Había ido al cinematógrafo aquella noche y luego, a la salida, me había tomado unos bocadillos y una cerveza y reemprendido el camino a casa con paso cansino, porque hacía buen tiempo y porque nadie me aguardaba ni tenía qué hacer ni prisa en llegar a ninguna parte. Vivía en un piso pequeño, bajo el tejado de un inmueble moderno, en la calle de Gerona, que un amigo de Serramadriles me proporcionó a poco de arribar a Barcelona. El mobiliario era escasísimo y las pocas piezas de que constaba eran de la peor manufactura: sillas bailarinas, mesas oscilantes, un butacón de mimbre y profusión de cretonas comidas por el sol. El dormitorio tenía una cama estrecha, poco más que un jergón, y un armario sin patas, con la luna cuarteada. El otro aposento estaba destinado a comedor, pero yo, que hacía mis comidas en un restaurante barato y vecinal, lo había destinado a sala de lectura, pues raramente recibía visitas y otra utilización habría resultado superflua. Tenía, por último, un trastero vacío, sin ventanas, y un lavabo en el dormitorio, donde asearse. Los restantes servicios sanitarios estaban en un cuarto independiente, en el rellano de la escalera, y los compartía con un astrónomo y una solterona. Una cosa buena, en cambio, sí había: las ventanas de las dos habitaciones daban sobre un huertecillo dedicado al cultivo de flores. A mediados del 19 desapareció el huertecillo y empezaron a edificar; vaya por Dios.
Como decía, llegué a casa tarde, bordeando la medianoche. Al introducir el llavín en la cerradura noté que la puerta no estaba cerrada. Lo atribuí a un descuido mío, pero bastó para intranquilizarme. Abrí con lentitud: en el comedor había luz. Cerré la puerta de golpe y empecé a bajar las escaleras. Una voz conocida me llamó, a mis espaldas.
—No corra, Miranda, no tiene de qué asustarse.
Me volví. Era el comisario Vázquez.
—Vinimos hace un par de horas. Como no regresaba usted, nos tomamos la libertad de abrir la puerta de su casa y esperarle cómodamente sentados, ¿se enfada?
—No, claro que no. Sólo que me dieron un susto tremendo.
—Sí, lo comprendo. Debimos advertirle de nuestra presencia para evitar que la descubriera por sí mismo, pero ¿qué le vamos a hacer? Ya casi nos habíamos olvidado de usted.
Había vuelto a subir los últimos peldaños y penetré en la casa. En el comedor había dos policías vestidos de paisano, aparte del comisario. Una ojeada me bastó para comprobar que lo habían registrado todo. Yo era muy dueño de protestar e incluso de elevar una queja, pues él había obrado, sin duda, por cuenta propia, prescindiendo de la correspondiente autorización judicial. No obstante, me dije, mi actitud rebelde no podía traerme más que complicaciones y, por otra parte, bien poco me molestaba que hubiesen puesto la casa patas arriba.
—¿De quién es ese retrato? —preguntó el comisario Vázquez señalando una fotografía enmarcada de mi padre.
—De mi padre —respondí.
—Vaya, vaya, ¿qué pensaría su padre de usted si supiera que le visita la policía?
Supuse que quería intimidarme, pero falló y me cedió la ventaja obtenida por la sorpresa.
—No pensaría nada: murió hace tres años.
—Oh, perdón —dijo el comisario—. Ignoraba que fuese usted viudo.
—Huérfano, para ser exacto.
—Eso quise decir, perdón de nuevo.
Ahora la iniciativa era mía: el comisario había hecho el ridículo delante de sus adláteres.
—Lamento no tener nada que ofrecerle, comisario —dije con aplomo.
—No se disculpe, por Dios. Somos sobrios en el cuerpo.
—No disimule delante de mí, comisario. He podido apreciar su buen gusto gastronómico en casa de nuestro común amigo; el señor Lepprince.
Pareció aturdido y yo temí haber ido demasiado lejos en mi ataque personal. Se lo merecía, eso sí. Quería interrogarme prevaliéndose de nuestro conocimiento casual y ello me autorizaba a usar, como él hacía, de nuestras previas relaciones personales. Porque no me cabía duda de que venía más como acusador que como investigador y que buscaba debilitarme mediante su presencia intempestiva y la compañía, innecesaria a todas luces, de sus dos subordinados.
—Hemos venido en visita de amistad —dijo el comisario Vázquez cuando se hubo repuesto—. Naturalmente, no tiene usted por qué admitirnos. Carecemos de orden judicial y, por tanto, nos vemos obligados a apelar a su benevolencia. Claro que huelgan estas explicaciones, siendo usted abogado.
—Yo no soy abogado.
—¿No? Caramba, no doy una esta noche, no sé qué me pasa… ¿Estudiante, entonces?
—Tampoco.
—En fin, ayúdeme, ¿cómo se definiría usted, profesionalmente hablando?
Era un contraataque fulminante.
—Auxiliar administrativo.
—¿Del señor Lepprince?
—No. Del abogado señor Cortabanyes.
—Ah, ya… Pensé, ¿comprende usted?, al verle tan a menudo en el domicilio del señor Lepprince… Pero ya veo que me confundo. Un auxiliar administrativo no comería en la mesa de Lepprince, salvo que mediase algo más, ¿cómo diría?, una relación amistosa, tal vez.
—Todo lo dice usted. Yo no digo nada.
—Ni tiene por qué, amigo Miranda, ni tiene por qué. Hace bien en no despegar los labios. Por la boca muere el pez.
—Entiendo que yo soy el pez, pero ¿debo entender también que usted es el pescador, comisario?
—Vamos, vamos, querido Miranda, ¿por qué somos tan hostiles los españoles? Esto es una reunión de amigos.
—En tal caso, haga el favor de presentarme a estos dos señores. Me gusta saber el nombre de mis amigos.
—Estos dos señores han venido conmigo con el único propósito de acompañarme. Ahora que ha llegado usted, se retiran.
Los dos adláteres del comisario dieron las buenas noches y salieron sin esperar siquiera que les acompañase a la puerta. Cuando nos quedamos solos, el comisario Vázquez adoptó una actitud más circunspecta y al mismo tiempo más familiar.
—Parece sorprendido, señor Miranda, por mi súbito interés hacia usted. Sin embargo, nada más lógico que tal interés, no ya en usted, sino en toda persona relacionada con el caso Savolta, ¿no le parece?
—¿Qué clase de relación tengo yo con el caso Savolta?
—Una pregunta obtusa, en mi opinión, si repasamos los hechos. En diciembre del año pasado muere un oscuro periodista llamado Domingo Pajarito de Soto. De averiguaciones superficiales se desprende una realidad incuestionable: usted es su más íntimo amigo. Pocas semanas después, Savolta cae asesinado y, cosa extraña, usted es uno de los invitados a su fiesta.
—¿Me considera sospechoso de un doble crimen?
—Tranquilícese, no voy en esa dirección. Pero sigamos con los hechos desnudos: ambas muertes tienen o parecen tener un nexo, la empresa Savolta. Pajarito de Soto acababa de realizar un trabajo remunerado para dicha empresa. Cabe preguntarse, ¿quién puso en relación al periodista con sus últimos patronos?
—Yo.
