I

Eran las nueve y media de una noche desapacible de diciembre y se había desencadenado una lluvia sucia. Rosa López Ferrer, más conocida por Rosita «la Idealista», prostituta de profesión, dos veces detenida y encarcelada (una en relación con la venta de artículos robados y otra por encubrimiento de un sujeto buscado y posteriormente detenido por actos de terrorismo), hizo un buche con el vino y lo expelió ruidosamente rociando a un parroquiano de la taberna que la contemplaba en silencio desde hacía rato.

—¡Cada día echáis más agua y más sustancias en este vino, cabrones! —chilló a pleno pulmón increpando al dueño de la taberna.

—¿No te jode, la señora marquesa? —respondió el tabernero, imperturbable, después de cerciorarse de que nadie, aparte del silencioso parroquiano, había sido testigo de la denuncia.

—Modere sus palabras, caballero —terció el silencioso parroquiano.

Rosita «la Idealista» lo miró como si no hubiese reparado antes en su presencia, aunque el silencioso parroquiano llevaba más de dos horas agazapado en un taburete bajo sin quitarle los ojos de encima.

—¡Nadie te da vela en este entierro, rata! —le espetó Rosita.

—Con su permiso, sólo quería restablecer la justicia —se disculpó el parroquiano.

—¡Pues vete a restablecer lo que quieras a la puta calle, mamarracho! —dijo el tabernero asomando medio cuerpo por encima del mostrador—. Insectos como tú desprestigian el negocio. Llevas aquí toda la tarde y no hiciste un céntimo de gasto; eres tan feo que das miedo a los lobos, y, además, apestas.

El parroquiano así denostado no reveló más tristeza de la que ya naturalmente desprendía su figura.

—Está bien, no se ponga usted así. Ya me voy.

Rosita «la Idealista» se compadeció.

—Está lloviendo, ¿no llevas paraguas?

—No tengo, pero no se preocupen por mí.

Rosita se dirigió al tabernero, que no apartaba los ojos iracundos del parroquiano.

—No tiene paraguas, tú.

—¿Y a mí que más me da, mujer? El agua no le hará daño.

«La Idealista» insistió:

—Déjale que se quede hasta que amaine.

El tabernero, bruscamente desinteresado por aquel asunto, se encogió de hombros y volvió a los quehaceres habituales. El parroquiano se dejó caer de nuevo en el taburete y reanudó la contemplación muda de Rosita.

—¿Has cenado? —le preguntó ella.

—Todavía no.

—¿Todavía no desde cuándo?

—Desde ayer por la mañana.

La bondadosa prostituta robó un pedazo de pan del mostrador aprovechando el descuido del tabernero y se lo dio al parroquiano. Luego le tendió una fuente que contenía rodajas de salchichón.

—Coge unas cuantas ahora que no nos mira —le susurró.

El parroquiano hundió el puño en la fuente y en esa sospechosa actitud los sorprendió el dueño del establecimiento.

—¡Por mi madre que te parto el alma, ladrón! —aulló.

Y ya salía de detrás del mostrador blandiendo un cuchillo de cocina. El parroquiano se refugió detrás de Rosita «la Idealista», no sin antes haberse metido en la boca los trozos de salchichón.

—¡Quítate de ahí, Rosita, que lo rajo! —gritaba el tabernero, y habría cumplido sus amenazas de no haberle interrumpido la entrada de un nuevo y sorprendente parroquiano. Era éste un hombre de mediana estatura y avanzada edad, enjuto, de pelo cano y semblante grave. Vestía con elegancia y su aspecto, así como la calidad y el corte de las prendas que llevaba, denotaban su posición adinerada. Venía solo y se detuvo en el vano de la puerta observando con curiosidad el local y sus ocupantes. Se advertía que no tenía costumbre de visitar lugares de semejante categoría, y el tabernero, Rosita y el parroquiano supusieron que el recién llegado buscaba cobijo de la lluvia, pues traía calados el gabán y el sombrero.

—¿En qué puedo servirle, señor? —dijo el tabernero, solícito, escondiendo el cuchillo bajo el delantal y avanzando encorvado hacia la puerta—. Sírvase pasar, hace una noche de perros.

El recién llegado miró con desconfianza al tabernero y a su delantal, del que sobresalía la punta brillante y afilada del tajadero, avanzó unos pasos, se despojó del abrigo y el sombrero, que colgó de un gancho grasiento y luego, sin más preámbulos, se dirigió decididamente hacia el asustado parroquiano, a quien acababa de salvar con su aparición providencial.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Nemesio Cabra Gómez, para servir a Dios y a usted.

—Pues ven conmigo a una mesa donde nadie nos moleste. Tenemos que hablar de negocios.

El tabernero se acercó humildemente al recién llegado.

—El señor me perdonará, pero este hombre acaba de robarme un salchichón y yo, considerando que son ustedes…

El recién llegado midió al tabernero con semblante adusto y sacó del bolsillo unas monedas.

—Cóbrese de ahí.

—Gracias, señor.

—Traiga cena para este hombre. No, a mí no me traiga nada.

Nemesio Cabra Gómez, que había seguido el curso de los acontecimientos sin perder detalle, se frotó las manos y aproximó su rostro macilento al de «Rosita la Idealista».

—Un día de estos seré rico, Rosita —le dijo en voz muy queda—, y juro ante la Virgen de la Merced que cuando llegue ese día te retiro y te pongo a vivir una vida decente:

La generosa prostituta no daba crédito a lo que veían sus ojos. ¿Se conocían aquellos dos seres tan heterogéneos?

Perico Serramadriles agitó delante de mis ojos un carnet del Partido Republicano Reformista. Era el quinto partido al que se afiliaba mi compañero de trabajo.

—Vete tú a saber —me dijo—, vete tú a saber lo que harán con nuestras cuotas.

Perico Serramadriles tenía ganas de conversación y yo muy pocas. A mi vuelta de Valladolid me había reintegrado al despacho de Cortabanyes con la tácita aquiescencia de éste, que tuvo la delicadeza de no hacer ningún comentario a lo que a todas luces constituía un fracaso estrepitoso y vergonzante. La readmisión estuvo presidida por una apatía que encubría el afecto y lo sustituía con ventaja.

—Mira, chico, el proceso es tan simple como todo esto: te haces miembro de un partido, el que sea, y empiezan: «Paga por aquí, paga por allá, vota esto, vota aquello». Y luego van y te anuncian: «Ya hemos jodido a los conservadores, ya hemos jodido a los radicales». Y yo me pregunto, ¿tanto cuento, para qué? Uno sigue igual un día y otro día, los precios suben, los sueldos no se mueven.

Perico Serramadriles, siguiendo el vaivén de los acontecimientos, se había vuelto revolucionario y quería saquear los conventos y los palacios, del mismo modo que dos años atrás exigía una intervención armada para poner fin con hierro y fuego a las huelgas y los alborotos.

A decir verdad, la situación del país en aquel año de 1919 era la peor por la que habíamos atravesado jamás. Las fábricas cerraban, el paro aumentaba y los inmigrantes procedentes de los campos abandonados fluían en negras oleadas a una ciudad que apenas podía dar de comer a sus hijos. Los que venían pululaban por las calles, hambrientos y fantasmagóricos, arrastrando sus pobres enseres en exiguos hatillos los menos, con las manos en los bolsillos los más, pidiendo trabajo, asilo, comida, tabaco y limosna. Los niños enflaquecidos corrían semidesnudos, asaltando a los paseantes; las prostitutas de todas las edades eran un enjambre patético. Y, naturalmente, los sindicatos y las sociedades de resistencia habían vuelto a desencadenar una trágica marea de huelgas y atentados; los mítines se sucedían en cines, teatros, plazas y calles; las masas asaltaban las tahonas. Los confusos rumores que, procedentes de Europa, daban cuenta de los sucesos de Rusia encendían los ánimos y azuzaban la imaginación de los desheredados. En las paredes aparecían signos nuevos y el nombre de Lenin se repetía con frecuencia obsesiva.

Pero los políticos, si estaban intranquilos, lo disimulaban. Inflando el globo de la demagogia intentaban atraerse a los desgraciados a su campo con promesas tanto más sangrantes cuanto más generosas. A falta de pan se derrochaban palabras y las pobres gentes, sin otra cosa que hacer, se alimentaban de vanas esperanzas. Y bajo aquel tablado de ambiciones, penoso y vocinglero, germinaba el odio y fermentaba la violencia.

Contra este paisaje desolado se recortaba la imagen de Perico Serramadriles aquella oscura tarde de febrero.

—¿Sabes lo que te digo, chico? Que los políticos sólo buscan medrar a nuestra costa —dijo moviendo afirmativa y gravemente la cabeza para corroborar tan original observación.

—¿Y por qué no te das de baja? —le pregunté.

—¿Del Partido Republicano?

—Claro.

—Oh —exclamó desconcertado—, ¿y en cuál me apunto? Todos son iguales.

En cuanto a mí, ¿qué puedo decir? Todo aquello me traía sin cuidado, indiferente a cuanto no fuera mi propio caso. Creo que habría recibido como una resurrección la revolución más caótica, viniera de donde viniese, con tal de que aportara una leve mutación a mi vida gris, a mis horizontes cerrados, a mi soledad agónica y a mi hastío de plomo. El aburrimiento corroía como un óxido mis horas de trabajo y de ocio, la vida se me escapaba de las manos como una sucia gotera.

No obstante, un acontecimiento fortuito iba a cambiar mi vida para bien o para mal.

