CAPÍTULO 7

Jueves, 26 de agosto

Llegamos a la antigua chocolaterie y, aparentemente, parecía abandonada. El suelo, las ventanas y parte del tejado estaban cubiertos con telas de plástico. En la puerta de madera, un cartel toscamente pintado rezaba: «PELIGRO. PROHIBIDA LA ENTRADA».

En el interior, sin embargo, había una actividad frenética. Al abrir la puerta nos encontramos a Luc Clairmont, Jeannot Drou, Anouk, Rosette, Pilou y, la presencia más sorprendente de todas, a Alyssa, acompañados de Vlad. Había una escalera de mano, algunos botes de pintura, esponjas, rodillos, pinceles y la caja de cartón con los cachorros. Entre todos habían pintado casi toda la cocina, el rellano y lo que en otros tiempos había sido la fachada de la tienda de un alegre color prímula, mientras que en otra pared pude ver un mural inacabado que empezaba a cobrar forma: era una maraña básicamente abstracta, con el perfil de un animal oculto en el diseño, muy parecido al del Café des Marauds. Estaba claro que tras la obra se encontraba la fuerza creativa de Pilou, aunque los demás habían trabajado también muy duro: tenían manchas de pintura por todas partes, y también Vlad, que parecía unirse al esfuerzo, si no con eficacia, sí con la misma energía.

Cuando entramos, todo el mundo se quedó paralizado, salvo Vlad, quien, al reconocer a alguien familiar, nos dedicó una andanada de ladridos.

Luc empezó a explicarse.

—Dije que haría algunos arreglos en la casa, lo justo para reparar los daños. Y me encontré con esto… —Señaló a Pilou y la caja con los cachorros—. Pensé que, ya que estaban aquí, podrían echar una mano. De modo que compré algunas cosas y… —Se interrumpió, con una tímida sonrisa—. Y así empezó todo…

—Ya lo veo —le dije, tratando de frenar el entusiasmo de Vlad.

Pilou admitió que Vlad había sido más un estorbo que una ayuda, aunque sostenía que un perro guardián era esencial para proteger el desarrollo del trabajo.

—Di, ¿qué te parece? —me preguntó Anouk. Estaba junto a Jeannot Drou. Ambos estaban cubiertos de pintura; unas manos amarillas decoraban la camiseta de Jeannot, y Anouk lucía en la cara una huella muy similar en una mejilla—. ¿Ha quedado bien, maman?

Por un momento me quedé sin habla. Volver a ver el sitio así…, resplandeciente, aunque no muy bien pintado; lleno de actividad, con todas las sombras y susurros exorcizados por sus risas…

«¡Espíritus malignos, fuera de aquí!». Le sonreí.

—¡Creo que sí!

Me pareció que se sentía aliviada.

—Lo sabía. Luc vino a buscarnos. Pensé que estaría bien que uniéramos fuerzas.

Miré a Alyssa con curiosidad. Llevaba un sombrero de paja para protegerse el pelo de la pintura y parecía haberse quitado de encima todas sus preocupaciones con tanta facilidad como el hiyab.

—Resulta que nadie se fija en mí si no llevo puesto el hiyab —dijo—. Pasé por delante de la panadería de Poitou y la gente ni siquiera me miró.

—Entramos por la escalera de incendios —explicó Pilou—. Nadie sabe que estamos aquí. Salvo vosotras dos y Sputnik

¿Sputnik? —dije.

—Mi gato —añadió Pilou.

—¿Tu qué? —dijo Joséphine.

Pilou mostró su sonrisa veraniega.

—Lo encontré aquí el otro día, tratando de llevarse la comida de los cachorros. Mordedor lo mordió.

—Ah, entiendo.

—¿Quieres echarme una mano, Vianne? Me vendría bien un poco de ayuda con el mural. Rosette no para de pintar monos por todas partes, y ni siquiera hemos empezado con los dormitorios…

—Hoy no —dije—. Estoy buscando a vuestra amiga Du’a y a su madre.

Les expliqué lo sucedido. Tal y como había esperado, nadie había visto a Inès ni a su hija desde la víspera. Pero ¿por qué se habría ido tan de repente y sin decírselo a nadie? ¿Y qué había de Monsieur le Curé? Nadie parecía saberlo.

Dejamos que siguieran pintando y nos dirigimos hacia la plaza. Rosette estaba con Maya. Las dos salieron de la tienda y se pusieron al sol, donde Poitou, sentado frente a la iglesia, se comía de mala gana una baguette con queso. Pareció sorprendido al vernos.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó—. ¿No sabéis que esa es la casa de la mujer del burqa?

—Precisamente la estamos buscando.

Poitou hizo una mueca.

—Pues mucha suerte. ¿No estaba en algún lugar de Les Marauds?

—Creo que puede haberse marchado —dije.

—Hace días que no la veo. —De pronto, se le ocurrió una idea—. Puede que se fuera con Monsieur le Curé. Él estuvo trabajando aquí la semana pasada; limpiando el desastre que había provocado.

