Los recuerdos de aquella época, por acción del tiempo, se han uniformado y convertido en detalles de un solo cuadro. Desaparecida la impresión que me produjeron en su momento, limadas sus asperezas por la lija de nuevos sufrimientos, las imágenes se mezclan, felices o luctuosas, en un plano único y sin relieve. Como una danza lánguida vista en el fondo del espejo de un salón ochocentista y provinciano, los recuerdos adquieren un aura de santidad que los transfigura y difumina.
La casa estaba cerrada y ante la puerta un criado impedía el paso a los visitantes. Aguardábamos a la intemperie, apiñados en la parte delantera del jardín. De vez en cuando distinguíamos siluetas cruzando una ventana. Tras la tapia, en la calle, una muchedumbre se había reunido para rendir el postrer homenaje al magnate. Un frío seco y un aire luminoso y sereno hacían llegar con limpieza el lejano tañido de las campanas. Se oía piafar a los caballos y golpes de cascos en la calzada. Se abrió la puerta de la casa. El criado se retiró y dio paso a un canónigo revestido de ornamentos funerarios. Salieron dos monaguillos y corrieron a formar en hilera. El primero llevaba un largo palo rematado por un crucifijo metálico. El segundo balanceaba un incensario que desprendía volutas perfumadas. El canónigo tenía los ojos clavados en el misal y entonaba un cántico sacro, coreado desde dentro de la casa por voces hondas. Iniciaron la procesión; tras el canónigo marchaban cuatro curas en doble columna. Luego aparecieron los maceros del ayuntamiento con sus vestiduras medievales, sus pelucas y sus clavas doradas, en forma de devanadera. Por último, el féretro en que reposaba Savolta, con festones y brocados. Lo portaban Lepprince, Claudedeu, Parells y otros tres hombres cuyos nombres no sabía. En el balconcito del primer piso vimos a la señora de Savolta, a otras señoras y a María Rosa Savolta enlutadas, con pañuelitos en la mano que viajaban súbitamente a los ojos para restañar una lágrima por el magnate.
Detrás del féretro marchaba un desconocido que vestía un largo abrigo negro y se tocaba con bombín del mismo color bajo el cual caían rubios mechones, casi albinos. Tenía las manos hundidas en los bolsillos y giraba la cabeza de un lado a otro, clavando en todos los asistentes sus ojos azules que destacaban en un rostro blanco como la cera.
El comisario Vázquez entró en su despacho. Su secretario arrojó sobre la mesa unos papeles para ocultar el periódico que leía.
—¿Quién le ha mandado hacer un paquete? —gruñó el comisario Vázquez—. Lea su periódico y déjese de tonterías.
—Ha llamado por teléfono don Severiano. Le dije que se había usted ausentado por mor de unas diligencias y respondió que llamaría de nuevo.
—¿Llamaba desde Barcelona?
—No, señor. Una chica, o señorita, que no dijo su nombre, dio aviso de conferencia desde una localidad que no me fue posible retener. Se oía muy mal.
El comisario Vázquez colgó su abrigo de un perchero mugriento y se sentó en su pegajosa silla giratoria.
—Deme un cigarrillo. ¿Alguna otra novedad?
—Un individuo desea verle. Me parece que no se trata de un habitual.
—¿Qué quiere? ¿Quién es?
—Hablar con usted. No suelta prenda. Es Nemesio Cabra Gómez.
—Bueno. Le haremos esperar un rato, para que tenga ocasión de sintetizar su discurso. ¿Me da o no me da ese pitillo?
El secretario abandonó su mesa.
—Quédese con el paquete. Llevo uno entero en el bolsillo del gabán y, además, no me conviene fumar demasiado, por la bronquitis.
La muchedumbre que colmaba las aceras y la calzada y que se había encaramado a los árboles y a las farolas y a las verjas de las casas vecinas emitió un mugido sordo cuando apareció el féretro. Entre las cabezas descubiertas de la gente sobresalían aquí y allá los caballos de la policía que mantenía el orden con los sables en la mano. Componían la multitud representantes de todas las clases sociales: hombres de alcurnia, vestidos de negro con flamantes chisteras; militares con uniforme de gala; buenas gentes atraídas por el espectáculo ciudadano, y obreros que acudían a dar el último adiós a su patrono. Avanzó la carroza charolada tirada por seis corceles engalanados con plumas, jaeces y gualdrapas de metal oscuro y conducida por cocheros de levita y chambergo también emplumado y lacayos de calzón corto, colgados de los estribos. Cargaron el féretro en la carroza y la banda municipal tocó la Marcha fúnebre de Chopin mientras el carruaje iniciaba un paso lento y la multitud se santiguaba y se estremecía. Ocupaban la presidencia del cortejo las autoridades y les seguían los socios, amigos y allegados del magnate. También se unió a la presidencia el extraño individuo del largo gabán y el bombín negro y otro personaje vestido de gris que dirigió unas palabras quedamente a los más próximos, asintió a las respuestas con la cabeza y se alejó. Era el comisario Vázquez, encargado del caso.
—¿Qué pinta tiene ese Nemesio Cabra Gómez? —preguntó el comisario Vázquez.
El secretario hizo un mohín.
—Bajito, moreno, delgado, sucio, sin afeitar…
—Obrero en paro, supongo —dijo el comisario.
—Eso parece, sí, señor.
Después de hojear los periódicos y ver que no aludían al suceso de la noche anterior, el comisario Vázquez ordenó que hicieran pasar al confidente.
—¿De qué quieres hablarme?
—Vengo a contarle cosas de su interés, señor comisario.
—No pago a los soplones —advirtió el comisario Vázquez—. Me molestan y no reportan nada práctico.
—Colaborar con la policía no es malo.
—Ni rentable —añadió el comisario.
—Llevo nueve meses parado.
—¿Y quién te da de comer? —preguntó el comisario.
Nemesio Cabra Gómez sonrió. Ceceaba ligeramente. Se encogió de hombros. El comisario Vázquez se volvió a su secretario.
—¿Podemos ofrecer un trozo de pan y un café con leche a un parado?
