II

Abrí la puerta de la habitación de María Coral y me acogió un olor acre y una oscuridad tan cerrada como aquélla en la que me hallaba. Lo primero que se me ocurrió fue que la estancia estaba vacía, pero a poco, prestando atención, percibí una respiración agitada y unos débiles sonidos que me parecieron ayes de dolor. La llamé por su nombre: «¡María Coral! ¡María Coral!», y no obtuve respuesta. Los gemidos continuaban. Yo había gastado la última cerilla tratando de localizar el número de la habitación, de modo que adopté una determinación, volví a tientas hasta el vestíbulo y tomé la lamparilla de aceite que ardía en la hornacina del santo. Provisto de luz volví a la habitación y alumbré su interior; mis ojos se habían acostumbrado a las tinieblas y no me fue difícil reconocer al fondo de la pieza el contorno de una cama de hierro y una figura de mujer tendida en ella. Era María Coral y estaba sola, gracias a Dios. Pensé que dormía y que una pesadilla alteraba su sueño. Me acerqué y le cogí la mano: la sentí helada y en extremo húmeda. Aproximé la lamparilla al rostro de la gitana y un estremecimiento recorrió mi cuerpo: María Coral estaba pálida como una muerta y sólo un leve temblor de su barbilla y los ayes lastimeros que exhalaba por la boca entreabierta indicaban que aún vivía. La tomé por los hombros y traté de hacerla volver en sí. Fue inútil. Le di unos cachetes y tampoco obtuve resultado alguno, salvo que los lamentos se hicieron más angustiosos y la palidez mayor aún. María Coral se moría. Di voces, pero nada parecía indicar que otras personas se hallaran en la casa. Yo estaba confuso, atolondrado, no sabía qué actitud adoptar. Pensé cargar con el cuerpo de la gitana y llevarla a cualquier parte donde pudieran curarla, pero pronto rechacé la idea: no podía salir con el cuerpo de una mujer agonizante a la calle, en plena noche, y empezar a llamar de puerta en puerta. Tampoco conocía a ningún médico. Sólo un nombre venía con insistencia a mi memoria: Lepprince. Decidido, salí de la habitación, cerré la puerta, volví a colocar en su sitio la lamparilla y bajé las escaleras saltando y tropezando. El portero me observó desde su garita con relativa curiosidad: no debía de ser costumbre que los visitantes de la pensión abandonaran el lugar en aquella forma. Fui a su encuentro y le pregunté dónde había un teléfono. Me dijo que en un restaurante próximo y me preguntó a su vez si pasaba algo. Le dije que no desde la puerta y en dos saltos me colé en el restaurante que no era tal, sino una cochambrosa casa de comidas donde una docena de perdularios daban cuenta de dos comunitarias cazuelas de potaje. Cuando me señalaron el teléfono caí en la cuenta de que no sabía el número de Lepprince. Algo había que hacer y se me ocurrió llamar al despacho de Cortabanyes confiando en que el viejo abogado se demoraría en su cubil aunque sólo fuera para no llegar a su desierto hogar. Llamé, pues, y oí sonar el timbre con el alma en vilo. Cuando descolgaron suspiré de alivio.

—¿Diga? —era la voz inconfundible de Cortabanyes.

—Señor Cortabanyes, soy Miranda.

—Oh, Javier, ¿qué tal?

—Perdone que le moleste a estas horas.

—No te preocupes, hijo, estaba mosconeando antes de ir a cenar, ¿qué querías?

—Deme el teléfono de Lepprince, por favor.

—¿El teléfono de Lepprince? ¿Por qué? ¿Pasa algo?

—Es un asunto importante, señor Cortabanyes.

El abogado resollaba y se hacía el tonto, sin duda para ganar tiempo y reflexionar sobre la conveniencia de revelarme que sabía el teléfono y la dirección de Lepprince.

—¿No puedes esperar hasta mañana, hijo? Éstas no son horas de llamar a las personas. Además, yo no sé si tengo ese teléfono. Se mudó de casa…, ya sabes, cuando se casó.

—Puede ser cuestión de vida o muerte, señor Cortabanyes. Démelo y luego se lo explicaré todo.

—No sé, déjame pensar si tengo ese dichoso teléfono. Me falla la memoria con la edad. No me atosigues, Javier, hijo.

A la vista de sus titubeos y sabedor de que aquel toma y daca se podía prolongar toda la noche (Cortabanyes resolvía los asuntos sin que sus oponentes supieran de qué habían hablado), decidí ponerle al corriente de los hechos. Por otra parte, suponía que Cortabanyes ya estaba al corriente de casi todo y que yo no le revelaba ningún secreto.

—Mire, señor Cortabanyes, Lepprince tuvo un affaire sentimental con una joven que trabajaba en un cabaret. Esta joven tenía relación con unos matones a los que Lepprince contrató, hace un par de años, para un trabajo no muy legal. Ahora la joven ha vuelto, aunque no hay rastro de los matones. Yo la he localizado, por pura casualidad, y creo que se halla gravemente enferma. Si la chica muere, la policía tendrá que investigar y pueden salir a la luz asuntos comprometedores para Lepprince y para la empresa Savolta, ¿me entiende?

—Claro que te entiendo, hijo, claro que te entiendo. ¿Estás ahora con esa joven?

—No, he venido a telefonear a una casa de comidas próxima a la pensión donde la encontré.

—¿Y esa joven está sola?

—Sí. Es decir, lo estaba hace un minuto.

—¿Te ha visto entrar o salir alguien de la pensión?

—Sólo el portero, pero no parece persona curiosa.

—Escucha, Javier, no quiero que te metas en líos. Dame la dirección de esa pensión y yo veré de localizar a Lepprince. Tú no vuelvas por ahí, pero quédate cerca y ve si alguien entra o sale. No tardaremos en llegar, ¿está claro?

—Sí, señor.

—Pues haz lo que te digo y no pierdas la calma.

