiene apego a la vida —dijo el mozo con impertinencia y señaló una escalera estrecha y húmeda que conducía a la vivienda.
—¿Esta educación os dan ahora? —refunfuño Nemesio Cabra Gómez iniciando el ascenso. Un concierto de sonidos inconfundibles le condujo por el angosto pasillo a una puerta baja, mal ajustada en los goznes. Llamó quedamente con los nudillos. Los ruidos no cesaron. Empujó la puerta y entró.
La alcoba del tabernero era un desván oscuro, mal ventilado, sin otro mobiliario que una silla, un perchero y un camastro que por entonces ocupaban aquél y una prójima que resoplaba. Nemesio, una vez habituado a la penumbra, distinguió el rostro barbado y cejijunto del hombre y sus brazos hercúleos y peludos que abrazaban a la prójima, una mujer de facciones rechonchas, piel rojiza y pechos rebultados que asomaban por encima del cobertor y parecían observar a Nemesio como dos lechoncillos traviesos.
El intruso avanzó a tientas, rodeó el lecho para situarse al lado del tabernero y le sacudió por un hombro. En vista de que las sacudidas no surtían efecto, Nemesio le llamó por su nombre, le dio unos cachetes y acabó por arrojar un vaso que halló en el suelo (y que creyó lleno de agua, pero resultó estarlo de vino) a la cara del durmiente.
Como suele suceder con los que tienen el sueño profundo, el despertar del tabernero fue tan brusco que uno de sus molinetes alcanzó a Nemesio enviándolo contra la pared.
—¿Qué pasa? ¿Quién anda ahí? —gritó el tabernero.
—Soy yo, no se asuste —dijo Nemesio.
Los ojos desorbitados del tabernero identificaron al intruso.
—¡Tú!
La prójima se había despertado y se tapaba las carnes como mejor podía.
—Perdonen la molestia, pero el asunto que me trae es grave. De otro modo, no habría osado…
—¡¡Fuera de aquí!! —bramó el tabernero.
La prójima, por el susto, el sueño o la vergüenza, lloraba.
—¡Don Segundino, por la Virgen, dígale que se vaya! —suplicó.
El tabernero rebuscó debajo de la almohada y extrajo un revólver. Nemesio retrocedió hacia la puerta.
—Don Segundino, no se acalore, que es cuestión de vida o muerte.
El tabernero hizo un disparo al aire. Nemesio derribó la silla en la que se apilaban promiscuamente pantalones y enaguas, brincó, salió al pasillo y bajó en un vuelo las escaleras.
—Ya le dije… —musitó el mozo del mandil y la barrica. Pero Nemesio había ganado la calle y corría entre las mujeres, que hurtaban cuerpos y capazos al paso de aquella exhalación.
Apuré la tercera copa de coñac, encendí el enésimo cigarrillo (nunca me gustaron los cigarros puros), suspiré, miré a Lepprince. La fatiga se apoderaba de mí; me habría quedado dormido en aquel butacón del Casino de no haber hecho un esfuerzo de voluntad.
—Decías que tu problema es el dinero —dijo Lepprince.
—¿El dinero…? Sí, eso es. Apenas puedo mantenerme a mí mismo, ¿cómo voy a pensar en casarme?
—Amigo mío, el dinero nunca es problema. ¿Quieres más coñac?
—No, por favor. Ya he bebido más de la cuenta.
—¿Te sientes mal?
—No. Un poco cansado, solamente. Siga usted.
—Como comprenderás, he pensado también en el aspecto económico de la cuestión. Antes no te lo dije, pero tengo una propuesta que hacerte. Ahora bien, no quiero que me interpretes mal. Una cosa nada tiene que ver con la otra. La propuesta no está condicionada a tu boda con María Coral… y viceversa. No pienses ni por un momento que te coacciono.
Hice un gesto que podía significar cualquier cosa. Lepprince apagó su cigarro y un criado sustituyó el cenicero por otro impoluto. Lepprince se cercioró de que nadie nos oía.
—Lo que te voy a decir es estrictamente confidencial. No digas nada, sé que puedo confiar en ti —atajó mis protestas de discreción—. Esto que te voy a contar es sólo una posibilidad y quiero que así lo entiendas para evitar futuros desengaños. En síntesis, te diré que me han hecho serias propuestas por parte de grupos que no es momento de identificar incitándome a entrar en el terreno de la política. En un principio trataron de atraerme hacia sus respectivos partidos. Yo, por supuesto, me negué. Luego, a la vista de mi renuencia, cambiaron de táctica. Resumiendo, quieren que sea el futuro alcalde de Barcelona. Sí, no te asombres, alcalde. No hace falta que te explique la importancia que reviste semejante cargo. A ti te consta. Bien, ellos aún no saben nada, pero te puedo adelantar que pienso aceptar el ofrecimiento y, por ende, presentar mi candidatura. Creo, sin ser inmodesto, que puedo prestar un buen servicio a la ciudad e, indirectamente, al país. Soy extranjero y casi un recién llegado. Esto, que podría parecer un obstáculo, es, en realidad, una ventaja. La gente está harta de partidos y politiquerías. Yo soy imparcial, no estoy casado con nadie ni tengo las manos atadas, ¿comprendes? Ahí estriba mi fuerza.
Se interrumpió para sopesar el efecto que sus palabras me habían producido. Yo, la verdad, no debí reflejar impresión alguna, porque por entonces las cosas se movían a un nivel que sobrepasaba con mucho mi comprensión. Pensé que si Lepprince lo decía, debía de ser verdad, pero me abstuve de hacer comentarios.
—Todo esto te lo cuento como preámbulo de lo que viene ahora. La posibilidad, y fíjate que te hablo sólo de posibilidad, requiere por mi parte una preparación intensiva, y a ella estoy entregado en la medida que mis restantes ocupaciones me lo permiten. Sin embargo, no quiero mezclar las cosas, por una simple cuestión de orden. Así pues, he decidido crear una especie de oficina…, un secretariado, podríamos llamarlo, dedicado exclusivamente a mis actividades políticas. Para organizar y dirigir este secretariado necesito a una persona de confianza y, naturalmente, nadie mejor que tú.
—Un momento —dije yo sacudiendo mi somnolencia—. Si mal no lo entiendo, quiere que me meta en política.
—¿En política? No, al menos, no en el sentido que tú le das. Quiero que hagas para mí lo que haces para Cortabanyes: un trabajo eficaz en la sombra.
—Y tendría que dejar el despacho.
—Desde luego, ¿lo lamentas?
—No… Pensaba en Cortabanyes. No quisiera perjudicarle. A pesar de todo, le debo mucho.
—Me gusta oírte decir eso. Prueba que tienes conciencia y, sobre todo, que ya piensas en mi propuesta en términos afirmativos.
—No quise decir eso.
—Bien, bien, no te preocupes por Cortabanyes. Yo hablaré con él.
Se levantó bruscamente, relajó los músculos de la cara, estiró las piernas y, revelando un cansancio similar al mío, bostezó.
—Has acabado por contagiarme tu sueño. Vámonos. Ya es bastante por esta noche. Seguiremos hablando. Reflexiona y no te precipites. Ah, me olvidaba —dijo sacando del bolsillo una cartera y de la cartera una tarjeta de visita—, ésta es mi dirección. Te apuntaré también el teléfono de mi oficina, para que me puedas localizar a cualquier hora del día o de la noche.
La limousine nos condujo a la ciudad. Habíamos hablado mucho y no habíamos concretado nada.