—Ya no queda café.
—Que vuelvan a colar los posos —dijo Vázquez.
El secretario salió sin abandonar la postura sedente.
—¿Qué me vas a decir? —dijo el comisario.
—Sé quién lo mató —dijo Nemesio Cabra Gómez.
—¿A Savolta?
Nemesio Cabra Gómez abrió su boca desdentada.
—¿Mataron a Savolta?
—Lo traerán los periódicos de la tarde.
—No lo sabía…, no lo sabía. ¡Qué gran desgracia!
Bajo el sol de enero avanzaba la letanía mortuoria de los curas y la carroza y la muchedumbre tras ella. Un estremecimiento general nos sacudía, pues todos teníamos el convencimiento de que uno de los asistentes era el asesino. La iglesia se colmó y también la calle hasta donde abarcaba la vista. Los primeros bancos los ocupaban las mujeres, que ya estaban allí cuando nosotros llegamos. Plañían y rezaban y oscilaban al borde del colapso. Luego se agolpaba en las naves una multitud silente y respetuosa. En la calle, por el contrario, reinaba un gran alboroto. La reunión de todos los financieros barceloneses producía discusiones, altercados, regateos, acercamientos oportunistas, tanteos y sugerencias. Los secretarios no cesaban de anotar y de llevar recados de un lado para otro, abriéndose paso a codazos, febriles por concluir antes que nadie la transacción. Al salir del templo me topé con Lepprince.
—¿Qué se dice por ahí? —me preguntó.
—¿Por ahí? ¿Dónde?
—Pues, por ahí…, en los periódicos, en la calle. ¿Qué dice Cortabanyes? Yo no he abandonado la casa en estos dos días, prácticamente. Justo el tiempo de cambiarme de ropa, tomar un baño y comer algo.
—Todo el mundo comenta la muerte del señor Savolta, como es natural, pero no se ha esclarecido nada, si es a eso a lo que se refiere.
—Claro que me refiero a eso. ¿En qué sentido se dirigen las sospechas?
—El atentado vino de fuera. Se descarta que haya podido ser uno de los asistentes.
—Yo no descartaría nada, si fuera policía, pero estoy de acuerdo en que no fue cuestión personal.
—Tiene una idea formada, ¿no?
—Naturalmente que sí. Como tú y como todos.
Claudedeu se unió a nosotros. Lloraba como un niño.
—No lo puedo creer…, tantos años juntos y ahora, miren ustedes… No lo puedo creer.
Cuando se hubo ido, Lepprince me dijo:
—No puedo entretenerme. Ven mañana por mi casa. Después de las ocho, ¿de acuerdo?
—No faltaré —dije.
(JUEZ DAVIDSON)» Ahora desearía tocar un punto que me parece de peculiar relevancia. Y es el siguiente: ¿conocía usted los entresijos de la empresa Savolta?
(MIRANDA)» De oídas.
(J. D.)» ¿Quién era el accionista mayoritario?
(M.)» Savolta, por supuesto.
(J. D.)» Al decir «por supuesto», ¿quiere decir que Savolta era propietario de todas las acciones de la sociedad?
(M.)» De casi todas.
(J. D.)» ¿En qué proporción?
(M.)» Un 70% de las acciones le pertenecían. J. D. ¿Quién poseía el otro 30%?
(M.)» Parells, Claudedeu y otros vinculados a la empresa poseían hasta un 20%. El resto estaba en manos del público.
(J. D.)» ¿Siempre había existido este status social?
(M.)» No.
(J. D.)» Explique la historia con brevedad.
—La sociedad Savolta —dijo Cortabanyes— la fundó un holandés llamado Hugo Van der Vich en 1860 ó 1865, si mal no recuerdo; yo apenas tuve participación en ello, como no he tenido participación en casi nada de cuanto ha sucedido a mi alrededor. La constitución se realizó en Barcelona y a la empresa se la denominó Savolta porque por entonces Savolta era el hombre de paja de Van der Vich en España y la finalidad de la empresa no era otra que la evasión fiscal.
Cortabanyes tenía miedo. Desde la fiesta de fin de año experimentaba continuos escalofríos y sus dientes castañeteaban sin cesar. Me convocó y empezó a contarme la historia de la empresa como si quisiera descargarse de un peso. Como si fuera el prólogo de una gran revelación.
—Con el tiempo, Van der Vich se fue chiflando y confió en Savolta la gestión de la empresa, cosa que éste aprovechó para irse apoderando de las acciones del holandés hasta que Van der Vich murió de forma trágica, como es de dominio público.
Yo había leído la romántica historia siendo niño. Hugo Van der Vich era un noble holandés que vivía en un castillo rodeado de frondosos bosques. Se volvió loco y adquirió la costumbre de disfrazarse de oso y recorrer a cuatro patas sus posesiones, asaltando a las campesinas y las pastoras. Corrió la leyenda del oso y se organizaron batidas en las que murieron más de treinta osos y seis cazadores. Uno de los osos muertos fue Van der Vich.
—Van der Vich —prosiguió Cortabanyes— dejó un hijo y una hija que siguieron habitando el castillo, al que las gentes atribuyeron fama de encantado. Se decía que por las noches vagaba el alma de Van der Vich y atrapaba entre sus zarpas a cuantos veía, exceptuando a sus hijos, que le dejaban en las almenas miel y roedores muertos para su alimentación. Los hijos vivían incestuosamente amancebados, y en un estado de desidia tal que las autoridades intervinieron y apreciaron en ambos síntomas de locura. El hijo, Bernhard, fue internado en un manicomio en Holanda y la hija, Emma, en un sanatorio suizo. Al estallar la guerra, en 1914, Bernhard Van der Vich logró huir de su encierro y se unió al ejército alemán, donde alcanzó el grado de capitán de dragones.
Bernhard Van der Vich murió en una operación militar en Francia, cerca de la frontera con Suiza. La Cruz Roja lo trasladó a Ginebra gravemente herido. Cuando cruzaban la frontera, su hermana exclamó: «Bernhard, Bernhard, où ¿es-tu?». Los dos hermanos no se reencontraron: él murió aquella misma noche en el quirófano, y ella, poco después del amanecer. Es posible que todo forme parte de una leyenda forjada en torno a la excéntrica y adinerada familia. Los ricos son distintos al resto de los mortales y es natural que atraigan sobre sí los más disparatados rumores y las más desbocadas fantasías.