Tomó nota de la dirección, colgó y yo salí de la casa de comidas y, siguiendo sus instrucciones, me aposté frente a la pensión. Allí me quedé, fumando un cigarrillo tras otro y contando los segundos. Debió de transcurrir casi una hora hasta que oí una voz que me llamaba sin pronunciar mi nombre desde una esquina. No reconocí a la persona que me llamaba, pero acudí. Oculto tras la esquina estaba un automóvil negro, del tipo limousine. La persona que me había llamado me indicó que me acercase al vehículo. Éste tenía bajadas las cortinas, así que no pude ver quién había dentro. Cuando llegué junto a la limousine, la puerta se abrió y entré. La ocupaban Lepprince y Cortabanyes. El asiento del chauffeur estaba vacío, por lo que supuse que la persona que me había conducido allí sería el chauffeur, que aguardaba fuera. En el asiento delantero reconocí a Max. Lepprince me invitó a sentarme en una de las banquetas.

—¿Estás seguro de que se trata de María Coral? —fue lo primero que me preguntó, sin que mediara saludo.

—Absolutamente. La he visto actuar ayer mismo.

—¿Y los forzudos?

—Ni rastro. No actuaban con ella ni los he visto por ninguna parte.

—Está bien —concluyó en tono expeditivo—. Acompaña a Max y a mi chauffeur. Nosotros esperaremos aquí. Daos prisa.

—Convendría llevar una linterna —dije yo—. No hay luz en la pensión.

—Max —dijo Lepprince dirigiéndose a su guardaespaldas—, lleva una linterna y no tardéis.

Max bajó del automóvil y sacó una linterna del portaequipajes, luego hizo señas al chauffeur y los tres nos pusimos en marcha. Yo les precedía y ante la puerta de la pensión hice que se detuvieran.

—Fingiremos venir de una juerga. Si el portero hace preguntas, yo responderé por todos.

Asintieron con la cabeza y entramos. El portero apenas si nos echó un vistazo y nada dijo. Subimos a la pensión y entramos en el vestíbulo. Max había pasado la linterna al chauffeur y empuñaba una pistola que mantenía semioculta entre los pliegues de su gabán. En el vestíbulo no había nadie, aunque, me dije, de haberlo habido se habría muerto del susto al vernos aparecer. Al resplandor vacilante de la lamparilla votiva debíamos de presentar un aspecto bien poco tranquilizador. El chauffeur prendió la linterna y me la pasó. Siempre sin despegar los labios, conduje a los dos hombres de Lepprince a la habitación de María Coral. Nada había cambiado en el breve lapso de tiempo: la gitana seguía echada en la cama gimiendo y respirando trabajosamente. A la luz de la linterna la habitación parecía más reducida y su dejadez resultaba más hiriente: las paredes estaban desconchadas y las manchas de humedad eran tantas y tan grandes que no se podía distinguir el color ni el dibujo del papel; de las esquinas pendían telarañas y por todo mobiliario había una mesa de pino y un par de sillas. En un rincón se veía una maleta de cartón abierta, las ropas de María Coral (entre las que no aparecían ni la capa ni las plumas que utilizaba para su actuación en el cabaret) campaban por doquier arrebujadas. Un tragaluz sobre la cama daba a un patio interior angosto y tan oscuro como el resto de la casa.

Acerqué la linterna al rostro de María Coral y la visión de sus facciones afiladas, sus ojos entrecerrados y sus labios amoratados me impresionaron más que la vez anterior. Sin darme cuenta temblaba como un azogado. Max, que advirtió mi estado, me tocó el codo y me hizo un gesto de apremio. Me retiré y entre él y el chauffeur incorporaron a María Coral. La gitana vestía un harapiento camisón empapado en sudor. Así no podíamos sacarla a la calle. Me quité el abrigo y se lo echamos sobre los hombros. La infeliz no era consciente de cuanto sucedía en torno a ella. Antes de salir, Max señaló un pequeño bolso de terciopelo raído que reposaba sobre la mesa. Lo tomé y lo metí en uno de los bolsillos del abrigo. Max agarró a María Coral por los pies, el chauffeur por los hombros y salimos al pasillo, atravesamos el vestíbulo y yo me asomé al rellano. Viendo el terreno expedito, llamé a mis compañeros. Los cuatro descendimos por la tortuosa escalera sin cruzarnos con nadie. En el primer piso me acerqué a Max y le susurré:

—No podemos pasar así por delante del portero. Incorpórenla y finjamos estar borrachos.

Así lo hicieron y yo apagué la linterna. Bajé primero y me dirigí, risueño y vacilante, a la garita donde el buen hombre seguía dejando pasar las horas muertas. Le saludé procurando que mi cuerpo se interpusiera entre él y el zaguán, le di una palmada en el hombro y deposité sobre la mesa unas monedas a modo de propina. El portero ladeó la cabeza para contemplar el paso de la extraña comitiva que formaban los dos hombres llevando en el centro a una mujer exánime, fijó en mí sus ojos vacuos y volvió a sumirse en el letargo de su vigilia sin sentido. Yo me retiré hacia la puerta y de nuevo los cuatro juntos nos dirigimos al automóvil. Por el camino me dije que aquélla debía de ser una extraña pensión cuando el portero no manifestaba sorpresa alguna ante hechos tan insólitos.

Una vez en el automóvil, Max y el chauffeur metieron a María Coral en el asiento posterior y Lepprince y el abogado pasaron a ocupar las banquetas. Los dos hombres de Lepprince montaron y el motor se puso en funcionamiento con suavidad. Lepprince, antes de cerrar la puerta, me dijo desde el interior:

—Vete a casa y no comentes este suceso con nadie. Ya tendrás noticias mías.

Cerró y vi partir el automóvil con rumbo desconocido. Había olvidado recuperar mi abrigo y la noche era fría. Me subí el cuello de la chaqueta, hundí las manos en los bolsillos y eché a caminar con paso rápido.

