Miércoles, 8 de septiembre
Como es lógico, el père Henri nunca regresó. Después de aquello, nadie esperaba que lo hiciera. Lansquenet, con la ayuda de Joséphine, reclamó una vez más a Francis Reynaud. Las seguidoras del père Henri que quedaban, Caro Clairmont entre ellas, sabían que no debían expresar su descontento. Después de todo, eran las que lisonjeaban a Karim Bencharki.
Reynaud, contraviniendo las órdenes del médico, volvió al trabajo a partir de aquel mismo día. Aún está delgado y más bien pálido, pero dice que no hay nada mejor que confesar echado en la cama. Además, me dice en su habitual tono cáustico, le queda tanta comida por probar que podría abrir una tienda de ultramarinos. Evidentemente, Reynaud no es un hombre que sepa manejar el afecto. Es algo que lo desconcierta un poco y le hace preguntarse qué estará haciendo mal. En consecuencia, cuando está confesando, es más estricto de lo habitual con las avemarías. Su gente lo comprende y, por consiguiente, cumplen la penitencia. Además, se sienten responsables. Quieren que sea feliz.
Joséphine aún no se ha ido. Me pregunto si lo hará alguna vez. Esta noche pasé por el café para despedirme y la encontré en la terrasse, tomándose un chocolate caliente y mirando a Pilou, que estaba sentado en un extremo del puente. Pilou sostenía su caña de pescar y Paul-Marie estaba a su lado, con Vlad echado junto a él, en la calle. Solo pude ver a Paul de espaldas, sentado en su silla de ruedas, pero había algo en su postura que me impulsó a volver a mirar…
—Sé que es estúpido —dijo Joséphine—. La gente no cambia. No de verdad. Pero estos últimos días él ha estado… —Se encogió de hombros—. Ya sabes…, distinto.
Sonreí.
—Lo sé. Yo también me he dado cuenta. Y no, en general, la gente no suele cambiar…, aunque a veces maduran si les das la oportunidad de hacerlo. Fíjate en Reynaud.
Asintió con la cabeza.
Obviamente, hay que conocerlo muy bien para ver que Monsieur le Curé ha cambiado. Pero algo se ha alterado, algo que poca gente más notaría. Yo sí lo noto, porque está en sus colores. Y en los de Joséphine, porque…
—¿Has visto? Han terminado de arreglar la antigua chocolaterie.
Negué con la cabeza.
—Tendré que echar una ojeada.
Soy consciente de que durante las dos últimas semanas Luc Clairmont y su padre han estado trabajando duro para acondicionar el local. Roux se ofreció voluntario para ayudarlos, por eso apenas lo he visto. Hoy, mientras me dirigía al café, me olvidé de comprobar los progresos.
—¿Qué pasará ahora con ese sitio?
Joséphine se encogió de hombros.
—Lo sé tan poco como tú.
Sé lo que está pensando. Ha pasado una semana desde que Reynaud se levantó de la cama. Dentro de poco empieza el colegio. Es hora de volver a París. Y aun así…
—No puedes irte hoy —dijo Omi, cuando se lo comenté esta mañana—. Esta noche termina el ramadán. Habrá sopa de harira, sopa de cebada y dieciséis clases diferentes de briouats, cordero asado, cuscús con especias, chebakia y dátiles rellenos. Y yo prepararé coco sellou según la receta de mi madre; nunca te perdonarías haberte perdido la oportunidad de probarlo.
Estamos todos invitados, claro. La gente de las dos orillas del Tannes, incluso los gitanos del río. En las casas de los al-Djerba y de los Mahjoubi no hay espacio suficiente para todo el mundo, pero las noches siguen siendo templadas y el embarcadero es un sitio ideal para celebrar una fiesta. Ya han colocado caballetes y bancos en la orilla del río, y las barcas más cercanas al muelle están decoradas con faroles y lamparitas. Todas las mujeres se pondrán sus mejores y más vistosos vestidos (hoy, nada de negro) y se perfumarán con aceite de pachuli, ámbar, cedro, sándalo y rosa. Habrá juegos para los niños y se iluminará el minarete. Yo he preparado chocolatinas con pistacho, cardamomo y pan de oro, envueltas en papeles de colores, un presente para todo el mundo.
No vendrán todos, por supuesto. Los Acheron han dicho que no y algunos jóvenes del gimnasio también se han negado a asistir. Aun así, Lansquenet nunca ha reunido antes a tanta gente: magrebíes, gente del río, vecinos del pueblo y visitantes, todos juntos celebrando el final de un tiempo de sacrificio…
—Nada de vino, claro —dijo Joséphine—. Y nada de baile. ¿Cómo es posible?
Me eché a reír.
—Seguro que te las arreglarás.
Joséphine me miró.
—Lo dices como si esta noche no pensaras ir.
—Pues claro que iré.
Claro que iré. Pero hay algo flotando en el aire, Joséphine; algo que huele a los gases del tubo de escape de un automóvil, a niebla sobre el Sena, a plataneros y a lluvia en las calles durante el mes de septiembre. Yo sé lo que es. Y tú también lo sabes. Has notado la fuerza cambiante del viento. En la plaza huele a otoño. Las sombras empiezan a alargarse. Anouk está hablando con Jeannot (con seriedad, su mano sobre la de él) mientras Rosette, Pantoufle y Bam se persiguen como hojas en las esquinas adoquinadas. La luz es rosada y un poco triste, la nostálgica luz del verano que ha quedado atrás, y siento que algo ha terminado, pero ¿qué? El campanario encalado es del color del agua de rosas. El Tannes es un manto dorado. Veo todo Lansquenet, desde Saint-Jérôme hasta Les Marauds. Y la gente… También la veo, sus colores alzándose como humo contra el pálido cielo de verano.