(MIRANDA)» Cuando murieron los hermanos Van der Vich, Savolta y su grupo se habían apoderado ya de todas las acciones, salvo un paquete reducidísimo que quedó depositado en un Banco de Suiza, a nombre de Emma Van der Vich.
(JUEZ DAVIDSON)» ¿No tuvieron herederos los Van der Vich?
(M.)» No, que yo sepa.
(J. D.)» ¿Producía la empresa beneficios que pudieran considerarse altos?
(M.)» Sí.
(J. D.)» ¿Regularmente?
(M.)» Sobre todo en los años que precedieron a la guerra y durante la guerra.
(J. D.)» ¿Luego no?
(M.)» No.
(J. D.)» ¿Por qué?
(M.)» La entrada de los Estados Unidos en la conflagración hizo perder la clientela extranjera.
(J. D.)» ¿Es posible? Dígame, ¿qué producto o productos se fabricaban en la empresa Savolta?
(M.)» Armas.
Nemesio Cabra Gómez se había puesto pálido. El secretario hizo su aparición con una taza de café con leche grisáceo y una hogaza enharinada. Lo dejó sobre la mesa y volvió a su puesto, donde permaneció con la mirada extraviada. Nemesio Cabra Gómez desmenuzó el pan y sumergió los trozos en el café con leche produciendo una pasta repugnante.
—Si no vienes a contarme lo de Savolta —dijo el comisario Vázquez—, ¿a qué has ve nido?
—Sé quién lo mató —dijo el confidente mostrando el contenido de su boca.
—¿Pero quién mató a quién?
—A Pajarito de Soto.
El comisario Vázquez meditó unos instantes.
—No me interesa.
—Es un asesinato y los asesinatos interesan a la policía, ¿o no?
—La investigación se cerró hace días. Llegas tarde.
—Habrá que abrirla de nuevo. Sé algo sobre la carta.
—¿La carta? ¿La carta que escribió Pajarito de Soto?
Nemesio Cabra Gómez dejó de comer.
—Le interesa, ¿eh?
—No —dijo el comisario Vázquez.
Tal como habíamos convenido, acudí aquella tarde a casa de Lepprince. El portero, que ya me conocía de anteriores visitas, al verme de luto se creyó en la obligación de manifestar su condolencia por la muerte de Savolta.
—Mientras el Gobierno no tome sus medidas, no habrá paz para la gente honrada. Fusilarlos a todos es lo que habría que hacer —me dijo.
Una vez en el rellano tuve una sorpresa. El hombre pálido del bombín negro y el largo gabán que había visto en las exequias del magnate estaba allí, ante la puerta de la casa, y me impedía el acceso.
—Desabroche su abrigo —me dijo con acento extranjero y ademán conminatorio.
Le obedecí y él tanteó mi ropa.
—No llevo armas —dije sonriendo.
—Su nombre —me atajó.
—Javier Miranda.
—Esperar.
Chasqueó los dedos y compareció el mayordomo, que aparentó no conocerme.
—Javier Miranda —dijo el hombre del bombín—, ¿pasa o no pasa?
El mayordomo desapareció y volvió a los pocos segundos. Dijo que Lepprince me aguardaba. El hombre pálido se apartó y yo pasé sintiendo su mirada amenazadora en la nuca. Encontré a Lepprince solo en el saloncito donde tantas horas habíamos compartido.
—¿Quién es? —pregunté señalando en dirección a la puerta.
—Max, mi guardaespaldas. Desertor del ejército alemán y hombre de toda confianza. Perdónale si te ha causado molestias. La situación es delicada y he preferido pasar por alto la cortesía en beneficio de la seguridad personal.
—¡Es que me ha registrado!
—Aún no te conoce y no se fía ni de su sombra. Es un gran profesional. Ya le daré instrucciones para que no te moleste más en lo sucesivo.
En aquel momento llegaron gritos procedentes del pasillo. Salimos a ver: el guardaespaldas encañonaba con su pistola a un hombre que, a su vez, encañonaba al guardaespaldas.
—¿Qué significa esto, señor Lepprince? —exclamó el recién llegado sin apartar los ojos del guardaespaldas.
Lepprince se reía por lo bajo de lo ridículo de la situación.
—Déjale pasar, Max. Es el comisario Vázquez.
—¿Con pistola? —dijo Max.
—Pues no faltaría más —gruñó el comisario—. Quiere desarmarme, este animal.
—Sí, Max, déjale pasar —concluyó Lepprince.
—¿Puedo pedir una explicación? —dijo el comisario sin ocultar su enfado.
—Deberá disculparle, no conoce a nadie.
—Su guardaespaldas, supongo.
—En efecto. Me ha parecido aconsejable.
—¿No confía en la policía?
—Desde luego que sí, comisario, pero he preferido extremar las precauciones, aun a costa de parecer exagerado. Creo que las molestias de los primeros días quedarán compensadas por la tranquilidad futura. No sólo mía, sino de ustedes también.
—No me gustan los guardaespaldas. Son pistoleros, amantes de la camorra y trabajan por dinero. No he conocido a ninguno que no acabase vendiéndose. Por lo general organizan más líos de los que evitan.
—Este caso es distinto, comisario. Tenga confianza en mí. ¿Un cigarro?
—Los que tenemos todo el día para dormir velamos de noche, cuando descansa la gente de bien. La ciudad duerme con la boca abierta, señor comisario, y todo se sabe: lo que ha pasado y lo que pasará, lo que se dice y lo que se calla, que es mucho en estos tiempos tan duros. Yo soy amante del orden, señor comisario, se lo juro por mis muertos, que en gloria estén. Y si no basta con mi palabra, Dios hay que lo puede certificar. Me marché de mi pueblo porque allí había demasiada revolución. Ya no se respeta hoy en día la voluntad del Altísimo y Él tiene que mandarnos un gran castigo si no ponemos remedio los hombres de orden y buena voluntad.