Nemesio Cabra Gómez daba cortos paseos, consultaba el reloj monumental que colgaba sobre su cabeza y se detenía invariablemente a contemplar los escaparates de El Siglo. Los grandes almacenes habían atiborrado las vitrinas con lo más vistoso de sus existencias y, como si la calidad de los productos no fuera suficiente reclamo, las habían engalanado con cintas de colores, papel de estaño, ramas de muérdago y otros motivos navideños. Un caudal incesante de compradores entraba y salía del almacén. Los que entraban de vacío salían cargados de paquetes, pero los que ya entraban cargados de paquetes salían sepultados bajo una pirámide colorista y alegre. Nadie parecía lamentarse de aquella fardería que los convertía en estibadores voluntarios y ocasionales. Algunas señoras encopetadas se hacían acompañar de sus lacayos o criadas, pero los más preferían acarrear por sí mismos el peso de las futuras ilusiones. Nemesio Cabra Gómez los contemplaba con envidia y un deje de tristeza. En el frontispicio del bazar unas letras descomunales decían:

«Feliz Navidad y próspero año 1918»

Nemesio Cabra Gómez volvió a mirar el reloj: las seis y cuarenta. Le habían citado a las seis y media, pero estaba más que habituado a esperar y no se impacientó. Por otra parte, el espectáculo era entretenido. Una joven madre que llevaba un niño de la mano se aproximó a Nemesio y le dio unos céntimos sonriendo. Nemesio contó los céntimos, se inclinó con gratitud y murmuró «Dios se lo pague». Luego reemprendió los paseos para combatir el frío del atardecer. Así transcurrieron diez minutos más. Frente al bazar se detenían coches de punto que dejaban y recogían gente. A las siete menos diez Nemesio oyó que le chistaban desde uno de los coches. Se aproximó y una mano le hizo señas de que subiera. Obedeció y el coche se puso en marcha. Las cortinillas iban corridas y no pudo apreciar qué dirección tomaban.

—¿Qué novedades traes? —preguntó el hombre que se sentaba frente a él. A pesar de la penumbra reinante en el interior del coche, Nemesio había reconocido al distinguido caballero que días atrás sostuvo con él una conversación de negocios.

—Localicé al sujeto, señor —respondió Nemesio—. Fue difícil, porque no parecía hombre de muchas relaciones, pero con paciencia y mano izquierda…

—Déjate de preámbulos y vamos al grano.

Nemesio Cabra Gómez tragó saliva y meditó una vez más sobre la conveniencia de referir la verdad. Temía que al oír las novedades que traía, el distinguido caballero se desinteresase y le ordenase abandonar las pesquisas, con pérdida de sus expectativas económicas. Pero no podía mentir, pues el caballero habría descubierto la verdad tarde o temprano y Nemesio, por experiencia, temía más que otra cosa en el mundo las represalias de los poderosos.

—Verá, señor, lo que tengo que decirle no le gustará. No le gustará ni pizca.

—Habla de una vez, caramba —instó el caballero.

—Le mataron, señor.

El caballero dio un respingo y se quedó con la boca abierta. Tardó unos segundos en recobrar el habla.

—¿Cómo has dicho?

—Que le mataron, señor. Mataron al pobre Pajarito de Soto.

—¿Estás seguro?

—Yo lo vi, con estos ojos que se ha de comer la tierra.

—¿Viste cómo lo mataban?

—Sí…, es decir, no exactamente. Le acompañe a su casa, pero él no me dejó llegar hasta el portal. Al retirarme vi pasar un automóvil que, al principio, no me llamó la atención, pero luego, reflexionando, me pareció el mismo automóvil que nos había estado siguiendo durante toda la noche. Volví a la carrera, señor, y ya estaba muerto, tendido en mitad de la calle.

—¿Había alguien más en la calle?

—Cuando se produjo el hecho, no, señor. Ya sabe la poca caridad que corre hoy en día. Cuando llegué junto a él ya se había concentrado un buen grupo, pero eso fue luego del accidente.

—¿Y estaba muerto?

—Seco como un bacalao, señor. Ni respiraba siquiera.

El caballero guardó silencio por espacio de unos minutos que Nemesio empleó en deducir, por los ruidos procedentes de la calle, el lugar por donde transitaban. Oyó el «tin-tan» de un tranvía y ruido de motores. El coche avanzaba con lentitud. Dedujo que no habían abandonado el centro comercial; probablemente circulaban con dificultad Paseo de Gracia arriba.

—¿Hablasteis de algo antes de que le mataran? —preguntó por fin el caballero.

—Sí, señor, charlamos toda la noche. Al principio, Pajarito de Soto estaba muy excitado a causa del vino.

—¿Borracho?

—Un poco borracho, sí, señor. Armó una buena en la taberna donde lo encontré.

—¿Qué entiendes tú por una buena?

—Empezó a despotricar contra todo y dijo que había que matar a un montón de gente.

—¿Citó nombres?

—No, señor. Dijo que había que matar a muchos, pero no dio ninguna lista.

—¿Explicó los motivos?

—Dijo que le habían engañado y que así engañarían a todo el mundo si no los mataban antes. Me pareció un poco exagerado, la verdad. Yo no creo que haya que matar a nadie.

—¿Qué más dijo?

—Poca cosa más. La clientela de la taberna le hizo callar y nos fuimos. En la calle ya no habló de matar. Cantaba y orinaba.

—¿Y así hasta que lo dejaste cerca de su casa?

—No, señor. Antes de separarnos se había serenado y parecía muy triste. Me dijo que a lo mejor lo mataban, a él. Debió de ser un presentimiento, ¿verdad?

—Sin duda —corroboró el caballero.

—Me pidió un favor, aunque no sé si debo revelárselo.

—Claro que debes, idiota. Para eso te pago.

—Verá, me pidió que avisase a un amigo suyo si a él le pasaba algo malo.

El caballero pareció recuperar parte de la perdida vitalidad.

—¿Te dio el nombre de su amigo?

—Sí, señor, pero no sé si debo…

—Para ya de decir memeces, Nemesio. El nombre del amigo.

—Javier Miranda —susurró Nemesio.

—¿Miranda?

—Sí, señor. ¿Lo conoce usted?

—¿Qué te importa? —atajó el caballero, y luego se acarició la barbilla con su mano enguantada—. Conque Miranda, ¿eh? Sí, lo conozco, claro está. Es el perro de Lepprince.

—¿Cómo dice, señor?

—Nada que te incumba —golpeó con el bastón el techo del coche, que se detuvo de inmediato—. Esto es todo, Nemesio. Has cumplido bastante bien. Puedes bajar y olvida que nos hemos visto alguna vez.

