CAPÍTULO 14

Jueves, 2 de septiembre

Esta mañana me levanté, desafiando las órdenes de Cussonet y con la desaprobación de Joséphine. Me sorprendí al comprobar lo débil que estaba y lo mucho que me costó ponerme en movimiento. Pero una visita del obispo es algo muy infrecuente y no tenía ninguna intención de enfrentarme a él en posición horizontal.

Me di una ducha y me vestí cuidadosamente; tras dudar un poco, decidí ponerme la vieja sotana que no utilizaba desde hacía años. «Tal vez esta sea la última oportunidad de hacerlo», pensé, y me sorprendió ligeramente la pena que me dio. Joséphine se había ido a ver a Pilou, de modo que fui a la cocina para prepararme algo para desayunar.

Joséphine me había dicho que algunas de las visitas habían traído comida. Y no exageraba: de hecho, toda la cocina estaba llena de platos, cajas y cacerolas. Había guisos, quiches y tartas; galletas, fruta y pasteles; botellas de vino; tarros de mermelada; asados, tagines, curris, sopas y una pila enorme de esas tortitas marroquíes. Cuando abrí la nevera encontré quesos, jamón, carne fría, patés…

Desconcertado por la cantidad y la variedad, me preparé un café y una tostada, y por primera vez en una semana, salí al jardín.

Alguien había arrancado las malas hierbas de los parterres. Quien lo hizo, también había podado un rosal rebelde que trepaba, plantado una docena de macetas de geranios rojos y cuidado unas malvarrosas que estaban a punto de echarse a perder.

Me senté en el banco y contemplé la calle. Era temprano, poco más de las ocho, y el sol de la mañana era apacible. Los pájaros cantaban, el cielo estaba despejado y, aun así, sentí cierto temor. En todos los años como sacerdote en Lansquenet, el obispo solo me había visitado en cuatro ocasiones, y nunca por motivos sociales. Supuse que, después de que el père Henri no consiguiera hacerme llegar el mensaje, había decidido hacerlo él personalmente.

Lo sé, lo sé. Es ridículo. Pero soy sacerdote, père… Más que eso: soy el sacerdote de Lansquenet. Abandonar Lansquenet es impensable, como lo es también renunciar al sacerdocio. De cualquier manera, significaría renunciar a la mitad de mi corazón, y eso es imposible.

Oigo el reloj dando las ocho y cuarto. El obispo tenía previsto llegar a las nueve. Su veredicto era inevitable, igual que mi sentencia. Habría dado un paseo, pero mi enfermedad me había dejado muy débil. Por eso me senté y esperé cada vez más triste a oír el ruido de su coche en el bulevar…

Sin embargo, a quien vi fue a Omi al-Djerba caminando despacio por la calle. Maya iba con ella, correteando unos metros por delante, con los curiosos andares de pato de los críos. No es habitual ver a gente de Les Marauds en este lado del puente, pero, según me han dicho, desde lo que ocurrió la semana pasada es algo más normal.

Maya fue la primera en llegar y me miró gravemente por encima del muro.

—Entonces, por fin te has levantado —dijo.

Había una contundente condena en esas once sílabas.

—Bueno, he estado bastante enfermo —repuse.

—Un yinni no se pone enfermo.

Al parecer, el hecho de que me sacaran de ese sótano no ha mermado la creencia de Maya en mis asombrosos poderes. Incluso la revelación de que soy sacerdote la ha dejado básicamente indiferente. Fijó su solemne mirada en la mía.

—La memti de Du’a ha muerto —dijo.

—Sí, Maya. Lo siento.

La niña se encogió de hombros.

—No fue culpa tuya. No puedes solucionarlo todo.

Esa respuesta tan realista bastó para que me echara a reír. Fue un sonido extraño y triste, pero aun así era una carcajada. En cualquier caso, sorprendió a Omi al-Djerba, que me observaba desde el otro lado del muro con reticente aprobación.

—Tiene un aspecto horrible —dijo.

—No importa —respondí, dejando la taza de café en la mesa.