—Justamente: Javier Miranda. Punto segundo: la relación de Pajarito de Soto con la empresa se llevó a cabo por medio de uno de los hombres clave de ésta. No por medio del jefe de personal, Claudedeu, ni por intervención directa de Savolta, sino por mediación de un individuo de funciones inconcretas: Paul André Lepprince. Voy a ver a Lepprince y ¿a quién encuentro a su lado?
—A mí.
—Demasiadas coincidencias, ¿no le parece?
—No. Lepprince me ordenó buscar y contratar a Pajarito de Soto. Del contacto con ambos surgió un vínculo de amistad que se truncó trágicamente en el caso de Pajarito de Soto y que perdura en el caso de Lepprince. La explicación no puede ser más sencilla.
—Sencilla sería de no existir tantos puntos oscuros.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, que simultáneamente a sus «vínculos de amistad» con Pajarito de Soto mantuviese usted «vínculos de amistad» con la esposa de éste, Teresa…
Me levanté de la silla impulsado por la indignación.
—Un momento, comisario. No estoy dispuesto a tolerar este tipo de interrogatorio. Le recuerdo que está usted en mi casa y que carece de potestad para proceder como lo hace.
—Y yo le recuerdo que soy comisario de policía y que puedo conseguir no sólo una autorización judicial, sino una orden de arresto y hacer que le traigan esposado a la comisaría. Si quiere jugar la baza de los formalismos jurídicos, juéguela, pero no se lamente luego de las consecuencias.
Hubo un mutis. El comisario encendió un cigarrillo y arrojó el paquete sobre la mesa por si yo quería fumar. Me senté, tomé un cigarrillo y fumamos mientras se diluía la tensión.
—No soy una portera fisgona —prosiguió el comisario Vázquez con voz pausada—. No meto las narices en sus pestilentes vidas privadas para enterarme de si son cornudos, homosexuales o proxenetas. Investigo tres homicidios y una tentativa. Por ello pido, exijo, la colaboración de todos. Estoy dispuesto a ser comprensivo y respetuoso, a saltarme las formalidades, la rutina, todo cuanto sea menester para no importunarles más de la cuenta. Pero no abusen ni me irriten ni me obliguen a usar de mi autoridad, porque les pesará. Ya estoy harto, ¿lo entiende usted?, ¡harto!, de ser el hazmerreír de todos los señoritos mierdas de Barcelona; de que el Lepprince de los cojones me dé pastelitos y copitas de vino dulce como si estuviésemos celebrando su primera comunión. Y ahora viene usted, un pelanas, muy satisfecho de sí mismo porque menea el rabo y le tiran piltrafas en los salones de la buena sociedad, y quiere imitar a sus amos y hacerse el gracioso delante de mí, ponerme en ridículo, como si fuera la criada de todos, en lugar de ser lo que soy y hacer lo que hago: velar por su seguridad. Son ustedes idiotas, ¿sabe?, más idiotas que las vacas de mi pueblo, porque al menos ellas saben hasta dónde pueden llegar y dónde tienen que pararse. ¿Quiere un consejo, Miranda? Cuando me vea entrar en una habitación, aunque sea el comedor de Lepprince, no siga comiendo como si hubiera entrado un perro: límpiese los morros y levántese. Me ha entendido, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Así me gusta, que recobre la sesera. Y ahora que somos tan amigos y nos entendemos tan bien, conteste a mis preguntas. ¿Dónde está la carta?
—¿Qué carta?
—¿Cuál ha de ser? La de Pajarito de Soto.
—No sé nada de…
—¿No sabe que Pajarito de Soto escribió y envió una carta el mismo día que lo mataron?
—¿Ha dicho usted «que lo mataron»?
—He dicho lo que he dicho: conteste.
—Oí hablar de la carta, pero jamás la vi.
—¿Está seguro de que no la tiene usted?
—Completamente seguro.
—¿Y no sabe quién la tiene?
—No.
—¿Ni cuál es el contenido de la carta?
—Tampoco, se lo juro.
—Tal vez dice la verdad, pero tenga cuidado si miente. No soy el único que va tras esa carta, y tos otros no son tan charlatanes como yo. Primero matan y luego buscan, sin preguntar, ¿entiende?
—Sí.
—En caso de averiguar, de sospechar, de recordar el más mínimo detalle concerniente a la carta, dígamelo sin pérdida de tiempo. Su vida puede depender de que lo haga sin demora.
—Sí, señor.
Se levantó, tomó el sombrero y caminó hacia la puerta. Le acompañé y le tendí la mano, que estrechó fríamente.
—Disculpe mi comportamiento —dije—. Todos estamos nerviosos en estos últimos meses: han sucedido demasiadas cosas horribles. Yo no quiero obstaculizar su labor, como comprenderá.
—Buenas noches —atajó el comisario Vázquez.
Le vi bajar la escalera, entré, cerré con llave y me quedé meditando y fumando los cigarrillos que se había olvidado el comisario, hasta el amanecer. Apenas despuntó el día me dormí. No había dado cuerda al despertador y cuando abrí los ojos eran las once pasadas. Desde un bar llamé al despacho y pretexté un recado urgente. La realidad no difería gran cosa de mi excusa. Bebí un café, leí el periódico y me hice lustrar los zapatos, mientras repetía un confuso monólogo cuyos gestos debían trascender, pues advertí la mirada burlona de los parroquianos. Pagué y salí. Caminando llegué a casa de Lepprince. El portero me dijo que había salido hacía poco más de media hora. Le pregunté si sabía a dónde había ido y me respondió, como si revelase un gran secreto, que había ido a Sarriá, a casa de la viuda de Savolta, a pedir la mano de María Rosa. Nos separamos como conspiradores. Anduve hasta la Plaza de Cataluña y allí tomé el tren. Una vez en Sarriá recorrí las calles empinadas, como había hecho meses antes, cuando enterramos al magnate.
Había guardias en la puerta de la torre. Un privilegio que otorgaban las autoridades en memoria del finado, pues la vigilancia era inútil: los terroristas tenían otras dianas ante sus puntos de mira. Me dejaron pasar cuando me hube identificado. El mayordomo se deshizo en excusas para que desistiera de ver a Lepprince.
—Se trata de una pequeña reunión familiar, íntima. Hágase cargo, señor.
Insistí. El mayordomo accedió a comunicar a Lepprince mi presencia, pero no me garantizó que concedieran audiencia. Esperé. Lepprince no tardó ni un minuto en salir a mi encuentro.
—Algo grave debe suceder cuando me interrumpes en un momento tan… privado, por llamarlo así.
—Ignoro si es grave lo que le voy a contar. Ante la duda, preferí pecar por demasía.
Me hizo pasar a la biblioteca. Le referí la visita de Vázquez y su tono incisivo, si bien soslayé la ira del comisario por lo que pudiera tener de ofensivo para Lepprince.
—Hiciste bien en venir —dijo éste cuando hube concluido mi relato.
—Temí no encontrarle luego y que fuera demasiado tarde.
—Hiciste bien, ya te digo. Pero tus temores son infundados. Vázquez sufre de alucinaciones, producidas, con certeza, por un exceso de celo. Es lo que llamaríamos en Francia «deformación profesional».
