CAPÍTULO 5

Sábado, 28 de agosto, 10:00 h

Las diez en punto. La misa ha terminado. Incluso aquí, en el vientre de la ballena, el père Henri sigue burlándose de mí. Evidentemente, reconocería mis campanas en cualquier sitio. Sus voces son inconfundibles. Y dentro de un minuto allí estará él, sentado en mi confesionario, escuchando secretos, imponiendo avemarías, usurpando mi puesto una vez más…

Oí un golpe en la reja. Era Maya otra vez. Maya y Rosette, en realidad: cuatro piececitos, dos adornados con princesas de Disney y los otros dos de color amarillo limón. Y un gato de aspecto fatigado que Maya agarraba con firmeza y que dejaba escapar una serie de lastimeros maullidos.

—Así pues, has encontrado el gato.

Me dedicó una radiante sonrisa de felicidad.

—Anoche. Lo llevé a casa de yiddo.

—Estupendo. —De hecho, père, no estaba precisamente animado. La cabeza me daba vueltas y tenía la garganta tan seca que apenas podía hacerme oír—. ¿Y ahora qué va a ser? ¿Un poni? ¿Una entrevista con el papa? ¿Un sombrero cantarín?

—Eso es una tontería. Los sombreros no cantan.

Intenté controlarme. Debía de estar mareado por la fiebre. Las ganas de reír eran casi irresistibles… y aun así, mon père, no soy un hombre de carácter risueño. Pensé en las amenazas de Karim Bencharki y conseguí concentrarme un poco.

—Por favor, Maya. ¿Le has hablado de mí a Vianne?

—Ajá. Se lo he contado todo sobre ti.

—¿Y qué ha dicho?

—Ha dicho que era fantástico.

Insistí de nuevo.

—Escúchame, Maya. Yo no soy un yinni. Karim Bencharki me ha encerrado aquí.

Maya ladeó la cabeza.

—Si no eres un yinni —dijo—, ¿cómo podrás concederme los deseos?

—¡Maya! ¿Quieres escucharme?

—Mi tercer deseo…

Es inútil discutir con la implacable lógica infantil. Por primera vez en décadas, estuve a punto de echarme a llorar.

—Por favor, Maya. Estoy enfermo. Tengo frío. Me duele todo. Temo morir aquí…

De repente, la estrecha reja se había convertido en la del confesionario. Pero esta vez yo era el penitente y Maya el confesor. Era ridículo, y aun así no podía parar. Puede que fuera porque tenía fiebre o porque incluso una niña de cinco años era mejor que no tener ningún confesor.

—Soy sacerdote y tengo miedo de morir. Qué absurdo, ¿verdad? Pero nunca he creído en el Paraíso. No, de hecho, no. No en lo más profundo de mi corazón. En el Infierno sí creo. Sin embargo, el cielo parece una de esas cosas que se les dicen a los niños cuando les da miedo la oscuridad. La fe es cuestión de obediencia, de seguir las reglas, de mantener el orden. De otro modo, se impone la anarquía, es algo que sabe todo el mundo. Por eso la Iglesia tiene su jerarquía, una firme pirámide de cargos, en la que cada miembro tiene su puesto y conoce sus responsabilidades. La gente acepta lo que decidimos revelar. Y Dios, a Su vez, hace lo mismo. Orden. Control. Obediencia. Porque si dejáramos que la gente conociera la verdad, que incluso nosotros tenemos dudas, entonces todo lo que la Iglesia ha construido a lo largo de los últimos dos mil años no sería más que papel y polvo…

Me interrumpí para coger aliento. En realidad, père, estaba empezando a marearme. Tres días sin ningún contacto humano como Dios manda me hacían sentir muy raro. Extendí los dedos hacia la reja. Pensé que si Maya me veía tal vez me creyera. Con mucho esfuerzo, pude alcanzarla.

—Estoy aquí, Maya. Mírame.

Maya apretó el rostro contra la reja. Rosette se unió a ella; vi sus rizos rojos brillando a la luz del sol. Las dos me miraban; dos caritas serias, solemnes e implacables. Por un instante me imaginé que eran jueces, listos para dictar sentencia.

—Mi tercer deseo…

Lancé un aullido, pero mi garganta estaba tan seca y mi cabeza tan frágil que apenas fue un gemido. Maya prosiguió, ajena a todo:

—Mi tercer deseo es que Du’a vuelva a casa. El barco ha vuelto, pero Du’a y su memti no estaban. Por eso tienes que hacer que Du’a vuelva, igual que hiciste con Hazi. Y, después de eso, serás libre. Como en Aladdin, de Disney.

Me di por vencido. Era inútil. Hice todo lo que pude, pero aun así no fue suficiente.

—Lo siento —susurré.

Aún no sé muy bien por qué.

Maya retiró la cara de la reja. Por un momento, Rosette se quedó allí. Ya sabía que hablar con ella sería una pérdida de tiempo, pero aun así había una especie de inteligencia en sus curiosos ojos de pájaro.

—Dile a tu madre que estoy aquí —dije—. Por favor. Díselo a quien sea. Te lo suplico.

Rosette emitió un sonido que parecía un dulce cacareo. ¿Significaba eso que lo había entendido? Luego puso la mano en la reja. Lo interpreté como una absolución. Y en aquel preciso instante la pila de cajas que había bajo mis pies se desmoronó, me tambaleé en la oscuridad y me caí al agua helada.

Durante un instante estuve totalmente sumergido. Fui presa del pánico durante uno o dos segundos; luché por salir a la superficie, arrastré los pies, me quité el pelo mojado de los ojos y, muy despacio, me dirigí de nuevo hacia las escaleras.