Entregó unos billetes a Nemesio e hizo ademán de abrir la portezuela. Nemesio ya esperaba un final semejante, pero no pudo evitar que su rostro evidenciase toda la tristeza que le embargaba. El caballero interpretó mal la expresión de Nemesio.

—¿Qué te pasa? ¿Quieres más dinero?

—Oh, no, señor. Estaba pensando que…

—¿Que qué?

—¿No vamos a seguir, señor? ¿No vamos a llevar este asunto hasta el final? Han asesinado a un pobre hombre, señor. Es un gran crimen.

—Yo no soy quién para hacer justicia, Nemesio. La policía se hará cargo del caso y castigará como se merece al culpable. A mí sólo me interesaba un poco de información y eso, desgraciadamente, ya es imposible de obtener.

—¿Y ese tal Miranda? ¿No quiere que lo localice? Puedo hacerlo. Tengo buenos amigos en todas partes.

—Nemesio, no mientas. A ti te escupen hasta los perros. Además, yo soy quien da las órdenes. Baja, haz el favor.

Nemesio Cabra Gómez decidió jugar la última baza.

—No se lo he contado todo, señor. Aquella noche hubo algo más.

—¿Ah, sí? De modo que querías hacer la guerra por tu cuenta, ¿eh?

—No se ofenda, señor. Los pobres tenemos que luchar por la supervivencia.

—Mira, Nemesio, has sido muy astuto, pero ya no me interesa este sucio asunto. Si hubo algo más, me trae sin cuidado.

—Es de gran interés, señor. De grandísimo interés.

—He dicho que te bajes. Y no se te ocurra jugármela, ¿entiendes? Nunca me has visto ni sabes quién soy. No te fíes de mi aparente tolerancia. Ándate con cuidado si no quieres seguir los pasos de Pajarito de Soto.

Abrió la portezuela y empujó sin miramientos a Nemesio, que dio varios traspiés para no perder el equilibrio. Los almacenes El Siglo cerraban sus puertas en aquel momento. El coche había dado vueltas a la manzana. Nemesio intentó seguirlo, pero el gentío le envolvió impidiéndole avanzar con rapidez. Contó el dinero que le había dado el caballero, se lo guardó en el interior de los pantalones y se abrió paso a codazos.

El abogado señor Cortabanyes se había metido dos croquetas de pollo en la boca y sus mofletes emprendieron un enérgico vaivén. Buscó con la mirada una servilleta con la que limpiarse los dedos y una vez localizado el objeto de su búsqueda en el extremo de una larga mesa se dirigió hacia él con la mano extendida, procurando no manchar a nadie. Un caballero enjuto, de pelo blanco y nariz bulbosa, que llevaba en el pecho una banda de alguna encomienda desconocida para el abogado, se interpuso en su camino. Le tendió la mano y el abogado retiró la suya. El caballero de la encomienda quedó perplejo y el abogado, al ir a darle una explicación, expelió mínimas bolitas de croqueta que fueron a pegarse en la banda del caballero.

—Usted perdone —masculló Cortabanyes.

—¿Cómo dice?

Cortabanyes señaló sus carrillos abultados.

—¡Coma usted tranquilo, mi querido Cortabanyes! —exclamó el de la encomienda haciéndose cargo de la situación—. Coma usted tranquilo. La prisa es el mal de nuestro tiempo.

Cortabanyes alcanzó el lugar donde se hallaban apiladas las servilletas, tomó la primera del montón, la desplegó, se limpió los dedos y los labios y engulló los últimos restos de croqueta. El de la encomienda le palmeó la espalda.

—¡Buen provecho!

—Gracias, muchas gracias. No recuerdo su nombre, ya me perdonará.

Cortabanyes disfrutaba en las fiestas multitudinarias. En la cortesía superficial y el formalismo se sentía seguro de sí, a salvo de las preguntas directas, de las consultas profesionales, de las propuestas insidiosas. Le gustaba emprender una conversación ligera, interrumpirla, picotear en todas las tertulias, intercalar una broma, un comentario frívolo. Le gustaba observar, deducir, adivinar, descubrir caras nuevas, sopesar figuras en alza, poderes en decadencia, pactos tácitos, traiciones de salón, crímenes sociales.

—Casabona, Augusto Casabona, para servirle —dijo el de la encomienda señalándose con el pulgar.

Cortabanyes le dio la mano y ambos se quedaron cortados, sin saber qué decirse.

—¿Qué me dice usted —barbotó por fin el de la encomienda—, qué me dice usted, amigo Cortabanyes, del último rumor que corre por ahí?

—Nunca diga el último rumor, amigo Casabona, porque ya no lo debe de ser.

—Je, je, qué ingenio, amigo Cortabanyes —rio el de la encomienda, y luego se puso serio como un sentenciado—. Me refiero al rumor de que nuestro amigo Lepprince será el próximo alcalde de Barcelona.

Cortabanyes agitó su obesa estructura en silenciosas carcajadas.

—¡Hay tantos rumores, amigo Casabona!

—Sí, pero alguno será cierto.

—Eso mismo me digo cuando juego a la lotería: algún número ha de salir. Y nunca es el mío, ya ve usted.

—Vaya, amigo Cortabanyes, barrunto que escurre usted el bulto y eso es señal de que hay gato encerrado. A mí no me la pega, no, señor.

—Amigo Casabona, si algo supiera, se lo diría. Pero la pura verdad es que nada sé. Ha llegado a mis oídos ese rumor, no quiero mentirle, pero no le presté más atención de la que presto a todos los rumores, es decir, bien poca.

—Sin embargo, reconozca usted, amigo Cortabanyes, que la noticia, de confirmarse, sería una bomba.

En las fiestas Cortabanyes no temía la indiscreción ajena. No cobraba por contestar y podía dar la callada por respuesta. No obstante, decidió hacer sufrir al premioso Casabona.

—¿Una bomba, dice usted? Le advierto, en confianza, que me parece un símil poco afortunado.

Casabona enrojeció.

—No quise decir… Usted es buen entendedor, amigo Cortabanyes. Le consta la profunda simpatía que siento por nuestro común amigo Lepprince. Precisamente…, precisamente saqué el tema a colación porque deseaba recabar del señor Lepprince un pequeño favor, nada de importancia. Por si él tuviese a bien…

Cortabanyes paladeaba la turbación del de la encomienda.