Mucha gente. Muchas historias, todas entrelazadas con la mía en esta maraña de luz.
En su jardín, Francis Reynaud riega su hueso de melocotón y piensa en Armande. En la cubierta del barco negro, Roux se ha tumbado a esperar a que salgan las estrellas. En el puente, Paul-Marie observa a su hijo pescando una perca y sonríe cálidamente…, una sensación tan desconocida para él que tiene que comprobarla con la punta de los dedos, como un hombre se limpiaría las migas del bigote después de haberse comido un bocadillo. En la mezquita, el viejo Mahjoubi se prepara para rezar. La aguja del minarete flota bajo el sol. En un callejón de Les Marauds, François y Karine Acheron están sentados junto a Maya alrededor de una caja en cuyo interior hay un par de cachorros. Du’a está sentada junto a la orilla del río, contemplando el Tannes. Ya no lleva la abaya sino unos vaqueros, un kameez y sus zapatillas rojas. Alyssa Mahjoubi está a su lado; lleva el pelo al aire, los ojos llenos de lágrimas.
Hay que ver: mire a donde mire, hay algo que me conecta con Lansquenet. Historias, gente, recuerdos, insustanciales como la calima, y aun así tienen eco, como si esos hilos de luz pudieran tocar una melodía que finalmente podría llevarme a casa. Así pues, la chocolaterie, por fin, está terminada. Siento una extraña reticencia a mirar. Quizá sea mejor recordarla tal y como la vi hace tres semanas: en ruinas, quemada y abandonada. Sin embargo, nunca he sido demasiado buena a la hora de dejar las cosas atrás. Lo he intentado, pero siempre quedan trocitos de mí, como semillas esperando la oportunidad de crecer.
Dejo a Roux y a Joséphine preparándose para la fiesta de la noche y me dirijo a la Place Saint-Jérôme, donde el último fotograma del verano se funde a gris. Y sí, la chocolatería está ahí, igual que el día que me fui: las macetas en el alféizar de la ventana, los postigos pintados de rojo geranio, todo encalado y nuevamente reluciente, esperando a alguien…
«A alguien como tú…».
El sonido del muecín flota en Les Marauds. Al mismo tiempo, el reloj de la iglesia da la media hora. Jeannot Drou se ha ido a su casa y Anouk está en la esquina, con la sombra de Pantoufle a sus pies, como una señal que marca nuestro camino.
Encima de mí se oye un leve chirrido. Es el letrero de madera que hay en la puerta de la tienda, colgado en la pared con un soporte. Su voz es muy flojita, pero insistente; la voz de un pajarito que gorjea: «Pruébame. Saboréame».
Miro hacia arriba. El letrero está en blanco, listo para ser pintado. Casi puedo verlo, con letras rojas y amarillas, como si todo lo ocurrido a lo largo de los últimos ocho años hubiera sido cuidadosa y pulcramente doblado, sin dejar aristas ni espacios en blanco, solo el brillo del tiempo recobrado.
Y huele a América: a la corte de Moctezuma, a especias, en copas de oro y mezcladas con vino y zumo de granada. Y huele a crema y a cardamomo; a hogueras de sacrificios; a templos y a palacios, a vainilla, a tonca, a moca y a rosa. El aroma es embriagador; me inunda como el viento, barre bajo mis pies como el amor…
«¿Te quedarás, Vianne? ¿Te quedarás?».
Anouk y Rosette me están observando. Las dos tienen amigos aquí. Las dos forman parte de este lugar, del mismo modo que forman parte de París, amarradas por cientos de hilos invisibles que habrá que romper cuando nos vayamos…
Extiendo la mano para tocar la puerta. También es de color rojo geranio. Es mi color favorito; Roux, que ha sido quien la ha pintado, debe de saberlo. Ahora veo la luz más tenue, grabada en oro en el marco como el más dulce y pequeño de los espejismos. Por el rabillo del ojo veo a Bam, observándome. Desde que llegamos a Lansquenet, Bam se ha hecho muy visible. Y hoy, Pantoufle también: sus solemnes ojos parpadean, mirándome desde las sombras.
Empujo la puerta. Está abierta. Aquí, las puertas siempre están abiertas. Se entreabre un poco; dentro, en la oscuridad, ¿veo un destello azul, un garabato de exuberante naranja? Mis niñas están aprendiendo, me digo, con un extraño orgullo. Saben cómo invocar al viento. Pero ¿es suficiente? ¿Será suficiente?
Al otro lado del río, en Les Marauds, Roux se está preparando. Conozco las señales: esa mirada distante de otros lugares en sus ojos. Roux nunca podría vivir en una casa. Incluso una casa flotante es limitada. Y Lansquenet es pequeño, Roux. Gente pequeña. Mentes pequeñas. Al final, te viniste conmigo porque sabías que ella nunca se iría…
Cierro la puerta silenciosamente. Encima de mí, el pájaro invisible gorjea su tenue e insistente canto: «Pruébame. Pruébame».
Les tiendo las manos a mis hijas. Anouk me coge una y Rosette la otra. La llamada del muecín ha dejado de sonar en Les Marauds. El sol se ha puesto. No miramos atrás. Tenemos que ir a una fiesta.