—También lo llamamos así en España —dijo una voz a nuestras espaldas:
Nos volvimos y vimos al comisario Vázquez en persona. El mayordomo, tras él, esbozaba silenciosos aspavientos, dando a entender que no había podido impedirle la entrada. Lepprince hizo gestos al criado indicándole que se podía retirar. Nos quedamos solos los tres. Lepprince tomó de un estante una caja de cigarros habanos que ofreció al comisario. Éste los rechazó sonriendo y dirigiéndome una mirada malévola.
—Muchas gracias, pero el señor Miranda y yo tenemos gustos más bastos y preferimos los cigarrillos, ¿no es cierto?
—Debo admitir que me fumé los que usted se dejó anoche olvidados —dije.
—Muchos eran; debe cuidar su salud… o sus nervios.
Me ofreció un cigarrillo que acepté. Lepprince depositó la caja en el estante y nos dio fuego. El comisario paseó la vista por la biblioteca y se detuvo ante la ventana.
—Esto es mucho más lindo en primavera que la otra vez… en enero, ya saben.
Dio media vuelta y se apoyó en el marco de la puerta entreabierta, mirando al salón.
—¿Quiere que haga descorrer los paneles para que observe si es posible disparar contra la escalera desde aquí? —dijo Lepprince con su sempiterna suavidad.
—Como podrá suponer, señor Lepprince, ya realicé el experimento en aquella ocasión. Volvió al centro de la estancia, buscó con los ojos un cenicero y sacudió el cigarrillo.
—¿Puedo preguntar el motivo de su repentina visita, comisario? —dijo Lepprince.
—¿Motivo? No. Motivos, más bien. En primer lugar, quiero ser el primero en felicitarle por su próximo enlace con la hija del difunto señor Savolta. Aunque quizá no sea el primero en felicitarle, sino el segundo.
Lo decía por mí. Lepprince hizo una leve inclinación.
—En segundo lugar, quiero asimismo felicitarle por su buena estrella, que le hizo salir indemne del atentado del teatro. Me lo refirieron con todo lujo de detalles y debo reconocer que me había equivocado cuando dudé de la eficacia de su pistolero.
—Guardaespaldas —corrigió Lepprince.
—Como prefiera. Eso ya no importa, porque mi tercer motivo para venir a verle ha sido despedirme de usted.
—¿Despedirse?
—Sí, despedirme; decirle adiós.
—¿Cómo es eso?
—He recibido instrucciones tajantes. Salgo esta misma tarde para Tetuán —en la sonrisa del comisario Vázquez había un deje de amargura que me conmovió. En aquel instante me di cuenta de que apreciaba mucho al comisario.
—¿A Tetuán? —exclamé.
—Sí, a Tetuán, ¿le sorprende? —dijo el comisario como si reparara en mí por primera vez.
—La verdad, sí —respondí con sinceridad.
—¿Y a usted, señor Lepprince, le sorprende también?
—Desconozco totalmente las costumbres de la Policía. Espero, en cualquier caso, que su traslado le sea beneficioso.
—Todos los lugares son beneficiosos o perjudiciales, según la conducta que se observe en ellos —sentenció el comisario.
Giró sobre sus talones y salió. Lepprince se quedó mirando hacia la puerta con una ceja cómicamente arqueada.
—¿Tú crees que volveremos a verle? —me preguntó.
—¿Quién sabe? La vida da muchas vueltas.
—Ya lo creo —dijo él.
CARTA DEL SARGENTO TOTORNO AL COMISARIO VÁZQUEZ DE 2-5-1918 EN LA QUE LE INFORMA DE LA SITUACIÓN EN BARCELONA
Documento de prueba anexo n.° 7a
(Se adjunta traducción al inglés del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)
Barcelona, 2-5-1918
Apreciable y distinguido jefe:
Ya me perdonará que me haya demorado tanto en escribirle, pero es que a resultas del accidente que sufrí en el teatro hace un mes y medio quedé imposibilitado para escribir de puño y letra y no me pareció prudente dictar a otra persona esta carta, pues ya sabe cómo es la gente. Al fin aprendí a escribir con la mano izquierda. Ya me perdonará la mala letra que le hago.
Pocas novedades hay por aquí desde que usted se fue. Me retiraron del servicio activo y me han destinado a Pasaportes. El comisario que vino a sustituirle a usted ha ordenado que no se siga vigilando al señor Lepprince. Y todo esto, en conjunto, hace que no sepa nada de él, a pesar del interés que pongo en no perder contacto, como usted me encargó antes de irse. Por los periódicos me he enterado de que el señor Lepprince se casó ayer con la hija del señor Savolta y de que a la boda no asistió casi nadie por deseo expreso de la familia de la novia, ya que tan próxima estaba la muerte de su señor padre. Tampoco han hecho viaje de novios, por el mismo motivo. El señor Lepprince y su señora han cambiado de domicilio. Creo que viven en una casa-torre, pero aún no sé dónde.
El pobrecillo Nemesio Cabra Gómez sigue encerrado. El señor Miranda sigue trabajando con el abogado señor Cortabanyes y ya no se ve con el señor Lepprince. Por lo demás, hay mucha calma en la ciudad.
Y nada más por hoy. Cuídese mucho de los moros, que son mala gente y muy traicioneros. Los compañeros y yo le echamos de menos. Un respetuoso saludo.
Fdo.: Sgto. Totorno
La Doloretas se frotó las manos.
—Tenemos que hacer un pensamiento —dijo.
Yo bostezaba y veía por el ventanuco cómo la calle de Caspe perdía color en la homogeneidad del temprano atardecer. Había luces en algunas ventanas de las casas del frente.
—¿Qué pasa, Doloretas?
—Tenemos de decirle al señor Cortabanyes que ya va siendo hora de encender la salamandra.
—Doloretas, estamos en octubre.
Aproveché aquel improvisado recordatorio para desprender dos hojas atrasadas del calendario y para constatar la fugacidad de los días vacíos. La Doloretas volvió a teclear un escrito cuajado de tachaduras.
—Luego vienen las calipandrias y…, y yo no sé… —refunfuñaba.
Hacía muchos años que la Doloretas trabajaba para Cortabanyes. Su marido había sido abogado y murió joven sin dejar a su mujer de qué vivir. Los compañeros del muerto se pusieron de acuerdo para proporcionar un trabajo a la Doloretas, que le permitiera obtener algún dinero. Poco a poco, a medida que los jóvenes abogados adquirieron más y más importancia, dejaron de necesitar la colaboración esporádica de la Doloretas y la sustituyeron por secretarias fijas, más eficientes y dedicadas. Sólo Cortabanyes, el menos hábil y el más chapucero, siguió dándole trabajos, aumentándole de pizca en pizca su retribución, hasta que la Doloretas se instituyó como un gasto fijo del despacho que Cortabanyes satisfacía de mala gana, pero inalterablemente. No es que fuera muy útil, ni muy rápida, ni los años de trabajo repetido habían creado en ella un mínimo de práctica: cada demanda, cada expediente, cada escrito seguía siendo un arcano indescifrable para la Doloretas. Pero tampoco el bufete de Cortabanyes requería más. Ella, por su parte, jamás dejó de cumplir mal o bien un encargo, jamás quebrantó la lealtad. Nunca pretendió ser un elemento permanente del despacho. Nunca dijo: «Hasta mañana» o «Ya volveré por aquí». Se despedía diciendo: «Adiós y gracias». Nunca lanzaba indirectas como: «Si tienen algo, ya se acordarán de mí», ni más hipócritamente: «No olviden que me tienen a su disposición», o «Ya saben dónde vivo». Nunca se la vio aparecer sin ser llamada con la frase «Pasaba por aquí y subí a saludarles». Sólo «Adiós y gracias». Y Cortabanyes, cuando preveía un largo escrito por redactar, maquinalmente decía: «Llamen a la Doloretas», «Digan a la Doloretas que venga mañana por la tarde», «¿Dónde demonios se ha metido hoy la Doloretas?». Ni Cortabanyes, ni Serramadriles, ni yo sabíamos qué hacía ni de qué vivía la Doloretas cuando no recibía encargos del despacho. Jamás nos contó su vida, ni sus apuros, si los tenía.
