Sábado, 28 de agosto, 11:40 h
Hoy no se escucha el ruido de las cintas de correr. Es extraño: aquí, en el interior de la ballena, suele oírse el sonido de un latido constante. Y aun así, no hay silencio. Es como si afuera hubiese una multitud… ¿Un mercado? No lo creo. Una multitud tiene cierto ritmo, un tempo propio. Una congregación suena distinta de un mercado, de un acontecimiento deportivo, de un patio de colegio, de una clase con alumnos…
No consigo distinguir las voces, pero diría que la multitud es numerosa…, puede que incluso haya un centenar de personas ahí arriba, en el mundo real.
A pesar de que cada vez estoy más cansado, no puedo evitar la curiosidad. La cadencia de las voces sugiere que algunas son francesas y otras marroquíes. ¿Qué habrá congregado a tanta gente en el bulevar?
Una vez más, me acerco al respiradero, desde donde puedo oír con mayor claridad. Pero desde aquí no se ve nada: solo los ladrillos de la pared de enfrente y unos cuantos dientes de león que crecen entre los adoquines. Giro el cuello para poder ver algo más. Nada. ¿Será una manifestación? Algunas voces parecen airadas y otras simplemente excitadas. Pero hay algo en el aire, como una cuerda tensada que está a punto de romperse. Algo está a punto de estallar.
Intento ver de nuevo a través de la reja. Si me coloco sobre la pirámide de cajas, puedo ver, en la esquina borrosa de la calle, una vaga impresión de movimiento, de sombras flirteando con el suelo.
—¿Maya?
Casi me he quedado sin voz. Suena como el tictac de un reloj roto que chasquea en mi garganta. Gritar pidiendo ayuda es inútil. Aun cuando conservara toda su potencia, mi voz nunca conseguiría traspasar el tumulto. Y aun así…
De nuevo esa impresión de movimiento, esta vez más cerca y acompañada de un par de pies. Sé que no son los de Maya. Por debajo del dobladillo de la larga túnica negra asoma un par de zapatillas de deporte azul celeste.
—¡Eh! —grito, con mi voz ronca—. ¡Aquí abajo!
Una breve pausa. Luego aparece una cara en la reja. Tardo unos segundos en reconocer a la hija de Inès Bencharki. Con esos pañuelos negros, a veces es difícil decir quién es quién, y además, nunca he hablado con esa niña. Ni siquiera estoy seguro de cómo se llama.
Los ojos oscuros se abrieron por completo y luego me dedicó una sonrisa, algo casi sorprendente en aquella carita tan solemne.
—¡De modo que tú eres el yinni de Maya!
Es maravilloso. Me encanta que mi situación la divierta. Tendré que decirle que ya he concedido los tres deseos…
Otra ráfaga de movimiento. Otro par de zapatillas, o lo que debieron de serlo en algún momento. Ahora están tan sucias como la cara que aparece en la rejilla. Supongo que debe ser Jean-Philippe Bonnet, también conocido como Pilou.
—¿Qué demonios está pasando?
—Creo que es una revuelta. Es genial.
Genial. Vaya palabra. Ahora solo me falta el maldito perro.
—Hemos venido aquí por Vlad. No le gustan las multitudes.
Mi deseo se ha hecho realidad. En la reja aparece un hocico resoplando, coronado por una trufa negra y húmeda. Vlad se pone a ladrar.
—No te preocupes —dice Pilou—. Han venido para sacarte de aquí.
—¿Cómo? ¿Toda esa gente?
—Más o menos. Creo que algunos solo han venido para dar un paseo.
Lo que faltaba. Testigos. Cuando salga de aquí, chorreando, con una barba de tres días y un rostro cadavérico, lo último que quiero ver es a la mitad del pueblo, mirándome boquiabierta. Por no hablar de la policía, de los bomberos o de quien sea que se haya unido a este circo. Y el père Henri…, ¿también estará aquí? ¡Oh, Dios mío! Por favor, llévame ahora.
—¿Te encuentras bien?
—Estoy genial.
—Espera. Ya falta poco.
De pronto se oye una voz masculina muy cerca, elevándose por encima del tumulto. Habla en árabe, pero reconozco la voz de Karim Bencharki. A continuación, un violento forcejeo; el perro ladra; la cara del niño desaparece y la larga túnica negra se desdibuja con el polvo. Las zapatillas de color azul celeste se deslizan hacia atrás, formando un arco, y luego se pierden de vista.
