CAPÍTULO 11

Sábado, 28 de agosto, 11:25 h

Salimos a la Place Saint-Jérôme. El calor del sol era ya abrasador. La lluvia se había secado y los adoquines, cubiertos de polvo, brillaban como el bronce. Una bandada de palomas que estaba comiendo en la puerta alzó el vuelo de repente. La plaza estaba casi desierta: la panadería de Poitou estaba cerrando; los jugadores de pétanque habían recogido sus cosas y volvían a sus casas paseando bajo los caquis. Solo alguien permaneció bajo el arco de Saint-Jérôme: la triste figura de Paul-Marie Muscat sentado en su silla de ruedas, medio en penumbra, como el Caballo de Copas de las cartas del Tarot.

—¡Enhorabuena, lo has vuelto a conseguir! —me gritó desde el otro lado de la plaza—. Dime, ¿tuviste que seguir un entrenamiento especial para hacer lo que haces o es un don natural?

—No tengo tiempo para hablar —dije—. Es una emergencia.

Se echó a reír.

—No me sorprende. Lo tuyo siempre han sido las emergencias. Gente a la que ver, sitios adonde ir, matrimonios que arruinar… Hace ocho años que te fuiste, y no digo que haya sido perfecto, pero no llevas aquí ni tres semanas y todo es un desastre.

Debí de parecer sorprendida, porque se rio de nuevo.

—¿No lo sabes? Va a dejarme. Y esta vez para siempre. Se va con la gente del río, como el flautista de Hamelín. —Eructó, y vi que estaba muy borracho—. Dime, ¿te pagan por ello, Vianne? ¿Te dan un buen dinero? ¿O lo haces por amor al arte?

—No sé de qué me estás hablando —dije—. Dame media ahora, vuelvo y entonces me lo cuentas todo. Tómate un café. Espérame.

De nuevo esa risa, como un desagüe roto.

—Tú me matas, Vianne. De verdad. ¿No fuiste tú quien le dijo que debía contarme la verdad? ¿Que me contara que ese mocoso no era de ese maldito pelirrojo sino mío? Y después de haberse sincerado y de haberme robado ocho malditos años, esa puta va y me dice que me deja, como si alguien le hubiese dado permiso para hacerlo.

Me quedé mirándolo.

—¿Te lo ha contado?

—¡Oh, es lo único que ha hecho! Como si contándomelo fuese a arreglar algo. Y es a ti a quien debo dar las gracias, ¿verdad, Vianne? ¿Qué viene ahora, eh? ¿Qué emergencia hay en Les Marauds? ¿Un tipo que pega a su mujer? ¡Llamad a Vianne! ¿Un gato que se ha subido a un árbol? ¡Llamad a Vianne!

Inès, Du’a y las demás ya se dirigían hacia el puente.

—Lo siento —dije—. Tengo que irme.

—¿Y perderme el espectáculo? —Paul-Marie empezó a mover su silla de ruedas furiosamente por la plaza. El trayecto era duro, pero no imposible; sus enormes brazos bombeaban como pistones—. Ah, no… Yo también voy. Quiero saber de qué se trata. —Se puso a seguirme por la calle, diciendo a voz en grito—: ¡Vengan todos! ¡Vean a Vianne caminando sobre las aguas!

Se movía con sorprendente rapidez sobre los adoquines. Detrás de él, se abrían puertas y postigos. Nuestro pequeño grupo, bastante extraño como para llamar la atención incluso en circunstancias normales, atrajo muy pronto a los curiosos: Poitou salió de la panadería, Charles Lévy dejó de escardar el jardín y los clientes de la terrasse del Café des Marauds giraron el cuello para ver qué ocurría, se olvidaron de lo que estaban tomando y se acercaron corriendo.

Vi a Guillaume, que llevaba a Patch; a Joséphine, con expresión preocupada, y a Caro Clairmont, con una manopla en una mano. Cuando llegamos al bulevar, ya nos seguía una docena de personas y seguían llegando más de Les Marauds: Fátima al-Djerba y Mehdi, su marido, y su hija Yasmina y su yerno, Ismail. También había algunos rostros menos amistosos: los chicos de los Acheron y su séquito, Jean Lucas y Marie-Ange, y unos cuantos hombres que salieron de la mezquita y que parecían tensos y desconfiados. Louis Acheron empujaba la silla de ruedas de Paul-Marie, mientras este gritaba como un loco:

—¡Igual que el flautista de Hamelín!

Joséphine acudió a buscarme.

—¿Qué está pasando?

Se lo conté, pero con el ruido de la multitud reuniéndose frente al gimnasio era difícil decir si me había entendido.

—¿Me estás diciendo que Reynaud está ahí dentro?

Asentí con la cabeza.