Todo empezó una noche en que Perico Serramadriles y yo decidimos dar un paseo después de cenar. El invierno se retiraba para dejar paso a una incipiente primavera y el clima era inestable pero benigno. Era un día de mediados de febrero, un día sereno y tibio. Perico y yo habíamos cenado en una casa de comidas próxima al despacho de Cortabanyes, del que habíamos salido tarde por culpa de un cliente intempestivo. A las once nos encontrábamos en la calle y empezamos a caminar sin rumbo fijo ni plan preconcebido. De común acuerdo nos adentramos en el Barrio Chino, que a la sazón salía de su letargo invernal. Las aceras estaban atiborradas de gentes harapientas de torva catadura, que buscaban en aquel ambiente de bajez y corrupción el consuelo fugaz a sus desgracias cotidianas. Los borrachos cantaban y serpenteaban, las prostitutas se ofrecían impúdicamente desde los soportales, bajo las trémulas farolas de gas verdoso; rufianes apostados en las esquinas adoptaban actitudes amenazadoras exhibiendo navajas; humildes chinos de sedosos atavíos salmodiaban mercancías peregrinas, baratijas y ungüentos, salsas picantes, pieles de serpiente, figurillas minuciosamente talladas. De los bares surgía una mezcla corpórea de voces, música, humo y olor a frituras. A veces un grito rasgaba la noche.

Sin apenas hablar, Perico y yo nos internamos más y más en aquel laberinto de callejones, ruinas y desperdicios, él curioseándolo todo con avidez, yo ajeno al lamentable espectáculo que se desarrollaba a nuestro alrededor. Así llegamos, por azar o por un móvil misterioso, a un punto que me resultó extrañamente familiar. Reconocí aquellas casas, aquel adoquinado irregular, tal o cual establecimiento, un olor, una luz que despertaban en mí recuerdos adormecidos. Por contraste con las calles que acabábamos de abandonar, la demarcación estaba desierta y silenciosa. Nos encontrábamos cerca del puerto y una leve neblina cargada de sal y brea volvía el aire denso y la respiración fatigosa. Sonó una sirena y las ondas graves de su gemido quedaron vibrando a ras de suelo. Yo avanzaba cada vez más decidido y más ligero, arrastrando al sorprendido y atemorizado Perico prendido de mis talones. Una fuerza instintiva e irrefrenable me impulsaba y habría continuado solo aun sabiendo que un turbio destino (y tal vez la muerte) me aguardaban. Pero Perico estaba demasiado desconcertado para sustraerse al influjo de mi determinación y, por otra parte, temía retroceder y perderse. Cuando me detuve se colocó resollando a mi lado.

—¿Se puede saber adónde vamos? Este lugar es horrible.

—Ya hemos llegado. ¡Mira! —Y le señalé la puerta de un tenebroso cabaret. Un letrero sucio y roto anunciaba: elegantes variedades e incluía la lista de precios. Del interior llegaban las notas mortecinas de un piano desafinado.

—No querrás entrar ahí —me dijo con el miedo cincelado en el rostro.

—Claro, a eso hemos venido. Seguro que no conocías el local.

—¿Por quién me tomas? Desde luego que no. ¿Tú sí?

Sin responder, empujé la puerta del cabaret y entramos.

—¡Matilde! ¿Se puede saber dónde te has metido?

—¿Me llamaba la señora?

La señora se volvió sobresaltada.

—¡Qué susto me has dado, mujer! —y lanzó una risa jovial. Esperaba ver aparecer a la criada por una puerta que comunicaba el salón con el pasillo—. ¿Qué hacías ahí parada como un pasmarote?

—Esperaba órdenes de la señora.

La señora apartó de su rostro un largo tirabuzón rubio que cayó como una lluvia de oro sobre su espalda. Los espejos del salón devolvieron el centelleo de la cabellera que irradiaba destellos al recibir los rayos de un sol primaveral en su cenit. Atraída su atención, la señora contempló el espejo y examinó la imagen del salón que, así enmarcado, se le ofrecía como una obra distante y perfecta. Vio la cristalera corrida que daba sobre un amplio porche terminado en una escalera de barandal de piedra que descendía hasta una ondulante explanada de césped tierno —antes la explanada era un espeso bosque de árboles añosos, pero su marido, por razones que nunca llegó a exponer con claridad, había hecho talar los altivos chopos y los melancólicos sauces, los majestuosos cipreses y las coquetas magnolias, el tilo paternal y los risueños limoneros—, macizos de flores —narcisos, anémonas, primaveras, jacintos y tulipanes importados de Holanda, rosas y peonias, sin olvidar los discretos, sufridos y fieles geranios— y un estanque irregular de losa y cerámica, en el centro del cual cuatro angelotes de mármol rosáceo vertían agua a los cuatro puntos cardinales. Por un instante, la visión de la vidriera trajo a la señora recuerdos de su infancia feliz, de su lánguida adolescencia; vio a su padre paseando por el jardín, llevándola de la mano, mostrándole una mariposa, reprendiendo a un saltamontes que había sobresaltado a la niña con su vuelo espasmódico. «Bicho malo, ¡vete de aquí!, no asustes a mi nena». Tiempos idos. Ahora la casa y el jardín eran otros, su padre había muerto…

—¡Matilde!, ¿dónde te has metido?

—¿Me llamaba la señora?

María Rosa Savolta examinó con severa mirada la contradictoria figura de la criada. ¿Qué hacía aquel ser de rudeza esteparia y garbo de dolmen, chato, cejijunto, dentón y bigotudo en un salón donde todos y cada uno de los objetos rivalizaban entre sí en finura y delicadeza? ¿Y quién le habría puesto aquella cofia almidonada, aquellos guantes blancos, aquel delantal ribeteado de puntillas encañonadas?, se preguntaba la señora. Y la pobre Matilde, como si siguiera el curso de los pensamientos de su ama, bajaba los ojos y entrelazaba los dedos huesudos, esperando una reprimenda, elaborando una precipitada disculpa. Pero la señora estaba de buen humor y rompió a reír con una carcajada ligera como un trino.

—¡Mi buena Matilde! —exclamó; y luego, cobrando la seriedad—: ¿Sabes si han confirmado la hora de la peluquera?

—Sí, señora. A las cinco, como usted dijo.

—Quiera Dios que nos dé tiempo de todo —en el espejo, en medio del salón gemelo, su mirada recayó sobre su propia figura—. ¿Crees que he engordado, Matilde?

—No, señora, qué va. La señora, si me lo permite, debería comer más.

María Rosa Savolta sonrió. El embarazo aún no traicionaba su delgadez. A pesar de que en España seguía imperando la moda de las mujeres rellenitas, el cine y las revistas ilustradas introducían el nuevo modelo femenino de suaves miembros y cintura estrecha, caderas escurridas y busto menguado.

Coincidiendo con nuestra entrada en el cabaret, el piano dejó de tocar y la mujer que aporreaba las teclas se levantó de su asiento y anunció con voz chillona la inminente actuación de un humorista cuyo nombre he olvidado. Los escasos ocupantes del local no le prestaban atención, más atentos a nuestra llegada. Perico Serramadriles y yo nos deslizamos de puntillas entre las mesas vacías y ocupamos sendos asientos próximos a la pista. Inmediatamente nos vimos asediados por dos hembras maduras que nos echaron los brazos al cuello y nos sonrieron con un forzado rictus.

—¿Buscáis compañía, guapos?

—No pierdan el tiempo, señoras. Estamos sin dinero —les respondí.

—¡Qué leche, todos decís lo mismo! —rezongó una.

—Pues es la pura verdad —corroboró Perico un tanto asustado.

—Cuando no se tiene dinero, no se sale de casa —dijo la otra en tono de reproche. Y dirigiéndose a su compañera—: Vámonos, tú, no malgastes los encantos.

La hembra que se había echado sobre Perico, desoyendo los consejos de la primera, se levantó las faldas.

—¡Mira qué perniles, chacho!

El pobre Perico casi se desmaya.

—Ya les hemos dicho que no van a sacar un céntimo de nosotros —insistí.

Nos hicieron un corte de mangas y se fueron balanceando burlonamente sus rubicundos traseros. Perico se quitó las gafas y se enjugó el sudor que perlaba su frente.

—¡Menudas ballenas! —dijo en voz baja—. Creí que nos tragaban.

—Sólo querían ganarse la vida honradamente.

—¿Tú crees que lo consiguen alguna vez?

—Aquí vienen muchos tipos que no hacen remilgos. Gente ruda.

—Yo creo que ni borracho sería capaz… con un monstruo semejante. ¿Te has fijado en lo que hizo? Levantarse las… ¡Dios mío!

Unos siseos nos hicieron callar. El humorista que la mujer del piano había presentado con tanto ditirambo se hallaba ya en la pista. Era un pobre diablo con más pinta de asilado que de histrión, que recitó triste y mecánicamente una larga serie de chistes y chascarrillos, políticos unos y procaces los más, la mayoría de los cuales resbalaron por el magín de un público poco habituado a desentrañar dobles sentidos y alusiones relativamente veladas. Con todo, las obscenidades arrancaron ásperas risotadas y la actuación del asilado logró un efímero éxito y fue premiada con breves pero cariñosos aplausos. Una vez se hubo retirado el humorista, se encendieron las luces y la mujer del piano tocó un vals. Dos parejas salieron a bailar a la pista. Ellas eran hetairas del local, y ellos, marineros y rufianes de brutal fisonomía.

—¿Se puede saber por qué diablos me has traído aquí? —preguntaba Perico Serramadriles. Y yo experimentaba una divertida sensación ante la reacción de mi amigo. Él estaba horrorizado y yo, por contraste, sereno, como años atrás me había ocurrido con Lepprince, cuando él, sin motivo aparente; me trajo a este mismo lugar. Sólo que ahora yo era el dueño de la situación y Perico representaba el papel que yo había representado entonces.