REPRODUCCIÓN DE LAS NOTAS TAQUIGRÁFICAS TOMADAS EN EL CURSO DE LA NOVENA DECLARACIÓN PRESTADA POR JAVIER MIRANDA LUGARTE EL 6 DE FEBRERO DE 1927ANTE EL JUEZ F. W. DAVIDSON DEL TRIBUNAL DEL ESTADO DE NUEVA YORK POR MEDIACIÓN DEL INTÉRPRETE JURADO GUZMÁN HERNÁNDEZ DE FENWICK
(Folios 143 y siguientes del expediente)
(JUEZ DAVIDSON)» Señor Miranda, celebro que se halle repuesto de la dolencia que le ha impedido asistir a las sesiones del tribunal estos últimos días.
(MIRANDA)» Muchas gracias, señoría.
(J. D.)» ¿Se halla en condiciones de proseguir su declaración?
(M.)» Sí.
(J. D.)» ¿Podría informarnos de la índole de la enfermedad que acaba de padecer?
(M.)» Agotamiento nervioso.
(J. D.)» Tal vez desee pedir un aplazamiento sine die.
(M.)» No.
(J. D.)» Le recuerdo que comparece ante este tribunal por propia voluntad y que puede negarse a seguir prestando declaración en cualquier instante.
(M.)» Ya lo sé.
(J. D.)» Por otra parte, quiero hacer constar que es intención de este tribunal, en virtud de las atribuciones que le han conferido el pueblo y la Constitución de los Estados Unidos de América, esclarecer los hechos sometidos a su juicio y que la aparente dureza que ha mostrado en ciertas ocasiones responde pura y exclusivamente al deseo de llevar a cabo con rapidez y eficacia su cometido.
(M.)» Ya lo sé.
(J. D.)» En tal caso, podemos seguir adelante con el interrogatorio. Sólo me resta recordar al declarante que se halla todavía bajo juramento.
(M.)» Ya lo sé.
La mente humana tiene un curioso y temible poder. A medida que rememoro momentos del pasado, experimento las sensaciones que otrora experimentara, con tal verismo que mi cuerpo reproduce movimientos, estados y trastornos de otro tiempo. Lloro y río como si los motivos que hace años provocaron aquella risa y aquel llanto volvieran a existir con la misma intensidad. Y nada más lejos de lo cierto, pues soy tristemente consciente de que casi todos los que antaño me hicieron sufrir y gozar han quedado atrás, lejos por el tiempo y la distancia. Y muchos (demasiados, Dios mío) descansan bajo la tierra. Esta depresión nerviosa que me aqueja (y que los médicos atribuyen erróneamente a la fatiga de las sesiones ante el juez) no es sino la reproducción fotográfica (mimética, podríamos decir) de aquellos tristes meses de 1918.
Una brillante mañana de junio Nemesio Cabra Gómez oyó descorrerse los baldones que clausuraban la puerta de su celda. Un loquero de barba negra y bata blanca que sostenía un cabo de manguera en la mano le hizo señas de que se levantase y saliera. El loquero echó a andar y se detuvo a pocos pasos.
—Tú delante —ordenó— y sin trapacerías, o te arreo.
Y blandía el cabo de manguera que producía un silbido de culebra. Caminaron por los tortuosos corredores. Al pasar frente a las cristaleras que daban al jardín, Nemesio Cabra Gómez sintió la quemadura del sol y le deslumbró la luz y se pegó al vidrio a contemplar el cielo y el jardín donde otro internado taponaba hormigueros. El loquero le dio con la porra.
—Vamos, tú, ¿qué te pasa?
—Llevo meses en aquel cajón.
—Pues no hagas tonterías o volverás a él.
Aquélla fue la primera noticia que tuvo de que iban a soltarle. Se lo confirmó el doctor Flors. Le dijo que los médicos habían dictaminado su curación y que podía reintegrarse a la vida normal, pero que procurara evitar el alcohol y los excitantes, que no discutiera, que durmiera cuantas horas le pidiera el cuerpo y que visitase a un colega (cuyo nombre y dirección apuntó en una tarjeta) cada vez que se sintiera mal o, en cualquier caso, cada tres meses, hasta que fuera dado de alta definitivamente.
Como la ropa con que había ingresado en la casa de salud estaba del todo inservible y atentaba contra el pudor, el doctor Flors le proveyó de una blusa, unos pantalones, un par de zapatos y un tabardo donados por unas damas de caridad. Hicieron un hatillo con las prendas y le condujeron a la puerta principal.
Una vez libre, se refugió en un bosquecillo y se cambió de ropa. Las prendas que le habían proporcionado eran usadas y de tamaños diversos. La blusa le venía muy holgada y el pantalón, demasiado corto, no pudo abrochárselo. Lo ató con una guita. Los zapatos resultaban estrechos y no llevaba calcetines. El tabardo, en cambio, le pareció excelente, aunque inútil en aquella época del año. Guardó la documentación y los pocos objetos personales que poseía en los bolsillos de su nueva indumentaria y arrojó los harapos tras un matorral. Muy contento regresó al camino y anduvo durante mucho rato hasta que topó con los raíles de un tren de vía estrecha o carrilet y los siguió en busca de la estación. Hallada ésta, esperó la llegada del carrilet, se subió y se metió en el retrete para no pagar billete, pues carecía de dinero.
Una vez en Barcelona, y cuando todos los pasajeros habían abandonado los vagones, se deslizó al andén, cruzó la verja de salida confundido entre un grupo numeroso y se quedó mirando la calle con los ojos húmedos por la emoción de ser dueño de sus actos.
CARTA DEL COMISARIO VÁZQUEZ AL SARGENTO TOTORNO DE 8-5-1918 INSTÁNDOLE A SEGUIR EN LA BRECHA
Documento de prueba anexo n.° 7b
(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)
Tetuán, 8-5-1918
Querido amigo:
No pierda moral. Si se siente desfallecer, piense que la lucha en favor de la verdad es la más noble misión a que un hombre puede aspirar sobre la tierra. Y ésa es, precisamente, la misión del policía.
Infórmeme de si Lepprince sigue teniendo a sus órdenes a ese pistolero alemán llamado Max. No revele a nadie nuestra correspondencia. Celebro su restablecimiento. No hay defecto físico que no pueda superarse con voluntad. ¿No le sería más cómodo escribir a máquina?
Un saludo afectuoso.
Fdo.: A. Vázquez
Comisario de Policía
Cortabanyes tenía razón cuando me desengañaba: los ricos sólo se preocupan de sí mismos. Su amabilidad, su cariño y sus muestras de interés son espejismos. Hay que ser un necio para confiar en la perdurabilidad de su afecto. Y eso sucede porque los vínculos que pueden existir entre un rico y un pobre no son recíprocos. El rico no necesita al pobre: siempre que quiera lo sustituirá.
