CAPÍTULO 6

Jueves, 26 de agosto

Nuestra primera parada obligada en Les Marauds fue el único lugar donde pensé que, con toda seguridad, seríamos bien recibidas. Sin embargo, cuando llegamos a la casa de la familia al-Djerba vimos que los postigos de color verde oscuro estaban cerrados, y cuando Zahra abrió la puerta parecía incómoda bajo el niqab.

—Lo siento, mi madre ha salido —dijo.

Le expliqué que estábamos buscando a Reynaud y le pregunté si lo había visto. Zahra negó con la cabeza. Tras el velo, sus colores despedían destellos de turbulencia.

—¿Qué tal las trufas? —dije—. ¿Le gustó el coco a Omi?

—Omi también ha salido —dijo Zahra.

Me di cuenta de que seguía alterada. Debajo del velo, sus ojos se posaban en mí y en Joséphine alternativamente.

—¿Estás segura de que no habéis visto a Reynaud ni habéis oído algo?

Negó con la cabeza.

—Es amigo tuyo, ¿verdad?

—Sí —dije—. Supongo que sí.

—Es curioso que un hombre así sea amigo de alguien como tú.

Su voz sonó plana, carente de inflexión, pero bajo el velo, toda ella estaba en llamas; sus colores ardían y brillaban.

—No siempre fue así —contesté—. En realidad, se podría decir que éramos enemigos. Pero eso fue hace mucho tiempo. Desde entonces, los dos hemos cambiado. Y descubrí que el miedo que estaba dentro de mí era mío y no suyo, y que solo dejándolo ir podía ser completamente libre.

Meditó un instante lo que le había dicho.

—Tu gente… No os entiendo en absoluto. Siempre estáis hablando de libertad. En el lugar de donde yo vengo creemos que nadie puede ser realmente libre. Alá lo ve todo y lo controla todo.

—Reynaud piensa lo mismo —dije.

—¿Y tú no?

Negué con la cabeza.

—¿Y qué me dices de Shaitan?

Me encogí de hombros.

—Creo que hay un montón de cosas malas que la gente hace sin tener que involucrar al diablo en ellas. Y a mí me educaron en la idea de que debemos aprender a controlar nuestras vidas, a escribir nuestras propias normas y a aceptar las consecuencias.

Zahra dejó escapar un leve y ambivalente gruñido.

—Qué diferente de lo que nos han enseñado a nosotros… —dijo—. Pero, si no hay normas, entonces, ¿cómo sabes lo que debes hacer?

—No creo que todo el mundo sepa siempre lo que debe hacer —repuse—. A veces cometemos errores. Pero seguir unas normas sin pensar, hacer lo que nos dicen, como los niños… No creo que esa idea provenga de Dios. Proviene de quienes utilizan a Dios como excusa para hacer que el resto de la gente los obedezca. No creo que a Dios le importe cómo vestimos o qué comemos; no creo que a Él le importe a quién decidimos amar. Y tampoco creo en un Dios que quiera poner a prueba a la gente destruyéndose a sí misma o que juegue con ella como un niño lo hace con una colonia de hormigas.

Pensé que haría algún comentario sobre eso, pero cuando se disponía a hablar se produjo un súbito alboroto detrás de ella. Maya llegó corriendo, con Tipo bajo el brazo. Me miró con interés y dijo:

—¿Ha venido Rosette?

—Hoy no.

Maya hizo una mueca.

—¡Pero me aburro! ¿Puedo salir a jugar con Rosette? Quiero enseñarle algo. —Le dirigió a Zahra una mirada traviesa—. Es un secreto. Solo de Rosette y mío.

Zahra frunció el ceño.

—Maya, sé buena. Yiddo no se encuentra bien.

La niña agrandó sus ojos castaños.

—Pero…

Zahra le dijo algo en árabe. Maya hizo otra mueca.

—Echa de menos al gato —me dijo—. Cuando vivía con el tío Saïd, el gato siempre estaba con él. Quizá si le trajéramos el gato…

Zahra parecía impaciente.

—No tiene nada que ver con el gato —dijo.

Me di cuenta de que se avecinaba una pelea y decidí intervenir antes de que empezara.

—¿Por qué no me llevo a Maya conmigo? —dije—. Así podréis descansar un poco. Sé muy bien lo que es tener a una niña pequeña en casa. —Vi que Zahra sentía la tentación de aceptar—. No te preocupes. Estará con Rosette y la traeré de vuelta antes del iftar.

Vi que Zahra lo estaba considerando. Luego asintió breve y bruscamente con la cabeza, como un pájaro picoteando un fruto seco.

—De acuerdo —dijo—. Y ahora tengo que irme. Gracias por venir a vernos, Vianne.

Dicho esto, la puerta verde se cerró de nuevo y las tres nos quedamos fuera, con el viento silbando aún en los aleros y la larga sombra del minarete proyectándose en la soleada calle, como la aguja de un reloj de sol.

Joséphine me dirigió una mirada dubitativa.

—Creía que decías que eran tus amigos.

—Y lo son. —Estaba desconcertada—. Zahra parecía un poco inquieta. Quizá esté preocupada por el viejo Mahjoubi.

