CAPÍTULO 1

Viernes, 27 de agosto

La gente del río, toda una invasión, amarrada junto al viejo embarcadero; barcas de madera estrechas de las que ya no se fabrican: algunas, pintadas con colores vivos, y otras de tono más apagado, como panzudas caravanas con sus pequeñas chimeneas de hojalata y techos corrugados. Al mediodía había ya una docena de ellas en la parte posterior de Les Marauds. Se podían ver desde la casa de Armande, que tiene vistas al río, y a medida que iba cayendo la tarde, sus luces empezaron a reflejarse en el Tannes y se escuchaba el ruido de gente cocinando, saludándose y de la pequeña comunidad flotante preparándose para acampar por la noche.

Anouk está convencida de que se trata de una señal. De qué, aún no lo sabe con certeza, pero para ella, el regreso de la gente del río significa un cambio en la dirección del viento.

Bueno, Anouk, puede que tengas razón. El viento ha parado. El cielo está despejado. En el Boulevard des Marauds, las familias se disponen a romper el ayuno en el decimoséptimo día del ramadán. Un río de estrellas en el cielo; las luces iluminando el bulevar; la constelación de barcas dispersas por un Tannes que está durmiendo.

Esta noche, por fin, nos quedamos solas. Alyssa ha vuelto con su familia y la casa ha recuperado su tamaño habitual. Sin embargo, Rosette, a quien le encantan las barcas, quería salir para volver a verlas. Y Anouk quería revisar sus mensajes, aunque, obviamente, aquí no hay cobertura.

Debo admitirlo: me alegro de que se hayan ido. Demasiada gente, demasiado que hacer, demasiada ansiedad. Media hora a solas, pensé, y volveré a recuperar la perspectiva. Me preparé una taza de chocolate caliente y me la llevé al jardín; después de tantos días lloviendo, el aire aún era fresco y el olor a tierra húmeda y a lavanda estaba empezando a despertar. A mis pies, las calles de Les Marauds. Y, encima de mí, las estrellas.

Cerré los ojos. Lentamente, los sonidos de la noche fueron apagándose: el cric de los grillos, las campanas de la iglesia, el tic-tic-tic de la vieja casa mientras se asentaba en la tierra mojada, como una vieja dama en su silla. Una melodía musical, puede que una flauta, sobrevolaba Les Marauds. Ocho años atrás, cuando llegó la gente del río, estaba preparando mi primera feria del chocolate. Anouk tenía seis años. Roux era un desconocido. Armande aún vivía. Ahora, al escuchar esa música, casi puedo creer que no ha cambiado nada. Casi puedo creer que yo no he cambiado.

«Todo vuelve —decía Armande—. Al final, el río lo devuelve todo». Mi querida Armande. Si pudieras… Si pudieras estar conmigo ahora… Cuántas cosas podría contarte… Cuántos secretos que conozco…

Todo el mundo confía en alguien. Buena parte del atractivo de la Iglesia católica reside en el confesionario y en la promesa de la absolución. Reynaud confesaba todos los días, sin excepción. Ahora que el père Henri ocupa su lugar, la confesión es un evento semanal, coincidiendo con las misas. Algunos ancianos echan de menos a Reynaud. Gente como Henriette Moisson y Charles Lévy, que, de lo contrario, rara vez hablan con otras personas. Para ellos, él es más que un simple sacerdote; es un amigo, un confidente. El viejo Mahjoubi significaba lo mismo para la gente de Les Marauds; y puede que, a mi manera, yo también fuera eso en los tiempos de la antigua chocolaterie. Pero ¿a quién nos dirigimos cuando queremos confesarnos? ¿Quién hay ahí que pueda escucharme?

El chocolate se ha enfriado. Lo eché en la maleza. La noche también era fría. Me levanté, dispuesta a meterme en casa. Y entonces vi algo en el árbol de Armande. Debimos de pasarlo por alto la semana pasada, cuando recogimos hasta el último fruto: un melocotón perfecto, maduro, milagrosamente inmaculado.

Lo cogí; su perfume era sutil, pero cobró vida con el calor de mis manos. Lo abrí y lo probé. A menudo, los melocotones de finales de verano no tienen sabor, pero ese aún estaba muy rico, era dulce, ligeramente almizclado después de la lluvia.

Armande tenía razón; es una lástima desperdiciar la fruta jugosa. Debería plantar el hueso junto a su tumba, me dije: eso le gustaría. Hay mucho espacio junto al muro del cementerio; en verano, los niños se subirían al árbol y robarían los melocotones. Eso también le gustaría. Lo sé. Me guardé el hueso en el bolsillo. Más allá de Les Marauds vi que seguían llegando barcas, con los faroles rojos colgados de los nudos, garabateando fuego en el agua. ¿Por qué tantas? ¿Y por qué hoy? ¿Puede que la de Inès se encontrara entre ellas?

Parece poco probable. Y aun así…

Conozco las comunidades nómadas. Si alguien puede dar con Inès, es la gente del río. Y en cuanto a Reynaud, esté donde esté, seguro que el hecho de que la gente del río invada Lansquenet-sous-Tannes bastará para que salga de su escondite. Quizá no sea el mismo Reynaud que intentó boicotear mi feria del chocolate hace ocho años, pero su desconfianza con respecto a los forasteros sigue intacta. En cuanto se entere de la noticia, volverá a casa. Al final, todo vuelve a su sitio.