No me invitaron a la boda de Lepprince, cosa que, hasta cierto punto, resultaba comprensible. La ceremonia se celebró en la más estricta intimidad, no sólo por respeto a la memoria de Savolta, sino por la inconveniencia de favorecer concentraciones multitudinarias en las que pudiera introducirse algún elemento criminal. Pero yo esperaba seguir viendo a Lepprince después del casamiento, y no fue así. Lepprince tenía estas cosas, incomprensibles y desconcertantes como él mismo. El día en que fui a casa de Savolta y cuando el comisario Vázquez se hubo ido tras comunicarnos su repentina marcha de Barcelona, Lepprince me hizo pasar, de grado o por fuerza, a saludar a sus futuras esposa y suegra. Me arrastró al saloncito del primer piso donde las dos mujeres esperaban su vuelta y me presentó como si de un gran amigo se tratara; reiteró la pomposa denominación de «prestigioso abogado» y me obligó, haciendo caso omiso de las protestas que mi discreción me dictaba, a brindar por su futura felicidad.
De aquel acontecimiento recuerdo la impresión que me produjo María Rosa Savolta. En los meses transcurridos entre la fatídica noche de Fin de Año y ese día, se había producido un cambio singular en la joven, sea por los sufrimientos acumulados, sea por el enamoramiento (que ni sus ojos ni sus palabras ni sus gestos lograban disimular), sea por la perspectiva del inminente y trascendental cambio que iba a trastocar, en bien, su vida: el matrimonio con Lepprince. Me pareció más adulta, más reposada de maneras, lo que traslucía una mayor serenidad de espíritu. Había cambiado la expresión ingenua de la niña recién salida del tibio colegio por el grave empaque de la señora, y el aire lánguido de la adolescente perpleja, por el aura mágica de la ansiosa enamorada.
Pero no quisiera pecar de retórico: ahorraré las descripciones y pasaré directamente a los hechos escuetos.
CARTA DEL SARGENTO TOTORNO AL COMISARIO VÁZQUEZ DE 21-6-1918 DANDO INFORMACICÓN SOBRE ALGUNOS PERSONAJES CONOCIDOS
Documento de prueba anexo n.° 7c
(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)
Barcelona, 21-6-1918
Apreciable y respetado jefe:
Ya me perdonará la demora en escribirse, pero me decidí a seguir su ponderado consejo y he pasado estas últimas semanas aprendiendo a teclear a máquina, cosa que ofrece más dificultades de lo que a primera vista pudiera parecer. Mi cuñado me prestó una Underwood y gracias a ello he podido practicar por las noches, aunque ya ve usted la cantidad de faltas que aún me salen.
Por fin averigüé lo que usted quería saber, de si aún el señor Lepprince sigue teniendo aquel pistolero, y la respuesta es que sí, que se lo ha llevado a su nuevo domicilio y le acompaña dondequiera que va. Otra novedad que puede interesarle es la de que soltaron a Nemesio Cabra Gómez hace varios días. Lo supe por un compañero de Jefatura que me contó que habían detenido a Nemesio porque se dedicaba a la elaboración de cigarros puros con tabaco extraído de colillas que recogía del suelo y que luego vendía, pegándoles una vitola, como genuinos habanos. Al parecer, Nemesio invocó su nombre, pero de nada le sirvió, pues lo encerraron. Me dijo el compañero (ése de Jefatura, de quien ya le he hablado) que parece un muerto y que tiene un aspecto demacrado imposible de ver sin sentir lástima. Todo lo demás sigue como antes de irse usted. Tenga cuidado con los moros, que son muy propensos a atacar por la espalda. Respetuosamente a sus órdenes.
Fdo. Sgto. Totorno
Es arduo sobrellevar la soledad, y más cuando a ésta le precede un período de amistad y grata compañía como el que había pasado con Lepprince. De modo que una tarde, harto del vacío que presidía mis horas de ocio tras el trabajo, y saltándome toda regla de urbanidad, acudí a casa de Lepprince, al entrañable piso de la Rambla de Cataluña, cuyos tilos formaban un arco de verdor sobre el boulevard remedando el paisaje del cuadro que ornaba la chimenea del saloncito.
El portero de las patillas blancas acudió a mi encuentro y me saludó con efusividad; su presencia me devolvió la vida, como si en su bocaza, donde brillaba el oro, llevara el símbolo de la alianza. Pero pronto me desencantó: los señores de Lepprince se habían mudado. Se asombró de que yo lo ignorase y de que no hubiese visto el cartel en el balcón que anunciaba: «SE ALQUILA». Sentía no poder informarme de más detalles, pues él mismo, después de tantos años de servicio fiel, desconocía el paradero del señor Lepprince, tan generoso, tan amable y tan excéntrico.
—De todas formas —añadió en un intento de consolarme—, le confesaré que casi me alegro, porque es que al señorito le apreciaba yo bien, aunque me daba disgustos, pero a su nuevo secretario, ese alemán o inglés que mató a tanta gente en el teatro, a éste, no lo podía yo ni ver. Esta casa siempre ha sido respetable.
Me había tomado del brazo y paseábamos zaguán arriba, zaguán abajo.
—Me dio un susto el señorito cuando aquella mujer se vino a vivir aquí. Ya sabe a cuál me refiero: ésa que se subía por los cables del ascensor como si fuera un mono salvaje del África o un americano. Claro que yo soy de la condición de que me gusta comprender a todo el mundo. Y así se lo dije a mi señora, le dije que aunque por el trato y la seriedad parece mayor de la edad que tiene, el señorito Lepprince es joven, mujer, le dije, y es natural que tenga la cabeza loca en ciertos aspectos del vivir cotidiano. Usted me entiende, que más ata pelo…, en fin, le dije, que ya nos entendemos, ¿no?
—Sí, claro —respondí si saber cómo desasirme.
—La prueba es que pasó pronto. Pero ese hombrón tan lechoso de tez, no sé cómo decirle…, no me apetecía. Yo sé bien lo que me digo y ya ve que no tengo reparos en hablar claro. Que no es eso, no, señor, no lo es.
Le había conducido hábilmente hasta la puerta y le tendí la mano en señal de despedida. Él la estrechó emocionado y reteniéndola entre las suyas sudorosas y fofas concluyó:
—De todas formas, señor Javier, siento que se haya ido. Le tenía en mucho aprecio, ya lo creo. Y la señora, señor, era una santa. La legítima, quiero decir, usted ya me entiende. ¡Una santa! Ésa sí; ésa sí que me apetecía.
Le conté mi fracaso a Perico Serramadriles y meneó la cabeza como si estuviera maniatado y quisiera desprenderse de sus gafas.
—Se nos murió la vaca, madre mía, se nos murió la vaca —murmuraba.
Tanto repitió lo de la vaca que acabó irritándome y le grité que se callara y me dejara en paz.
—No peleen, caramba —terció la Doloretas—. Vergüenza da oírles. Dos jóvenes como ustedes pensando en el dinero a todas horas; en vez de trabajar y labrarse un futuro, ay, Señor.