Mientras caminábamos de nuevo por el bulevar, con Maya corriendo ante nosotras, saltando en los charcos, le hablé a Joséphine de la enfermedad del anciano y del distanciamiento entre él y el resto de su familia. No le mencioné su advertencia de que me mantuviera alejada del agua ni de sus sueños sobre mí e Inès. Pasamos por delante del gimnasio. Como siempre, la puerta estaba entreabierta y llegaba olor a cloro mezclado con el de Les Marauds, esa amalgama de polvo, kif, comida y río. Me di cuenta de que Maya se apresuró al pasar por la entrada del callejón, pero se detuvo al llegar a un pasadizo que conduce al camino de madera que discurre junto al río.

—Aquí es donde vive mi yinni —dijo, indicando el pasadizo.

—¿De verdad? —Sonreí—. ¿Tienes un yinni?

—Ajá. Me ha concedido tres deseos.

—¡Ah! ¿Y tiene nombre?

—¡Foxy!

—Es bonito.

No pude evitar reírme. Me recuerda mucho a Anouk a los cinco años, con su rostro lleno de vida y su radiante sonrisa, saltando con esa botas de goma. Anouk, mi pequeña desconocida, que un día, inesperadamente, salió del bosque con un conejo llamado Pantoufle, que solo unos pocos privilegiados pueden ver.

—¡Ay, estos críos! —dijo Joséphine.

—Pilou es muy bueno con Rosette. Pensarías que tiene una hermana.

Joséphine sonrió. Al oír su nombre, su cara se ilumina.

—Ya has visto cómo es. Dulce hasta la médula. ¿Comprendes por qué hice lo que hice? No soportaría tener que compartirlo con Paul. No cuando sabes que trataría de llenarle la cabeza con sus ideas.

Probablemente sea cierto, pensé. Y aun así, el niño es el único hijo de Paul. Quién sabe hasta qué punto lo habría cambiado la paternidad…

Joséphine me leyó el pensamiento.

—Crees que no hice bien.

—No, pero…

—Lo sé —dijo—. A mí también me corroe. Sobre todo cuando me flaquean las fuerzas. Cuando me siento fuerte no me ocurre. Pilou se merece algo mejor que Paul-Marie.

—Dices que él te ha cambiado la vida, Joséphine… ¿No crees que Paul se merece esa oportunidad?

Negó con la cabeza, obstinada.

—Ya sabes cómo es él. Nunca cambiará.

—Todo el mundo puede cambiar —dije.

Cuando llegamos al final de la calle me pregunté si eso era realmente cierto. Hay gente que no puede enmendarse. Pero ¿qué le había ocurrido a Paul-Marie para compartir un techo con un niño que él creía que era el hijo de un rival? Pensé en sus brillantes y torvos ojos, en la rabia y la desesperación de su boca. Parece un animal que ha caído en una trampa, que gruñe a todo aquel que se le acerca. Evidentemente, no soy tan ingenua como para creer que un hombre como Paul-Marie se derretiría al saber que tenía un hijo, pero ¿acaso no merecía una oportunidad? ¿Y qué le ha hecho a Joséphine esa mentira?

Llegamos al final del bulevar. La última vez que estuve aquí, la casa flotante de Inès Bencharki estaba amarrada junto al embarcadero. Ahora, sin embargo, vi que no estaba; solo una bobina de cuerda perfectamente enrollada mostraba el lugar donde había estado. Vi que Joséphine abría unos ojos como platos. Sí, por supuesto, el barco era suyo, aunque raramente lo usaba.

—¿Me estás diciendo que esa mujer vivía aquí? —dijo, cuando empecé a explicárselo—. ¿Cómo se atreve a meterse en mi barco? ¿Y adónde diablos se lo ha llevado?

Lo ignoraba. Me quedé en el embarcadero y eché un vistazo a la orilla del río. No había ni rastro del barco negro, ni en Les Marauds ni en Lansquenet. ¿Era posible que Inès se hubiese ido para no volver? Aquí hay pocos sitios donde varar un barco de esas dimensiones, y, ahora mismo, con la crecida, el Tannes está imposible. Además, el barco de Joséphine no tiene motor, de modo que lo más que Inès podía esperar era ir a la deriva siguiendo la corriente y tal vez encontrar otro enclave en Chavigny o Pont-le-Saôul. ¿Por qué se había ido? ¿Se había llevado a Du’a? ¿Y cuándo pensaba volver (si es que tenía intención de hacerlo)?

Y entonces vi algo en la orilla, medio aplastado entre la hierba llena de barro. Al principio pensé que era un collar de cuentas de cristal verdes, unido por una cadena de plata. Quizá Du’a lo dejó caer, pensé mientras lo recogía…, y entonces vi el crucifijo en un extremo de la cadena…

—Es un rosario.

Joséphine se acercó para echar un vistazo.

—Es de Reynaud —dijo—. Lo he visto en la repisa de su chimenea. ¿Por qué crees que está aquí? ¿Crees que él se ha llevado mi barco?

Negué con la cabeza.

—No tengo ni idea. Di por sentado que se lo había llevado Inès.

¿Era posible que ella aún siguiera en Les Marauds? Y, si así era, ¿sabría dónde estaba Reynaud?

Intenté preguntárselo a Maya, pero fue en vano. Parecía más preocupada por Du’a que por la desaparición del barco, sobre todo por los cachorros que ella y los otros niños escondían en la antigua chocolaterie.

Joséphine enarcó una ceja.

—¿Qué?

Maya se llevó una mano a los labios.

—Se suponía que no podía decirlo —dijo—. Rápido y Mordedor. Los escondíamos en la casa. Monsieur Acheron quería ahogarlos.

—¿Crees que Du’a puede que aún esté allí?

Joséphine se encogió de hombros.

—Vale la pena intentarlo.