El comisario Vázquez encendió un cigarrillo y se levantó.
—Voy a un recado. Espérame aquí, si te apetece, y me sigues contando luego estas ideas tan hermosas.
Nemesio Cabra Gómez se puso en pie.
—¡Señor comisario! ¿No le interesa lo que sé?
—Por ahora, no. Tengo cosas más importantes que atender.
En la puerta hizo señal al secretario y le dijo por lo bajo:
—Salgo un momento; vigíleme a este pájaro mientras estoy fuera. No le deje marchar. Ah, y le devuelvo su tabaco. Compraré al salir.
Que por orden expresa de mis superiores jerárquicos me hice cargo del «caso Savolta» el 1 de enero de 1918, a raíz del asesinato de aquél. Que el difunto Enrique Savolta y Gallibós, de 61 años de edad, casado, natural de Granollers, provincia de Barcelona, del comercio, era propietario del 70% de las acciones de la empresa que lleva su nombre, dedicada a la fabricación y venta de armas, explosivos y detonantes, situada en la zona industrial de Hospitalet, provincia de Barcelona, de la cual, a su vez, era director-gerente. Que conocidos los antecedentes de su muerte se atribuyó ésta a las organizaciones obreras, también llamadas sociedades de resistencia, que debieron de llevar a cabo el atentado como represalia por la muerte de un periodista llamado Domingo Pajarito de Soto, acontecida diez o quince días antes y que se achacó en los medios revolucionarios de esta capital a la intervención de uno o varios miembros de la ya citada sociedad. Que las indagaciones condujeron a la detención de…
Pasó enero y luego febrero. Escasamente veía a Lepprince. Fui a visitarle un par de veces, pero topé con una cadena de obstáculos hasta llegar a su presencia: el portero, antaño amable y charlatán en exceso, me paraba, me preguntaba mi nombre y llamaba por la bocina pidiendo instrucciones. En el rellano estaba Max, el guardaespaldas, esperándome: ya no me registraba, pero no quitaba las manos de los bolsillos del gabán. Me hacía entrar en el vestíbulo y avisaba al mayordomo. Éste me volvía a preguntar mi nombre, como si no lo supiera, y me rogaba que aguardase unos minutos. Mi entrevista con Lepprince se veía interrumpida con irritante periodicidad: llamadas extemporáneas, doncellas furtivas que le hacían llegar un papel garrapateado, un secretario rastrero que consultaba dudas, Max que aparecía sin llamar y revisaba los rincones como si buscara cucarachas.
Con todo, seguí frecuentando la casa de la Rambla de Cataluña. A menudo coincidía con el comisario Vázquez. Éste se presentaba de improviso, sostenía una breve escaramuza con Max y penetraba en el salón. Lepprince le obsequiaba con algo: un cigarro, un café con galletas, una copita de licor, y el comisario suspiraba, se desperezaba, parecía relajarse y comenzaba su charla preñada de crímenes, sendas tortuosas y pistas entretejidas. Un día nos comunicó que los sospechosos de la muerte de Savolta estaban ya en Montjuic. Eran cuatro: dos jóvenes y dos viejos, todos ellos anarquistas, tres inmigrantes sureños y un catalán. Yo pensé para mis adentros cuántos y cuán dolorosos palos de ciego no se habrían dado hasta localizar a los cuatro malhechores.
En efecto, unas semanas antes de que Vázquez nos diera la noticia de la detención y encarcelamiento, hallándome yo aburrido, se me ocurrió pasar por la librería de la calle de Aribau con el propósito de matar una hora escuchando al mestre Roca. Pero la librería estaba desierta. Sólo seguía en su lugar la mujer pelirroja, la del mostrador. Avancé hacia la trastienda y ella me impidió el paso.
—¿Desea el señor algún libro?
—¿Ya no viene por aquí el mestre Roca? —pregunté.
—No, ya no viene.
—No estará enfermo, espero.
La dependienta miró en todas direcciones y murmuró pegándose a mi oreja:
—Se lo llevaron a Montjuic.
—¿Por qué? ¿Hizo algo malo?
—Fue a raíz de la muerte del Savolta, ¿sabe a lo que me refiero?
Al día siguiente se inició la represión. El mestre Roca contrajo una enfermedad en Montjuic debido a su avanzada edad. Le soltaron relativamente pronto, pero ya no volvió por la librería ni supe más de él.
—No puede tratarme así, señor comisario, soy un hombre de orden. Mi único propósito fue ayudarle, ¿por qué no me presta un poco de atención?
Nemesio Cabra Gómez se agitaba y se retorcía los dedos haciendo crujir las articulaciones.
—Ten paciencia —dijo el comisario Vázquez—, en seguida estoy por ti.
—¿Sabe usted cuántas horas llevo aquí sentado?
—Muchas, creo.
Nemesio Cabra Gómez se abalanzó sobre la mesa. El comisario se sobresaltó y se cubrió con el periódico mientras el secretario se ponía de pie y hacía gesto de correr hacia la puerta.
—He meditado mucho en estas horas de angustia, comisario. No me abandone. Sé quién mató a Pajarito de Soto y a Savolta, y sé también quién será el próximo en caer. ¿Le interesa o no le interesa?
Recuerdo el último día que fui a la casa de la Rambla de Cataluña. Lepprince me había invitado a comer. Una vez traspuestos los controles, tomamos una copa de jerez en el saloncito donde ardían troncos a pesar de que la primavera se había hecho dueña de la ciudad e imponía sus colores luminosos y su tibieza exaltante. Luego pasamos al comedor. Mantuvimos una conversación de tipo general, llena de altibajos y silencios. Por último, a los postres, Lepprince me comunicó que se casaba. No me sorprendió el hecho en sí, sino el secreto que había rodeado sus relaciones hasta ese momento. La elegida, no hace falta decirlo, era María Rosa Savolta. Le di mi enhorabuena y no puse otro reparo que la excesiva juventud de su futura esposa.