CARTA DEL COMISARIO VÁZQUEZ AL SARGENTO TOTORNO DE 31-6-1918 EN LA QUE PIDE SE LE PROPORCIONEN MEDIOS PARA INTERVENIR EN LA VIDA BARCELONESA DESDE SU AISLAMIENTO
Documento de prueba anexo n.° 7d
(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)
Tetuán, 31-6-1918
Querido amigo:
Acuso recibo de su atenta carta de 21 de los corrientes, cuya lectura me ha sido de gran utilidad. No me cabe duda de la existencia de una conspiración de ilimitado alcance, cuya víctima, en este caso, ha sido el pobre N. Haga lo posible para que la noticia de su detención llegue a mi conocimiento de un modo oficial (un Boletín o un recorte de periódico servirían) a fin de que pueda intervenir gestionando la libertad del sujeto en cuestión. Sentimientos humanitarios me mueven a proceder como lo hago, y usted bien sabe, amigo Totorno, que así es. Si mi influencia vale algo todavía (cosa que cada día se me hace más difícil de creer), la usaré para mitigar en lo posible tanto abuso y tanto desprestigio.
Aplaudo los progresos con la máquina de escribir. La vida es una lucha sin tregua. Ánimo y siempre adelante. Un saludo afectuoso.
Fdo.: A. Vázquez
Comisario de Policía
El trabajo continuaba monótono e improductivo. El verano acudió puntual y no llevaba trazas de irse nunca. Mi casa, por estar situada directamente bajo la azotea del edificio, se veía expuesta al sol a todas horas y más parecía un horno que otra cosa. Por la noche apenas si remitía el calor y, en cambio, aumentaba la humedad: los objetos adquirían una pátina viscosa y yo, acostumbrado al clima seco de Castilla, me ahogaba y derretía. Empecé a padecer de insomnio. Cuando conciliaba el sueño, me asaltaban pesadillas. Solía sentir a mi lado, compartiendo el lecho, la presencia de un oso. No me inquietaba el peligro de dormir con una fiera, pues el oso de mis sueños era pacífico y mansurrón, pero su proximidad, en aquel cuarto de aire calcinado, me resultaba insufrible. Despertaba bañado en sudor y tenía que correr al lavabo y arrojarme puñados de agua al rostro. Sentir el líquido resbalar templado por la espalda y el pecho me solazaba brevemente.
Para evitar la compañía del oso y las duermevelas agitadas y fatigosas, leía sin cesar hasta muy avanzada hora. Cuando al fin se me cerraban los ojos, dormía mal y poco. Por la mañana me levantaba muy cansado y el estado hipnótico me duraba el día entero hasta que, por ironías de la naturaleza, recuperaba la lucidez y el brío al llegar la noche.
Por aquellos días Perico Serramadriles y yo tomamos la costumbre de ir a los baños. Acudíamos a la playa en tranvías rebosantes de gente fea y sudorosa, en las horas que mediaban entre la saudade la oficina a mediodía y el reinicio del trabajo por la tarde, y comíamos allí, bien bocadillos que comprábamos, bien ricas paellas en los barracones, aunque pronto tuvimos que prescindir de éstas pues resultaban caras y la digestión se hacía pesada y nos daba un sopor incompatible con nuestras obligaciones. Más de una tarde nos habíamos quedado dormidos en el despacho los dos a un tiempo, cosa que importaba poco, pues los escasos clientes de Cortabanyes veraneaban y la quietud del despacho tan sólo se veía turbada por las moscas pertinaces a las que la Doloretas fustigaba con un periódico enrollado.
CARTA DEL SARGENTO TOTORNO AL COMISARIO VÁZQUEZ DE 12-7-1918 EXPLICANDO CÓMO CUMPLIÓ EL ENCARGO QUE ÉSTE LE HIZO
Documento de prueba anexo n.° 7e, apéndice 1
(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)
Barcelona, 12-7-1918
Admirado y distinguido jefe:
Perdone mi tardanza en cumplir sus siempre bien recibidas órdenes. Ya sabe que por mi actual circunstancia me hallo un poco alejado del ambiente de Jefatura y esto hace más difícil el grato cumplimiento de sus acertadas órdenes. Pero después de mucho cavilar, creo que por fin encontré el sistema de hacer llegar hasta usted la noticia del encierro del desdichado Nemesio. A tal efecto hice que cayera en sus manos la noticia del traslado de Vd. A estas horas Nemesio ya sabe que se encuentra usted en Tetuán y, o mucho me equivoco, o hará lo imposible por ponerse en contacto con Vd. a fin de obtener su intercesión. A mí me ha parecido un buen sistema, ¿qué opina Vd?
Le agradezco su interés por mis adelantos con la máquina. Usted siempre fue para nosotros un faro en el camino difícil del deber. Ya ve, de todas formas, que mi técnica aún deja mucho que desear. Sin otro particular, queda de usted siempre a sus órdenes.
Fdo.: Sgto. Totorno
CARTA DE NEMESIO CABRA GÓMEZ AL COMISARIO VÁZQUEZ DE LA MISMA FECHA DANDO CUENTA DE SU TRISTE SITUACIÓN
Documento de prueba anexo n.° 7e, apéndice 2
(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)
Barcelona, año del Señor de 1918
día de Gracia del 12 de julio
Muy señor mío y hermano en Cristo Nuestro Señor:
Jesucristo, por mediación de uno de sus Ángeles, me ha comunicado que se halla usted en Tetuán, noticia que me sumió en la tristeza y el desconsuelo, si bien recordé aquellas Sus Palabras:
«Nos azota por nuestras iniquidades
y luego se compadece y nos reunirá
de las naciones en que nos ha dispersado».
(Tobías, 13-5).
Dulcificada mi alma y serenado mi espíritu me decido a escribir esta carta para que sea usted partícipe, como lo es Dios Nuestro Señor, de las grandes calamidades que por mis pecados me persiguen. Pues sepa usted, señor comisario, que advertidos aquellos doctos hombres que me había yo curado de mis dolencias por la intercesión del Espíritu Santo, me dejaron volver a los senderos del Señor, donde el trigo y la cizaña tan mezclados andan. Y es así que por mi culpa y ceguera fui a dar en un mal paso que a estas prisiones me ha traído como antes fui a parar a la nauseabunda celda que usted ya conoce y que sólo con la ayuda del Altísimo me fue posible abandonar. Con lo cual, dicho sea en honor de la verdad, he mejorado de condición, pues aquí me tratan como a un cristiano y no me pegan ni me dan duchas de agua helada ni me torturan o amenazan y no puedo formular queja de sus modales que son caritativos y dignos de la misericordia de Dios Nuestro Señor. Pero es el caso que soy poseedor de grandes verdades que me han sido reveladas en mi sueño por nube o llama o no sé yo qué (por la gracia divina) y sólo a usted, señor comisario, puedo transmitírselas, para lo cual necesito de preciso verme libre de éstas mis prisiones materiales que me tienen aherrojado. Haga algo por mí, señor comisario. No soy un criminal ni un loco, como pretenden. Sólo soy una víctima de las añagazas del Maligno. Ayúdeme y será premiado con dones espirituales en esta vida y con la Salud Eterna en la otra, perdurable.
Hablo a diario con Jesucristo y le pido que le salve a usted de los moros. Atentamente le saluda.
N. C. G.
Post Data: Recibirá esta misiva de manos de un Enviado. No le haga preguntas ni le mire fijamente a los ojos, pues podría contraer una incurable dolencia. Vale.