—Vete si quieres —le dije.

—¿Irme solo por estos andurriales? ¡Quita, chico, no saldría con vida!

—Entonces, quédate, pero te advierto que voy a ver el espectáculo completo.

El espectáculo se reanudaba. La mujer del piano hizo enmudecer su instrumento, las lámparas languidecieron y un reflector iluminó la pista. La mujer avanzó hasta situarse en el centro del cono de luz, reclamó silencio varias veces y, cuando se hubo calmado el trasiego de sillas y cuchicheos, gritó:

—¡Distinguido público! Tengo el honor de presentar ante ustedes una atracción española e internacional, una atracción aplaudida y celebrada en los mejores cabarets de París, Viena, Berlín y otras capitales, una atracción que ya en años anteriores había actuado en este mismo local cosechando grandes éxitos y ha vuelto ahora, después de una gira triunfal. Ante ustedes, distinguido público: ¡María Coral!

Corrió al piano y produjo unos acordes escalofriantes. La pista permaneció desierta unos segundos y luego, como si hubiese brotado de la tierra o del oscuro recodo de un sueño, apareció María Coral, la gitana, envuelta en la misma capa negra de falsa pedrería que llevaba dos años antes, aquella noche en que conocí a Lepprince…

—¿Conoce usted al señor Lepprince?

—El señor Lepprince… No, jamás oí su nombre —dijo Nemesio Cabra Gómez sin apartar los ojos del estofado que acababan de servirle.

—No sé si mientes o me dices la verdad —replicó su misterioso benefactor—, pero me trae sin cuidado —miró de reojo a Rosita «la Idealista» y al tabernero, que hacían lo imposible por escuchar la conversación, y bajó la voz—. Quiero que cumplas mis instrucciones al pie de la letra y nada más, ¿lo entiendes?

—Claro, señor, usted a mandar —respondía Nemesio Cabra Gómez con la boca llena.

El misterioso benefactor continuó hablando en susurros. Estaba nervioso a todas luces y mientras duró la entrevista consultó en varias ocasiones su reloj —una pesada pieza de oro que atrajo sobre sí las codiciosas miradas de todos los presentes— y volvía con frecuencia los ojos hacia la puerta. Cuando terminó de hablar, se levantó, dio unas monedas a Nemesio Cabra Gómez, saludó apresuradamente a la concurrencia y salió a la calle despreciando el fuerte chaparrón que se abatía sobre la ciudad en aquel preciso instante. Apenas hubo salido, Rosita «la Idealista» se lanzó sobre Nemesio convertida en un puro melindre.

—¡Nemesio, hijo de mi alma, qué calladito te lo tenías! —le decía con voz melosa. Y el tabernero asentía desde detrás del mostrador con bonachona sonrisa, dando por hecho que así de majos eran todos sus clientes.

Nemesio acabó de despachar la cena sin decir palabra y, en cuanto hubo arrebañado el último plato, hizo ademán de abandonar el local.

—¿Te vas ya, Nemesio? —le decía Rosita—. ¿No ves que caen chuzos de punta?

—Sí, menuda noche de perros —corroboró el tabernero.

—Una noche para quedarse bien calentito, entre sábanas… y en buena compañía —concluyó Rosita.

Nemesio rebuscó entre sus bolsillos, tomó una moneda y se la dio a Rosita.

—Volveré por ti —dijo.

Y se lanzó a la calle riendo con toda su bocaza desdentada.

Siempre seguida por su fiel Matilde, María Rosa Savolta entró en la cocina. Un cocinero expresamente venido para lucir su arte y cinco mujeres reclutadas para ese día señalado se afanaban en sus quehaceres. Un sinfín de olores se mezclaban, el aire rezumaba grasa y reinaba un calor de averno. El cocinero, asistido por una doncella joven, bermeja y aturrullada, lanzaba órdenes y reniegos indiscriminadamente, que sólo interrumpía para dar largos tragos a una botella de vino blanco que descansaba en uno de los bordes del fogón. Una matrona voluminosa como un hipopótamo amasaba una pasta blanca con un rodillo. Pasó una cocinera llevando en milagroso equilibrio una columna oscilante de platos. El entrechocar de los cubiertos semejaba un torneo medieval o un abordaje. Nadie advirtió la presencia de la señora y, por ello, no se interrumpió el maremágnum. Debido al agobiante calor, las mujeres se habían arremangado y desabrochado sus trajes de faena. Una criada zafia y maciza que desplumaba pollos tenía el canal de sus gruesos senos forrado de plumón, como un nido; otra mostraba unos pechos blancos de harina; más allá, una jovencita sostenía contra su busto firme de campesina adolescente una espumadera repleta de fresca lechuga. El griterío era ensordecedor. Las fámulas se peleaban y zaherían, punteando sus frases cortas con hirientes risotadas y exclamaciones soeces. Y sobre aquella orgía, como un macho cabrío en un aquelarre, el cocinero, sudoroso, beodo y exultante, saltaba, bailaba, mandaba y blasfemaba.

María Rosa Savolta se sintió desfallecer. Empezó a transpirar y dijo a Matilde:

—Salgamos de aquí y prepárame el baño.

A solas en la quietud de su alcoba, se serenó y contempló el jardín mecido por una suave brisa que hacía ondular el césped y cimbreaba los delicados tallos de las flores. Las estatuas que flanqueaban el pabellón parecían vivir al conjuro del sol y el viento perfumado que descendía por la ladera frondosa del Tibidabo. María Rosa Savolta apoyó la frente contra el cristal y, olvidando la fiesta y los atolondrados preparativos, se demoró en la contemplación, remansada por la caricia varonil y posesiva del sol. Nunca se había sentido así, ni siquiera en los años felices del internado. Suspiró. No le sobraba el tiempo. Dirigió sus pasos hacia el baño, donde borboteaba el agua. La estancia estaba llena de vapor y perfume de sales.

—Déjalo ya, Matilde, no hay tiempo que perder. Ve a ver si ha llegado ya la peluquera y prepárame algo para comer. Poquita cosa… y ligera: unas pastas, un poco de fruta y una limonada. O, mejor, un vaso de cacao. ¡Ay! No sé. Es igual, lo que tú prefieras, pero que no sea pesado. Esa cocina me ha revuelto el estómago. Tú misma, ya conoces mis gustos. Anda, ve, ¿qué haces ahí parada? ¿No ves que voy a entrar en el baño?

Esperó a que Matilde saliera, cerró la puerta con pestillo y se desnudó. El baño estaba muy caliente y el vaho le cortó la respiración. Con prudencia, lentamente, fue hundiéndose hasta que el agua le cubrió los hombros. La piel le ardía. Una corriente eléctrica le recorrió los muslos y el vientre.

«No hay duda —pensó—. Todo indica que voy a ser madre».

La peluquera daba los últimos toques al peinado de María Rosa Savolta mientras la tarde declinaba tras los visillos. La peluquera era una mujer de cuarenta años, viuda, flaca, de facciones alargadas, ojos bovinos y dientes irregulares y prominentes como un rastrillo, que le daban un molesto ceceo al hablar. Había ejercido el oficio antes de casarse y después de enviudar, tras cinco años de matrimonio infeliz con un hombre vago, egoísta y despilfarrador a quien había soportado estoicamente mientras vivió y del que ahora se vengaba ensalzándolo en su recuerdo y hablando de él a todas horas con la inconsciente y cruel saña de un romanticismo facilón que lo hacía ridículo al oyente forzado. La buena mujer era charlatana a destajo y se prevalía de la inmovilidad a que condenaba a sus clientes.

—Estas modas —iba diciendo a María Rosa Savolta tras una larga disquisición en la que había serpenteado por todos los temas con la osadía con que el doctor Livingstone se adentraba en las selvas africanas— no son más que tonterías para hacer que las mujeres hagan el ridículo y los hombres se gasten el dinero. ¡Jesús, María y José, lo que llegan a inventar esos franceses! Menos mal que la mujer española siempre ha tenido un sólido criterio de la elegancia y un sentido común que le sobra, que si no…, no le digo, señora de Lepprince, lo fachendosas que nos harían ir. Porque, mire usted, como decía mi Fernando, que en gloria esté —se santiguaba con las tenacillas—, como decía él, que tenía un sentido común que para sí quisieran muchos políticos, no hay como lo clásico, lo discreto, un vestido bien cortado, sin fantasías ni zarandajas, limpieza corporal, ir bien peinada, y para las grandes ocasiones, una joya sencilla o una flor.

La fiel Matilde escuchaba embobada la perorata de la peluquera asintiendo con su testuz de pueblerina y murmurando por lo bajo: «Diga usted que sí, doña Emilia, diga usted que sí», mientras sostenía horquillas, peines, espejitos, tenacillas, rizadores, peinetas y bigudíes. María Rosa Savolta se divertía con la bulliciosa charla que desvelaba las obscenas mentiras inculcadas por el sinvergüenza de Fernando en la simple mollera de su mujer para que ésta, tan fea, no gastara ni un real en su tocado.

De pronto, María Rosa Savolta impuso silencio con un gesto y un leve «Pssst». Acababa de oír unos pasos conocidos en el pasillo. Era él, Paul-André, que estaba de vuelta. Tal como le había prometido, había abandonado antes de hora sus ocupaciones para supervisar los preparativos de la fiesta. Metió prisa a doña Emilia y cuando ésta, muy escandalizada de que alguien antepusiera un deseo cualquiera a la liturgia de un peinado bien hecho, dio por finalizada su obra, sin darle tiempo a ensalzarlo y a encomiar el arte de su autora, se colocó de nuevo el peinador y salió al pasillo, anduvo de puntillas hasta el gabinete de su marido y entreabrió sigilosamente la puerta. Lepprince estaba sentado a la mesa, de espaldas a la entrada y no la vio. Se había quitado la chaqueta y puesto un cómodo batín de seda. María Rosa Savolta le llamó:

—Querido, ¿estás ocupado?

