CAPÍTULO 7

Sábado, 28 de agosto, 10:25 h

Por un momento, la estancia se quedó en silencio. Luego vino una andanada de preguntas, exclamaciones y réplicas. ¿Su madre? Era absurdo. Y, aun cuando fuera cierto, ¿por qué querría ocultarlo Inès? ¿Por qué despertar las sospechas cuando podría haber sido aceptada y respetada…?

Cuando por fin cesaron las preguntas, Inès dio comienzo a su relato. Su francés tiene un marcado acento pero al mismo tiempo es inusualmente formal; el francés entrecortado y dolorosamente preciso de alguien que ha aprendido el idioma con libros que llevan décadas en desuso. Sus hermosos ojos carecían de expresión y su voz sonaba tan seca como las hoja muertas.

—Cuando nació Karim yo tenía dieciséis años —dijo—. Mi familia era pobre. Vivíamos en una granja, en el campo: mis padres, tres hermanos, tres hermanas y yo. Cuando tenía diez años, mis padres me mandaron a la ciudad para trabajar como sirvienta. Acabé en Agadir, con una familia muy rica. Tenían tres hijos: dos niñas pequeñas y un chico mayor. Al principio pensé que había tenido suerte. Fui a la escuela y aprendí a leer. Estudié matemáticas, historia y francés. Aprendí a cocinar y a limpiar la casa. —Por primera vez, pensé que le temblaba la voz. Luego prosiguió—: Tenía quince años. El hijo, Mohammed, tenía dieciocho. Una noche, mientras dormía, entró en mi habitación. Me dijo que si se lo contaba a alguien, me despedirían. Me violó. Se lo dije a su madre, y ella me echó. Se lo conté a la policía, pero no me hicieron caso.

Incluso a los quince años, me dije, Inès debía de ser una mujer fuerte y obstinada. Considerada culpable por la policía (lo primero que le habían preguntado sobre el ataque era si iba vestida adecuadamente) y despedida por sus señores, había intentado encontrar trabajo en otra casa. Sin embargo, nadie quería contratarla sin referencias. Dormía en la calle y pedía para comer. Fue detenida en dos ocasiones. La segunda, la policía le hizo una exploración y descubrieron que estaba embarazada.

—La policía llamó a mi padre —continuó Inès—. Vino a Agadir en autobús…, seis horas de viaje. Pero cuando escuchó mi historia, se dio la vuelta y regresó a casa solo. Mi familia me lloró como si hubiera muerto. Las cartas me eran devueltas sin abrir. Mi madre me mandó algo de dinero (no mucho, pero era todo lo que tenía) y me dijo que no quería volver a verme. Seis meses después nació Karim, en el Hospital General de Agadir. —Una vez más, parecía temblarle la voz, pero por un momento su tono plano adquirió algo de ternura—. Era tan perfecto, tan guapo… Pensé que si mis padres lo vieran, entonces…

—Pensaste que se enamorarían de él —dije.

Asintió con la cabeza.

—Pero estaba en un error. Lo supe en cuanto llegué. Había deshonrado a la familia y arruinado las oportunidades de mis hermanas. Me gasté todo el dinero que me quedaba para volver a casa, pero no tenía un hogar donde quedarme. Fui a casa de mi hermano mayor… Siempre fui su hermana predilecta. Se había casado hacía dieciocho meses con Hariba, una prima nuestra. No se alegraron de verme, pero aun así me dejaron quedarme con ellos. Y entonces, un día que mi cuñada salió, fueron.

Guardó silencio durante un rato muy largo hasta que Omi intervino, impaciente.

—¿Quiénes fueron?

—Un comité de locos: mi tío, mi padre, mis hermanos. Me dijeron que estaría mejor muerta que viviendo en la deshonra. Que era una puta, que había abandonado el hayaa. Que solo la sangre podía limpiar la vergüenza en que había sumido a la familia. Que si hubiera llevado el hiyab y me hubiese comportado con respeto y recato, aquello nunca habría ocurrido. Y entonces…

En aquel momento, Inès se desató el pañuelo, apartó el velo y vimos… Por primera vez, la vi: la Reina Escorpión, la mujer de negro, el fantasma que había perseguido durante tanto tiempo que casi había llegado a dudar que fuese real…

Omi lanzó un graznido de asombro. Sonia se llevó una mano a los labios.

Inés continuaba impasible. Zahra también, lo cual me hizo pensar que no era la primera vez que la veía sin velo, aunque sus colores estaban llenos de angustia.

En cuanto a mí, tardé un momento en ser consciente de lo que estaba viendo. Pensaba que Inès era hermosa. Todo lo daba a entender, sus gestos, la gracia de su porte, el color y la forma de esos ojos verde esmeralda, de modo que por un segundo llegué a ver a la mujer que Inès podría haber sido. Quizá no tan joven como me había imaginado, pero en cualquier caso una mujer notable: el pelo lustroso, su elegante cuello, los increíbles pómulos, las cejas arqueadas, una belleza que incluso a los sesenta —o a los setenta y a los ochenta— aún seguiría allí, hasta la médula, como un diamante en el interior de una piedra…

Y entonces la vi de verdad. Como una ilusión óptica que tarda un momento en definirse: dos amantes en el rostro de un demonio, un perfil en una mariposa, y que hasta ahora era imposible ver.

—Lo llaman una «carita sonriente» —dijo Inès—. A veces se ven. En Tánger, en Marrakech…, incluso en París o en Marsella. Cogen un cuchillo y hacen un corte desde «aquí» hasta «aquí» y desde «allí» hasta «allí…». —Señaló la distancia con el índice y el pulgar entre los lóbulos de la oreja y la comisura de los labios—. Así pues, durante el resto de tu vida, recuerdas que debes respetar el hayaa. Por eso, todo aquel que te mira sabe que eres una puta.