Jueves, 26 de agosto
Me sentía como si me hubieran golpeado. No por lo que me había dicho, sino por la conmoción que sufrí al verlo. Su rostro no ha cambiado demasiado. Lleva el pelo canoso tan rapado que deja ver el contorno de su cuero cabelludo. Ha perdido peso, y la tosquedad que en otros tiempos caracterizó sus rasgos se ha refinado, convirtiéndose en una suerte de severa belleza. Sin embargo, su expresión sigue siendo la misma: analítica, vagamente hostil, desconfiada, y aun así coloreada con una especie de buen humor que recuerda a un duende.
—Te sorprende verme, ¿verdad? —dijo—. Me habían dicho que estabas de nuevo en Lansquenet. Supongo que esa zorra ni siquiera me mencionó. No debería hacerlo. Soy veneno para el negocio.
Sostuve su mirada.
—Si te refieres a Joséphine, entonces no, no lo hizo.
Se rio con aspereza y encendió un Gauloise.
—No le gusta que fume aquí. Y tampoco que beba. ¿Un whisky?
Negué con la cabeza.
—No, gracias.
Él se sirvió uno doble de una botella que había sobre la barra.
—Levanté este sitio de la nada —dijo—. Y lo llevé durante seis años como un reloj. Evidentemente, a ella le gusta pensar que es suyo, y que no me debe nada. ¿Por qué iba a hacerlo? Yo solo le di mi apellido, cuidé de ella, pagué su ropa y aguanté sus neuras. Pero en cuanto nos tocó pasar una mala racha, me echó como a un perro callejero. —Soltó otra lúgubre carcajada y sacó el humo del cigarrillo por la nariz—. Supongo que tengo que darte las gracias por eso. Por darle ideas. Bueno, espero que ahora estés contenta. —Tomó un trago de whisky—. Porque estoy justo donde querías que estuviera.
Lo miré.
—¿Qué te ocurrió?
—¿Por qué iba a importarte? ¿O es que, ahora que solo soy medio hombre, me he convertido en una de tus causas?
Analicé sus colores. Tal y como esperaba, eran tan turbios como siempre, irradiando los mismos flashes ahumados de rojo y naranja quemados. Sin embargo, en el humo había destellos de vida: una hilera de cristales por encima de una barra, algo ardiendo junto a una carretera. Aquel era mi Caballo de Copas, lo sabía: ese hombre furioso, roto, desdeñoso.
—Tú siempre te has sentido atraída por la gente herida, por los casos perdidos. Por la gente del río. Por esa vieja zorra de Armande. Y por Joséphine… —Soltó de nuevo su malvada carcajada, llena de odio—. Supongo que a ti también debió de asombrarte. ¿Quién se imaginaba que llevaba eso en su interior? Echarme de mi propia casa, amenazarme con llamar a la policía, y luego, cuando volví, seis meses después, solo para recoger algunas cosas, estaba viviendo con ese pelirrojo, que le estaba construyendo un barco. Ah, y estaba embarazada. ¡Qué tiempo tan feliz! —Le dio una calada al Gauloise y a continuación apuró el último trago de whisky—. Evidentemente, tú conoces toda la historia —dijo, dedicándome su triste sonrisa—. Dime, ¿se lo montaba solo con una o con las dos a la vez? En cualquier caso, él debía de ser muy, muy especial para que las dos…
—Cállate, Paul —dijo una voz áspera a mis espaldas.
Me di la vuelta y vi a Joséphine, pálida y con expresión furiosa. Paul soltó otra lúgubre carcajada y apagó el cigarrillo en el vaso.
—Vaya, aquí está la parienta —dijo—. Ahora estoy en un buen lío. —Le dedicó a Joséphine una amplia sonrisa, llena de odio—. Vianne y yo nos estábamos poniendo al día. Viejos amigos, amores perdidos, un vasito de whisky… ¿Cómo te ha ido la mañana, amorcito?
—He dicho que te calles —dijo Joséphine.
Paul se encogió de hombros.
—¿O qué, cariño?
Joséphine lo ignoró y se volvió hacia mí.
—Quería decírtelo, de verdad. Pero no sabía cómo hacerlo.
Su cara ya no estaba pálida sino roja, y casi por primera vez desde que llegué, sentí que reconocía a la triste y torpe Joséphine de ocho años atrás, la que se expresaba con dificultad. Esa Joséphine que me robaba chocolatinas porque no podía evitarlo.