—¡Eh! —Es la voz del niño—. ¡Eh! ¿Qué estás haciendo? ¡Eh!
Entonces, la niña empieza a gritar. El perro sigue ladrando furiosamente, y por un instante, las zapatillas desgastadas parecen indicar que hay una pelea. Luego se escucha un ruido sordo; el niño cae contra la pared. Su cabeza golpea el suelo a unos pocos centímetros de la reja. Puedo ver su pelo rubio, la curva de su mejilla y un hilo de sangre.
Después, todo queda en silencio, un silencio ensordecedor, a pesar del tumulto.
Y se abre la puerta del sótano.
Sábado, 28 de agosto, 11:40 h
Después del calor y el polvo de la calle, el olor a cloro era como una bofetada. En comparación, la luz era tan tenue que tardé unos segundos en poder ver con claridad. Una sala muy grande, que en otros tiempos debía estar pintada de blanco pero que ahora es mayormente gris, con manchas de humedad; en un lado había una hilera de máquinas, de correr y elípticas, y en el otro un estante con pesas. En un extremo de la sala había dos puertas: una era la de los vestuarios, las duchas y el almacén, y la otra daba al pasaje que conduce a las casas que hay junto al río.
Roux abría la marcha. Inès nos seguía. Joséphine se quedó atrás con Zahra, intentando impedir que la multitud entrara en el gimnasio. En la calle oí a Omi protestando:
—Hee, ¿me dejáis entrar? ¡Esto es mejor que Bollywood!
Me volví hacia Saïd.
—¿Dónde está Karim?
—Ha salido por la puerta trasera. El cura está en el sótano.
Miré a Roux.
—Saca a Reynaud —dijo—. Yo iré a buscar a Karim.
Sábado, 28 de agosto, 11:45 h
El sótano estaba inundado y olía a podrido, a yeso húmedo y a río. Apenas había luz. Encaramado en una pila de cajas en el otro extremo de la estancia, Reynaud parecía un náufrago que se refugiara en la isla más pequeña del mundo; su rostro era una lejana mancha de consternación y tenía las manos extendidas, como si estuviera suplicando.
Cuando se dio cuenta de quiénes éramos, se lanzó al agua, que le llegaba casi hasta los hombros, y empezó a moverse en nuestra dirección. Se movía como si estuviera exhausto, una mano levantada para protegerse los ojos. Parecía un hombre en medio de una pesadilla tan real que ni siquiera se atrevía a creer que fuera a despertar alguna vez.
—¡Rápido! —exclamó, con voz ronca, en cuanto llegó a la escalera del sótano.
Todos los peldaños, salvo los dos últimos, estaban sumergidos. Se las arregló para subir hasta la mitad de la escalera, pero tropezó y se cayó al agua. Joséphine lo agarró de un brazo, yo lo cogí del otro y, juntas, logramos ponerlo en pie y que acabara de subir.
—¡Rápido! —repitió.
—Ya pasó —dije—. Se pondrá bien.
De hecho, no tenía precisamente buen aspecto. Su rostro estaba muy pálido bajo la barba de tres días. Tenía los ojos cerrados para protegerse de la luz y su respiración era áspera y asmática. Le dio un ataque de tos y dobló el cuerpo, tratando de recuperar el aliento.
—No lo entiende —me dijo—. El hijo de Joséphine. La niña de Inès Bencharki…
Le volvió a dar un ataque de tos y gesticuló violentamente con las manos.
—¿Qué ocurre?
Lo intentó de nuevo. Esta vez, su voz era más fuerte.
—Karim se llevó a la niña. En el callejón. Pilou intentó detenerlo. Creo que está herido.
Señaló con el brazo la pared del otro extremo del sótano y comprendí que estaba indicando el estrecho pasaje que une el bulevar con la orilla del río. Lo conocía muy bien: era el sitio donde Maya afirmaba que vivía su yinni…
Inès ya estaba ante la puerta que conduce al pasaje. Joséphine había soltado el brazo de Reynaud, pero lo agarró de nuevo cuando él volvió a caer de rodillas al suelo.
—Francis…
Él le hizo un gesto con la mano.
—No pierdas tiempo. ¡Id a por el chico!
Y entonces, ambas oímos los gritos.