—Tenemos que hablar con Saïd. Tenemos que explicarle lo que está ocurriendo antes de que esto se convierta en una revuelta…

La multitud, cada vez más numerosa, se estaba apiñando en un extremo del callejón. El gimnasio estaba abierto y unos cuantos clientes, todos chicos jóvenes, con camisetas y pantalones cortos, estaban de pie junto a la entrada. Karim no se encontraba entre ellos. El calor era casi insoportable; el sol de mediodía era como un pico clavado en medio de mi cabeza. La multitud también estaba pasando mucho calor; olía como a metal y a enebro. Bajo la marquesina del gimnasio había un triángulo de sombra tan oscura que apenas podía ver la cara de los chicos. Ellos estaban en penumbra y yo al sol. Nos observamos como los pistoleros desde los dos extremos de una calle.

Empecé a caminar en dirección al grupo, seguida de Joséphine. Zahra y las demás, sin embargo, se quedaron donde estaban. A pesar de las circunstancias, que una mujer entrara en un gimnasio era algo inimaginable; incluso Inès pareció dudar cuando me encaminé hacia la puerta.

Uno de los clientes me cerró el paso. No sabía su nombre, pero lo reconocí: era uno de los hombres que estaba con Karim el día que nos conocimos.

—Tengo que hablar con Saïd —dije.

El hombre negó con la cabeza.

—Saïd no está.

Detrás de mí, el séquito que me acompañaba era cada vez más ruidoso. A vecinos curiosos como Narcisse y Guillaume se les había unido un grupo más numeroso que, estaba claro, buscaba camorra. Conté a tres hijos de los Acheron: uno de ellos había tirado unas macetas del alféizar de una ventana y otro estaba intentando volcar uno de los enormes cubos de basura que había en el callejón situado detrás del café. Caro Clairmont gritó pidiendo orden, lo que no hizo sino aumentar el ruido, y Marie-Ange Lucas grababa descaradamente la escena con su teléfono móvil.

También había gente del río; los reconocí por su ropa, por su pelo y porque mantenían las distancias con la multitud. Roux estaba entre ellos, con su inconfundible pelo rojo al sol. No vi a Anouk ni a Rosette. Y Du’a también había desaparecido. Esperaba que Omi y Fátima la mantuvieran a salvo.

—¡La gente del río! —gritó Paul-Marie Muscat—. ¡Confío en que sean parte de esto!

Eso provocó un arrebato en la multitud cuando más gente se volvió para mirar, empujando a los que trataban de moverse hacia delante. Zahra, que estaba junto a mí, protestó cuando alguien le arrebató el hiyab. En el callejón se oyó un estruendo: finalmente habían volcado los cubos de basura.

Miré al hombre que me cerraba el paso.

—Por favor, déjame entrar.

Negó con la cabeza.

—Esto es una propiedad privada.

—¿Está Karim Bencharki ahí dentro?

Una vez más, negó con la cabeza.

—¿Sabes dónde está?

Se encogió de hombros.

—Puede que esté en la mezquita. ¿Quién sabe? Y ahora váyase de aquí o llamaré a la policía.

Mientras tanto, Paul-Marie estaba disfrutando de lo lindo. Su voz ronca se elevó entre la multitud, gritando:

—¿No te lo dije? ¿Lo ves? Esto tenía que pasar algún día. Los dejas entrar, y lo siguiente es la anarquía. Vive la France!

El coro subió de tono. Otro coro rival, este en árabe, se alzó desde la otra esquina. Alguien tiró una piedra.

Vive la France!

Allahu Akhbar!

Puede que lo más aterrador de todo sea la rapidez con la que ocurren estas cosas, la resonancia mórfica del odio, que nos arrastra en su vorágine. Más tarde escuché las historias, los confusos y avergonzados relatos de golpes e insultos lanzados; de cristales rotos; de contenedores volcados y de pillajes y daños a la propiedad. Igual que una bandada de gaviotas sobre una carcasa, picoteando bocados de verdad, los chismosos hicieron su trabajo. Reynaud había sido asesinado por unos magrebíes. Reynaud se había vuelto loco y había matado a alguien. Reynaud había matado a un magrebí, aunque fue en defensa propia. Unos magrebíes habían secuestrado a una chica francesa y la retenían en el gimnasio. La gente del río estaba compinchada con los traficantes magrebíes. Reynaud había intentado volar la mezquita y lo retenían hasta que llegara la policía. En ambos bandos, los rumores eran cada vez más absurdos. Los eslóganes se propagaban como un anuncio publicitario.

Allahu Akhbar!

Vive la France!

En Lansquenet no hay policía. Nunca ha hecho falta. Raramente hay problemas, y cuando surgen, es el párroco quien intenta resolver el conflicto. Pero aunque hubiera estado allí, dudo mucho que el père Henri hubiese intervenido. Puede que Francis Reynaud sí hubiera sabido cómo actuar. Reynaud, quien, desafiando la ley de lo políticamente correcto, da coscorrones, agarra cuellos y reparte insultos y avemarías por igual. Pero Reynaud no estaba, y el père Henri daba un sermón en Pont-le-Saôul.

Tiraron otra piedra y esta vez alcanzó a un hombre que estaba frente a mí. Se tambaleó hacia atrás, llevándose una mano a la cabeza. La sangre corría entre sus dedos.

—¡Malditos magrebíes! ¡Volved a vuestro país!

—¡Cerdos franceses! ¡Hijos de puta!