—Y dígame, amigo Casabona, ¿a qué se dedica usted?

—Oh, tengo una filatelia en la calle Fernando, usted habrá pasado mil veces por delante. Si es aficionado a los sellos, la tiene que conocer. Modestia aparte, me precio de haber tenido en mis manos los más valiosos ejemplares, por no hablar de mi clientela, entre la que se cuenta lo mejor, no ya de Barcelona, sino de Europa entera.

—Disculpe mi desinterés, amigo Casabona, pero mis escasos medios no me permiten aficionarme a otros sellos que los sellos móviles.

—¿Sellos móviles? —exclamó el de la encomienda palideciendo y forzando una risotada para congraciarse con el abogado—. ¡Ja, ja! Qué ingenio, amigo Cortabanyes. Nunca se me habría ocurrido, palabra de honor, nunca se me habría ocurrido. Sellos móviles, ¿eh? Tengo que contárselo a mi mujer —se inclinó—. Con permiso —y se fue riendo por lo bajo.

Cortabanyes lo vio desaparecer entre los grupos que charlaban en un intervalo de la orquesta. Los músicos bebían champán y alzaban las copas en señal de agradecimiento, ora en dirección a Lepprince, ora en dirección a María Rosa Savolta, que les devolvía el cumplido con una grácil inclinación y una sonrisa pletórica. Junto a ella, la señora de Pere Parells también sonreía y se inclinaba, partícipe parasitario del homenaje tributado a su anfitriona. Cortabanyes buscó las croquetas con la mirada. La cena se hacía esperar. En vez de descubrir las croquetas, su mirada topó con la de Lepprince, que desde la puerta de la biblioteca le hacía señas para que se reuniera con él. A causa de la distancia y de la vista cansada, el abogado no pudo apreciar si el rostro de Lepprince exteriorizaba satisfacción o contrariedad.

La limousine se detuvo en la calle Princesa, cerca del salón de San Juan, ante un edificio nuevo de tres plantas y altas ventanas de guillotina. La puerta de la calle, de cristal emplomado color caramelo, revelaba una luz en el vestíbulo. Sobre la puerta y perpendicular a la pared, un letrero decía:

Hotel Mérida

Confort

Lepprince y Max bajaron del automóvil y el francés tiró del pomo que asomaba por un orificio del dintel. En el interior repiqueteó una campanilla y a poco se oyó el siseo de unas zapatillas que se aproximaban. Una voz ronca repetía: «Ya va, ya va»; luego se descorrió un pestillo y la puerta de cristal se abrió hasta el límite que le permitía una cadenita. Lepprince y Max intercambiaron una mirada irónica. Medio rostro soñoliento les observaba a través de la rendija.

—¿Qué desean, señores? —preguntó el medio rostro.

—Soy monsieur Lepprince, ¿se acuerda de mí?

El ojo entrecerrado del medio rostro recuperó súbitamente su tamaño normal.

—¡Ah, monsieur Lepprince, perdóneme, no le había reconocido! Estaba dormido, ¿sabe usted?, y tengo un despertar muy torpe. Le abro en un santiamén.

La puerta se cerró, hubo un ruido de cerrojo que se descorre y la puerta quedó franca. El recepcionista del hotel llevaba una bata de lana gris sobre un traje arrugado.

—Pasen ustedes y perdonen que les reciba con esta bata. No creí que viniese nadie a estas horas y había dejado apagar la estufa, pero en un momento la enciendo de nuevo. Hace una noche muy traicionera, ¿verdad?

—Tenemos una invitada, Carlos, usted ya la conoce.

Carlos juntó las manos y alzó los ojos al techo.

—¡Oh, ha vuelto la señorita! Qué alegría, monsieur.

—Supongo que tendrá alguna habitación libre.

—Siempre hay habitación en mi hotel para monsieur Lepprince. No será la misma de la otra vez. Si me hubieran avisado con un poco de antelación… Pero no importa. Tengo otra, interior, un poco más reducida, pero muy discreta y silenciosa. Très, très mignone.

Lepprince y Max volvieron a la limousine.

—Puedes esperar aquí —dijo Lepprince a Cortabanyes— no tardaremos mucho.

—Ni hablar, hijo —replicó el abogado—. Yo no me quedo solo en esta calle tan oscura. Además, hace un frío de muerte.

Lepprince y el chauffeur sacaron a María Coral del automóvil y detrás bajó Cortabanyes. Los cuatro hombres y su carga entraron en el hotel y el recepcionista cerró la puerta y volvió a echar los cerrojos.

—La señorita está enferma —explicó Lepprince—. Vamos a llevarla a la habitación y luego irán en busca de un médico. Yo me quedaré con ella y, por supuesto, asumo toda la responsabilidad.

El recepcionista, que había fruncido el ceño al ver el cuerpo exánime de la gitana, recuperó su sonrisa.

—Por aquí, señores, síganme. Yo paso delante para indicarles el camino. Cuidado con el escalón.

Con un quinqué alumbraba la escalera primero y el pasillo después. Al llegar a la última puerta, sacó una llave del bolsillo del chaleco y abrió. La habitación, como el resto del hotel, estaba limpia, pero olía a humedad.

—Está un poco fría. Si me permiten, encenderé el brasero. Como no es muy grande, se caldeará en seguida —dijo el recepcionista.

Mientras Lepprince y el chauffeur tendían a María Coral en la cama, el recepcionista encendió un brasero de orujo. Acabada la operación, Lepprince le tendió un billete y le despidió con un gesto.

—Muchas gracias, monsieur. Si me necesita, estaré abajo. No vacile en llamarme.

Lepprince quitó a María Coral el abrigo que aún llevaba puesto y la tapó con las sábanas. Max revisaba la ventana de guillotina y oteaba el exterior. Cortabanyes se frotaba las manos junto al brasero.

—Vaya usted en busca del doctor Ramírez —dijo Lepprince al chauffeur—. Su dirección es calle Salmerón, 6, principal. Antes deje al señor Cortabanyes en su casa. Que le acompañe Max, él conoce al doctor. Max, dile que se trata de un caso urgente, que no haga preguntas. Si a pesar de todo las hace, ya sabes lo que has de contestar. Y procura que no cuente nada a su mujer. Si no estuviera en casa por haber tenido que asistir a un enfermo, averigua la dirección del enfermo y te lo traes de todos modos. Contigo hablaré mañana —concluyó dirigiéndose a Cortabanyes.