Sábado, 28 de agosto, 11:45 h
Mis ojos no están acostumbrados a esta luz cegadora. La única bombilla del pasillo se ha convertido en el sol de mediodía. Me protejo los ojos, pero, aun así, es como si estuviera mirando el ojo de Dios. A contraluz, veo tres figuras, enmarcadas por una triple corona de luz…
Reconozco a Vianne y a Joséphine. Pero ¿quién es la tercera? ¿Podría ser Inès? Sin embargo, la aureola que la rodea hace que sea difícil distinguirla y su larga túnica parece un par de alas plegadas. ¿Estoy viendo un ángel? Por mucho que me gustaría creer en la posibilidad de una intervención divina, ahora no queda tiempo. Consigo explicarles lo que ha ocurrido…, al menos lo suficiente para alertarlas del peligro que supone Karim. Las tres salen corriendo para actuar (espero que lleguen a tiempo, père) y me dejan en lo alto de las escaleras, medio sumergido en el agua.
Me han abandonado mis últimas fuerzas, père. Una parte de mí quiere morir. Pero esto es Lansquenet… Como Dios, no me dejará ir tan pronto.
Fuera, oigo gritos de alarma procedentes del río. ¿Qué estará pasando ahí? Trato de ponerme en pie, apoyándome en el marco de la puerta, pero mis piernas ya no me responden; me da vueltas la cabeza y me duelen los ojos. Entonces oigo ruido de pasos en el corredor, voces lanzando exclamaciones en árabe, el sonido de la ballena saliendo a la superficie…
La luz sigue siendo demasiado fuerte para mis ojos. Solo veo túnicas y pies; sandalias, zapatillas y mocasines. Son los pies de mis enemigos. Los que me pisotearán en el polvo.
Una mano me agarra el brazo derecho.
—Alhumdullila —dice una voz.
Pertenece a la persona que ocupa el segundo lugar, siempre después del père Henri, de la lista de gente a la que preferiría no ver: Mohammed Mahjoubi. Me saca de las mandíbulas de la ballena, y aunque la luz sigue cegándome, ahora puedo verlo con claridad: barba blanca, túnica blanca, el rostro como un Evangelio de arrugas…
—Gracias, puedo hacerlo solo —digo.
Y salgo, temblando.
Sábado, 28 de agosto, 11:50 h
Salimos al paseo que hay junto al Tannes, en el extremo más alejado del callejón que une el río con el bulevar. Es un camino irregular; en algunas partes tiene tan solo un metro de anchura, pero se hace más amplio a la altura del gimnasio, lo que lo convierte en una especie de explanada. Estas explanadas eran características de las antiguas curtidurías, suspendidas sobre el río como acróbatas en sus zancos de madera. En la actualidad hay poca gente que las use, y todas están clausuradas.
Roux estaba junto a la barandilla. Karim se encontraba a menos de treinta metros. Con un brazo sostenía a Du’a y con el otro una lata de gasolina. Ambos estaban empapados en ella. Du’a había perdido el pañuelo y tenía la cara y el pelo mojados, El olor a gasolina estaba por todas partes; el aire se había llenado de sus vapores.
Roux me dirigió una mirada de advertencia.
—No te muevas. Tiene un mechero.
Era un Bic, un Bic barato, de plástico, de los que pueden comprarse en todos los quioscos de Francia. Fácil de usar, fiable, disponible como una vida humana. Karim soltó la lata de gasolina, sosteniendo el Bic ante el rostro de Du’a.
—No os acerquéis más —dijo—. No tengo miedo a morir.
Inès se dirigió desesperadamente a él en árabe, hablando muy deprisa.
Karim solo sonrió y negó con la cabeza. Incluso ahora, sus colores resplandecían, sin el menor asomo de miedo. Se volvió hacia los que lo estábamos observando desde el embarcadero y la calle y volví a sentir la fuerza de su encanto, la potencia de su belleza. «Incluso ahora, espera vencer. En una batalla de voluntades entre él e Inès, y no cree que pueda perder…», pensé.
Agarrando aún a Du’a con una mano, le hizo una seña a Inès con la otra. El sol iluminaba crudamente el rostro de Inès, pálido después de treinta años tras el niqab; sus ojos verdes refulgían.
Ahora, al verlos a los dos, pude apreciar el parecido, como algo que se vislumbra bajo el agua, invertido y fracturado por la luz. Karim tiene su misma boca, con su curva sutil; sus arrogantes pómulos y su porte. Sin embargo, hay en él una flaqueza que su madre no tiene; algo blando, como la fruta echada a perder. Está en sus colores, bajo su piel, una morbidez apenas perceptible.
—¿Habéis visto lo que es? Una puta mentirosa —dijo, dirigiéndose a la cada vez más numerosa multitud—. Esto es culpa suya… Solo tenéis que mirarle la cara. Mirad lo que me ha hecho.