Hizo una mueca que interpreté como una sonrisa. Es tan vieja que las arrugas han desarrollado una topografía, y cada una de ellas tiene su propia expresión. Pero sus ojos, que con la edad se han vuelto de color azul claro, siguen conservando un sorprendente brillo juvenil. Vianne dice que le recuerda a Armande, y ahora, por primera vez, puedo ver por qué. Tiene esa irreverencia que solo posee la gente muy mayor o muy joven.

—He oído decir que se va —dijo.

—Pues ha oído mal.

Caro Clairmont, me imagino. Normalmente puede seguirse el rastro de los cotilleos hasta la puerta de su casa…, sobre todo cuando son malas noticias. Mi instintiva respuesta me sorprendió un poco, aunque Omi hizo un gesto de aprobación.

—Bien —dijo—. Aquí lo necesitan.

—Eso no es lo que me han dicho.

Omi emitió un sonido burlón.

—Hay gente que no sabe qué necesita hasta que está a punto de perderlo. Y usted debería saberlo, Monsieur le Curé. ¡Hombres! Se creen muy listos, pero tiene que ser una mujer quien les diga lo que tienen ante sus narices. —Se echó a reír, dejando al descubierto unas encías tan rosas como las botas de goma de Maya—. Tome un mostachón —dijo, sacando uno del bolsillo—. Le hará sentirse mejor.

—Gracias. No soy ningún chiquillo.

Volvió a emitir de nuevo ese ruido.

Meh. Es lo bastante joven para ser mi bisnieto.

Se encogió de hombros y se comió el dulce.

—¿No estamos en ramadán? —le pregunté.

—Soy demasiado vieja para el ramadán. Y mi Maya demasiado pequeña. —Le guiñó un ojo a Maya y le dio un dulce—. Los sacerdotes… ¡Todos son iguales! Creen que el ayuno ayuda a pensar en Dios, pero cualquiera que cocine les diría que lo único que consigue el ayuno es que pienses en comida. —Me sonrió. Y también lo hicieron todas sus arrugas—. ¿Cree que a Dios le importa lo que se lleva a la boca? —Se comió otro mostachón—. Ah, eso debe de ser el obispo.

Eso era el sonido de un coche acercándose: la doble sacudida en los dos baches del puente, el ruido de un motor agotado mientras traquetea por la calle adoquinada. La mayoría de las calles de Lansquenet no están hechas para los coches. Casi toda la gente conduce (yo no), pero sabe cómo llevar sus vehículos, sorteando los baches y reduciendo la velocidad en el viejo puente, acelerando solo cuando llegan al final del bulevar. El obispo no está familiarizado con las peculiaridades de nuestras calles y el tubo de escape de su Audi plateado humeaba alarmantemente cuando se detuvo frente a mi casa.

El obispo tiene cincuenta y pico años, unas anchas espaldas y el mentón cuadrado; parece más un exjugador de rugby que un clérigo. Debe de ir al mismo dentista que el père Henri, porque tiene casi sus mismos dientes. Esta mañana mostraban una salud y una blancura radiantes.

—¡Ah, Francis!

—Buenos días, monseigneur.

Le gusta que le llamen Tony.

—¡Qué formalidad! Tienes buen aspecto. Y esta es…

Observó con curiosidad a Omi, que hizo lo mismo con descaro. Yo le dirigí una mirada de advertencia.

Monseigneur, esta es madame al-Djerba. Ya se iba.

—¿Ah, sí? —dijo Omi.

—Sí —contesté.

—Es que hasta ahora nunca había visto a un obispo. Creía que vestían de color púrpura.

—Bueno, gracias, madame —dije—. Ahora, el señor obispo y yo tenemos que hablar.

—Ah, por nosotras no se preocupen —repuso Omi—. Esperaremos.

Y se sentó en el banco del jardín con la expresión de quien, si es necesario, está dispuesto a esperar indefinidamente.

—Discúlpeme, ¿qué está usted esperando? —le preguntó el obispo.

—Oh, nada especial, pero todo el mundo quiere ver de nuevo en movimiento a Monsieur le Curé. Hay mucha gente que lo ha echado de menos.

—¿De verdad?

El obispo me miró. Su sorpresa no era precisamente halagüeña.

—Oh, sí —dijo Omi con firmeza—. Ese sacerdote nuevo no era un verdadero sustituto. Puede que sirviera para una gran ciudad, pero no en un pueblo como Lansquenet. Khee! El père Henri tiene mucho que aprender.