Los tres hombres saludaron y salieron. Lepprince, cuando se quedó solo, se sentó en el borde de la cama y contempló pensativo el rostro de María Coral.

Por la mañana el cielo seguía nublado y una lluvia fina flotaba en el aire. Los coches se deslizaban dejando un surco negro en el adoquinado y los cascos de los caballos chapoteaban. Desde la ventana veía circular arriba y abajo una doble corriente de paraguas. El día no era propicio a los pensamientos alegres y mi tranquilidad de la noche anterior, la tranquilidad de haber dejado a María Coral en buenas manos se disipó. Mientras me afeitaba recapitulé los hechos bajo el prisma de la serenidad y no quedé satisfecho del análisis. En primer lugar, Lepprince se había mostrado extrañamente frío conmigo, sobre todo considerando que no nos habíamos visto en varios meses. No había querido abandonar el automóvil y había enviado en su lugar a un pistolero y a su chauffeur. El chauffeur constituía una novedad para mí: Lepprince siempre se había vanagloriado de conducir su automóvil mejor que nadie y experimentaba un enorme placer haciéndolo. ¿Quién era ese desagradable individuo de aspecto simiesco? ¿Un nuevo guardaespaldas? ¿Por qué Lepprince se ocultaba tras las cortinillas echadas de la limousine? ¿Por qué se hizo acompañar de Cortabanyes, a todas luces innecesario y previsiblemente molesto en una situación semejante? Y, por último, ¿por qué me habían dejado en tierra? En el automóvil había espacio suficiente, si no sobrado, para llevarme con ellos. ¿Qué habían hecho con María Coral?

Desayuné de prisa y me fui al despacho con ánimo de asaltar a Cortabanyes tan pronto lo viese aparecer y obligarle a contármelo todo. Pero no tuve ocasión: a pesar de llegar antes de lo acostumbrado, Cortabanyes se me había adelantado y estaba reunido con un cliente en su gabinete. Aquello suponía un misterio más a añadir a la lista: Cortabanyes nunca se dejaba ver antes de las diez o diez y media y mi reloj señalaba las nueve menos cuarto.

Estuve dando paseos por la biblioteca, fumando un cigarrillo tras otro. A las nueve y diez llegó la Doloretas, inició una conversación sobre las molestias que ocasiona la lluvia y, ante mis respuestas monosilábicas y extemporáneas, dejó de hablar, desenfundó su máquina y se puso a teclear. A las diez menos cuarto compareció Perico Serramadriles. Traía un ejemplar de un periódico satírico e intentó mostrarme unas caricaturas sediciosas. Lo rechacé y se metió en su cubil. A las diez oí la voz de Cortabanyes que me reclamaba en su gabinete. Acudí de un salto. La intempestiva visita era Lepprince.

—Pasa, Javier, hijo, y siéntate —me indicó Cortabanyes.

Lepprince se había levantado y me atajó con un gesto.

—No te sientes, no vale la pena: nos vamos ahora mismo tú y yo.

—¿Cómo está María Coral? —pregunté.

—Bien —dijo Lepprince.

—¿Seguro?

Lepprince sonrió con aire de condescendencia. Mi tono debía de resultar impertinente a quien no tenía costumbre de ver puesta en duda su palabra.

—Eso dijo el médico, Javier, y confío en sus conocimientos. De todos modos, pronto podrás verificarlo por ti mismo, porque la vas a ver esta misma mañana.

—¿Dónde está?

—En un hotel. No le falta nada y, por otra parte, no debes preocuparte tanto por su salud. No padecía una enfermedad grave.

Me palmeó el hombro, me miró fijamente a los ojos y sonrió. Mis temores de la mañana se habían desvanecido. Tomé el abrigo, que Lepprince había traído y dejado sobre una de las butacas del gabinete, y ambos salimos a la calle. La limousine se acercó majestuosa, se detuvo ante nosotros, que aguardábamos a cubierto de la lluvia, y el chauffeur descendió enarbolando un paraguas con el que cubrió a Lepprince. Montamos. En el automóvil iba Max. Bajamos delante del hotelito de la calle Princesa. Yo me sentía un tanto anonadado.

—Espero no ser inoportuno —susurré al oído de Lepprince cuando cruzábamos el diminuto vestíbulo.

—No seas tonto. Mira, apenas María Coral recobró el conocimiento quiso saber, como es lógico, dónde se hallaba y qué le había pasado. Se lo explicamos todo y, naturalmente, la participación que tú habías tenido en los acontecimientos de ayer noche. No me dejó en paz hasta que le prometí traerte tan pronto como me fuera posible.

—¿De verdad? ¿Es cierto que quiere verme? —pregunté con tan alborozo que Lepprince soltó la carcajada. Yo enrojecí hasta la raíz del cabello. Los sentimientos que me embargaban empezaban a darme miedo.

Habíamos llegado. Lepprince golpeó con los nudillos la puerta de la habitación. Una voz de mujer nos dio permiso para entrar y así lo hicimos. La mujer que había respondido a la llamada era una enfermera. María Coral reposaba en la cama con los ojos cerrados, pero no dormía, porque los abrió al oírnos entrar. Los colores habían vuelto a su cara y su mirada había recobrado parte de la viveza que yo recordaba de otros tiempos. Me acerqué al lecho y no supe qué decir. Me tendió una mano blanca que yo estreché y ella retuvo la mía.

—Me alegro de verla recuperada —dije con voz infatuada.

—Me salvaste la vida —dijo ella esbozando una sonrisa.

Lepprince y la enfermera habían salido al pasillo. Yo me sentí más cohibido aún y bajé los ojos para no sentir los de María Coral fijos en los míos.

—El señor Lepprince… —añadí— acudió en seguida en su ayuda. Eso la salvó, seguramente.

—Acércate, no puedo oírte bien.

Aproximé mi rostro al suyo. Ella seguía apretando mi mano.

—Hay algo que quisiera saber —murmuró.

—Usted dirá —dije adivinando y temiendo la pregunta que se avecinaba.

