CAPÍTULO 2

Viernes, 27 de agosto

Joséphine empezó a explicarlo todo.

—Salí a buscar el barco —dijo—. Pensé que lo encontraría, y puede que también a Reynaud… —Se encogió de hombros—. Pero no fue así. Sin embargo, encontré a Roux. Y esa mujer estaba con él.

Roux sonrió. Tiene una sonrisa muy cautivadora, fácil y al mismo tiempo curiosamente reticente, que se extiende hasta sus ojos. Esta vez, yo tenía algo que preguntarle. Subí al embarcadero y lo rodeé con los brazos. Olía a humo de hoguera y a algo no identificado, pero tan familiar como el ruido del viento. Quizá era el olor del hogar. Busqué sus labios con los míos. Nos besamos. Por un momento, la pregunta obtuvo su respuesta.

—¿Es que nunca conectas el teléfono? —dije.

Él sonrió.

—Perdí el cargador. Y luego, cuando recibí tus mensajes…

—Ya no importa. Ahora estás aquí. Pero ¿dónde está Inès?

Entonces, Roux inició su relato. Había llegado en tren hacía dos días y se había reunido con unos amigos en Agen. En el río, todo el mundo conoce a Roux; ha trabajado prácticamente en todos los barcos, desde el Garona al Haut-Tannes, y la gente confía en él de forma instintiva. Encontraron el barco negro río abajo, amarrado sin permiso cerca de Agen; Inès y Du’a aún seguían a bordo. Roux lo reconoció de inmediato; arregló el motor y lo llevó de vuelta al pueblo.

—¿Y qué pasa con Inès?

Roux se encogió de hombros.

—Dijo que aquí había tenido problemas. Nunca tuvo intención de llevarse el barco, pero cuando empezó a ir a la deriva río abajo, no supo cómo hacerlo llegar de nuevo hasta aquí.

—¿Ha sido ella quien te ha contado todo esto?

—¿Por qué no iba a hacerlo?

Es cierto, por supuesto; la gente habla con Roux. Tiene algo que invita a confiar en él. Los niños, los animales, la gente en apuros; igual que el flautista de Hamelín, gana seguidores allá donde vaya. Y aun así, Roux marca una distancia que nadie ha conseguido salvar jamás, una profunda y callada reticencia a hablar de cualquier cosa relacionada con el pasado, una negativa a explicarse a sí mismo, sean cuales sean las circunstancias. De ahí que no quiera hablar de Joséphine, y ni siquiera mencionar la existencia de Pilou, aunque debe saber que su silencio le hace parecer culpable.

Sin embargo, en el río, estas cosas están permitidas. Nadie hace demasiadas preguntas. Las amistades nacen prestando media lata de gasolina. En el río solo existe el presente; el pasado se deja atrás, en la orilla. Las más de las veces, los nombres son alias; nadie tiene documentos. Antecedentes penales, errores del pasado, familias rotas: nada de eso cuenta. La vida es ordenada y sencilla…

Volví a mirar a Joséphine. Me pareció que estaba ligeramente preocupada; sus colores eran trémulos y pálidos. Pensé que quizá era por ver de nuevo a Roux, que le provocaba un atisbo de inquietud. Pero era absurdo; lo más probable es que solo estuviera ansiosa por encontrar a Reynaud.

En cuanto a Roux…

Tras un par de días en el río, algo se ha vuelto a despertar en él. Es difícil decir de qué se trata exactamente; una especie de resplandor que había desaparecido hacía tanto tiempo que yo apenas era capaz de darme cuenta de que ya no estaba. Una barcaza en un amarre no es lo mismo que un barco de río. Hay que seguir unas normas, costear unos gastos, y, en París, la comunidad del río es de una índole muy distinta. Aquí, en el Tannes, Roux vuelve a ser libre. Y ese cambio resulta incluso más sorprendente porque Roux no es consciente de él.

—¿Y dónde están Inès y Du’a ahora?

—Las traje en mi coche hasta aquí —explicó Joséphine—. Roux me llamó. Supongo que habrán vuelto a casa.

—¿No sabes adónde?

Negó con la cabeza.

—No. ¿Es importante?

Anouk nos observaba con impaciencia.

—¡Mamá! ¡Jean-Loup me ha mandado un mensaje!

La abracé.

—Me alegro mucho. Estoy segura de que se pondrá bien.

—¡Y hay patatas!

—¿Patatas? —dije.

Roux señaló la hoguera.

—Encontré unas patatas que crecían junto al río. Prueba una, Vianne. Están deliciosas.

Cogí una patata con un palo puntiagudo. Bajo la piel chamuscada, estaba muy rica: harinosa, dulce y ligeramente rosada. Los demás también se sirvieron y nos las comimos sentados en el embarcadero, y entre Joséphine y yo le hablamos a Roux de Reynaud, Inès, Alyssa y de todo lo que había ocurrido desde que llegamos aquí…

Contar la historia llevó un buen rato. Cuando terminamos, Joséphine se fue para echar un vistazo a Pilou, dejándonos otra vez a solas. Rosette y Anouk ya estaban durmiendo en el camarote.