—Tiene casi veinte años —replicó Lepprince con su dulce sonrisa (yo sabía que acababa de cumplir los dieciocho)—, una sólida formación y una cultura refinada. Lo demás, vendrá por sí solo, con el tiempo. La experiencia suele ser una sucesión de disgustos, fracasos y sinsabores que amargan más de lo que enseñan. Bien está la experiencia para un hombre, que ha de luchar, pero no para una esposa. Dios me permita privarle de la experiencia si ello significa evitarle todo mal.
Alabé sus palabras, de una gran nobleza, y ambos volvimos a sumirnos en una tensa mudez. El mayordomo entró en el comedor, pidió disculpas por la interrupción y anunció la visita del comisario Vázquez. Lepprince le hizo pasar y me rogó que me quedase.
—Disculpe que le recibamos en el comedor, amigo Vázquez —se apresuró a decir Lepprince apenas el comisario hizo su aparición—. Me pareció mejor esto que hacerle esperar o que echar a perder el final de una excelente comida. ¿Quiere unirse a nosotros?
—Muchas gracias, he comido ya.
—Al menos aceptará unos dulces y una copita de moscatel.
—Con mucho gusto.
Lepprince dio las órdenes pertinentes.
—He venido —dijo el comisario— porque creo mi deber tenerle informado de cuanto sucede en relación con… la situación de ustedes.
Al decir ustedes se refería, como entendí, a Lepprince y sus socios. A mí no me había saludado siquiera y mantenía el desdén del primer día, cosa que me afectaba, pero que juzgaba lógica: en su profesión no cabían las atenciones ni los cumplidos y todo cuanto se interpusiera en su camino (amigos, secretarios, ayudantes y guardaespaldas) lo rechazaba sin miramientos.
—¿Se refiere a los atentados? —dijo Lepprince—. ¿Hay alguna novedad respecto a la muerte del pobre Savolta?
—A eso me refiero, exactamente.
—Usted dirá, querido Vázquez.
El comisario se demoraba curioseando las vinagreras y leyendo entre dientes la etiqueta de la botella de vino. Me pareció que su displicencia me rebasaba y se hacía extensiva al propio Lepprince.
—Por medio de…, de gentes que colaboran con la policía de un modo indirecto y oficioso he tenido noticia de que se ha desplazado a Barcelona Lucas «el Ciego» —dijo.
—¿Lucas el qué? —preguntó Lepprince.
—«El Ciego» —repitió el comisario Vázquez.
—¿Y quién es este personaje tan pintoresco?
—Un pistolero valenciano. Ha trabajado en Bilbao y en Madrid, aunque los informes son confusos al respecto. Ya sabe usted lo que pasa con este tipo de gente: de un bandido hacen un héroe y lo imaginan en todo lugar, como a Dios.
Una camarera trajo un plato, un juego de cubiertos y una servilleta para el comisario.
—¿Por qué le llaman «el Ciego»? —preguntó Lepprince.
—Una versión atribuye el apodo al hecho de que, al mirar, entorna los ojos. Otros dicen que su padre fue ciego y cantaba romanzas por los pueblos de la Huerta. Pura leyenda, en mi opinión.
—Él, sin embargo, parece tener la vista fina.
—Como un hilo de acero.
—¿Fue ese Lucas el que mató a Savolta?
El comisario Vázquez se sirvió un par de dulces y dirigió a su interlocutor una mirada significativa.
—¿Quién sabe, señor Lepprince, quién sabe?
—Siga contando cosas de su personaje, por favor. Y coma, coma, verá qué dulces más delicados.
—No sé si se da cuenta, señor Lepprince, de que hablo muy en serio. Ese pistolero es un hombre peligroso y viene por ustedes.
—¿Quiere decir por mí, comisario?
—Dije por ustedes, sin especificar. Si hubiese querido decir por usted, lo habría dicho. Esta misma conversación la mantuve con Claudedeu a primera hora de la mañana.
—¿Hasta qué punto es peligroso? —dijo Lepprince.
El comisario echó mano al bolsillo y extrajo unas cuartillas que tendió a Lepprince.
—Traigo unas notas apuntadas. Yo mismo las extracté del archivo. Deles un vistazo, aunque, a lo mejor, no entiende mi letra.
—Oh, sí, perfectamente. Aquí veo que se le atribuyen cuatro asesinatos.
—Dos asesinatos, propiamente dichos. Los otros dos muertos son policías caídos en una refriega, en Madrid.
—Y se fugó de la cárcel de Cuenca.
—Sí. La guardia civil lo persiguió por las montañas. Al final, no sé por qué, lo dieron por muerto y regresaron al cuartel. Un mes más tarde hacía su aparición en Bilbao.
—¿Trabaja solo? —pregunté.
—Depende. Los informes de Madrid le atribuyen la jefatura de una banda, sin precisar el número de sus componentes. Otros informes lo describen como un lobo solitario. Esto último parece más acorde con su personalidad de hombre fanático y violento en extremo. Si ha tenido asociados lo habrán sido temporalmente, para un trabajo determinado.
El comisario Vázquez partió un tocinillo del cielo y lo saboreó despacio.
—Una delicia, este pastelito —exclamó.
—¿Qué me aconseja que haga, comisario? —preguntó Lepprince.
Vázquez retrasó la contestación hasta después de haber terminado los restos del tocinillo.
—Yo sugeriría…, yo sugeriría que nos tuviese al corriente de todas sus actividades, en el sentido de poder mantener en torno a usted una estrecha vigilancia. Convendría preparar todas y cada una de sus salidas, de modo y a fin de que obliguemos a Lucas «el Ciego» a dar un golpe desesperado. Tipos como ése no suelen tener paciencia. Si le damos carnada, él mismo se colgará.
La camarera anunció que el café y los licores estaban servidos en el saloncito. Lepprince inició la procesión, pero el comisario Vázquez pretextó tener prisa y abandonó la casa.
—Le molesta que tenga mi propio guardaespaldas —comentó Lepprince en ausencia del comisario—. Opina que interfiere su labor.
—Y es cierto, desde su punto de vista.