—¿Por qué viniste anoche a mi habitación?

No me había equivocado. Noté que volvía a enrojecer. Busqué alguna expresión en sus ojos o en su voz, pero nada leí sino curiosidad.

—No debe malinterpretarlo —empecé a decir—. La otra noche fui con un amigo al cabaret y la vi actuar. La reconocí, volví con ánimo de saludarla y me dieron su dirección. Cuando llamé a la puerta y nadie me contestó, pensé que había salido o que no deseaba recibir visitas, pero, de pronto —añadí alterando convenientemente los hechos—, me pareció escuchar un lamento. Abrí y la vi en la cama con un aspecto alarmante. Llamé a Lepprince y el resto ya lo sabe.

—Eso explica lo que ocurrió, pero no el porqué.

—¿El porqué?

—Por qué querías verme.

Me pareció que brillaba en sus pupilas una lucecita maliciosa y miré de nuevo al suelo.

—Cuando la vi en aquella pensión cochambrosa —dije para eludir la cuestión—, temí lo peor.

María Coral me soltó la mano, suspiró y cerró los párpados sobre una lágrima incipiente.

—¿Qué le ocurre?, ¿se siente mal? ¿Quiere que avise a la enfermera? —exclamé asustado y aliviado al mismo tiempo.

—No, no es nada. Estaba pensado en aquella pensión y en todo lo sucedido. Ahora parece tan lejano y, ya ves, sólo han pasado unas horas. Pensaba…, ¿qué más da?

—No, dígame lo que pensaba.

Giró la cabeza hacia la pared para que no la viera llorar, pero unos gemidos entrecortados la traicionaron.

—Pensaba que pronto tendré que volver ahí. Quisiera morirme…, ¡no te rías de mí, por favor!…, quisiera morirme aquí, en este hotel tan limpio, rodeada de personas tan buenas como tú.

No pude seguir oyendo: caí de rodillas junto al lecho y le tomé de nuevo la mano entre las mías.

—No diga eso, se lo prohíbo. No volverá jamás a esa pensión inmunda ni a ese cabaret ni a esa vida arrastrada que ha soportado hasta hoy. No sé cómo lo haré, pero alguna solución he de encontrar para que usted pueda llevar por fin la vida decente que merece. Si fuera preciso…, si fuera preciso, estaría dispuesto a todo por usted, María Coral.

Volvió la cara y me miró con tal dulzura que fueron mis ojos los que se arrasaron en lágrimas. Con la mano libre acarició mi pelo y mis mejillas y dijo:

—No hables así. No quiero que sufras por mi suerte. Bastante has hecho ya.

La puerta de la habitación se abrió y yo me incorporé de un salto. Lepprince y la enfermera entraron, y con ellos un hombre de edad, grueso, calvo y bien afeitado que olía a masaje facial. Lepprince me lo presentó como el doctor Ramírez.

—Ha venido a reconocer a María Coral.

El doctor Ramírez me dirigió una sonrisa franca.

—No se inquiete por la chica. Es fuerte y no tiene nada. Está un poco débil, pero eso se le pasará pronto. Ahora, si no le importa, tendrán que salir del cuarto. Le voy a dar un calmante para que duerma. Necesita reposo y comida sana: no hay mejor medicina en el mundo.

Lepprince y yo salimos del hotel. La lluvia se había detenido, pero el cielo seguía encapotado y el aire impregnado de humedad.

—Después de estas lluvias —dijo Lepprince— vendrá la primavera. ¿Te has fijado en los árboles? Están a punto de echar brotes.

Cortabanyes se reunió con Lepprince y ambos entraron en la biblioteca. El abogado estaba de excelente humor, pero no así el francés.

—Acabo de hablar con un votante —dijo Cortabanyes—. Un hombre influyente, dueño de una filatelia. Creo que se llama Casabona.

—No tengo idea de quién pueda ser.

—Tú le has invitado.

—No conozco al noventa por ciento de mis invitados y sospecho que tampoco ellos me conocen a mí —replicó Lepprince.

—Pues ése sí te conoce, y bien… Me ha preguntado cuándo serás alcalde para que le hagas unos favores.

—¿Alcalde? Sí que corren las noticias. ¿Qué le has dicho?

—Nada concluyente. Pero convendría que le compraras unos sellos: hay que mimar a los electores —rio Cortabanyes.

Lepprince cortó la conversación del abogado con un gesto de impaciencia.

—¿Has hablado últimamente con Pere Parells?

—No, ¿le ocurre algo?

—Ha venido a darme la lata con esa historia de las acciones —gruñó Lepprince.

Un camarero abrió la puerta de la biblioteca y se quedó inmóvil en el vano. Lepprince lo fulminó con la mirada.

—Perdón, señor. La señora desea saber si se puede servir la mesa.

—Dígale que si y no moleste —lo reexpidió Lepprince. Al abogado—: ¿Quién le habrá dicho una cosa semejante?

—¿A Pere Parells? Yo no, por supuesto.

—Ni yo —dijo Lepprince tontamente—. Pero el caso es que algo ha oído y eso demuestra que hay filtraciones.

Cortabanyes se arregló la corbata y estiró los puños raídos de su camisa.

—¿Qué le vamos a hacer? —dijo con absoluta calma.

—¡No te consiento este tono, Cortabanyes! —rugió Lepprince.

Cortabanyes sonrió.

—¿Qué tono, hijo?

—Cortabanyes, por el amor de Dios, no te hagas el tonto. Los dos estamos metidos en esto hasta el cuello. Ahora no puedes abandonar.

—¿Quién habla de abandonar? Vamos, vamos, serénate. Aquí no ha pasado nada. Reflexiona, ¿qué ha pasado? Parells ha oído un rumor; Casabona, el filatélico, ha oído otro. ¿Y qué? Ni tú eres alcalde ni las acciones de la empresa Savolta han salido a cotización. Sólo ha ocurrido eso: que dos bulos han circulado. Y nada más.

—Pero Parells les ha prestado crédito. Está furioso.

—Ya se le pasará. ¿Qué otro remedio le queda?

—Puede hacernos mucho daño, si se lo propone.

