CAPÍTULO 9

Jueves, 26 de agosto

El sol estaba bajo y no tardaría mucho en ponerse. Ya era hora de acompañar a Maya a su casa. Le había prometido que nos llevaríamos algunos pastelitos y que Alyssa podría visitar a su yiddo. Dimos las buenas noches a los demás. Alyssa se puso el hiyab otra vez. Mientras nos despedíamos, capté una mirada entre Anouk y Jeannot… Había algo que brillaba en sus colores, como una promesa de futuros secretos. Luego metimos unas cuantas trufas y los pastelitos de melocotón recién horneados en una caja y nos dirigimos a la casa de los al-Djerba.

Alyssa guardó silencio durante todo el trayecto. Anouk tampoco dijo nada mientras consultaba los mensajes de su móvil. Maya y Rosette iban por delante, jugando a algo muy ruidoso, con los nombres de Bam y Foxy como tema recurrente. Vi a Bam con bastante claridad, saltando intermitentemente por la calle adoquinada, aunque Foxy aún no había hecho acto de presencia. Con toda seguridad, Maya sí podía verlo. Me pregunté si Rosette también podía.

Llegamos a la casa de postigos verdes y llamamos a la puerta. Nos abrió la madre de Maya. Llevaba un hiyab amarillo sobre unos vaqueros y un kameez de seda. Al vernos, su hermoso rostro se iluminó. Maya chilló:

—¡Vianne ha traído pastelitos! ¡Los hemos preparado nosotras! ¡Yo la he ayudado!

Yasmina sonrió.

—Me alegro de que hayáis venido. Estaba preparando la cena. ¡Adelante! —Hizo un aparte con Alyssa para decirle algo. Ella asintió con la cabeza y subió al piso de arriba—. Por favor, pasad a tomar un té. Mi madre y mi hermana están dentro.

La seguimos hasta el salón, donde Fátima y Zahra estaban sentadas junto a Omi en el suelo, sobre unos cojines. Zahra llevaba una chilaba marrón y su acostumbrado hiyab. Fátima estaba cosiendo. Cuando entré, Omi levantó la vista con una expresión tan diferente a su habitual picardía concentrada que pensé que el viejo Mahjoubi había muerto.

—¿Ocurre algo? —pregunté.

Omi se encogió de hombros.

—Pensé que tal vez mi Du’a estaría contigo.

Negué con la cabeza.

—No, lo siento.

—Su madre se la ha llevado —explicó Fátima—. Karim está destrozado.

—¿De veras? —dije—. No tenía ni idea de que estuvieran tan unidos.

No mencioné la visita de Karim a la casa de Armande, pero Zahra debió de captar algo en mi tono de voz, porque me dirigió una mirada inquisitiva. Fátima no se dio cuenta.

—Karim adora a Du’a —dijo.

Omi emitió un ruidito desdeñoso.

—Debe de ser por eso por lo que nunca habla con ella y ni siquiera se molesta en mirarla si resulta que están en la misma habitación. —Miró a Fátima, desafiante—. Puede que os haya lavado el cerebro, pero esa mujer no es quien dice ser.

—Por favor, Omi —dijo Zahra—. ¿No te has hartado ya de tanto cotilleo?

Omi la ignoró.

—Sé lo que me digo. Puede que sea vieja, pero no estoy ciega. Y digo que esa mujer es la primera esposa de Karim y Du’a su hija.

Intervine de inmediato.

—He traído dulces —dije—. Pastelitos de mermelada de melocotón casera. Espero que los probéis cuando podáis comer.

—Yo probaré uno ahora —dijo Omi.

—Omi, por favor…

Le tendí la caja. Ella miró en su interior.

—O sea que esta es tu magia, Vianne —dijo—. Huele igual que los campos de flores de Jannat. —Le dedicó a Rosette su sonrisa de tortuga—. ¿Y tú has echado una mano para prepararlos, pequeña?

—Todos hemos echado una mano —dijo Anouk—. Preparo chocolate desde los cinco años.

Omi ensanchó su sonrisa.

—Bueno, si esto no consigue que el viejo baje…

—Lo hará —dijo Maya—. Le pedí a mi yinni que lo curara.

Omi pareció sorprendida.

—¿De veras? ¿Tu yinni, eh?

Maya asintió, muy seria.

—Me ha prometido tres deseos —añadió.

—Rosette tiene un amigo imaginario —dije—. Creo que Maya también quería uno.