—Desde su punto de vista, tal vez. Pero yo me siento más protegido por Max que por toda la policía española junta.
—Bueno, contra eso nada se puede decir. Yo creo, sin embargo, que son sumamente eficientes.
—En tal caso —concluyó Lepprince—, me siento doblemente seguro. Pero esta discusión no es una discusión taurina. Es mi vida lo que anda en juego y no voy a comprobar en mi propia carne quién es mejor y quién es peor.
El doctor Flors se rascaba la barba con un lapicero.
—Es irregular lo que me pide, comisario. El enfermo se halla en un estado de tranquilidad pasajera que su presencia podría alterar.
—¿Qué pasaría si se altera?
—Se pondría furioso y nos veríamos obligados a darle unas duchas de agua fría.
—Eso no hace mal a nadie, doctor. Déjeme hablar con él.
—No debo, créame. Soy responsable de la salud de mis pacientes.
—Y yo soy responsable de la vida de muchas personas. No le pido que haga nada por mí, doctor, sino por el bien público, al que represento. Es un asunto grave.
No muy convencido, el doctor Flors acompañó al comisario a través de largos corredores que parecían no conducir a ninguna parte. Al término de cada corredor, el médico giraba en ángulo recto y tomaba un nuevo corredor. Las paredes estaban pintadas de verde, al igual que las puertas, distribuidas irregularmente. De vez en cuando, a la derecha o a la izquierda del corredor, para desorientación del comisario Vázquez, se abría una cristalera que daba sobre un jardín rectangular, en el centro del cual brincaba un surtidor rodeado de rosales en flor. Por el jardín vagaban algunos enfermos con la cabeza rapada, enfundados en largas batas rayadas, y un enfermero que ostentaba, por contraste, una espesa barba negra. El jardín tan pronto aparecía desde un ángulo como desde otro y, en cierta ocasión, el comisario creyó pasar por el mismo sitio por segunda vez.
—¿No hemos visto antes esta imagen de san José? —preguntó al doctor señalando la imagen que les bendecía desde una hornacina.
—No. Usted quiere decir san Nicolás de Bari, que está en el ala de las mujeres.
—Perdón, me había parido…
—Es natural su confusión. El hospital es un laberinto. Fue pensado así para lograr un máximo de aislamiento entre sus diversas dependencias. ¿Le gusta nuestro jardín?
—Sí.
—Tendré sumo gusto en enseñárselo al término de su visita. Los propios enfermos lo cultivan y cuidan.
—¿Qué hace aquél? —dijo el comisario Vázquez.
—Extermina insectos dañinos. Busca los nidos y los tapona con cera o barro. La cera es más eficaz, pues los insectos horadan el barro con facilidad y ganan la superficie de nuevo en pocos días. ¿Le interesa la jardinería, comisario?
—Teníamos un huertecillo en mi casa, cuando yo era chico. Y un patio donde mi madre cultivaba flores. Hace mucho de eso, ¿sabe usted?
Enfilaron un pasillo más oscuro que el resto del edificio, a cuyos lados se alineaban espesas puertas sin otra abertura que un diminuto tragaluz protegido por gruesas barras de hierro. Un ronroneo de ultratumba se filtraba por las puertas e inundaba el pasillo. El comisario apretó el paso instintivamente, pero el doctor Flors le indicó que habían llegado.
Con abril llegaron los chaparrones y el tiempo mudable. Una tarde, cuando Nicolás Claudedeu salía de una reunión, empezó a llover. Un coche de punto se aproximaba y lo llamó. El coche se detuvo y Claudedeu entró. En el coche había otro hombre. Antes de que Claudedeu se repusiera de su asombro, le descerrajó un pistoletazo en el entrecejo. El cochero arreó a los caballos y el coche se perdió al galope, ante los ojos atónitos de los policías que custodiaban a Claudedeu y el espanto de los viandantes. El cadáver del «Hombre de la Mano de Hierro» fue hallado al día siguiente en un vertedero municipal. La represión recrudeció, pero Lucas «el Ciego» no se dejaba prender. Los interrogatorios duraban días, las listas de sospechosos alcanzaban cifras de seis guarismos, las confidencias y delaciones menudeaban. La campaña se hizo extensiva no sólo a los anarquistas, sino al movimiento obrero en general.
TEXTO DE VARIAS CARTAS ENCONTRADAS EN CASA DE NICOLÁS CLAUDEDEU FECHA DAS POCOS DÍAS ANTES DE SU MUERTE.
Documento de prueba anexo n.° 8
(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)
Barcelona, 27-3-1918
Muy señor mío:
Tengo el gusto de comunicarle, a propósito del individuo en cuyos informes Vd. está interesado, que Francisco Glascá antes de la bomba de la calle del Consulado pertenecía al grupo «Acción» y había sido detenido en otras ocasiones por ejercer violencia, actualmente prestaba sus servicios en casa del patrono señor Farigola y era delegado del sindicato del ramo en cuestión. Vive amistanzado con una mujer, según informes del interesado, y tiene una hija llamada Igualdad, Libertad y Fraternidad. Su domicilio lo encontrará usted en la lista que me mandó y de la que, por lo que me dice, debe tener copia.
Una cuartilla con aspecto de borrador dice:
Procure que las cosas se lleven a cabo con discreción. En último extremo, pero sólo en último extremo, recurra a nuestros amigos V. H. y C. R. Le agradezco el ejemplar del periódico madrileño Espartaco. Es preciso cortar de raíz esos rumores. ¿Qué hay de Seguí? Sea prudente, las cosas andan revueltas.
Fdo.: N. Claudedeu.
——
Barcelona, 2-4-1918
Muy señor mío:
Parece ser que los del grupo «Acción» han tomado como una ofensa personal lo de Glascá. Temo que quiera llevar a cabo represalias, aunque dudo que se atrevan a dirigirlas contra Vd. Salgo hacia Madrid mañana sin falta, donde espero entrevistarme con A. F. Ya sabe el poco aprecio que este señor nos tiene, sobre todo a raíz del asunto Jover. Me dijo en su anterior visita que los viajes de Pestaña y Seguí a Madrid están relacionados con la huelga general, y que nuestra actitud y la de otros miembros de la Patronal puede adelantar los acontecimientos e impedirle tomar las oportunas medidas. No quiero ni pensar cómo estarán los ánimos por el ministerio.