—Si se lo propone, sí, pero no se lo propondrá: Está viejo y solo. Desde que murieron Savolta y Claudedeu no tiene fuerza. Es sólo apariencia, créeme. Y nos conviene tenerle a nuestro lado. Da prestigio, todos le consideran. Es…, ¿cómo te diría?, la tradición, el Liceo, la Virgen de Montserrat.

Lepprince cruzaba y descruzaba las piernas y se retorcía los dedos sin dejar de mirar fijamente al abogado. Resopló y dijo:

—Está bien, ya estoy calmado. ¿Qué vamos a hacer?

—¿Qué le has contestado cuando te ha venido con el cuento?

—Que era un imbécil y que se fuera a la mierda. ¡Sí, ya lo sé! No he sido diplomático, pero ya está hecho.

—Hijo, eres un cabezota —le reprendió bonachonamente Cortabanyes—, no mereces lo que tienes. Piensa que eres rico, una personalidad pública, no puedes agarrar una pataleta cada vez que algo o alguien te contraríe. Frialdad, hijo. Eres rico, no lo olvides: tienes que ser conservador ante todo. Moderación. No ataques, son ellos los que tienen que atacar. Tú sólo tienes que defenderte, y poco, no vayan a creer que los ataques te pueden dañar.

Lepprince abatió la cabeza y se quedó inmóvil. Cortabanyes le palmeó el hombro.

—¡Ah, los jóvenes, tan impulsivos! —declamó—. Anda, levanta ese ánimo, que llaman a cenar. Eso nos sentará bien. Procura que Pere Parells ocupe un lugar preeminente en la mesa y muéstrate cortés. Luego te lo llevas aparte, le das coñac y un puro y te reconcilias con él. Si es preciso, le pides perdón, pero no tiene que salir de esta casa con la cabeza llena de nubes negras. ¿Lo has entendido?

Lepprince dijo que sí con la cabeza.

—Pues levántate, lávate la cara y vamos al comedor. No puedes llegar tarde a la cena: es tu fiesta. Y prométeme que no volverás a perder el control.

—Te lo prometo —dijo Lepprince con un hilo de voz.

Nemesio Cabra Gómez tenía hambre. Llevaba una hora vagando por las calles silenciosas y el frío se le había metido hasta los huesos. Pasó por delante de una tasca y se paró a fisgar a través de los cristales empañados de la puerta. Casi no se veía el interior a causa de la grasa y el vaho, pero se adivinaba el bullicio propio de la festividad. Era la noche de San Silvestre, la víspera de Año Nuevo. Contó el dinero que le quedaba y calculó que aún podía pagarse una cena discreta. La puerta se abrió para dar paso a un hombre tripudo y endomingado que salió con paso vacilante llevando del brazo a una mujer joven, de carnes frescas y abundantes y perfume incisivo. Nemesio Cabra Gómez se hizo a un lado y se ocultó en la sombra. Esfuerzo innecesario, pues el hombre no le habría visto aunque se hubiese arrojado a sus pies, ocupado como andaba en tenerse sobre sus piernas y en manosear a la mujer, que procuraba escurrir el cuerpo a las torpes caricias del cliente sin dejar de sonreír y fingir alegría. Pero lo que Nemesio no pudo evitar fue que la visión de la mujer le inundase los ojos y que su nariz se viese asaltada por el perfume sensual y el olor a pescado frito que salía de la tasca.

Aquellas tentaciones pudieron más que su reserva. Empujó la puerta y entró. La tasca era una olla de grillos. Todo el mundo hablaba a la vez, los borrachos cantaban, cada cual a su aire y a pleno pulmón, con la pretensión de hacerse oír y la tenacidad propia del borracho. Nemesio contempló el espectáculo desde la entrada: nadie pareció advertir su presencia, las cosas se presentaban bien. Pero pronto los hechos vinieron a contradecir su optimismo. Las voces fueron atenuándose poco a poco, callaron los borrachos y en cuestión de segundos el silencio más absoluto se adueñó del local. Más aún: los parroquianos, que se apiñaban en torno a la barra, fueron apartándose a uno y otro lado del establecimiento hasta dejar una calle flanqueada de rostros expectantes, a un extremo de la cual estaba Nemesio y al otro un tipo barbudo y musculoso, vestido con una sucia zamarra y boina vasca.

Nemesio Cabra Gómez no necesitó más datos para deducir que su situación no era la deseada. Dio media vuelta, abrió la puerta y apretó a correr. El hombre de la zamarra y la boina salió tras él.

—¡Nemesio! —aulló con un vozarrón que parecía un cañonazo—. ¡Nemesio, no escapes!

Nemesio galopaba por las calles sorteando viandantes y saltando obstáculos, sin volver la cabeza, seguro de que le perseguía el de la zamarra y de que le perseguiría hasta ponerle la mano encima. Forzó la marcha, recibió un cubo de agua sucia arrojado desde una ventana, perdió un zapato. Las fuerzas le abandonaban, los pulmones le ardían. Oyó de nuevo el vozarrón.

—¡Nemesio! ¡Es inútil que corras, te atraparé!

Aún dio media docena de zancadas, se le nubló la vista, se agarró a un poyo y resbaló lentamente hasta sentarse en el suelo. El hombrachón de la zamarra llegó a su lado resoplando, lo agarró por los hombros y tiró de él hasta ponerlo en pie.

—¿Te querías escapar, eh?

Cada vez que le soltaba se le arrugaban las piernas y se caía. El coloso de la boina se sentó en el poyo y esperó a que Nemesio recobrase el aliento. Mientras esperaba se abrió la zamarra para sacar un pañuelo de hierbas con el que enjugarse el sudor, y al hacerlo dejó entrever la culata negra de un pistolón.

—Yo no hice nada, lo juro por la Santísima Trinidad —resollaba Nemesio abrazado al poyo—. No tengo nada de qué avergonzarme.

—¿Ah, no? ¿Y por qué corrías? —espetó el de la zamarra.

Nemesio aspiró una bocanada de aire y encogió los hombros.

—Hay mucha mala fe en estos tiempos.

—Ya nos lo contarás más tarde. Ahora levántate y ven conmigo. Ah, y cuidado con hacer tonterías. La próxima vez que intentes escapar te descerrajo un tiro. Ya lo sabes.