—Ah, entiendo. ¿Y luego qué más? Déjame que lo piense. Puede que te convierta en princesa. O que me haga rejuvenecer y estar más delgada. O te dará una alfombra mágica hecha de pequeñas mariposas que te llevará volando por el mundo sin necesidad de pasaporte…

Maya le dirigió una mirada severa.

—Eso son tonterías, Omi —dijo.

Omi se echó a reír.

—Entonces es bueno tenerte a ti para mantener mi sensatez.

Pero, desafiando al pesimismo de Omi, Mohammed Mahjoubi apareció en la puerta en menos de diez minutos. Parecía haber encogido, pero se había vestido con una chilaba blanca y el gorro de oración. Lo acompañaba Alyssa, con la mirada tranquila, aliviada. Al verme, el anciano inclinó la cabeza.

Assalaamu alaikum, madame Rocher. Gracias por traerme de nuevo a Alyssa.

Le tendió la mano a Alyssa, que la cogió, y habló con ella en árabe y en voz baja. Luego se dirigió a todos los que estábamos en el salón con su marcado acento francés.

—Ayer hablé con mi nieta. Y me prometió que pensaría en lo que le dije. Y hoy, Alhumdullila, ha decidido volver a casa conmigo. La vida es demasiado corta y el tiempo demasiado valioso para perderlo en necias disputas. Mañana hablaré con mi hijo. A pesar de lo que ocurrió entre nosotros, aún sigo siendo su padre. —Mostró un amago de sonrisa—. Y tú, mi pequeña Maya, ¿qué has hecho hoy?

—Hemos preparado pastelitos. Pastelitos mágicos para que te pongas bien.

—Ya veo. Pastelitos mágicos. —Su sonrisa pareció iluminarse levemente—. Bueno, no se lo cuentes al tío Saïd. No creo que él lo aprobara.

—Espero que os unáis a nosotros para el iftar —nos dijo Fátima—. Hay comida más que suficiente para todos. Sentaos.

Así pues, nos sentamos sobre los cojines de vivos colores, los hombres a un lado y las mujeres al otro. Mehdi al-Djerba se unió a nosotros, con el marido de Yasmina, Ismail, que se parece mucho a su hermano Saïd, aunque no lleva barba y viste ropa occidental. Me encantó ver a Maya enseñándole a Rosette cómo debía comer —«Nosotros lo hacemos así, Rosette, y siéntate bien derecha en el cojín»—, mientras Bam seguía el ejemplo, sentado bien derecho, brillando en la oscuridad.

Empezamos con los dátiles, la forma tradicional de romper el ayuno durante el ramadán. Luego, harissa y sopa de pétalos de rosa, con crêpes mille trous, cuscús con azafrán y cordero asado con especias. De postre, almendras y albaricoques con rahat loukoum y arroz de coco. Luego, los pastelitos que yo había traído y trufas para todos.

Mohammed Mahjoubi comió poco, pero aceptó un pastelito que le ofreció Maya.

—Tienes que comer uno, yiddo. ¡Rosette y yo hemos ayudado a prepararlos!

El anciano sonrió.

—Por supuesto. ¿Cómo podría negarme? Sobre todo si son mágicos.

Omi no lo dudó. El hecho de no tener dientes no la preocupa; simplemente deja que el chocolate se derrita.

—Esto está más rico que los dátiles —dijo—. Dame otro.

Evidentemente, no es magia de verdad, pero la comida hecha con amor tiene propiedades especiales. Todo el mundo alabó las trufas y los pastelitos se terminaron en seguida.

Para entonces, Mohammed parecía cansado y anunció que se iba a acostar.

—Buenas noches —dijo—. Ha sido una jornada muy larga. Mañana será otro día.

Le dirigió a Alyssa una elocuente mirada.

—Pero si aún es temprano… —dijo Maya—. Y me prometiste que jugarías a las damas conmigo…

—Es casi medianoche —dijo Omi—. Y el efecto de los pastelitos mágicos no dura siempre. La gente mayor nos cansamos fácilmente.

—Tú no estás cansada —protestó Maya.

—Yo soy indestructible —repuso Omi.

Maya dedicó unos segundos a reflexionar.

—Necesitamos al gato —dijo, finalmente—. Hazi hará que yiddo vuelva a estar contento. Le preguntaré a mi yinni, a ver qué puede hacer.

Yasmina sonrió.

—Eso mismo —dijo.

Mientras Yasmina acostaba a Maya, Zahra se fue a preparar un té a la menta. Me reuní con ella en la cocina y dejé a los demás charlando. Mientras hacía el té se quitó el velo; me di cuenta de que tenía una expresión inquieta.

—Sigues preocupada por Inès.

Se encogió de hombros.