—Suelta a Du’a —dijo Inès, en francés.
Karim lanzó una risotada.
—Como veis, están juntas en esto. Las putas permanecen unidas. Siempre me cuentan las mismas mentiras. —Tiró bruscamente del pelo de Du’a, obligándola a echar dolorosamente la cabeza hacia atrás—. ¡Miradla! ¡Mirad esos ojos y decidme que no sabe lo que está haciendo!
Más abajo, en el callejón, vi a Paul-Marie en su silla de ruedas, con Louis Acheron a su lado. Separado del resto de curiosos, parecía estar disfrutando del espectáculo. Roux seguía a unos treinta metros de distancia de Karim, demasiado lejos para arriesgarse a intervenir. Solo necesitaba un segundo para encender el mechero. Y aun así, Roux se lo estaba pensando. Podía verlo en sus gestos: la tensión de su nuca, el sutil cambio en la dirección de sus pies…
Entonces se oyó un grito de alarma procedente del callejón.
—¡Aquí hay alguien! ¡Un cuerpo! —Era Omi al-Djerba—. Hee, es el amigo de mi Du’a…
Estaba claro que, desde donde se encontraba, aún no había visto la tragedia que estaba a punto de representarse junto al Tannes. Pero Joséphine la había oído. Durante un segundo, se volvió hacia Karim.
—¿Qué le has hecho a mi hijo?
Él se encogió de hombros.
—Se interpuso en mi camino.
—Te voy a matar —dijo Joséphine—. Si lo has tocado, te mataré…
La multitud se quedó en silencio. Nadie se atrevía a hablar, salvo Inès. A la luz del sol, el olor a gasolina era casi abrumador. El aire parecía brillar con la tensión. Desde el embarcadero vi a Paul-Marie; su rostro ya no estaba rojo, sino del color de la ceniza. ¿Podía ser que Paul-Marie temiera realmente por la vida de su hijo?
Joséphine ya había salido corriendo hacia el callejón en busca de Pilou. No podía ver qué estaba ocurriendo; al igual que Roux, estaba pegada al suelo. Solo Inès y Karim se movían, observándose como dos gatos recelosos.
—Suelta a Du’a —dijo Inès. Lo dijo en voz baja, pero firme—. Haré lo que quieras. Me iré de Lansquenet. Volveré a Tánger y nunca regresaré…
—¡Como si eso sirviera de algo ahora! —contestó Karim, alzando la voz como un adolescente—. Siempre estuviste ahí para arruinarme la vida, recordándome que nací de la vergüenza. ¡Y eso no fue culpa mía!
—Karim —dijo Inès—. Sabes que nunca te culpé de eso.
Él volvió a reírse.
—¡No tenías que hacerlo! Lo veía todos los días en tu cara. —Una vez más, se dirigió a los curiosos—: ¿Habéis visto su cara? Significa que es una puta. Todas son unas putas. Incluso tras el niqab, te espían. Te analizan. Siempre están en celo. Son el ejército de Shaitan, suave como la seda, hasta que te agarran por el cuello…
Se echó a reír otra vez. El mechero Bic (era rojo, como una piruleta de fresa) brillaba alegremente bajo la luz del sol. Un clic…
Du’a gritó. Pero la llama no se había encendido. Karim nos dedicó una sonrisa.
—Ups. Volveré a intentarlo.
Di medio paso al frente. Saïd estaba observando desde la puerta trasera del gimnasio.
—¿Por qué Du’a? —le pregunté a Karim—. ¿Por qué la has elegido a ella? Es inocente.
—¿Y tú cómo lo sabes? —dijo Karim—. Solo tengo que mirarte y ya sé qué clase de mujer eres. En el lugar de donde vengo, los hombres saben cómo actuar con mujeres como tú y como tu hija. Pero aquí, en Francia, hablan de decidir sobre un estilo de vida y de libre albedrío…
Ahora, Alyssa estaba a mi lado.
—Suéltala —le dijo—. Nadie quiere verte sufrir. Y Du’a no ha hecho nada malo.
Sus ojos bañados en miel se posaron en ella.
—Mi dulce hermanita —dijo, sonriendo—. ¿Recuerdas lo que te dije? El Paraíso abre sus puertas durante el ramadán. Si hubieses tenido el valor de hacer lo que yo voy a hacer ahora, es posible que esto no hubiese ocurrido. Podríamos haber estado juntos. Pero escuchaste los susurros de Shaitan y ahora…
—¿Crees que Alá se deja engañar, Karim?