Se rio a carcajadas de su comentario, aunque ni Joséphine ni yo lo imitamos. La posibilidad de que Reynaud tuviera algo que ver con la desaparición del barco de Inès Bencharki no era del todo inverosímil. Al fin y al cabo, habíamos hallado su rosario a menos de veinte pasos del lugar donde había estado amarrado. ¿Podría habérselo llevado Reynaud?

Joséphine no lo creía.

—Creo que se lo llevó esa mujer —dijo—. Quizá reparó el motor. O tal vez navegó río abajo, o se lo vendió a alguien. Sinceramente, si lo ha hecho, me da igual. Con tal de que se haya ido, merece la pena.

—Entonces Karim tenía razón. Ha desaparecido.

Me di la vuelta y vi algo desagradable: Caro, acercándose resueltamente por la placita, acompañada de Georges, su marido, con expresión avergonzada. Con ellos iba el père Henri, que me dedicó una llamativa sonrisa carente de sentido y dio unas palmaditas a Maya en la cabeza. Ella le dirigió una mirada sombría.

—A mi yinni no le caes bien —dijo.

El père Henri se quedó perplejo.

—Mi yinni vive en un agujero —dijo—. Y tiene ratas. Me ha concedido tres deseos.

El père Henri ensanchó su sonrisa de forma grotesca.

—¡Qué niña tan original! —dijo.

—Es una pena que se haya echado a perder —respondió Caroline, mirando significativamente a Rosette—. Con todo lo que ha ocurrido en Les Marauds recientemente, pensé que lo último que querría esa gente era que sus hijos estuvieran por ahí sin nadie que los vigile.

Rosette emitió uno de sus ruiditos…, un rítmico e insolente sonido. Al mismo tiempo, uno de los tacones de aguja de los zapatos de Caro se metió en una grieta que había entre dos adoquines. Aunque trató de liberarlo, se quedó atascado.

—¡Rosette! —dije.

Rosette me dirigió una mirada inocente y volvió a emitir el mismo sonido. El tacón de Carol se liberó tan bruscamente que el zapato salió volando por la plaza. El père Henri fue corriendo a recuperarlo.

Maya y Rosette intercambiaron sendas miradas y se rieron entre dientes.

—¿Has hablado con Karim? —le pregunté a Caro—. ¿Te ha contado que su hermana se ha ido de Les Marauds?

Ella asintió con la cabeza.

—Es un buen amigo nuestro. Un hombre muy agradable, progresista, educado, y totalmente apolítico, a diferencia del viejo Mahjoubi. Si todos fueran como él…

—No sabía que fuerais tan íntimos. ¿Y qué me dices de su hermana?

—Inès. Si quieres mi opinión, creo que Karim está mejor sin ella.

Era casi lo mismo que había dicho Joséphine.

—¿Por qué?

Caro hizo una mueca.

—Esa mujer es un lastre. Ha enemistado a todo el mundo. Karim ha hecho un gran esfuerzo para ayudar a entrar a la comunidad en el siglo XXI. Solo hay que ver cuánto apoyó a su hermana, que no tiene el más estable de los caracteres, y a esa pobre hija suya. Él fue el primero en comprender por qué el viejo Mahjoubi tenía que ser reemplazado; fue él quien convirtió el gimnasio en lo que es ahora. Antes de que llegara, ese lugar solo era un local de cemento con unas cuantas máquinas. Y ahora es un club social, un lugar de reunión, un sitio al que los jóvenes sanos pueden ir en vez de dedicarse a tomar alcohol. —Caro arqueó las cejas en dirección a Joséphine—. ¡Ojalá nuestros hijos tuvieran un lugar así!

—Ellos solían jugar aquí —dijo Joséphine—. Recuerdo que tu Luc jugaba al fútbol con Alyssa y Sonia.

Caro soltó un gruñido de desdén.

—Tú no entiendes su cultura —dijo—. No puedes pretender que los chicos se mezclen con las chicas. No están acostumbrados a eso, y puede conllevar toda clase de problemas. —Caro esbozó su dulce sonrisa de hielo—. Deberías tenerlo en cuenta.

—¿Por qué? —dijo Joséphine, con voz tranquila.

—Bueno, tu hijo parece ser muy amigo de la hija de Inès Bencharki. Y después de haber visto lo que ocurre cuando se mezclan chicos y chicas de dos culturas diferentes… —Se interrumpió bruscamente, con expresión molesta, y me pregunté si estaría pensando en Luc—. Lo que quiero decir es que tenemos que ser sensibles —concluyó, mirando fijamente a Georges, que no había pronunciado ni una sola palabra—. Hay gente que simplemente no es compatible con nuestra comunidad.

—¿Gente como Inès? —dije—. ¿O quizá como Alyssa Mahjoubi?

Caro se puso visiblemente tensa.

—Está claro que tú sabes más de eso que yo —dijo. Luego, volviéndose hacia el père Henri, agregó—: Vamos, mon père. Tenemos cosas que hacer.

Dicho lo cual, ella y su séquito se alejaron hacia la iglesia, donde, en ausencia de Reynaud, incluso los viejos bancos han desaparecido para dejar espacio a prácticas sillas de plástico, mientras se espera que lleguen pantallas de vídeo para anunciar la entrada de Saint-Jérôme en el siglo XXI.