Lepprince dio un respingo y ocultó algo entre los amplios pliegues del batín. Su voz sonó malhumorada.

—¿Por qué no has llamado antes de entrar? —dijo, y luego, advirtiendo que se trataba de su esposa, recompuso su figura, desarrugó el ceño y esbozó una sonrisa—. Perdona, amor mío, estaba completamente distraído.

—¿Te molesto?

—Claro que no, pero ¿qué haces aún sin vestir? ¿Has visto qué hora es?

—Faltan más de dos horas para que empiecen a venir los primeros invitados.

—Ya sabes que odio los contratiempos de última hora. Hoy todo tiene que salir a la perfección.

María Rosa Savolta fingió un mohín de susceptibilidad injustamente herida.

—Mira quién habla. Ni siquiera te has afeitado. Tendrías que verte: pareces un salvaje.

Lepprince se llevó la mano al mentón y, al hacerlo, se entreabrió el batín y asomó la culata bruñida de un revólver. María Rosa Savolta lo vio y el corazón le dio un vuelco, pero no dijo nada.

—Es cuestión de unos minutos, amor mío —dijo Lepprince, a quien le había pasado desapercibido el detalle—. Ahora, si no te importa, déjame solo un momento. Estoy esperando a mi secretario para ultimar unos detalles que quiero dejar listos antes de la fiesta. Hay cosas que no pueden aguardar, ya sabes. ¿Querías algo?

—No…, nada, querido. No te entretengas —respondió ella cerrando la puerta.

Al volver a sus aposentos se cruzó con Max, que se dirigía al gabinete de Lepprince. Ella le sonrió fríamente y él se inclinó en ángulo recto, dando un seco taconazo con sus botines charolados.

El piano empezó a desgranar unas notas que sonaban extrañamente lejanas, como oídas a través de un tabique o de un sueño, y el cabaret adquirió una atmósfera irreal por influjo y magia de la deslumbrante belleza de María Coral. Vi que Perico Serramadriles se enderezaba en su silla y dejaba de prestar atención al pintoresco mundo en el que nos hallábamos inmersos. Un silencio insólito se impuso; ese silencio tenso que acompaña a la contemplación de lo prohibido. Parecía —al menos, me lo parecía a mí— que el más leve ruido nos habría quebrado, como si nos hubiésemos transformado en débiles figurillas de cristal. María Coral recorría la pista como una ilusión óptica, como una inspiración inconcreta. Su rostro torpemente maquillado reflejaba una paradójica pureza y sus dientes perfectos, que una sonrisa burlona desvelaba, parecían morder la carne a distancia. Al voltear y girar su capa negra dejaba entrever fragmentos fugaces de su cuerpo, de sus pechos redondos y oscuros como cántaros, sus hombros frágiles e infantiles, las piernas ligeras y la cintura y las caderas de adolescente. Una sensación de desasosiego recorrió a los espectadores, como si hasta los más acanallados sintieran el lacerante dolor de aquella belleza sobrehumana, inaccesible.

Terminado el espectáculo, la gitana saludó, recogió su capa, se la echó sobre los hombros, envió un beso a la concurrencia y desapareció. Sonaron unos débiles aplausos y luego reinó de nuevo el silencio. Las luces se encendieron e iluminaron a un grupo de gentes sorprendidas, cadáveres alineados para un juicio en el que el delito a juzgar era la tristeza y la soledad de las almas allí varadas. Perico Serramadriles se enjugó por enésima vez el sudor de la frente y el cuello con un pañuelo arrugado.

—¡Chico, qué…, qué…, qué cosa! —exclamó.

—Ya te dije que no perderíamos el tiempo viniendo aquí —respondí yo aparentando desparpajo, aunque me sentía hondamente turbado. En mi interior no hacía más que repetirme que aquella mujer había sido de Lepprince y que tal vez ahora sería de otro. Y me repetía con insistencia obsesiva que vivir sin poder franquear la puerta de semejantes goces era peor que morir.

El camino de vuelta a casa fue triste: ni Perico ni yo hablamos mucho. Yo, por hallarme inmerso en un torbellino de confusas emociones, y él, por respeto a mi estado de ánimo que intuía. Huelga decir que aquella noche apenas dormí y que los breves retales de sueño o duermevela en que cayó mi cuerpo derrengado se vieron acosados por convulsas pesadillas.

Al día siguiente me sentía náufrago en un mundo cuya vulgaridad no conseguía identificar y a cuya rutina no podía amoldarme a pesar de mis esfuerzos. Perico Serramadriles intentó en vano sonsacarme y la Doloretas se interesó por mi salud creyéndome acatarrado. Sólo recibieron gruñidos monosilábicos en pago a sus atenciones. Al caer la noche y mientras mordisqueaba sin gana un bocadillo correoso en un inhóspito figón, tomé la determinación de volver al cabaret y dar un giro renovador a mi vida o perderla de una vez en el intento.

Faltaba poco para el alba cuando Nemesio Cabra Gómez entró en la taberna. Un aire viciado por el humo áspero de tabaco barato, olor a humanidad y a vino derramado le hizo trastabillar. Estaba muy cansado. En apariencia la taberna se hallaba vacía, pero Nemesio Cabra Gómez, tras una pausa de aclimatación, avanzó decidido hacia unas cortinas grasientas de arpillera. El tabernero, que lo contemplaba todo con ojos soñolientos, le gritó:

—¿Dónde vas tú, rata?

—Sólo quiero hablar un momento con un señor, don Segundino. De veras que me voy en seguida —suplicó Nemesio.

—La persona que buscas no ha venido.

—¿Cómo lo sabe usted, con perdón, si aún no he dicho a quién busco?

—Porque me sale de las narices, ¿lo entiendes?

Mientras recibía los improperios con humildad, Nemesio Cabra Gómez había ido reculando hasta llegar a la cochambrosa cortina. Hizo una última reverencia, levantó un extremo del trapo y se coló de rondón en la trastienda, sin dar ocasión al tabernero de impedírselo. La trastienda estaba iluminada por un candil de aceite que colgaba del techo sobre una mesa. La mesa era redonda y de amplio perímetro y en torno a ella se sentaban cuatro hombres de pobladas barbas negras, gruesas chaquetas de franela parda y gorras con visera sobre los ojos, que fumaban pitillos amarillentos, brutalmente liados. Ninguno bebía. Uno de los asistentes a la tétrica reunión sostenía en sus manos un complejo instrumento en cuya parte superior destacaba una espacie de despertador al que daba cuerda con meticulosa lentitud. Otro leía un libro, dos conversaban a media voz. Nemesio Cabra Gómez permaneció quieto junto a la entrada, mudo y encogido, hasta que uno de los asistentes reparó en su presencia.

—Mirad qué bicho más asqueroso se ha colado en este cuarto, compañeros —fue la salutación.

—Se me antoja un gusano —apuntó un contertulio fijando en el recién llegado unos ojos pequeños, separados por un chirlo que le bajaba de la ceja izquierda al labio superior.

—Habrá que utilizar un buen insecticida —señaló otro abriendo una navaja de cuatro muelles.

Y así fueron apostrofando a Nemesio, que se inclinaba servilmente a cada comentario y ensanchaba su sonrisa desdentada. Cuando los reunidos acabaron de hablar, reinó un silencio sepulcral en la estancia, sólo turbado por el flemático «tic-tac» del instrumento de relojería.

—¿Qué vienes a buscar? —preguntó por fin el que había estado leyendo, un hombre joven, chupado de carnes, de aspecto enfermizo y color grisáceo.

—Un poco de conversación, Julián —respondió Nemesio.

—No hablamos con gusanos —replicó el llamado Julián.

—Esta vez es distinto, compañero: trabajo para la buena causa.

—¡El apóstol! —ironizó uno.

—No podéis decir que os haya traicionado jamás —protestó débilmente Nemesio.

—No estarías vivo si lo hubieras hecho.

—Y os he ayudado en muchas ocasiones, ¿no? ¿Quién te avisó a ti, Julián, de que iban a registrar tu casa? ¿Y a ti, quién te proporcionó aquella cédula y aquel disfraz? Y todo lo hice por amistad, ¿no?

—El día que descubramos por qué lo hiciste, será mejor que prepares tus funerales —dijo el hombre del chirlo—. Pero, ahora, basta de charla. Di a qué has venido y luego lárgate.

—Busco a un individuo…, para nada malo, palabra de honor.

—¿Quieres información?

—Advertirle de un grave peligro es lo que quiero. Él me lo agradecerá. Tiene familia.

—El nombre de ese individuo —atajó Julián.

Nemesio Cabra Gómez se acercó a la mesa. La luz del candil iluminó su cráneo rasurado y sus orejas adquirieron una transparencia cárdena. Los conspiradores concentraron en él sus ojos amenazantes. El instrumento de relojería emitió un silbido y dejó de marcar el compás. En la calle un reloj dio cinco campanadas.

El mayordomo anunció la presencia de Pere Parells y señora. María Rosa Savolta corrió a su encuentro con el rostro acalorado, besó efusivamente a la señora de Parells y con más timidez a Pere Parells. El viejo financiero conocía a María Rosa Savolta desde que ésta vino al mundo, pero ahora las cosas habían cambiado.

—¡Creía que no vendrían ustedes! —exclamó la joven anfitriona.

—Cosas de mi mujer —respondió Pere Parells tratando de ocultar su nerviosismo—, temía que fuéramos los primeros en llegar.

