CAPÍTULO 11

Viernes, 27 de agosto

Otra noche sin respuestas. Las cartas de mi madre no son de ninguna ayuda. He preparado chocolate para las niñas y me he tomado el mío en el bol de Armande: era cremoso y estaba rico y muy dulce. Ojalá Armande estuviera aquí ahora. Casi puedo oír su voz. «Si el cielo es la mitad de bueno que esto, mañana mismo dejo de pecar». Mi querida Armande. Si pudiera verme ahora, tan preocupada por Francis Reynaud, se reiría de lo lindo.

«Puede cuidar de sí mismo —diría—. Deja que se vaya. Le hará bien». Y aun así, mi instinto me dice a gritos que Reynaud está metido en un lío. Pensé que debía salvar a Inès Bencharki, pero estaba equivocada. Era Reynaud. Era Reynaud desde un principio.

¿Qué decía la carta de Armande? «Lansquenet te necesitará de nuevo. Sin embargo, no puedo contar con que sea nuestro terco curé quien te diga cuándo».

No, porque los hombres como Reynaud nunca piden nada ni confían en nadie. ¿Intentó ayudar a Inès? ¿Le ha picado el escorpión?

El père Henri ha informado de su desaparición, pero la policía está demostrando ser ineficaz. No hay nada que indique que Monsieur le Curé ha sido víctima de un juego sucio; de hecho, ¿no fue el propio père Henri quien sugirió que se tomara un permiso para ausentarse? En cuanto al rumor de que Reynaud se fue del pueblo porque había nuevas pruebas referentes al incendio de la antigua chocolaterie, no parece haber nada que lo demuestre, para desesperación de Caro.

Pasé por la iglesia. Estaba vacía, aunque sí había un montón de sillas nuevas y un par de personas sentadas frente al confesionario a las que reconocí: Charles Lévy y Henriette Moisson. Me pregunté si ellos también estarían buscando a nuestro desaparecido curé.

—Seguro que no se ha ido —respondió Charles cuando se lo pregunté—. Él no nos abandonaría. ¿Adónde iría? ¿Quién cuidaría de su jardín?

Henriette Moisson estaba de acuerdo con él.

—De todos modos, tiene que confesar. Hace siglos que no confiesa. Y yo no pienso hablar con el otro…, ese perverti que se esconde en la iglesia. Es muy sospechoso.

—Es el père Henri Lemaître —dijo Charles.

—Lo sé —repuso Henriette.

Charles lanzó un suspiro.

—Está confundida. Será mejor que la lleve a casa. —Se volvió hacia Henriette y sonrió—. Vamos, madame Moisson. Vayamos a casa. Tati nos está esperando.

Joséphine tampoco sabe nada. Pasé por el café y encontré a Paul-Marie: estaba pálido y no se había afeitado; parecía mezquino y curiosamente victorioso al mismo tiempo.

—¡Eh, hurra! Ha llegado la caballería. ¿Has venido a salvar al mundo? ¿A sanar al enfermo? ¿A curar al cojo? Oh, espera… —Me dedicó una sombría sonrisa—. Supongo que tus poderes especiales no deben de funcionar, porque, por lo que veo, aún vivimos en un mundo de mierda.

—Nunca dije que tuviera poderes —respondí.

Se rio y soltó un gruñido.

—¿Me estás diciendo que hay cosas que no puedes hacer? Porque si hay que creer a esa zorra con la que me casé, prácticamente puedes caminar sobre las aguas. Y en cuanto a ese mocoso…

—Pilou.

—Bueno, según él, tú eres una mezcla de Mary Poppins y el Hada de Azúcar: chocolate mágico, mascotas invisibles, lo tienes todo, ¿no es así? ¿Qué vendrá después? ¿Una cura para el sida? Yo me conformaría con un par de piernas nuevas… Ah sí, y tal vez con una mamada…

—Pilou es un niño con una gran imaginación —dije—. Creo que él, Maya y Rosette podrían haber estado jugando a algo.

Paul-Marie hizo una mueca amarga.

—¿Es así como lo llamas? ¿Un niño con una gran imaginación? ¿Porque juega todo el día junto al río con un par de nenas? Puede que tú lo llames una gran imaginación. Yo estoy hablando de conseguirle amigos de verdad…, y con eso quiero decir niños, auténticos niños franceses, y no esa escoria de Les Marauds…

No mordí el anzuelo. Paul Muscat es de esos hombres a quienes les gusta provocar una reacción. En lugar de hacer eso, dije:

—¿Dónde está Joséphine?

Se encogió de hombros.

—Se fue en coche esta mañana. Creo que fue en busca de ese barco. Pues nada, buena suerte. Dicen que se lo han llevado los gitanos, o puede que hayan sido esos magrebíes. No entiendo por qué se molesta. ¿Y tú? Nunca lo utiliza…, es decir, no desde que se fue su pelirrojo.

Su pelirrojo. Quería decirle lo equivocado que estaba, pero no soy yo quien debe revelar el secreto de Joséphine. Por eso simplemente le dije:

—Dile que he venido.

Soltó otra risa burlona.

—Si crees que tengo tiempo para estar de brazos cruzados y entregar tus mensajitos…

—Dile que volveré mañana.

—Te estaré esperando.