——
(JUEZ DAVIDSON)» En el período que siguió al atentado contra Lepprince, ¿se repitieron las tentativas de darle muerte?
(MIRANDA)» No.
(J. D.)» ¿Es dable pensar que los terroristas renunciasen tan pronto a su venganza?
(M.)» No lo sé.
(J. D.)» No parece ser ésa su táctica, según mis informaciones.
(M.)» He dicho que no lo sé.
(J. D.)» Siguiendo con los informes que obran en mi poder, a lo largo de 1918 se produjeron en Barcelona ochenta y siete atentados de los llamados «sociales», cuyo balance de víctimas es el siguiente: patrones muertos, 4; heridos, 9; obreros y encargados muertos, 11; heridos, 43. Esto sin contar los daños materiales causados por los numerosos incendios y explosiones dinamiteras. En mayo se produce un saqueo masivo de tiendas de comestibles que se prolonga por varios días y que sólo la declaración del estado de guerra pudo contener.
(M.)» Eran años de crisis, indudablemente.
(J. D.)» ¿Y no le parece raro que, dadas las características de aquellos meses, no se repitieran los atentados contra Lepprince?
(M.)» No lo sé. No creo que importe mi opinión al respecto.
(J. D.)» Cambiemos de tema. ¿Podría decirnos a qué atribuye usted el repentino exilio del comisario Vázquez?
(M.)» No fue un exilio.
(J. D.)» Rectifico: ¿podría explicar el repentino cambio de destino del comisario Vázquez?
(M.)» Bueno…, era un funcionario.
(J. D.)» Eso ya lo sé. Me refiero a los verdaderos motivos que le apartaron del caso Savolta.
(M.)» No lo sé.
(J. D.)» ¿No podría tener relación el cese repentino de los atentados con la marcha del comisario Vázquez?
(M.)» No lo sé.
(J. D.)» Por último, ¿estaba preparado el atentado contra Lepprince como parte de una comedia que encubría otros trasiegos?
(M.)» No lo sé.
(J. D.)» ¿Sí o no?
(M.)» No lo sé. No lo sé.
Me hundí en un estado depresivo que la soledad agudizaba de día en día, de hora en hora, minuto a minuto. Si daba un paseo para serenar mi atormentado espíritu, caía en un extraño trance que me obnubilaba y me hacía caminar a grandes zancadas sin que mi voluntad interviniera en la elección del camino a seguir. A veces volvía en mí hallándome perdido en una zona suburbana, sin saber por qué derroteros había venido a parar a tan insólito lugar, y me veía obligado a preguntar a los transeúntes para rehacer la ruta. Otras veces, a poco de iniciado el paseo, me encontraba en una encrucijada de calles y, no sabiendo qué dirección tomar, permanecía inmóvil como una estatua o un pedigüeño hasta que el hambre o el cansancio me dictaban la vuelta. Si salía de los lugares conocidos y familiares me asaltaba un desasosiego fatal, temblaba como un condenado y acudían las lágrimas a mis ojos y tenía que regresar y encerrarme entre las cuatro paredes de mi aposento y allí desahogar la sensación de abandono con llanto que a veces se prolongaba durante toda la noche. Me había sucedido despertarme y notar mis mejillas húmedas y empapado el cobertor. Pensé seriamente en el suicidio, pero lo rechacé, más por cobardía que por apego a la existencia. Ya no soportaba la lectura y, si asistía a un cine u otro espectáculo, debía dejar la sala apenas empezaba la función, pues la permanencia se me hacía imposible. En los últimos tiempos había dejado de salir con Serramadriles y nuestro trato se reducía a meras fórmulas de cortesía.
INSTANCIA DEL COMISARIO VÁZQUEZ AL MINISTRO DEL INTERIOR DE FECHA 17-7-1918 INTERCEDIENDO POR LA LIBERTAD DE NEMESIO CABRA
Documento de prueba anexo n.° 7f
(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)
Don Alejandro Vázquez Ríos, comisario de Policía de Tetuán, con el debido respeto y consideración a V. E.
EXPONE
Que ha llegado a su poder carta de un individuo llamado Nemesio Cabra Gómez, de fecha 12-7-1918, actualmente detenido por orden gubernativa en los calabozos de la Jefatura de Policía de Barcelona. Que hace unos meses, y hallándose el que suscribe destinado en dicha Jefatura, tuvo ocasión de conocer y tratar al citado Nemesio Cabra Gómez, apreciando en él síntomas de trastorno mental, síntomas que más tarde se confirmaron y motivaron su internamiento en una de las casas de salud que para tales fines existen en nuestro país. Que más adelante, y a la vista de su parcial recuperación y de que no presentaba indicios de peligrosidad fue dado de alta por los facultativos y reintegrado a la vida social para en ella, merced al trabajo y contacto con las gentes, recuperar el equilibrio y cordura. Que hace, pocas semanas fue detenido por una supuesta falsificación de cigarros puros. Que el antedicho Nemesio Cabra Gómez es un débil mental, incapaz de responsabilidad penal y que su encierro sólo puede contribuir a aumentar y hacer incurable su enfermedad, por lo cual, y con el debido respeto y consideración, a V. E.
SUPLICA
Se sirva conceder a la mayor brevedad posible la libertad al susodicho Nemesio Cabra Gómez para que éste pueda integrarse de nuevo a la vida social y llevar a feliz término su curación.
Es gracia que espero obtener del recto proceder de V. E. cuya vida guarde Dios muchos años.
Fdo.: Alejandro Vázquez Ríos
Comisario de Policía
Tetuán, al 17 de julio de 1918
Excmo. Sr. Ministro del Interior.
Ministerio del Interior. Madrid.
RECORTE DE UN DIARIO DE BARCELONA CUYO NOMBRE NO CONSTA. LLEVA ESCRITA A MANO LA FECHA DE 25-7-1918
Documento de prueba anexo n.° 9.ª
(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)
Nombramientos
Don Alejandro Vázquez Ríos, que desempeñó con admirable brillantez el cargo de comisario de Policía de nuestra ciudad, pasando luego a desempeñar idénticas funciones en Tetuán, ha sido nombrado comisario de Policía de Bata (Guinea).
Los barceloneses que recordamos con gratitud y afecto su estancia entre nosotros y que tuvimos ocasión de admirar su inteligencia, su tesón y su humanidad más allá de lo que exige el cumplimiento del deber, le deseamos una grata estancia en esa hermosa ciudad y le felicitamos de todo corazón por su merecido nombramiento.