Traté de avanzar hasta el gimnasio, pero había demasiada gente que se interponía en mi camino. El hombre al que había alcanzado la piedra parecía mareado; la sangre se deslizaba por un lado de su rostro, pero sus amigos ya habían acudido en su ayuda. Lanzaron otra piedra, que rompió el cristal de una de las ventanas del gimnasio.

Alguien se abría paso entre la multitud. Reconocí la voz de Roux junto a mí.

—¿Qué ocurre?

—¿Dónde están las niñas? —dije.

—Las dejé en el barco. Están bien. ¿Qué pasa con Reynaud?

Detrás de nosotros, en el bulevar, se elevó un sonido por encima del creciente tumulto. Era un sonido fuerte y agudo, como un aullido, fantasmal y penetrante. Ya lo había oído antes, en Tánger, en funerales y manifestaciones. Pero oírlo en Lansquenet…

—Está en el sótano del gimnasio —dije—. Tenemos que sacarlo de allí.

—¿En serio? —respondió Roux—. ¿Desde cuándo se ha convertido él en tu responsabilidad?

—Por favor —dije, alzando la voz por encima de la multitud—. Ayúdame. No puedo hacerlo sola. Luego te lo cuento todo…

Y entonces, del interior del gimnasio, salió una figura que me resultaba familiar. Llevaba barba, iba vestida de blanco y estaba muy seria. Saïd Mahjoubi nos miró con una expresión de pétreo desprecio.

—Esto es un atropello. ¿Qué queréis?

Inès, que estaba a mi lado, intentó explicárselo en árabe. Solo entendí el nombre de Karim. Inès dio un paso al frente, pero Saïd la apartó.

—Lárgate de aquí, puta.

Inès le propinó una sonora bofetada. Vi que Roux estaba a punto de reaccionar, pero lo detuve posando una mano en su brazo.

Saïd se quedó mirando fijamente a Inès, el asombro rayano en la ira. En su rostro se apreciaban claramente las marcas de los dedos de Inès. Dio un amenazador paso hacia delante. Roux se movió para interceptarlo. Por un instante, sus ojos se encontraron. Luego, Saïd bajó la mirada.

—Esta mujer es veneno —le dijo a Roux—. Vosotros no sabéis nada de ella. Pero yo sé quién es y por qué esconde su cara. No lo hace por devoción, sino por vergüenza…

Y, dicho esto, dio un paso al frente y tiró del velo de Inès, dejando al descubierto las cicatrices que yo había visto hacía tan solo unos minutos en la chocolaterie

Durante unos segundos no pasó nada. Una multitud posee cierta energía, un impulso, como el de una bandada de pájaros volando en círculo, y necesita su tiempo para cambiar de dirección. Inès se quedó inmóvil, mirando a Saïd, y no hizo nada por ocultar su rostro o por volver a ponerse el velo. Saïd y sus amigos quedaron sometidos al impacto de la «carita sonriente».

—¿Vergüenza? —dijo Inès—. ¿Es eso lo que ves? Mi hijo te ha convertido en un idiota. Sí, mi hijo. En un idiota o algo peor. Te ha colocado una venda en los ojos. Te ha hecho renunciar a tu hija. ¿Por qué crees que se fue? ¿Por qué crees que intentó suicidarse? ¿Por qué crees que pidió ayuda a unos desconocidos…, sí, incluso a un sacerdote kuffar, en vez de a su propia familia?

Saïd frunció el ceño.

—No lo entiendo.

—Creo que sí lo entiendes. Has mencionado la vergüenza. Vergüenza es que un hombre piense que, cuando desea a una mujer, ella es la única responsable. Solo un idiota cree que puede engañarse a Alá con una excusa tan miserable. Puede que tu padre sea un viejo testarudo, pero es diez mil veces mejor que tú.

Entonces, Inès se dio la vuelta y se dirigió a la gente del callejón. Los que estaban más cerca de ella dieron un paso atrás y el resto tardó un par de segundos en hacerlo; se escucharon murmullos entre la multitud, hasta que por fin se hizo el silencio.

—Miradme todos —dijo Inès—. Mirad atentamente mi rostro. Este es el rostro de la crueldad, del fanatismo y de la injusticia. Es el rostro de la hipocresía, de la culpa y de la intolerancia. Esas cosas no son una cuestión de religión, raza o color. Un crimen cometido en nombre de Alá no deja de ser un crimen. ¿Os creéis mejores que Dios? ¿Creéis que podéis engañarlo con vuestra cháchara sobre justicia?

La voz de la mujer de negro era fuerte y sus ojos tan duros como la mica. No hizo ningún intento por cubrirse, sino que se enfrentó a la multitud con orgullo. Uno tras otro, todos bajaron la mirada. Incluso Paul-Marie Muscat se quedó sin habla, y su cara roja palideció. Marie-Ange Lucas, que había estado grabando la escena con su teléfono móvil, se quedó quieta. Roux también permaneció inmóvil, mirando fijamente a Inès con una expresión cada vez más comprensiva en sus ojos.

Una vez más, Inès se volvió hacia Saïd.

—Y ahora, llévame con mi hijo —dijo.