La voz que se oyó a nuestras espaldas me resultaba solo ligeramente familiar. Era una voz masculina fuerte y autoritaria, llena de ira y de energía. De entrada pensé que podía tratarse de Saïd, pero no, porque seguía junto a la puerta. Parecía recién salido de un sueño. Su rostro brillaba de incredulidad.
Me di la vuelta y, para mi sorpresa, vi al viejo Mahjoubi. Sin embargo, no era el anciano que yo había visto en la casa de los al-Djerba. Era él pero transfigurado, revitalizado, vuelto a nacer. Se acercó y la multitud se hizo a un lado para dejarle paso.
—Hay una historia que puede que algunos de vosotros ya conozcáis —dijo, con su nueva y persuasiva voz—. Un maestro y su discípulo se fueron de viaje juntos. Llegaron a un río después de una crecida y vieron a una mujer joven en la orilla. Como no podía cruzar el río sola, el maestro la cogió en brazos y la llevó hasta la otra orilla. Después de haber recorrido muchos kilómetros, el discípulo le preguntó a su maestro: «¿Por qué ha ayudado a esa mujer, maestro? Estaba sola, sin nadie que la vigilara. Era joven y bonita. Lo que hizo estuvo muy mal. Podría haber tratado de seducirlo. Y, aun así, la cogió en brazos. ¿Por qué?». El maestro sonrió y le dijo: «La llevé a través del río. Pero tú la llevas contigo desde entonces».
Cuando el viejo Mahjoubi terminó la historia, se hizo el silencio. Todos los rostros se volvieron hacia él. Vi a Paul Muscat; su cara aún era del color de la ceniza. Y a Caro Clairmont, Louis Acheron y Saïd Mahjoubi: todos parecían haber sufrido una apoplejía.
Entonces, Karim habló de nuevo. Lo hizo en voz más baja que antes, y por primera vez sus colores mostraron indicios de incertidumbre.
—Aléjate de mí, viejo.
Mahjoubi dio un paso al frente.
—He dicho que te alejes. Esto es una guerra. Una yihad santa.
Mahjoubi dio un paso más.
—¿Una guerra contra mujeres y niños?
—¡Una guerra contra la inmoralidad! —Ahora la voz de Karim era chillona—. ¡Una guerra contra el veneno que amenaza con infectarnos a todos! Mírate, viejo loco. Ni siquiera eres capaz de ver lo que tienes ante tus narices. ¡No sabes lo que hay que hacer! Allahu Akhbar…
Y, con estas palabras, acercó el mechero al rostro de Du’a. Se escuchó un clic, luego un silbido y después todo pareció ocurrir al mismo tiempo.
La multitud lanzó una especie de suspiro cuando el brazo derecho de Karim empezó a llamear. Y lo mismo ocurrió con la abaya de Du’a. Ella gritó, y durante una décima de segundo vi la expresión del rostro de Karim a través de la neblina de calor: su expresión extática cambió al darse cuenta de que las llamas prendían en su cara, pasando del azul al amarillo… Entonces, alguien salió corriendo hacia él…, una figura vestida de negro, resuelta, feroz. Era Inès, con los brazos abiertos, su abaya negra abierta como dos alas para abrazar a las dos figuras en llamas.
Inès pilló a Karim por sorpresa, que cayó de lado sobre la barandilla, sin dejar de agarrar a Du’a con una mano. La madera era frágil: pino desgastado tras dos siglos de sol y lluvia. El impacto fue lo bastante fuerte para que los tres se precipitaran al Tannes, dejando una rastro de telas en llamas y humo.
Casi al mismo tiempo, otra figura se precipitó por encima de la barandilla. Se movía con la gracia de un pájaro mientras buceaba en las aguas del río. Apenas me dio tiempo de reconocer su pelo rojo y gritar su nombre…
—¡Roux!
Corrimos hacia la barandilla. Por un instante no vimos nada salvo los jirones de la abaya de Du’a flotando río abajo desde el embarcadero. Entonces, algo salió a la superficie: un destello rojo, una mancha de algo más pálido y luego vimos a Roux nadando en dirección a la orilla, con Du’a agarrada a su cuello…
Comprobamos que la túnica era lo que había sufrido más daños; debajo de ella, el kameez de Du’a estaba intacto, y apenas tenía el pelo chamuscado. Pero, aunque Roux fue de nuevo en su busca, Inès y su hijo habían desaparecido.