—Hija, por Dios, no nos trates de usted —dijo la señora de Parells.

María Rosa Savolta se ruborizó ligeramente.

—Ay, no sabría tutearles…

—Claro, mujer —terció Pere Parells—, si es natural: María Rosa es joven, y nosotros, unos carcamales, ¿no te das cuenta?

—Jesús, no diga eso —protestó María Rosa Savolta.

—¡Cómo, Pere! —convino la señora de Parells fingiendo enojo—. Habla por ti. Yo me siento una niña de corazón.

—Diga que sí, señora Parells, lo que cuenta es ser joven de espíritu.

La señora de Parells hizo tintinear sus pulseras y golpeó las mejillas de María Rosa Savolta con su abanico de nácar.

—Eso lo decís los que no sabéis de achaques.

—No crea, señora, me he encontrado bastante mal esta semana —dijo María Rosa Savolta enrojeciendo y mirando el borde de su vestido.

—¡Hija, no me digas! Eso lo hemos de hablar con más calma. ¿Estás segura? ¡Menuda noticia! ¿Lo sabe tu marido?

—¿De qué habláis? —preguntó Pere Parells.

—De nada, hombre, vete por ahí a contar chistes verdes —le respondió la señora de Parells—. ¡Y cuidado con lo que bebes; ya sabes lo que te ha dicho el doctor!

Mientras su mujer, la señora de Parells, se llevaba a María Rosa Savolta enlazada por la cintura, Pere Parells entró en el salón principal. Una orquesta interpretaba tangos y algunas parejas de jóvenes danzaban apretadas a los acordes de las melodías porteñas. Pere Parells odiaba los bandoneones. Un criado le ofreció una salvilla de plata con cigarrillos y cigarros. Tomó un cigarrillo y lo encendió con el candelabro que le tendía un pajecillo vestido de terciopelo púrpura. Pere Parells fumó y contempló el salón atestado, la profusión de criados, las galas, las joyas, la música y las luces, la calidad de los muebles, el espesor de las alfombras, la valía de los cuadros, el esplendor. Frunció el ceño y sus ojos se velaron de tristeza. Vio avanzar hacia él a Lepprince, sonriente, con la mano tendida, el frac impecable, la camisa de seda, la botonadura de brillantes. Instintivamente, tiró de las mangas de su camisa, enderezó la columna vertebral que se arqueaba al paso de los años, esbozó una sonrisa procurando ocultar la falta de un molar recientemente extraído y, al hacer todo aquel ceremonial, partió el cigarrillo con una súbita e incontrolable crispación.

Era temprano y el cabaret estaba desierto cuando llegué. Una funda cubría el piano y las sillas se apilaban patas arriba encima de las mesas para facilitar los escobazos que una mujerona repartía con saña contra el pavimento. La mujerona vestía una bata floreada surcada de zurcidos y llevaba un pañuelo de hierbas anudado a la cabeza como un turbante. Una colilla apagada le colgaba del labio inferior.

—Llegas pronto, guapo —me dijo al verme—, la función no empieza hasta las once.

—Ya lo sé —dije yo—. Quisiera ver a la persona que dirige todo esto.

La mujerona volvió a barrer levantando polvo y pelusa.

—Por ahí andará la jefa, supongo. ¿Para qué la quieres?

—He de hacerle unas preguntas.

—¿Policía?

—No, no. Un asunto particular.

La mujerona vino hacia mí y me apuntó con el mango de la escoba. Reconocí en ella a una de las animadoras que la noche anterior nos habían abordado.

—Oye, ¿tú no eres el cliente rumboso que anoche nos invitó a tomar viento?

—Estuve aquí anoche, sí —dije yo.

La mujerona rompió a reír y se le desprendió el pitillo.

—Dime para qué quieres ver a la jefa, sé buen chico.

—Es un asunto particular, lo siento.

—Está bien, banquero. La encontrarás allá detrás, preparando las bebidas. ¿Tienes un cigarrillo?

Le di lo que me pedía y la dejé barriendo de nuevo. El cabaret, vacío y en penumbra, presentaba un aspecto de suciedad y desolación indescriptible. El polvo levantado por la mujerona se me pegaba al paladar. Como suele sucederme en estas ocasiones, toda la energía que me había llevado hasta el borde mismo de aquella situación parecía abandonarme en un instante. Vacilé y sólo el hecho de haber llegado hasta el final y de saberme observado por la sarcástica mujerona me impulsaron a seguir adelante.

Tal y como me habían informado, encontré a la jefa, que no era otra que la vieja pianista, trajinando tras el telón entre garrafas y botellas. Lo que hacía era muy simple: rellenaba las botellas de marcas conocidas con el líquido que vertía de las garrafas a través de un embudo herrumbroso. La falsedad de las bebidas que se servían en el cabaret resultaba tan evidente al paladar y tan indiferente a la clientela, que aquella operación carecía de sentido y la juzgué una conmovedora cuestión de principios.

Al llegar al lado de la pianista, ésta advirtió mi presencia, terminó de llenar la botella que tenía entre las rodillas y dejó caer las, garrafa. Resoplaba por el esfuerzo y su expresión no podía ser menos amistosa.

—¿Qué quieres?

—Perdone que le interrumpa en este momento tan inoportuno —dije a modo de introducción.

—Ya lo has hecho, ¿y ahora qué?

—Verá, se trata de lo siguiente. Aquí trabaja una joven, bailarina o acróbata, que se llama María Coral.

—¿Y qué?

—Que yo desearía verla, si es posible.

—¿Para qué?

Pensé que, de haber sido rico, me habría podido ahorrar aquellos desprecios y aquella humillación, me habría bastado insinuar mis deseos y deslizar un par de billetes en la mano de la pianista para que la máquina se pusiera en funcionamiento con la prontitud y suavidad de un mecanismo bien engrasado. Pero mis circunstancias eran muy otras y sabía que el descenso a los infiernos no había hecho más que empezar. El tiempo se encargaría de demostrarme hasta qué punto mis presentimientos eran ciertos.

—¿Por qué no me ayudas a levantar esta garrafa? —dijo la pianista.

—No faltaría más —respondí yo para granjearme sus simpatías.

Y ante su mirada inexpresiva procedí a llenar una botella vacía.

—Pesa, ¿eh?

—Ya lo creo, señora. Una tonelada —dije yo resoplando.

—Pues todos los días me toca hacer lo mismo, ya ves. Y a mis años.

—Necesita usted que alguien le ayude.

—Di que sí, guapo, pero ¿cómo le voy a pagar?

No contesté y seguí llenando la botella hasta que el líquido desbordó el embudo con roncos borbotones y se desparramó por el suelo.

—Lo siento.

—No te preocupes. Es la falta de costumbre. Llena ésa.

Hice lo que me indicaba y ella se sentó en una silla y me miró trabajar.

—No sé qué demonios veis en esa criatura —comentó como si hablase consigo misma—. Es terca, perezosa, corta de luces y tiene un corazón de piedra.

—¿Se refiere usted a María Coral?

—Sí.

—¿Por qué habla tan mal de ella?

—Porque la conozco y conozco a las de su clase. No esperes nada bueno de ella: es una víbora. Claro que a mí, lo que os ocurra, ni me va ni me viene.

—¿Me dirá dónde puedo encontrarla?

—Sí, hombre, sí, no sufras. Si se lo dije al otro, también te lo puedo decir a ti. Aquél era más generoso, no te lo voy a negar, pero tú me has caído bien. Eres amable y pareces buen chico. A mi edad, ¿sabes?, valoro tanto la cortesía como el dinero.

Aún tuve que rellenar tres botellas más antes de que me diera la codiciada dirección. En cuanto la tuve, le di las gracias, me despedí de las dos mujeres y partí en busca de María Coral.

Se había levantado un viento frío y húmedo que barría las callejas haciendo temblar las farolas y ahuyentando a los paseantes. Los habituales de la noche habían desertado de las aceras y se refugiaban en las tascas, al amor de las estufas y el vino. Las gentes se mantenían calladas y sólo el ulular del viento daba voz a las horas tardías. Nemesio Cabra Gómez abrió la puerta de la taberna y, una bocanada de viento y polvareda hizo su entrada con él. Los clientes del tugurio fijaron su hosco ceño en el harapiento aparecido.

—¡Tenías que ser tú, rata! ¡Mira cómo has puesto el suelo recién fregado! —le escupió el tabernero.

—Sólo pido un poco de hospitalidad —dijo Nemesio—. Hace una noche toledana. Vengo aterido.

Una voz aguardentosa brotó del fondo del local:

—Venga usted acá, buen hombre, que le invito a un trago.

Nemesio Cabra Gómez se dirigió hacia el desconocido.

—Mucho le agradezco su amabilidad, señor. De sobra se ve que es usted un buen cristiano.

—¿Cristiano yo? —replicó el desconocido—. Ateo irreductible, diga usted mejor. Pero la noche no es noche de discusión, sino de vino. ¡Tabernero, sirva un trago para este amigo!

—Mire, señor —dijo el tabernero—, yo no me meto en sus asuntos, pero este pájaro es pura carroña. Si quiere un consejo, agárrelo por un brazo, yo lo agarro del otro y lo tiramos a la calle antes de que haga mal alguno. El desconocido sonrió.

—Sírvale un trago y no haga una montaña de un grano de arena.

—Como usted diga, pero yo ya le advertí. Este hombre le traerá desgracia.

—¿Tan peligroso eres? —dijo el desconocido a Nemesio Cabra Gómez.

—No les haga caso caballero. Me tienen inquina porque saben que tengo amistades ahí arriba y que puedo dar cuenta de su mala vida.