El doctor Flors abrió una puerta e invitó a entrar a su acompañante. No pudo evitar el comisario Vázquez un estremecimiento al trasponer el umbral. La celda era cuadrada y alta de techo, como una caja de galletas. Las paredes estaban acolchadas, así como el suelo. No había ventanas ni agujero alguno, salvo una trampilla en la parte superior que dejaba penetrar una incierta claridad. Tampoco existía mobiliario. El enfermo reposaba en cuclillas, con la espalda erguida apoyada en la pared. Sus ropas estaban hechas jirones y apenas si ocultaban su desnudez, lo que aumentaba su ruindad. Llevaba semanas sin afeitar y se le había caído el pelo en forma irregular dejando al descubierto aquí y allá franjas de cuero cabelludo. Un aire denso y pestilente se respiraba en la celda. Cuando el comisario hubo entrado, el doctor cerró la puerta con llave, y el policía y el enfermo se quedaron solos frente a frente. Lamentaba el comisario Vázquez no haber traído su pistola. Se volvió a la puerta y al mismo tiempo se abrió una mirilla por la que asomó la cara del mico.
—¿Qué hago? —peguntó el comisario.
—Háblele despacio, sin levantar la voz.
—Tengo miedo, doctor.
—No tema, yo estoy aquí por si algo pasa. El enfermo parece tranquilo. Procure no excitarlo.
—Me mira con los ojos desorbitados.
—Es natural. Recuerde que se trata de un loco. No le contradiga.
El comisario Vázquez se dirigió al enfermo.
—Nemesio, Nemesio, ¿no me reconoces?
Pero Nemesio Cabra Gómez no daba señales de advertir la presencia del visitante, aunque seguía mirando fijo al comisario.
—Nemesio, ¿te acuerdas de mí? Viniste a verme varias veces a la Jefatura, ¿eh? Siempre te dimos café con leche y un panecillo.
La boca del enfermo empezó a moverse con lentitud, desprendiendo un reguero de baba. Su voz era inaudible.
—No sé qué me dice —dijo el comisario al doctor Flors.
—Acérquese más —aconsejó el médico.
—No me da la gana.
—Entonces salga.
—Está bien, doctor, me acercaré, pero no lo pierda de vista, ¿eh?
—Descuide usted.
—Mire, doctor —advirtió el comisario—, tengo dos hombres apostados fuera. Si dentro de un rato no salgo sano y salvo, entrarán y le harán responsable a usted de lo que haya sucedido. Ya nos entendemos.
—Usted quiso ver al paciente. Yo ya le aconsejé que desistiera. Ahora no me venga con historias. El comisario se aproximó a Nemesio Cabra Gómez.
—Nemesio, soy yo, Vázquez, ¿me recuerdas?
Percibió una voz estrangulada, parecida a un gorjeo. Se agazapó y logró entender:
—Señor comisario…, señor comisario…
El sargento Totorno entró en el palco, tosió con discreción y viendo que los dos ocupantes no le prestaban atención, tocó en el hombro a Lepprince.
—Disculpe, señor Lepprince.
—¿Qué sucede?
—Voy a dar una vuelta por el gallinero, a ver si veo algo anómalo.
—Me parece muy bien.
—De paso estiro las piernas, ¿sabe usted? A mí, esto del teatro…
—Vaya, vaya, sargento.
De los palcos contiguos llegaban siseos reclamando silencio y el sargento Totorno salió golpeando las sillas con el sable. Max tomó los prismáticos y los dirigió a los pisos superiores.
—Aficionados —murmuró aludiendo al sargento.
—Hacen lo que pueden —dijo Lepprince.
—Bah.
Cayó el telón y hubo aplausos y brillaron las luces. Max se retiró al antepalco. Lepprince se puso en pie y encendió un cigarrillo antes de salir. Abrió la puerta que comunicaba con el corredor y un policía uniformado le impidió el paso.
—Deseo ir al bar.
—Órdenes del comisario Vázquez: no puede abandonar su localidad.
—Tengo sed. Dígale al comisario Vázquez que venga.
—El comisario no está.
—Pues déjeme salir.
—Lo siento, señor Lepprince.
—Entonces, hágame un favor, ¿quiere?
—Sí, señor, a mandar.
—Busque a un acomodador y dígale que me traiga una limonada. Yo se la pagaré aquí.
Volvió al antepalco. Hacía calor. Max, en mangas de camisa, barajaba los naipes.
—Me quedo, si no le importa —dijo.
—¿Vas a hacer un solitario? —preguntó Lepprince.
—Sí.
—Como prefieras, ¿no te interesa la obra?
—Saldré al final, a ver cómo se acaba.
—¿Tú qué opinas del adulterio, Max?
—Poco, realmente.
—¿Lo repruebas?
—Nunca lo he pensado, yo. A mí, esto del sexo…
—Está bien —dijo Lepprince—. Haz tú el solitario y que tengas suerte.
—Muchas gracias.
Lepprince volvió a ocupar su puesto. Sonó una campanilla con repique anunciando el comienzo del acto tercero. Volvió a repicar y las luces se amortiguaron mientras aumentaba el gas de las espitas de las candilejas. La gente se apresuró a toser y carraspear mientras se alzaba el telón. Golpearon la puerta del antepalco, abrió Max: el policía le tendió una bandeja con un botellín y un vaso.
—La fui a buscar yo mismo.
—Muchas gracias. Aquí tiene y se queda con las vueltas.
—De ningún modo.
—Orden del señor Lepprince.
—Vaya, si es así…
Avisado por Max, Lepprince entró en el antepalco y se bebió la limonada.
—¿Recibió mi llamada, señor comisario?
—Sí, ya ves que aquí me tienes.
—Fue a verle un amigo, ¿verdad, señor comisario?
—Un amigo tuyo, sí.
—Era Jesucristo, ¿sabe?
El comisario Vázquez retrocedió hasta el ventanuco.