Una ola de tristeza se apoderó de mí. ¿Qué había sido de Joséphine Bonnet, esa mujer que tenía grandes y fantásticos sueños? Pensaba que la había liberado de Paul-Marie. Y ahora resultaba que era más prisionera que nunca. ¿Qué había ocurrido? ¿Era culpa mía?
Joséphine me miró.
—Salgamos a dar un paseo. De repente necesito tomar el aire.
Paul sonrió y encendió otro Gauloise.
—Haz lo que quieras.
Seguí a Joséphine hasta la calle. Durante un rato no parecía capaz de hablar, y simplemente paseamos: pasamos por delante de la iglesia, cruzamos la plaza y tomamos la calle adoquinada hasta el río. Cuando llegamos al puente, se detuvo y miró desde el parapeto. Debajo de nosotras, el agua era del color del té con leche.
—Vianne, lo siento muchísimo… —empezó.
La miré.
—No es culpa tuya. Yo me fui. Y os dejé solos. Fui una egoísta. ¿Qué pensé que iba a ocurrir?
Joséphine parecía confusa.
—No comprendo…
—Sé lo de Pilou —dije.
Me miró, desconcertada.
—¿Pilou?
Sonreí.
—Es un chico estupendo, Joséphine. Tienes derecho a estar orgullosa de él. Yo también lo estaría. En cuanto a su padre…
Su rostro se contrajo.
—No, por favor.
Cogí su mano.
—No pasa nada. No hiciste nada malo. Fui yo. Fui yo la que os unió. Fui yo la que se marchó. Y luego, cuando Roux vino a París, fui yo la que no hizo caso de las señales…
Me miró con curiosidad.
—¿Roux?
—Bueno…, ¿no era eso lo que querías decirme? —dije—. ¿Que Roux es el padre de Pilou?
Joséphine negó con la cabeza.
—Es peor que eso.
—¿Peor?
«¿Qué podría ser peor?», pensé.
Se sentó en el parapeto.
—Quería contártelo, de verdad —dijo—. Pero no podía pensar en cómo hacerlo. Estabas tan orgullosa de lo que había hecho: dejar a mi marido, llevar el café, aunque al final nunca conseguí coger ese tren…
—Tenías a Pilou —le recordé.
Joséphine sonrió.
—Sí. Pilou. Todo este tiempo le he estado mintiendo porque yo no podía soportar la verdad. Igual que te he estado mintiendo a ti, Vianne, porque quería que pensaras que había conseguido que mi vida fuera mejor…
Empecé a decir algo, pero ella me interrumpió.
—Por favor, Vianne. Déjame continuar. Quería que te sintieras orgullosa de mí. Quería que Roux se sintiera orgulloso de mí. En mis sueños, yo era como tú, un espíritu libre, que iba a donde le apetecía. Nada de ataduras ni de familia. Paul se había ido. Tú ya no estabas en Lansquenet y yo estaba haciendo planes para marcharme. Y entonces supe que estaba embarazada. —Se interrumpió y su rostro adquirió una expresión curiosa, tierna y dolorosa a la vez—. Al principio no podía creerlo —prosiguió—. Creía que no podía tener hijos. Con Paul lo habíamos intentado durante mucho tiempo, y entonces, en cuanto él se fue… —Se encogió de hombros—. No podía haber ocurrido en peor momento. Lo había preparado todo para irme. Sin embargo, Roux me convenció de que me quedara hasta que naciera el bebé. Y entonces, cuando lo vi…
—Te enamoraste de él.
Sonrió.
—Exacto. Me enamoré. Y cuando Pilou ya tuvo edad de preguntar, le dije que su padre era un pirata, un marinero, un soldado, un aventurero…, cualquiera menos Paul Muscat, un maltratador de mujeres que se fue en cuanto me enfrenté a él.
La miré fijamente.
—¿Paul-Marie? —dije—. ¿Él es el padre de Pilou? Pero yo pensaba que tú y Roux erais…
Negó con la cabeza.
—Eso nunca ocurrió —dijo—. Podría haber ocurrido si las cosas hubiesen sido distintas, pero solo éramos amigos. Incluso en aquel momento, creo que él ya te pertenecía. Pero cuando Paul-Marie volvió y descubrió que Roux había estado viviendo aquí y que yo estaba embarazada…
—¿Dejaste que pensara que el niño no era suyo? —le pregunté.