—¿Tienes amistades en el Gobierno?

—Más arriba, señor, mucho más arriba. Y esta gente vive en el pecado. Es la lucha de la luz contra las tinieblas: yo soy la luz.

—No deje que le endilgue sus disparates —dijo el tabernero poniendo un vaso de vino bajo la nariz de Nemesio Cabra Gómez.

—No parece muy dañino —dijo el desconocido—. Un poco alunado, nada más.

—Desconfíe, señor, desconfíe —repitió el tabernero.

La dirección que me había dado la pianista resultaba una incógnita para mí, ignorante de aquella zona como si se tratase de una ciudad extraña. Tuve que preguntar a unos y a otros hasta dar con el lugar que, por fortuna, no estaba lejos del cabaret. Tres ideas se barajaban en mi mente mientras iba en busca de la gitana: la primera, naturalmente, era si encontraría a María Coral en su domicilio; la segunda, qué le diría y cómo justificaría mi interés por verla, y la tercera, quién sería el individuo que poco antes se había interesado en conocer el paradero de la acróbata. La primera y la tercera preguntas no tenían respuesta: el tiempo y la suerte me lo dirían. En cuanto a la segunda, por más vueltas que le daba, no encontraba solución. Recuerdo que bebí un vaso de ron en un kiosco de bebidas hallado al paso para darme ánimo y que me produjo un ardor molesto y un mareo próximo a la náusea. Poco más recuerdo de aquel angustioso deambular.

Localicé por fin las señas y vi que se trataba de una mísera pensión o casa de habitaciones que, según sospeché primero y confirmé después, hacía las veces de casa de citas. La entrada era estrecha y oscura. En una garita estaba un lisiado.

—¿Dónde va?

Se lo dije y me indicó el piso, la puerta y el número de la habitación sin más indagaciones. Pensé que tal vez esperase una propina, pero por azoramiento, no se la di. Subí los desgastados peldaños alumbrándome ocasionalmente con una cerilla y a tientas. La lobreguez del entorno, lejos de deprimirme, me animó, pues evidenciaba que María Coral no disfrutaba de una posición que le autorizase a despreciarme. En el fondo del alma, en lugar de sentir compasión por aquella desgraciada, me alegraba de su triste suerte. Cuando recapacito sobre semejantes pensamientos, siento rubor de mi egoísmo.

Llegué ante una puerta que decía: «Habitaciones la Julia», y más abajo, junto al picaporte: «empuje». Empujé y la puerta se abrió rechinando. Me vi en un vestíbulo débilmente iluminado por una lamparilla de aceite que ardía en la hornacina de un santo. El vestíbulo no tenía otro mobiliario que un paragüero de loza. A derecha e izquierda corría un pasillo en tinieblas y a ambos lados del pasillo se alineaban las habitaciones, en cuyas puertas se leían números garrapateados en tiza. Encendí una cerilla, la última, y recorrí el pasillo de la derecha, luego el de la izquierda. Me detuve por fin frente al número once y golpeé con los nudillos, suavemente al principio y con insistencia después. Nadie respondió; el silencio sólo se vio turbado por el gorgoteo de un grifo y el insólito trino de un jilguero. Se consumió la cerilla y aguardé unos segundos que me parecieron horas. Por mi cabeza cruzaron dos posibilidades: que la habitación estuviese vacía o que María Coral estuviese con alguien (el individuo que me había precedido en el cabaret, con seguridad) y que ambos, sorprendidos en su intimidad, guardasen escrupuloso silencio. En cualquiera de los dos casos, la lógica elemental aconsejaba una discreta retirada, pero yo no actuaba con lógica. A lo largo de mi vida he podido experimentar esto: que me comporto tímidamente hasta un punto, sobrepasado el cual, pierdo el control de mis actos y cometo los más inoportunos desatinos. Ambos extremos, igualmente desaconsejables por alejados del justo medio, han sido la causa de todas mis desdichas. Con frecuencia, en estos momentos de reflexión, me digo que no se puede luchar contra el carácter y que nací para perder en todas las batallas. Ahora que la madurez me ha vuelto más sereno, ya es tarde para rectificar los errores de la juventud. La perspectiva de los años sólo me ha traído el dolor de reconocer los fracasos sin poder enmendarlos.

¿Qué habría sido de mi vida si en aquella ocasión hubiera retrocedido, sofocado mis disparatados impulsos y olvidado la insana idea que me arrastraba? Nunca lo sabré. Tal vez se habrían evitado muchas muertes, tal vez yo no estaría donde estoy. Sólo sé que al abrir la puerta de aquella habitación abrí también la puerta de una nueva vida para mí y para cuantos me rodeaban.

—Y así fue —dijo Nemesio Cabra Gómez— cómo supe cuál era mi única misión en este mundo. El ángel desapareció y cuál no sería la luz que emanaba su cuerpo que quedé sumido en la oscuridad más absoluta por largo tiempo, a pesar de tener encendido el quinqué. Al punto abandoné mi casa y mi pueblo natal, tomé un tren sin pagar billete, pues ha de saber usted que para mis desplazamientos utilizo el estado gaseoso, y me vine a Barcelona.

—¿Por qué a Barcelona? —preguntó el desconocido, que parecía seguir con un divertido interés el relato de su interlocutor.

—Porque es aquí donde más pecados se cometen diariamente. ¿Ha visto usted las calles? Son los pasillos del infierno. Las mujeres han perdido la decencia y ofrecen sin rubor, por cuatro cuartos, aquello que deberían guardar con más celo. Los hombres pecan, si no de obra, de pensamiento. Las leyes no se respetan, la autoridad es escarnecida por doquier, los hijos abandonan a sus padres, los templos están vacíos y se atenta contra la vida humana, que es la más alta obra de Dios.

El desconocido apuró su vaso de vino y lo rellenó de la botella que tocaba a su fin. Con la colilla de un cigarrillo encendía otro. Tenía los ojos enrojecidos, los labios negros y el rostro abotargado.

—¿Y no cree usted más bien que la miseria es la causa del vicio? —dijo con voz apenas perceptible.

—¿Cómo dice?

—Que si no cree que ha sido la maldita pobreza la que ha obligado a esas mujeres… —se interrumpió, agotado por el esfuerzo, y se dejó caer sobre la mesa, dando un tremendo golpetazo con la frente en la madera y derribando botella y vasos, que se hicieron añicos en el suelo.

Las conversaciones se apagaron y reinó un silencio sepulcral en la taberna. Todas las miradas se concentraban en la exótica pareja que formaban Nemesio Cabra Gómez y su ebrio amigo. Nemesio, advirtiendo la incómoda posición en que se hallaban, zarandeó con suavidad el hombro del desconocido.

—Señor, vayamos a dar un paseo. Le conviene tomar el aire.

El desconocido levantó el rostro y fijó sus ojos en Nemesio, haciendo un esfuerzo por comprender.

—Vámonos, señor. Ya llevamos mucho tiempo aquí y eso no es sano. El aire está viciado por tanto tabaco y tanto frito.

—¡Bah! —replicó el desconocido sacudiendo un manotazo que alcanzó a Nemesio en el estómago—. Déjeme tranquilo, predicador de vía estrecha, santurrón de zarzuela.

La conversación se había reanudado en la taberna, pero en tono más bajo, y los clientes seguían lanzando miradas furtivas a la mesa donde se desarrollaba tan pintoresco diálogo. Un coro de carcajadas celebró el manotazo propinado a Nemesio y del que éste se recobraba con grotescas aspiraciones y boqueadas. Al oír las risotadas, el beodo desconocido se incorporó de nuevo, ayudándose con las manos, miró con ojos llameantes a la concurrencia y dijo:

—¿Y vosotros de qué os reís, idiotas? ¡Llorar deberíais si usarais de vuestra cabeza! ¡Mirad, 0miraos los unos a los otros, tristes fantasmas harapientos! Os reís de mí y no veis que soy un espejo de vuestra propia imagen.

Los clientes volvieron a soltar la carcajada.

—¡Buena compañía te has buscado, Nemesio! —gritaron al fondo de la sala.

—¡Un loco y un borracho! ¡Qué comparsa! —dijo otra voz.

—¡Sí, burlaos! —prosiguió el beodo extendiendo el dedo y describiendo un ángulo de noventa grados con el brazo, lo cual le hizo perder una vez más el equilibrio, y habría dado con su cuerpo en el suelo de no haberle sujetado Nemesio—. ¡Burlaos de mí si eso os hace sentir más hombres! Pero un día vosotros también os veréis como yo me veo ahora. No siempre fui así. Tengo estudios, leo mucho, pero de nada me ha servido, a fin de cuentas. Yo también llevé una vida alegre, sí, confié en mi prójimo y gasté bromas a costa de los derrotados. Pero por fin cayó la venda de mis ojos.

—¡Quitadle los pantalones! —exclamó un parroquiano.

Y dos hombretones se levantaron para llevar a término la propuesta. Nemesio Cabra Gómez se interpuso.

—Dejadle hablar —dijo con voz suplicante no exenta de cierta dignidad—. Es un hombre honrado y de gran cultura. Podríais aprender mucho de él.

—¡Que se calle y no nos amargue la noche!

—¡Sí, que se vaya!