—Si lo estoy, no soy la única.

—¿Crees que puede haberle ocurrido algo?

Una vez más, se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Tal vez se hartó de que todo el mundo chismorreara sobre ella.

—¿Crees que es la primera esposa de Karim?

Negó con la cabeza.

—Sé que no lo es.

Parecía estar muy segura de ello.

—¿Crees que es su hermana? —le pregunté.

Me miró.

—Sé quién es, pero no soy yo quien debe decirlo.

El té era fuerte y aromático. Zahra lo prepara con menta fresca, dos generosos puñados, en una tetera labrada tan grande que hay que cogerla con las dos manos para levantarla. Del pitorro en forma de capullo de rosa salía humo, como un genio de dibujos animados.

Eso me hizo pensar en el yinni de Maya. ¿Vería Maya a su amigo animal igual que Anouk y Rosette ven a los suyos? Debo decir que me sorprende un poco que hasta ahora no lo haya ni siquiera entrevisto. La imaginación de los niños es muy poderosa, y yo siempre he sido muy sensible a ella. Sin embargo, entonces, en el humo, seguí el rastro de algo más, una forma que parecían plumas heladas en un cristal congelado. Me acerqué un poco más. El olor a menta nos envolvía a las dos.

—Zahra, por favor. Déjame ayudarte —dije.

Extendí, no las manos, sino mis pensamientos. Es un truco que a veces alumbra ideas, aunque en la mayoría de las ocasiones solo me proporciona sombras y reflejos.

«Una cesta de fresas rojas, un par de zapatillas de color amarillo, una pulsera de cuentas de azabache negro, el rostro de una mujer en un espejo». ¿De quién es el rostro? ¿Lo he visto antes? ¿O es el de la mujer de negro? Si lo es, es incluso más hermoso de lo que los cotilleos nos habrían hecho creer. Y es joven, absurdamente joven, con la inconsciente arrogancia de la juventud, la expresión de quien cree que nunca envejecerá, morirá o deberá renunciar a sus ilusiones. Anouk tiene esa expresión. En otros tiempos, yo también la tuve.

Traté de dar forma al vapor perfumado, de acariciarlo con los dedos. Su fragancia de finales de verano era limpia y dulcemente nostálgica. Volví a ver las cartas de mi madre, las vi en mi imaginación: la Reina de Copas, el Caballo de Copas, los Amantes y la Torre…

La Torre. Rota y alcanzada por un rayo, parece demasiado esbelta como para haber sido una fortaleza. Una aguja tan fina como un trozo de cristal, decorativa, sin ventanas. ¿Quién —o qué— es la Torre?

Evidentemente, aquí tenemos dos torres. Una es el campanario de Saint-Jérôme, un rectángulo encalado y de poca altura con una aguja corta y gruesa. Y la otra es el minarete, con su chimenea en desuso, coronada ahora por una media luna plateada. ¿Cuál es la Torre de la carta? ¿El campanario o el minarete? ¿Cuál ha sido alcanzada por un rayo? ¿Cuál seguirá en pie y cuál caerá?

Traté de leer el vapor por tercera vez. El aroma de menta era más intenso. Y, una vez más, vi a Francis Reynaud caminando junto a la orilla del río, sumido en sus pensamientos, con la mochila colgada a la espalda, los hombros inclinados para protegerse de la lluvia. A sus pies había algo: un escorpión, negro y venenoso. Lo recogió. Y yo pensé: si Inès es el escorpión, ¿es posible que Reynaud sea el búfalo? Y, si así es, ¿es demasiado tarde para que pueda salvarlos de morir ahogados?

Vi que Zahra me miraba con recelo.

—¿Qué estás haciendo?

—Intento comprender —dije—. Tu amiga ha desaparecido. Y mi amigo también. Si sabes algo que podría ser de ayuda…

—No —contestó Zahra—. Esto es una guerra. Siento que te veas metida en ella.

La miré.

—¿Qué clase de guerra?

Se encogió de hombros y volvió a ponerse el velo. Detrás de él, sus colores saltaban y bailaban.

—Una guerra que nunca podremos ganar; una guerra entre hombres y mujeres, entre jóvenes y viejos, entre el amor y el odio, entre Oriente y Occidente, entre la tolerancia y la tradición. Nadie la desea, pero ahí está. No es culpa de nadie. Ojalá que las cosas fueran diferentes. —Me tendió la tetera plateada—. Toma, cógela. Yo llevaré los vasos.

—Espera, Zahra. Si sabes algo…

Negó con la cabeza.

—Tengo que volver. Siento lo de tu amigo.