Y entonces, justo después de que hubiese hablado, se oyó el sonido de las campanas de Saint-Jérôme. Mis campanas, tocando a misa, aunque no era el día del père Henri.

El obispo frunció el ceño.

—¿Eso no son…?

—Sí.

El sonido de las campanas era demasiado fuerte para ignorarlo. Fuimos hasta el final de la calle y contemplamos la plaza vacía. No había nadie, pero la puerta de la iglesia estaba abierta. Las campanas seguían sonando. Me acerqué a la entrada. El obispo, tras dudarlo un momento, me siguió hasta el interior.

La iglesia estaba llena de gente. Por lo general, mi congregación la componen unos cuarenta fieles; en el mejor de los casos, cincuenta, en Navidad o Pascua. El resto del año puedo darme por satisfecho si veo a un par de docenas de ellos, a veces menos. Pero hoy, los bancos están llenos; incluso había gente de pie, al fondo. Trescientas personas, tal vez más, la mitad de la población de Lansquenet, esperándome en el interior de Saint-Jérôme.

—¿Qué está pasando? —dijo el obispo.

—No tengo ni idea, monseigneur.

¡Monsieur le Curé! Me alegro de que se encuentre bien.

Lo dijo Paul-Marie Muscat, que estaba sentado en su silla de ruedas. Pilou estaba a su lado, con Vlad, con una cuerda firmemente atada a su cuello. Junto a ellos vi a Joséphine, sonriendo como si su corazón estuviera a punto de romperse. Luego vi a Georges Poitou y a su mujer. A la familia Acheron… al completo, incluso el hijo mayor, Jean-Louis, que normalmente no suele ir a la iglesia. Y también estaban Joline Drou y su hijo, Jeannot; Guillaume Duplessis; Georges y Caro Clairmont…, ella con un aire inquieto que me dio ganas de retorcerle el pescuezo; Narcisse, que comulga dos veces al año, cuando se acuerda de hacerlo, pero, salvo eso, raramente va a misa; Henriette Moisson; Charles Lévy; incluso estaba el inglés, Jay Mackintosh…

Y luego había gente que, por un buen motivo, nunca había formado parte de mi congregación: Zahra al-Djerba, Sonia Bencharki, Alyssa Mahjoubi y su padre, Saïd. Y también el viejo Mohammed Mahjoubi…, todos cargados de flores y fruta. Y, por supuesto, Vianne Rocher. Y Anouk y Rosette. Y la gente del río: gente harapienta y tatuada, llenando mi iglesia hasta los topes…

Y en todas partes, en cada saliente, había velas. Cientos, miles de velas votivas, cada una, una plegaria: en el altar, junto a la pila, bajo las estatuas de san Francisco y la Virgen. No suele haber tantas ni siquiera en Nochebuena, pero hoy, un jueves por la mañana del mes de septiembre, Saint-Jérôme parecía una catedral.

—Me alegro de verlo, mon père.

—¿Recibió mis flores?

—Espero que le gustara el vino, mon père.

—¿Va a confesar?

Me volví hacia el obispo.

—No tenía ni idea…

Pero monseigneur estaba sonriendo. Puede que hubiera un poco de escarcha en esa sonrisa de anuncio de dentífrico, pero el obispo sabe lo bastante de política como para comprender cuándo hay que cambiar las lealtades.

—Es maravilloso ver a tanta gente aquí —dijo, dirigiéndose a los presentes—. Sí, por supuesto… No quisiera presionar al père Francis, pero estoy seguro de que aceptará decir unas palabras.

Bueno, père, nunca he dicho misa para tal multitud de gente. Evidentemente, no tenía nada preparado…, pero, para mi sorpresa, las palabras fluyeron con mayor facilidad que nunca. No recuerdo muy bien lo que dije, pero hablé sobre la comunidad y lo que realmente significa pertenecer a ella; hablé de la bondad de los desconocidos; de lo que significa estar en la oscuridad y ver la luz de las casas de otra gente; y de estar en el interior de la ballena, de ser un extraño en tierra extraña… Y cuando terminé, el obispo ya se había ido.

Como habría dicho Vianne, el viento había cambiado.