—¡No! No me iré —prosiguió el enardecido beodo—. Antes tengo que deciros un par de cosas. Este individuo —señaló a Nemesio— afirma que vuestra conducta licenciosa es la causa de la pobreza que os corroe y hace enfermar a vuestras mujeres y a vuestros hijos. Y yo os digo que eso no es verdad. Todos vosotros padecéis la miseria, el hambre, el analfabetismo y el dolor por culpa de Ellos —señaló, siempre con el dedo extendido hacia un hipotético grupo situado más allá de los muros del local—. De Ellos, que os oprimen, os explotan, os traicionan y, si es preciso, os matan. Yo sé de casos que os pondrían los pelos de punta. Sé nombres de personas ilustres que tienen las manos rojas de sangre de los trabajadores. ¡Ah! No las veréis, porque las cubren blancos guantes de cabritilla. ¡Guantes traídos de París y pagados con vuestro dinero! Creéis que os pagan por el trabajo que realizáis en sus fábricas, pero es mentira. Os pagan para que no os muráis de hambre y podáis seguir trabajando, de sol a sol, hasta reventar. Pero el dinero, la ganancia, ¡no!, eso no os lo dan. Eso se lo quedan Ellos. Y se compran mansiones, automóviles, joyas, pieles y mujeres. ¿Con su dinero? ¡Qué va! ¡Con el vuestro! Y vosotros, ¿qué hacéis? Mirad, miraos los unos a los otros y decidme, ¿qué hacéis?

—¿Qué haces tú? —preguntó alguien. Ya nadie se reía. Todos escuchaban con fingida indiferencia, con incómodo sarcasmo. El nerviosismo se había apoderado de la concurrencia.

—Olvidaos de mí. Soy una ruina. Quise luchar a mi modo y fracasé. ¿Sabéis por qué? Os lo voy a decir: por confiar en las bonitas palabras y en los falsos amigos. Por abrigar la esperanza de ablandar sus sucios corazones con razonamientos. ¡Vana ilusión! Quise abrir sus ojos a la verdad y fue locura, vaya si lo fue. Ellos los tienen abiertos desde que nacen: todo lo ven, todo lo saben. Yo era el ciego, el ignorante…, pero ya no lo soy. Por eso hablo así. Y ahora, amigos, oíd mi consejo. Oíd mi consejo porque no lo digo yo, sino la amarga experiencia. Es éste: no ahoguéis en vino vuestros padecimientos —su voz se hizo súbitamente firme, encendida—, ¡ahogadlos en sangre! Anegad los estériles surcos de vuestros campos abandonados con la sangre de Ellos. Bañad la mugre de vuestros hijos en la sangre de Ellos. Que no quede una cabeza sobre sus hombros. No les dejéis hablar, porque os convencerán. No les dejéis esbozar un gesto, porque os cubrirán de dinero, comprarán vuestra voluntad. No les miréis, porque querréis imitar sus maneras elegantes y os corromperán. No sintáis piedad, pues Ellos no la sienten. Saben cómo sufrís, cómo mueren vuestros hijos de inanición y falta de asistencia médica, pero se ríen, se ríen en sus lujosos salones, al amor de la lumbre, bebiendo el vino de vuestras cepas, comiendo el pollo de vuestras granjas, adobado con el aceite de vuestros campos. Y se abrigan con vuestras ropas y se refugian en vuestras casas y ven llover sobre vuestras barracas. Y os desprecian, porque no sabéis hablar como Ellos, ni vais al teatro, ni al Liceo, ni sabéis comer con cubertería de plata. ¡Matad, sí, matad! ¡Que no quede ni uno con vida! ¡Matad a sus mujeres y a sus hijos! Acabad…, acabad con Ellos… para siempre…

Calló el beodo y se dejó caer extenuado sobre la mesa, rompiendo el denso silencio que había seguido a sus palabras con un sollozo desgarrador. La concurrencia estaba petrificada y parecía buscar el anonimato, la invisibilidad, en el mutismo y la quietud.

Transcurridos unos segundos, el dueño del establecimiento se acercó a la mesa del beodo, que recibía los cuidados de Nemesio Cabra Gómez, carraspeó y dijo con voz afectadamente firme:

—Salga de aquí, señor. No quiero líos en mi casa.

El beodo seguía llorando entre convulsiones y no respondió. Nemesio Cabra Gómez tiró de él colocándose a su espalda y pasando los brazos por debajo de sus axilas.

—Vámonos, señor, está usted fatigado.

—¡Que se vaya, que se vaya! —dijeron los parroquianos al unísono. Algunos lanzaban miradas temerosas a la puerta. Otros hacían gestos amenazadores al beodo. Nemesio intentaba resolver la situación por la vía pacífica.

—Calma, calma, por el amor de Dios. Ya nos vamos, ¿verdad señor?

—Sí —murmuró al fin el beodo—, vámonos. Ay…, ayúdeme.

Entre el tabernero y Nemesio Cabra Gómez pusieron al beodo en pie. Éste iba recobrando lentamente las fuerzas y el equilibrio. La clientela aparentaba no prestar atención a lo que ocurría y el beodo y Nemesio cruzaron la taberna sin ser molestados. La noche era fría, seca y sin luna. El beodo experimentó un escalofrío.

—Caminemos un poco, señor. Si nos quedamos quietos nos helaremos —decía Nemesio.

—No me importa. Váyase y déjeme solo.

—Ni hablar. No puedo dejarle así. Dígame dónde vive y le llevaré a su casa.

El beodo negó con la cabeza. Nemesio le obligó a caminar, cosa que el beodo hizo con inseguridad, pero sin caerse.

—¿Vive usted cerca, señor? ¿Quiere que tomemos un coche?

—No quiero ir a casa. No quiero volver jamás a mi casa. Mi mujer…

—Ella comprenderá, señor. Todos nos hemos propasado alguna vez con la bebida.

—No, a casa no —insistió el beodo con tristeza.

—Caminemos entonces. No se detenga. ¿Quiere mi chaqueta?

—¿Por qué se preocupa por mí?

—Es el único amigo que tengo. Pero camine, señor.

Pere Parells, con una copa de Jerez y un cigarrillo, fue a dar en un corro formado por dos jovenzuelos imberbes, un anciano poeta y una señora de aspecto varonil que resultó ser la agregada cultural de la embajada holandesa en España. El poeta y la señora comparaban culturas.

—He observado con amargura —decía la señora en fluido castellano que apenas dejaba traslucir un leve acento extranjero— que las clases altas españolas, a diferencia de lo que ocurre en el resto de Europa, no consideran la cultura como un blasón, sino casi como una lacra. Juzgan por el contrario de buen tono hacer gala de ignorancia y desinterés por el arte y confunden refinamiento con afeminamiento. En las reuniones sociales no se habla jamás de literatura, pintura o música, los museos y las bibliotecas están desiertos y el que siente afición por la poesía procura ocultarlo como algo infamante.

—Tiene usted mucha razón, señora Van Pets.

—Van Peltz —corrigió la señora.

—Tiene usted mucha razón. Recientemente, en octubre pasado, di un recital de mis poesías en Lérida y, ¿creerá usted que la sala del Ateneo estaba medio vacía?

—Es lo que digo, aquí se desprecia la cultura por mor de una hombría mal entendida, lo mismo que ocurre, y no se ofenda usted, con la higiene.

—Dos de nuestras más gloriosas figuras, Cervantes y Quevedo, conocieron días de dolor en la cárcel —apuntó uno de los jovenzuelos imberbes.

—La aristocracia española ha perdido la oportunidad de alcanzar renombre universal. En cambio la Iglesia ha sido, en este aspecto, mucho más inteligente: Lope de Vega, Calderón, Tirso de Molina, Góngora y Gracián se acogieron al beneficio del estado clerical —señalo la señora Van Peltz.

—Una lección histórica que debían tomar en consideración los nuevos ricos —apunto Pere Parells con una sonrisa torcida.

—Bah —exclamó el poeta—, con ésos no hay que contar. Van a roncar al Liceo porque hay que lucir las joyas y adquieren cuadros valiosos para darse tono, pero no distinguen una ópera de Wagner de una revista del Paralelo.

—Bueno, no hay que exagerar —dijo Pere Parells recordando para sus adentros algunos títulos de revista que le habían complacido especialmente—. Cada cosa tiene su momento.

—Y así —prosiguió la señora Van Peltz, que no estaba dispuesta a tolerar digresiones frívolas—, los artistas se han vuelto contra la aristocracia y han creado ese naturalismo que padecemos y que no es más que afán de echarse en brazos del pueblo halagando sus instintos.

Pere Parells, poco adicto a semejantes conversaciones, se despegó del grupo y buscó refugio junto a unos industriales a los que conocía superficialmente. Los industriales habían acorralado a un obeso y risueño banquero y descargaban sus iras en él.

—¡No me diga usted que los bancos no se han puesto de culo! —exclamaba uno de los industriales señalando al banquero con la punta de su cigarro.

—Actuamos con cautela, señor mío, con exquisita cautela —replicaba el banquero sin perder la sonrisa—. Tenga usted en cuenta que no manejamos dinero Propio, sino ahorros ajenos, y que lo que en ustedes es valentía en nosotros sería fraudulenta temeridad.

—¡Puñetas! —bramaba el otro industrial, cuyo rostro se tornaba rojo y blanco con pasmosa prontitud Cuando las cosas van bien, ustedes se hinchan a ganar…

—¡Y a estrujar! —terció su compañero.

—… y cuando van torcidas, se vuelven de espaldas…

—¡De culo, de culo!

—… y se hacen los sordos. Arruinarán al país y aún pretenderán haberse comportado como buenos negociantes.

—Yo, señores, tengo mi sueldo, que no varía de mes en mes —respondió el banquero—. Si actuamos como lo hacemos no es por lucro personal. Administramos el dinero que nos han confiado.

—¡Puñetas! Especulan con la crisis.

—También sufrimos nuestras derrotas, no lo olviden ni me obliguen a recordar casos dramáticos.

—¡Ah, Parells —dijo uno de los industriales advirtiendo la presencia de su amigo—, venga y rompa su lanza en esta lid! ¿Qué opina usted de la banca?