La luna empezaba a ocultarse, y el Tannes se llenó de mosquitos. Roux arrojó un puñado de virutas secas a los rescoldos del fuego; el aroma, intenso, me llegó de inmediato: hierba limón y lavanda, salvia, madera de manzano y pino, igual que las hogueras de mi niñez.

—Me contó lo de Pilou. Y que le mintió a Paul-Marie.

—Ah.

Su mirada era inescrutable.

—Lo siento.

—¿Qué sientes?

¿Qué podía decir? ¿Que sentía haber pensado que me había mentido? ¿Creer que había llevado una tortuosa doble vida, fingiendo ser un libro abierto todo el tiempo?

Me encogí de hombros.

—Ahora ya no importa. Te he echado de menos, Roux. Todas te hemos echado de menos.

Me cogió la mano.

—Entonces, ¿por qué no has vuelto a casa? —La pregunta estaba de nuevo en sus ojos—. Vianne, tú ya no vives aquí. Solo viniste a pasar unos días. Y, aun así, aquí estás, nuevamente en Lansquenet, haciendo lo mismo que hiciste la última vez, implicándote…

—¿Crees que no debería implicarme?

Se encogió de hombros.

—Fue Armande quien me trajo aquí. Me escribió por algún motivo. Decía que había alguien que necesitaba mi ayuda…

Volvió a encogerse de hombros.

—Siempre hay alguien.

—¿Qué quieres decir?

Me miró. Sus ojos eran verdes como dos ciruelas claudias.

—Quizá seas tú quien necesita a Lansquenet, y no al revés.

Está equivocado, por supuesto. Yo no necesito a Lansquenet, pero sus palabras habían despertado en mí alguna célula secreta de nostalgia y tristeza. «¿Por qué hago estas cosas?», me pregunté. ¿Por qué respondo a la llamada del viento? ¿Llegará un día en que pueda liberarme de esa inquietante necesidad?

No, no voy a llorar. Yo nunca lloro.

Nos sentamos en el embarcadero. Encontré esa parte de su hombro en la que mi cabeza encaja perfectamente, y nos quedamos allí en silencio durante un largo rato, escuchando a los grillos y a las ranas entre los juncos. Luego, sin decir nada, nos arrastramos hasta los árboles, buscando su refugio, e hicimos el amor a la luz de la luna, rodeados por la noche y el olor de la tierra mojada. Es extraño cómo nos acostumbramos a nuestras pequeñas y familiares rutinas; me sorprendió que no hubiéramos hecho el amor al aire libre desde que abandonamos este lugar.

Luego volvimos a la barca, donde Anouk y Rosette seguían durmiendo. Roux llevó unas mantas a cubierta y nos echamos, contemplando la Vía Láctea girando como la rueda de unos fuegos artificiales…

Tardé mucho en quedarme dormida. La noche era silenciosa. Incluso las ranas se habían callado, y el Tannes era de un blanco brillante y brumoso. Me levanté y me senté junto a la hoguera, contemplando el cielo, que se estaba aclarando. A Roux nunca le cuesta dormirse, igual que nunca sabe qué hora es, ni tampoco qué día de la semana. Si fuera una carta del Tarot, sería el Loco, que le silba al cielo, con los cordones de los zapatos sin hacer, ajeno a todos los obstáculos… El Loco, que siempre dice la verdad, a veces sin ni siquiera saberla.

Y aun así, está equivocado, ¿no? Nunca he necesitado a Lansquenet. En cierto sentido, le tengo cariño a este sitio, pero nunca he pertenecido realmente a él. ¿Cómo podría? Soy un espíritu libre. He viajado a lugares muy lejanos y he visto demasiadas cosas para que quepan en un espacio tan pequeño. Lansquenet-sous-Tannes. Es absurdo que un pueblo tan pequeño y estrecho de miras se haya agarrado con tanta fuerza a mi corazón. ¿Qué tendrá Lansquenet? Es un pueblo como otros tantos a orillas del río Tannes. Un pueblo bastante vulgar; mucho menos atractivo que Pont-le-Saôul y con mucha menos historia que Nérac. Sí, de acuerdo, tiene pasado; pero también lo tienen París, Nantes y cientos de ciudades, cientos de comunidades. Y no les debo nada a ninguna de ellas. ¿Sigo siendo todavía un espíritu libre? ¿O soy tan solo una planta rodadora que va allá donde la lleva el viento?

Al amanecer, volví a cubierta y traté de dormirme otra vez. Debí de conseguirlo, porque cuando me desperté el sol ya estaba alto y Roux se había ido. Las niñas se movían en el camarote, aunque seguían durmiendo. Y el viento había cambiado otra vez de dirección.