Y comencé a beber en demasía, tan pronto salía del despacho, con la ilusa esperanza de que los vahos alcohólicos embrutecieran mis sentidos y me hicieran más llevaderas mis horas. El efecto fue totalmente contraproducente, pues mi sensibilidad se agudizó, el tiempo parecía no transcurrir y me asaltaban ensoñaciones tortuosas. Despertaba crispado y flotaba en las ondas del delirio. El estómago me abrasaba, sentía una bola de algodón en rama taponándome la garganta y la boca, mis manos buscaban a tientas los objetos sin hallarlos, los músculos, entumecidos, no acataban los dictados de mi mente. Temía estar ciego y hasta que la luz de la bombilla no me devolvía las viejas imágenes de mi alcoba no respiraba tranquilo. A veces despertaba con la convicción de haberme quedado sordo y arrojaba al suelo cosas para percibir algún ruido que me demostrase mi error. Otras veces me sentía privado del don de la palabra y tenía que hablar y oír mi voz para estar seguro de seguir entero. Dejé de beber, pero no cedía mi estado enfermizo. Una noche desperté sacudido por escalofríos. Las sienes me latían, me dolían los ojos y la mente ardía al contacto de la mano. Me sentí más solo que nunca y tomé la determinación de volver a casa, con mi familia. Cortabanyes me concedió un permiso indefinido y prometió conservar mi empleo vacante hasta que volviese o renunciase definitivamente, pero lamentó no poder seguir pagándome durante mi ausencia, porque aquél había sido un mal año y los ingresos no permitían despilfarros. No me ofendí: Cortabanyes tenía su lado bueno y su lado malo y una cosa iba por la otra. Del mismo modo llegué a un acuerdo con el propietario de mi casa y éste se avino a no alquilarla en tanto yo siguiera satisfaciendo la renta mensual, encargo que dejé encomendado a Serramadriles.
Tomé el tren y a los dos días estaba en Valladolid. Mi madre me recibió con frialdad, pero mis hermanas enloquecieron de alegría. Se hubiera dicho que las visitaba el rey. Me colmaron de atenciones, me hacían comer a todas horas los más escogidos manjares. Decían que presentaba mal aspecto, que debía engordar y que tenía que dormir y alimentarme para que me volvieran los colores. El reencuentro con el hogar me confortó y me devolvió la paz. Pronto la noticia de mi llegada se desparramó por la ciudad. Cada día se llenaba la casa de antiguos conocidos y de gente a la que no había visto nunca. Todos se interesaban por mí, pero, sobre todo, por la vida en Barcelona. Les referí los atentados anarquistas, tema del día en la prensa local, exagerando los detalles y, por supuesto, mi participación en ellos, en los que siempre figuraba como protagonista.
Sin embargo, era un calor ficticio el que me rodeaba. Con los amigos de la infancia se había roto toda relación afectiva. El tiempo los había cambiado. Se me antojaron viejos a pesar de tener mi edad. Algunos estaban casados con jovencitas cursis y adoptaban un aire paternalista que me hizo gracia en un primer momento y me irritó después. Los más habían alcanzado un nivel social mediocre e inamovible del que se mostraban satisfechos hasta reventar. Con las nuevas amistades, las cosas eran aún peor. Experimentaban una visceral aversión por Cataluña y todo lo catalán. Su contacto con el comerciante desangelado, pretencioso y chauvinista les había creado una imagen del catalán de la que no se apeaban. Remedaban el acento, ironizaban y se mofaban del carácter regional y criticaban con exasperación el separatismo, abrumándome con argumentos como si yo fuera el portaestandarte de los defectos catalanes. Pretendían, creo, que defendiera tesis subversivas y antipatrióticas para poder dar rienda suelta a sus sentimientos hostiles. Si no lo hacía y me identificaba con su postura, se sentían defraudados y continuaban con sus diatribas ignorando mi silencio y mi aquiescencia. Si matizaba su punto de vista por juzgarlo desenfocado o apasionado en extremo, se ofendían y redoblaban el ímpetu de sus ataques, con ardor misional y santa cólera.
Las chicas eran feas, vestían mal y su conversación me resultaba insulsa. La desazón que me invadía estando con ellas me hacía recordar con añoranza la charla de Teresa. Menudeaban las bromas en torno a mi soltería y las madres revoloteaban a mi alrededor con mirada de tasador y melosidad de alcahueta.
Mi familia vivía en la miseria, no sólo por falta de medios materiales, sino por un cierto hálito conventual que la envolvía. Su mentalidad cartuja les hacía escatimar cuanto constituía, no ya un lujo, sino simplemente un placer. La casa estaba siempre en penumbra porque el sol les parecía pecaminoso y «se comía las tapicerías». Las comidas eran sosas por regatear condimentos. La medida de todas las cosas era «un pellizco». Mis hermanas adoptaban un aire monjil y se deslizaban por la casa como almas del purgatorio, rozando las paredes e intentando pasar desapercibidas. Odiaban salir a la calle y el contacto con la gente las convertía en títeres patéticos. Sufrían por ocultar su timidez y su incapacidad de hacer frente al mundo que las rodeaba.
A pesar de los halagos que me proporcionaba mi carácter novedoso, la ciudad empezó a pesarme. Pensé lo que sería mi vida de permanecer allá mucho tiempo: habría que buscar trabajo, rehacer un círculo de amistades, convivir con mi familia, renunciar a las mujeres, claudicar ante las costumbres locales. Hice un cuidadoso balance de los pros y los contras y decidí regresar a Barcelona. Mis hermanas me rogaron que no partiese hasta después de la Navidad. Accedí, pero no concedí prórrogas. El segundo día del nuevo año, harto de pasar por un dandy y de no ser comprendido, lie mis bártulos y volví a tomar el tren.
CARTA DEL SARGENTO TOTORNO AL COMISARIO VÁZQUEZ DE 30-10-1918 EN LA QUE SEDAN NOTICIAS Y RECOMENDACIONES
Documento de prueba anexo n.° 7g
(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)
Barcelona, 30-10-1918
Apreciado jefe:
Ya me perdonará la tardanza en escribirle, pero pocas novedades había que le podían interesar a Vd. Hace unos días, en cambio, sucedió algo que me pareció importante y por esto le escribo con premura. El caso es que volvieron a detener a N. C. G. por ejercer la mendicidad en el claustro de la catedral completamente desnudo. Lo tenemos de nuevo entre nosotros, esta vez condenado a seis meses, más botarate que nunca. La parte interesante del asunto reside en que se le incautaron sus efectos personales, como es rigor, entre los que había, como me dijo un compañero de Jefatura (de quien ya le he hablado en anteriores cartas), papeles sin importancia y otras cosas. Sospecho que los papeles sin importancia podrían tenerla y mucha, pero no veo la forma de llegar a ellos. ¿Qué sugiere usted? Ya sabe que me tiene siempre a sus órdenes.
Cuídese mucho de los negros, que son muy dados al canibalismo y a otras bárbaras prácticas. Le saluda con respeto.
Fdo.: Sgto. Totorno.
CARTA DEL COMISARIO VÁZQUEZ AL SARGENTO TOTORNO DE 10-11-1918 EN RESPUESTA A LA ANTERIOR
Bata, 10-11-1918
Apreciado amigo:
Me hallo en cama, aquejado de una extraña enfermedad que me consume. Los médicos dicen que son fiebres tropicales y que se curarán tan pronto abandone estas inhóspitas tierras, pero yo ya no confío en mi restablecimiento. Adelgazo a ojos vistas, estoy cerúleo de color y tengo los ojos hundidos y el rostro cubierto de manchas que me dan mala espina. Cada vez que me miro al espejo me aterra constatar los progresos de la enfermedad. No duermo y mi estómago rechaza los alimentos que ingiero con esfuerzo. Mis nervios están desquiciados. El calor es insoportable y tengo metido en el cerebro ese incesante «tam-tam» que parece brotar de todas partes al mismo tiempo. No creo que volvamos a vernos.
En cuando a N. C. G., que le den morcilla.
Un saludo.
Fdo.: Vázquez