—Noble institución —contemporaneizó Pere Parells—, aunque sus ataduras, respetables de todo punto de vista, le impiden actuar con la decisión y osadía que nosotros desearíamos.

—¿Pero no cree usted que se han puesto de culo?

—Hombre, de culo, lo que se dice de culo…, no sé. Tal vez dan esa impresión.

—Parells, usted quiere escurrir el bulto.

—Pues sí, la verdad —asintió el financiero sintiéndose mortalmente cansado y deseoso de verse al margen de toda contienda.

—No se nos raje, coño. ¿Es verdad que la empresa Savolta se viene a pique? —azuzó el primer industrial para reanimar lo que, a todas luces, era para él una conversación amena.

—¿Quién lo dice? —atajó Parells con tal celeridad que no le dio tiempo a echar un velo de ironía a sus palabras.

—Ya sabe, se comenta por ahí.

—¿De veras? ¿Y qué se comenta, si me puedo enterar?

—No se haga el ingenuo.

—¿Es verdad que salen las acciones a cotización?

—¿A cotización? No, que yo sepa.

—Dicen que Lepprince se quiere deshacer del paquete que su mujer heredó de Savolta, ¿es verdad? Se habla incluso de cierta empresa de Bilbao, interesada en la compra…

—Señores, ustedes ven visiones.

—¿Y es verdad que un Banco de Madrid ha rechazado papel librado por ustedes?

—Pregúntenselo a ese banco. Yo no sé de qué me hablan.

—Bah, esos lechuguinos no nos dirán nada.

—Es verdad —dijo Pere Parells guiñando el ojo al banquero—, olvidaba que siempre les presentan el culo.

Repartió palmadas a los industriales, dirigió una sonrisa de complicidad al risueño banquero y volvió a deambular por la sala. Tenía ganas de irse a casa, enfundarse en su bata y sus pantuflas y reposar en su butaca. Al fondo de la sala, junto a la puerta de la biblioteca, distinguió a Lepprince, que daba órdenes a un camarero. Se dirigió hacia allí con paso resuelto y esperó a que el camarero se hubiera ido.

—Lepprince, tengo que hablar contigo urgentemente —dijo.

—Señor, dígame la dirección de su casa y yo le llevo —insistió Nemesio Cabra Gómez—. Ya verá cómo mañana se encuentra mejor. El beodo se había quedado adormilado abrazado a una farola. Nemesio le sacudió con toda su alma y el beodo abrió los ojos y bizqueó.

—¿Qué hora es? Nemesio buscó un reloj público sin encontrarlo.

—Muy tarde. Y hace un frío que pela.

—Aún es pronto. Venga, tengo que hacer un recado.

—¿A estas horas? Señor, está todo cerrado.

—Lo que yo busco, no. Es un buzón. Vamos a Correos.

—¿Está camino de su casa?

—Sí.

—Entonces, vamos.

Hizo que el beodo pasara el brazo por encima de sus hombros y cargó con él. Nemesio era un individuo débil de constitución y la pareja daba bandazos y traspiés de los que se recuperaba por puro milagro. Una campana dio tres toques.

—¡Las cinco! —exclamó el beodo—. Aún es pronto, ¿qué le decía?

—¿No podríamos dejar ese recado para mañana?

—Mañana puede ser demasiado tarde. Lo que tengo que hacer es sencillo, ¿sabe usted? Echar una carta a un buzón. Aquí llevo la carta. Es un simple trozo de papel escrito, pero ¡ah! ¡Ah, mi querido amigo! Muchas cabezas rodarán cuando llegue a su destino. Y, si no, al tiempo. ¿Qué hora es?

—No lo sé, señor. Tenga cuidado con ese bordillo.

Siguieron caminando hasta llegar a Correos, operación que les llevó más de media hora, a pesar de hallarse a doscientos metros escasos. En varias ocasiones Nemesio tuvo que detenerse a recobrar el aliento y descansar sentado en el escalón de un soportal. El beodo, en estas pausas, aprovechaba para cantar a plena voz y mear en el centro de la calle. Una vez ante el edificio, buscaron un buzón. El beodo tanteaba los muros y pretendía introducir la carta por cualquier intersticio de las piedras. Al fin Nemesio halló lo que buscaban.

—Deme la carta, señor. Yo la echaré.

—¡Ni hablar! No debe usted ver a quién va dirigida.

—No miraré.

—Hay que desconfiar. Esta carta es muy importante. ¿Dónde está el buzón?

—Aquí, pero levante la trampilla.

Ayudó al beodo a introducir la carta por la ranura e intentó leer el nombre del destinatario, pero el sobre había sufrido mucho y las arrugas y los lamparones dificultaban su lectura. Sólo pudo advertir que iba dirigida a alguien que vivía en la propia ciudad. Finalizada la proeza, el beodo pareció más tranquilo.

—He cumplido con mi deber —afirmó solemnemente.

—Pues vamos a su casa —propuso Nemesio.

—Sí, vámonos. ¿Qué hora es?

Un poco más ligeros anduvieron hacia las Ramblas. Empezó a lloviznar, pero cesó al cabo de unos instantes. La temperatura era más suave y el viento se había calmado. En los bancos de las Ramblas dormían borrachos y vagabundos. Pasaban carros tirados por percherones, cargados de verduras, camino del Borne. Un perro ladró entre las piernas de Nemesio, que tuvo que encaramarse a un banco para evitar las mordeduras del animal. Fue un recorrido, en suma, sin incidentes dignos de mención. Al llegar a la esquina de las Ramblas y la calle de la Unión, el beodo se despidió de Nemesio.

—No me siga, ya estoy despejado y prefiero seguir solo —dijo aquél—. Vivo aquí mismo, en aquel portal —informó señalando vagamente hacia el fondo de la calle—. Usted acuéstese y duerma en paz, que bastante tabarra le he dado esta noche. No sabe cuánto agradezco lo que ha hecho por mí.

—Señor, no tiene nada que agradecerme. No lo hemos pasado mal, después de todo.

El beodo había caído en un estado de honda melancolía.

—Sí, quizá tenga razón. Incluso ha sido divertido a ratos. Pero ahora todo debe cambiar. La vida es parca en sus treguas.

—¿Cómo dice?

—Voy a pedirle un favor. ¿Puedo confiar en usted?

—A ojos cerrados.

—Escuche pues: tengo un presentimiento, un mal presagio. Si algo me sucediera, fíjese bien, si algo me sucediera…, ¿lo entiende?

—Claro, señor, si algo le sucediera…

—Busque usted a un amigo cuyo nombre le daré, tan pronto tenga noticias de que algo me ha pasado. Búsquele y dígale que me han matado.

—¿Matado?

—Sí, que me han matado los que él ya sabe. Dígale que cuide de mi mujer y de mi hijo, que no los abandone, que tenga piedad. Su nombre, el nombre de mi amigo, fíjese bien, es Javier Miranda. ¿Lo recordará?

—Javier Miranda, sí, señor. Ya no se me olvida.

—Vaya en su busca y cuéntele todo lo que me ha oído decir esta noche, pero sólo, fíjese bien, en el caso de que algo malo me ocurriera. Y ahora, no se demore más, váyase.

—Puede usted confiar en mí, señor. Juro por todo lo Alto que no le defraudaré.

—Adiós, amigo —dijo el beodo estrechando la mano de Nemesio.

—Adiós, señor, y cuídese.

Se despidieron sin más y Nemesio le vio partir con paso lento pero firme. Le pareció indiscreto seguir espiando al beodo, de modo que al cabo de un rato dio media vuelta y se marchó. Al llegar a la esquina de las Ramblas le deslumbraron los faros de un automóvil que viraba en aquel momento para entrar en la calle de la Unión. Un pensamiento inconcreto golpeó el cerebro de Nemesio Cabra Gómez, algo que le intranquilizó sin que pudiera precisar qué era. Siguió andando y dando vueltas a la idea hasta que se hizo la luz: aquel automóvil los había estado siguiendo. Estaba detenido a la puerta de la taberna, más tarde frente al edificio de Correos y, por último, lo había visto sortear los carros de verduras Ramblas arriba. Entonces no le había prestado atención, pero ahora, después de las últimas palabras pronunciadas por el beodo, aquellos hechos misteriosos, aquellas coincidencias cobraban un trágico sentido. Nemesio dio media vuelta y echó a correr deshaciendo lo andado, dobló por la calle de la Unión y siguió corriendo hasta que unos gritos le hicieron detenerse. A cien metros, débilmente iluminado por la luz incierta de una farola de gas, se arremolinaba un corro de personas envueltas en batines. Otros, que no habían encontrado con qué cubrirse, se asomaban a los balcones en camisa de dormir. Dos guardias se abrían paso entre los mirones. En unos instantes la calle antes desierta había cobrado vida. Nemesio se aproximó con cautela.

—Disculpe, señora, ¿qué ha pasado?

—Han atropellado a un joven. Dicen que está muerto.

—¿Quién era, se sabe ya?

—Un periodista que vivía aquí mismo, en el número 22, con mujer y un hijo pequeño, ¡figúrese usted, qué desgracia! Muerto a dos pasos de su casa.

—No le habría pasado —dijo una vecina desde una ventana baja— si en vez de andar trasnochando pasara las noches en casa, como Dios manda.

—No hable así de los muertos, señora —dijo Nemesio.

—Usted se calla, que tiene pinta de ser de la misma cuerda —replicó la mujer de la ventana.

Los guardias hacían que la gente se apartara y pedían un médico y una ambulancia. Nemesio Cabra Gómez se ocultó detrás de la señora que le había informado y aprovechó una distracción de los guardias para desaparecer subrepticiamente.