—Me parece que delira —susurró al doctor Flors.
—Ya le dije yo…
—Señor comisario, ¿está usted ahí?
—Aquí estoy, Nemesio, ¿qué querías decirme?
—La carta, señor comisario, encuentre la carta. El comisario Vázquez se aproximó de nuevo al enfermo.
—¿Qué carta, Nemesio?
—Lo dice todo… la carta: encuéntrela y ella le dirá quién mató a Pere Parells. No se lo digo yo, señor comisario. Es Jesucristo quien habla por mi boca. El otro día, ¿sabe?, vi una luz resplandeciente que traspasaba las paredes; tuve que cerrar los ojos para no volverme ciego…, y cuando los abrí, Él estaba delante, como está usted ahora, señor comisario, igual que usted, con el blanco sudario que le regaló la Magdalena. Sus ojos desprendían chispas y su barba tenía puntos luminosos como estrellas y en las manos llevaba sus llagas puestas como cuando se le apareció a santo Tomás, el incrédulo.
—Anda, cuéntamelo de la carta, Nemesio.
—No. Esto es más hermoso que lo de la carta, señor comisario, y más interesante. Yo estaba postrado, sin saber qué hacer, y sólo repetía: «Señor, yo no soy digno de que entréis en mi pobre morada», y Él me mostró sus Divinas Llagas y su Corona de Espinas que parecía el Sol y me habló con una voz que salía de todos los rincones de la celda. Es verdad, señor comisario, salía de todos los rincones de la celda al mismo tiempo y todo era luz. Y me dijo: «Ve a buscar al comisario Vázquez, de la Brigada Social. Dile todo cuanto sabes y él te sacará de aquí». Yo le repliqué: «¿Y cómo haré para ir a buscar al comisario Vázquez, si no me dejan salir de aquí, Señor, si me tienen preso?». Y Él respondió: «Yo iré a buscarle a Jefatura y le diré que venga, pero tú has de contarle todo lo que sabes». Y desapareció dejándome sumido en la oscuridad, en la que permanezco desde que se fue.
El comisario retrocedió hasta la puerta.
—Déjeme salir, doctor, es un caso perdido.
—Espere, señor comisario, no se vaya —decía Nemesio Cabra Gómez.
—Vete al diablo —le gritó el comisario.
Pero el enfermo se había incorporado y asía con las dos manos los hombros del comisario, que cayó de rodillas. El enfermo acercó su rostro al oído del policía y murmuró unas palabras.
El doctor Flors había entrado y forcejeaba con el loco para liberar al comisario de las tenazas que le inmovilizaban contra el suelo acolchado. Acudieron dos enfermeros y entre los tres redujeron a Nemesio Cabra Gómez.
—Llévenlo a las duchas —ordenó el doctor Flors.
El comisario Vázquez recomponía su traje. Recogió del suelo el sombrero y un botón de la chaqueta.
—Ya le advertí que no valía la pena intentarlo —dijo el doctor Flors.
—Tal vez —respondió el comisario Vázquez.
Recorrieron sin hablar los pasillos que bordeaban el jardín y se despidieron en la puerta del sanatorio. Dos guardias esperaban en un automóvil.
—Gracias a Dios, comisario. Pensamos que no salía.
—Eso quisierais vosotros, que me encerrasen.
Los dos guardias rieron la broma de su superior.
—¿Dónde vive Javier Miranda? —preguntó de pronto el comisario.
—¿Miranda? —preguntaron los subalternos—, ¿quién es?
—Ya veo que no sabéis dónde vive. Vamos a Jefatura y allí lo averiguaréis.
Cuando Lepprince reapareció en el palco partió el primer disparo del gallinero. Lepprince se desmoronó. El sargento Totorno se precipitó desde las gradas superiores hacia el lugar de donde procedía el fogonazo. Una figura se escurría en dirección a la salida. El sargento Totorno le cerró el paso y la figura giró sobre sus talones y saltó por las gradas hacia la baranda desde la cual hizo frente al sargento. El caído Lepprince se había incorporado; en cada mano tenía una pistola: no era Lepprince, sino Max, que había sustituido a su amo cuando éste bebía la limonada. Hizo dos disparos contra el hombre que se erguía ante la baranda. El hombre se dobló por la cintura y cayó al patio de butacas. Reinaba una escandalosa confusión en el teatro, la representación se había interrumpido y actores y público procedían a desalojar el local atropellándose y tropezando con los que habían sido derribados y siendo derribados a su vez por aquéllos que venían detrás. Del gallinero partió un nuevo disparo hacia el palco de Lepprince. Max había saltado al palco contiguo y respondió al ataque con una andanada de sus dos pistolas que detonaban al mismo tiempo y sin cesar. Una bala perdida hirió a un espectador que comenzó a chillar. Rodó un cuerpo por el gallinero y quedó atravesado en una de las gradas. Los terroristas, que no debían de ser menos de cinco, se vieron encerrados entre los revólveres de Max y el fuego del sargento Totorno que, aun herido, seguía repartiendo balazos imprecisos en todas direcciones. Los terroristas intentaron abrirse camino hacia la salida de socorro. El policía que había traído la limonada se personó en el palco de Lepprince con una escopeta, accionó el gatillo y barrió el graderío con metralla. El sargento Totorno se despatarró. Los terroristas que aún se tenían en pie saltaron por encima del cuerpo del sargento y accedieron al pasillo. Allí los remató Max, oculto tras una columna. El balance de aquella noche fue: tres terroristas muertos. Uno era Lucas «el Ciego», que murió al principio de la refriega de un tiro en el cuello. A otro de los terroristas muertos se le apreció un balazo en el omoplato izquierdo y metralla en el cerebro. Al otro, un impacto en el corazón. Los otros dos terroristas resultaron heridos: levemente uno y de gravedad el otro. Con heridas de pronóstico reservado resultó el bravo sargento Totorno, al que la metralla arrancó dos dedos de la mano derecha. En cuanto al espectador herido por una bala perdida en el glúteo derecho, fue dado de alta a los pocos días e indemnizado por Lepprince.