Jueves, 26 de agosto
Miré fijamente los brillantes ojos castaños que también me miraban desde el otro lado de la reja. Me pregunté qué podría ver esa niña de mí (no mucho, supuse), tan solo una mancha pálida, una mano levantada, vislumbrada entre sombras. Mi instinto inicial fue el de gritar pidiendo ayuda, pero la niña era muy pequeña y temí que saliera corriendo si la asustaba.
—No tengas miedo, Maya —dije, con la voz más dulce que pude.
Ella se arrodilló para acercarse más a la reja. Podía ver sus rodillas en la piedra arenosa y sus calcetines sobresaliendo de sus botas de agua rosas.
—¿Eres un yinni? —repitió—. Los yinni viven en agujeros.
—No, Maya, no lo soy.
—Entonces, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Has hecho algo malo? Mi yiddo dice que si haces algo malo, la policía te mete en la cárcel.
—No, no he hecho nada malo. Alguien me ha encerrado aquí.
Sus ojos se agrandaron.
—Tú eres un yinni. Sabes cómo me llamo.
Traté de bajar la voz y ser persuasivo.
—Por favor, Maya, escúchame. No soy un yinni y no he hecho nada malo. Pero estoy prisionero. Necesito tu ayuda.
Maya hizo una mueca.
—Un yinni diría eso. Siempre mienten.
—Por favor, no estoy mintiendo. —Noté el tono de urgencia en mi voz e hice un esfuerzo para que sonara más suave—. Por favor, Maya, ayúdame. ¿No quieres ayudarme?
Maya asintió, dubitativa.
—De acuerdo.
Respiré profundamente. Tenía que pensar detenidamente. Por supuesto, podía haberle pedido a Maya que fuera en busca de su padre o su madre, pero en ese momento no sabía quién era el responsable de mi encierro, y la idea de tener que explicarme ante un grupo de magrebíes que creían que yo había incendiado su escuela era cuando menos desalentadora. Sin embargo, en Les Marauds había alguien que sabía que me echaría una mano, siempre y cuando diera con ella.
—¿Conoces a Vianne Rocher?
Maya asintió con la cabeza.
—La memti de Rosette —dijo.
—Eso es. Ve en busca de Vianne y dile que estoy aquí. Dile que Reynaud está aquí y que necesita ayuda.
Pareció considerar lo que le había dicho un instante.
—¿Es ese tu nombre? —dijo, finalmente.
—Sí. —¡Oh, Dios, dame paciencia!—. Por favor. Estoy aquí abajo desde ayer. Y está entrando agua. Y hay ratas.
—¿Ratas? ¡Genial!
Era evidente que la niña había pasado demasiado tiempo con Jean-Philippe Bonnet. Volví a respirar profundamente. «Respira, Francis. Concéntrate».
—Te daré lo que quieras. Juguetes, golosinas… Pero cuéntaselo a Vianne.
Maya dudó.
—¿Lo que quiera? —dijo—. ¿Cómo si fueran tres deseos o algo así? ¿Cómo en Aladdin?
—¡Lo que quieras!
Una vez más, la niña parecía perdida en sus pensamientos. Finalmente, tomó una decisión.
—De acuerdo —dijo.
Se puso en pie y vi de nuevo las botas de agua rosas. Unas lágrimas de gratitud me escocían los ojos…, ¿o se trataba tan solo del polvo de la calle?
—Mi primer deseo —dijo Maya a través de la reja— es que consigas que mi yiddo vuelva a estar bien. Ya pensaré en los otros dos más tarde. Adiós, yinni. Hasta pronto.
—¡No, espera! —exclamé—. ¡Maya! ¡Por favor! ¡Escúchame!
Pero las botas rosas ya habían desaparecido.
Me maldije a mí mismo en latín y en francés y bajé del montón de cajas. Y entonces, justo en aquel momento, mientras estaba de pie con agua sucia hasta los tobillos, pensando en que mi situación no podía ir a peor, oí unos pasos al otro lado de la puerta del sótano.
Me alejé rápidamente de las cajas. A continuación oí el ruido de la llave en la cerradura. Por un instante pensé en la posibilidad de sorprender a mis raptores y salir corriendo hacia la puerta, pero solo era una fantasía. En mi estado físico, ni siquiera una mujer habría tenido ningún problema para empujarme por las escaleras.
La puerta se abrió y aparecieron tres hombres. Incluso a contraluz reconocí a Karim Bencharki. Los otros dos eran más jóvenes; supuse que serían dos chicos del gimnasio. Ambos sostenían sendas linternas y Karim llevaba una lata en la mano. Me llegó un olor a gasolina.
—Vosotros nunca aprendéis —dijo Karim.
Aún seguía en el vientre de la ballena.