Eché un vistazo a mi reloj. Eran más de las nueve. Hora de que Rosette se acostara. Sabía adónde habían ido ella y Anouk; al embarcadero, junto al Tannes, quizá en busca de viejos amigos. Decidí salir a buscarlas (desde casa son tan solo diez minutos andando) y me dirigí a Les Marauds, donde las luces del ramadán en el bulevar tenían su réplica en las del río.

Pasé frente a la casa de los al-Djerba. Los postigos estaban entreabiertos y al pasar vi que estaban cenando, todos hablaban y se reían, y al gato durmiendo en el alféizar de la ventana. Ese gato debía de tener como mínimo tres casas. «Si encierras a un gato, lo único que querrá es volver a salir. Y si lo dejas fuera, maullará para volver a entrar. La gente no ha cambiado tanto». Al menos, Maya había visto cumplido su deseo. Si todo fuera así de sencillo…

Pasé también por delante de la casa de los Mahjoubi, pero los postigos estaban cerrados. No había señales de vida. Espero que Alyssa y su familia hayan conseguido llegar a un acuerdo. Y ahora, al final del bulevar, la sombra del minarete proyectándose en el callejón donde está la entrada del gimnasio de Saïd… Y en el callejón, una mujer de negro, cargada con lo que parecía una caja de cartón. Me detuve en la penumbra. La mujer no me había visto. Se movió rápida y furtivamente, abrió la puerta del gimnasio y entró…

«¿Quién puede ser?», me pregunté. Todo el mundo estaba cenando. Y, de todos modos, ¿por qué una mujer musulmana entraría en un gimnasio que era solo para hombres?

Frente al gimnasio había un estrecho pasaje. Allí, escondida, esperé a que volviera a salir la mujer. En menos de cinco minutos estuvo de vuelta, aunque sin la caja. Iba tapada de pies a cabeza, pero aun así reconocí a Zahra al-Djerba. Me acerqué al callejón.

—¿Zahra?

Sus colores la traicionaban. Tras el velo, capté su alarma. Sin embargo, su voz sonó bastante tranquila cuando dijo:

—¡Ah, eres tú, Vianne! Fui a dejar algunas cosas del viejo Mahjoubi.

—¿Al gimnasio?

Se encogió de hombros.

—No quería molestar. Además…

—No querías ver a Karim.

Zahra se sobresaltó.

—¿Por qué dices eso?

Sonreí.

—Lo dijo tu abuela. Además, él es muy guapo, ¿verdad?

—Sí, es guapo —dijo—. Y peligroso. No te preocupes. Es poco probable que me haga perder la cabeza.

Me sorprendió su tono seco. Después de la confesión de Alyssa y de mi primer encuentro con él, me había formado una idea de Karim. Las mujeres y los hombres de todas las edades, desde Omi a Alyssa, creían que él le era infiel a su nueva esposa, aunque todos ellos parecían culpar a Inès y no al propio Karim…, y aun así Zahra parece casi divertida ante la idea de que también ella pueda sucumbir a sus encantos.

—Lo siento, tengo que irme —dijo—. Los otros podrían preguntarse dónde estoy.

La vi apresurarse hacia el Boulevard des Marauds. Creía lo que me había dicho sobre Karim, pero lo demás aún seguía desconcertándome. ¿Por qué había llevado las cosas del viejo Mahjoubi al gimnasio? ¿Y por qué desconfiaba de Karim, cuando el resto de la gente lo adoraba?

Me acerqué a la puerta del gimnasio. Como siempre, el rótulo de neón estaba encendido. Dentro, todo estaba en silencio. Empujé la puerta. Estaba abierta. En el interior olía a cloro y a agua cenagosa; estos edificios viejos se inundaban en seguida, y el Tannes ha crecido mucho. Salvo eso, no noté nada fuera de lo normal, nada salvo el perfil de las sombras en neón de las máquinas y los potros en la oscuridad.

—¿Hola? —grité.

Nadie respondió.

Cerré la puerta y me dirigí de nuevo al bulevar. A través del estrecho pasaje que conduce a la orilla del río vi luces y escuché música y voces. Los gitanos del río estaban celebrando una fiesta. Seguí andando por el bulevar hasta el embarcadero; a través de los árboles vi las hogueras y las sombras de la gente al moverse. Las hogueras tienen algo que siempre me ha atraído. Por eso, casi sin ser consciente de ello, me puse a caminar en dirección al muelle y a las luces. En la orilla del río había alguien asando patatas en un fuego encendido en un barril metálico. Vi dos sombras más, observando desde la cubierta de una barca, y una tercera que saltaba como un mono y gritaba:

¡Bam! Bam! Badda-bam!

Salí de entre los árboles.

—¡Mamá! —gritó Anouk—. ¡Hemos encontrado a Joséphine! ¡Y mira! ¡Mira a quién hemos encontrado también!

Joséphine se puso en pie en cuanto alcancé el embarcadero. Llevaba unos vaqueros y un jersey de pescador; los reflejos de la luz en el agua habían convertido su pelo en una aureola.

—Quería ir a buscarte —dijo—. Pero…

Pero yo no la estaba escuchando. Había centrado toda mi atención en la figura que había en la orilla del río; la luz de la hoguera cubría de oro su rostro, haciendo que su pelo de color pimentón pareciera un círculo de fuego…

—Hola, desconocida —dijo la figura.

«¿Quién más podía ser?», pensé.

Era Roux.