CAPÍTULO 6

Sábado, 28 de agosto, 10:10 h

Nadie nos vio cuando nos fuimos, salvo Omi. Sin embargo, cuando doblamos hacia el bulevar y dejamos atrás el embarcadero, estaba segura de haber captado una mirada curiosa desde un pañuelo anudado sin apretar. Omi al-Djerba es demasiado mayor para llevar niqab; de hecho, a su edad, me confiesa con alegría, está claro que incluso el niqab es una precaución innecesaria. Bueno, puede que sea vieja, pero su mirada sigue siendo aguda y su curiosidad no tiene fin. Por eso no me sorprendió verla, unos minutos después, siguiéndonos a distancia por el bulevar, cuando pasamos por delante de su casa y seguimos en dirección al puente hacia Lansquenet.

Zahra había convencido a Sonia de que nos acompañara. Al principio parecía reticente ante la idea de ver a Inès, pero Zahra habló de nuevo con ella, en voz baja pero colérica. En la frase oí el nombre de Karim, y eso, al parecer, la persuadió. Ahora miraba hacia atrás.

—Omi nos está siguiendo —dijo.

—No dejemos que nos pille —repuso Zahra.

Las tres aceleramos la marcha. Omi disimulaba, contemplando el paisaje desde el puente, pero cuando llegamos a la Place Saint-Jérôme, había dejado de fingir, levantándose las faldas y corriendo todo lo que podía para darnos alcance.

Eran las diez y cuarto. La misa había terminado, pero en la plaza aún había mucha gente. Un grupo de hombres jugaban a pétanque en el trozo de suelo de pizarra roja que había detrás de la iglesia, y frente a la panadería de Poitou debía de haber al menos veinte personas haciendo cola. Algunas miraron con curiosidad a Zahra y a Sonia, ambas vestidas de negro. En Les Marauds, el niqab otorga algo parecido a la invisibilidad. Al otro lado del río, sin embargo, ocurre todo lo contrario. Una túnica negra llama la atención y un velo invita a la especulación. Joline Drou salía de la tienda de Poitou con una caja para tartas; el lazo era exactamente del mismo tono rosa que su exiguo traje de domingo y su sombrero sin ala. Nos dirigió una mirada de compasión y se alejó, envuelta en una nube de Chanel n.º 5.

Zahra se detuvo frente a la antigua chocolaterie. Los jugadores de pétanque nos observaban; era un grupito de hombres de mediana edad, Louis Acheron entre ellos.

—Apuesto a que es un bomboncito —dijo, examinando a Sonia con los ojos—. No me importaría ver qué hay debajo de eso.

No se preocupó en bajar la voz; en lo que a Louis se refería, todas las niqabis eran ciegas y sordas.

—Y yo apuesto a que el pene de ese hombre es muy pequeño —replicó Omi con ingenio, recordándome mucho a Armande.

—Vuelve a casa, Omi —dijo Zahra—. Esto no tiene nada que ver contigo.

Omi soltó una carcajada.

—Con que no tiene nada que ver conmigo, heh? Como si no supiera que teníais a mi pequeña Du’a escondida ahí.

—¿Cómo lo supiste? —le preguntó Zahra.

Omi sonrió.

—Me lo dijo el gato.

Zahra negó con la cabeza, irritada. Ya habíamos llamado demasiado la atención como para tener una discusión delante de la tienda.

—Muy bien, puedes entrar —dijo—. Pero no se lo cuentes a nadie.

Zahra llamó a la puerta. Du’a fue a abrir. Por un instante no la reconocí. Solo la había visto vestida de negro, igual que su madre, y con el pelo cubierto por un hiyab, firmemente anudado en torno a su rostro. Sin embargo, ahora llevaba un kameez rosa sobre unos vaqueros y zapatillas deportivas, y el pelo recogido en una larga trenza. Pensaba que tendría unos diez u once años, pero al verla bien, supuse que sería algo mayor, puede que tuviera trece o catorce.

La seguimos hasta el interior de la chocolaterie. Con las paredes recién pintadas, tenía casi el mismo aspecto que cuando Anouk y yo la inauguramos. En el suelo de piedra no había nada, salvo una alfombra pequeña, algunos cojines y una mesa baja. Todo olía a pintura y a incienso.

—¡Mi melocotoncito! De modo que has viajado río abajo, ¿eh?

Du’a asintió con la cabeza.

—Nos encontramos con el padre de Rosette. Nos ayudó a arreglar el motor. —Me dedicó una tímida sonrisa—. Es genial. Pilou no para de hablar de él.

—¿Está tu madre aquí? —le pregunté.

Estaba. Llevaba unos vaqueros y un kameez rojo, pero, a diferencia de Du’a, no se había quitado el velo. Incluso dentro de casa, Inès Bencharki se cubría el rostro, el pelo oculto tras un pañuelo negro. Allí dentro parecía ligeramente indecente, perversa e inequívocamente hostil. Una vez más, llevaba sus hermosos ojos perfilados con una tira de tela de color; su mirada, carente de expresión, resultaba casi indiferente.

—Me alegra saber que se encuentra bien —le dije—. La gente empezaba a estar preocupada.

Se encogió de hombros.

—Lo dudo mucho. No soy la persona más popular del pueblo. —Se volvió hacia Zahra, quien, al igual que Sonia, se había quitado el velo en cuanto cruzamos el umbral de la puerta—. Te dije que vinieras con Vianne Rocher. ¿Por qué has traído un comité de locos?

Omi se echó a reír.

—Siempre tan hospitalaria, como de costumbre. ¿Por qué os escondéis cuando sabes que tu hermano os está buscando?

—¿Está él aquí?

Su voz era seca.

—Sí, y si te importase alguien además de ti misma…

—Basta, Omi —dijo Zahra—. No tienes ni idea de lo que está pasando. —Se volvió hacia Inès—. He hablado con el cura. Tienes que contarles tu historia.

—¿Te refieres a Reynaud? —dije—. ¿Está aquí?

Sonia miraba a Inès con una expresión de intensa curiosidad. Era la primera vez que la veía sin el velo y me sorprendió lo mucho que se parecía a Alyssa. Ambas tienen los mismos rasgos pequeños y delicados, los mismos ojos grandes y expresivos y el mismo pendiente de oro en la nariz. Alyssa tenía unos colores vivos y brillantes, mientras que Sonia estaba pálida y demacrada, con ojeras y un rictus de tristeza en la boca.

—¿Por qué te fuiste? —dijo—. Si pensabas volver así, ¿por qué no te fuiste para siempre?

Inès se encogió de hombros.

—Tú no lo entiendes.

—¿Y por qué iba a hacerlo? —repuso Sonia—. Karim y yo estábamos bien antes de que llegaras tú y lo estropearas todo. Si nos hubieras dejado en paz, quizá habríamos tenido una oportunidad…

Inès soltó una estridente carcajada.

—¿Es eso lo que crees? ¿Que habríais tenido una oportunidad?

Sonia negó con la cabeza lentamente.

—Creo que eres mala —dijo—. Nunca lo dejarás en paz. Le has hecho alguna especie de hechizo, para que no sea de nadie más. Finges ser muy recatada y muy pura, pero todo el mundo sabe cómo eres de verdad. Y si piensas que aún queda alguien que sigue creyendo que eres su hermana…

Se interrumpió. Se había quedado sin aliento; estaba temblando y más pálida que nunca. Inès señaló los cojines del suelo.

—Siéntate —dijo, con voz seca—. Este drama no puede ser bueno para el bebé.

Sonia obedeció sin decir nada. Tenía la mirada ardiente, pero no había lágrimas en sus ojos. En aquel momento parecía tan joven, más que Alyssa, incluso, que me costaba creer que estuviera embarazada.

Entonces, Inès se volvió hacia el resto de nosotros. Su voz era dura y quebradiza. Analicé sus colores: tras el velo no había señales de nervios ni de angustia. En realidad, parecía casi despectiva, serena cuanto solo puede serlo una mujer al saber que ha perdido toda esperanza de redención.

—Así pues, todo el mundo piensa que les he mentido. Que no soy quien dije ser. Que soy la puta de Karim y que Du’a es su hija.

Nadie dijo nada. Inès continuó:

—Bueno, hay algo de eso que es verdad a medias. Pero tened por seguro que no soy la puta de nadie.

—¡Lo sabía! —exclamó Omi—. Eres su mujer, ¿no es así?

Inès negó con la cabeza.

—No, no soy su mujer.

—No te creo —dijo Sonia—. ¿Por qué otra razón iría a verte por la noche cuando piensa que yo estoy durmiendo? ¿Por qué no es capaz de pensar en nadie más? ¿Por qué se ha comportado como un loco desde que te fuiste?

Inès lanzó un profundo suspiro.

—Pensé que podría ahorrarme todo esto. Pensé que lo que hay entre Karim y yo podría enterrarse definitivamente y olvidarse para siempre. En una ocasión traté de prevenirte contra él, del mismo modo que hice con tu hermana, pero la guerra entre Karim y yo se ha cobrado demasiadas víctimas. Y ya no puedo seguir callando. Siento si esto causa dolor, porque nunca fue mi intención.

Sonia parecía desconcertada.

—No te entiendo.

—No, supongo que no. —Inès se sentó a su lado—. Poneos cómodas —dijo—. Puede que esto nos lleve un poquito de tiempo.

Nos sentamos en los cojines. Omi se metió la mano en el bolsillo y sacó un mostachón.

—Si tengo que escuchar esto, necesito comer algo.

Inès enarcó las cejas.

—El viejo Mahjoubi diría que estás cabalgando el asno del diablo.

—El asno del diablo o el cordero de Shaitan. Soy vieja. ¡Cuéntanos la historia!

Por encima del velo, sus ojos se entrecerraron, divertidos.

—Muy bien. Dejadme que os diga quién soy. Pero primero os diré quién no soy. No soy la hermana de Karim. Y tampoco soy su puta… ni su esposa. Alhumdullila, soy su madre.