Asintió con la cabeza.
—No podía soportar la idea. Nunca habría dejado que me fuera, no si lo hubiese sabido, no Paul-Marie. Cuando volvió, yo estaba embarazada de ocho meses… ¡Oh, Vianne! Fue horrible.
—Me lo imagino.
Sí, me lo imaginaba: Paul-Marie, rojo de rabia; Roux, tratando de proteger a Joséphine, y ella, aferrándose al único clavo ardiendo que podía ofrecerle un poco de protección. Paul se emborrachaba y estaba agresivo, exigiendo sus derechos, como los llamaba él…, su parte de los beneficios del café, las escasas posesiones que había dejado atrás. Llegó a la conclusión de que Roux era el padre del niño, y Joséphine dejó que lo creyera en vez de tratar de contarle la verdad.
—¿Y qué pasó después?
—Lo de siempre. Destrozó el café, me insultó y luego se montó en su moto. Más tarde vino la policía y me dijo que había tenido un accidente.
Llevaron a Paul a un hospital. Joséphine era su pariente más cercano. Cuando ella se enteró de que nunca volvería a andar, lo dejó volver a casa. ¿Qué otra cosa podía hacer? En parte, la culpa era suya. Su mentira había desencadenado una serie de acontecimientos que lo habían llevado a esa situación, y aunque ella nunca pudiera contarle la verdad, no podía eludir su responsabilidad. Él no tenía trabajo ni ahorros. Joséphine le ofreció una habitación en el Café des Marauds y barra libre. De algún modo, una parte de ella esperaba que él volviera a andar, pero nunca fue así. Y se culpaba a sí misma. Y ahí estaban los dos, ocho años después, atados por las circunstancias, con esa mentira que cada día se iba haciendo más y más grande. Pobre Paul-Marie. Pobre Joséphine.
Y entonces caí en la cuenta. Mi preocupación por Joséphine me había impedido ver lo más importante. Roux nunca me había traicionado. No era el padre de Pilou. Puede que sintiera cariño por ella, pero cuando tuvo que elegir, me eligió a mí. Después de todo, todas mis sospechas, todas mis dudas no eran más que waswaas, susurros de Shaitan, como dice Omi, que el autan negro había arrastrado hasta mí. Pero ¿por qué no me siento más feliz? Me he quitado un peso de encima. Y aun así todavía lo siento, aunque sé que ya no está ahí; es una oscura y susurrante presencia donde antes solo había dulzura…
«¿Por qué no confías en mí? —había dicho Roux—. ¿Por qué nunca puedes hacer que las cosas sean sencillas?».
Quizá esa sea la diferencia entre nosotros, Roux. Crees que la vida puede ser sencilla. Para otros, quizá, pero no para mí. ¿Por qué no te creí? Quizá porque siempre he sentido que tú no te quedarás conmigo para siempre, que más pronto o más tarde el viento cambiará…
Ahuyenté el pensamiento. Podía esperar. Joséphine aún me necesitaba. La rodeé con los brazos y dije:
—No pasa nada. No fue culpa tuya.
Ella sonrió.
—Eso era lo que decía Reynaud.
—¿Se lo contaste?
Eso me sorprendió. Joséphine nunca había frecuentado la iglesia con regularidad, y la idea de que pudiera confesar su secreto celosamente guardado, y a Reynaud, nada más y nada menos, me parecía totalmente impropio de ella.
Sonrió.
—Sí, ¿no te parece extraño? —dijo—. Pero tenía que contárselo a alguien, y… él estaba ahí.
Entonces creí entenderlo. Estaba en sus colores, en el rubor de su rostro, en la triste y esperanzada expresión de sus ojos. Los Amantes. ¿Por qué no lo había pensado antes? La Reina de Copas y su mutilado Caballero eran Joséphine y Paul-Marie. Pero los Amantes…
¿Joséphine y Reynaud?
¿Podía ser cierto? A simple vista, parece una pareja bastante improbable, y aun así tienen algunas cosas en común. Ambos han sido lastimados y son solitarios y reservados. Ambos han sido víctimas de la ajetreada red de cotilleos de Lansquenet. Ambos poseen cualidades de las que no son del todo conscientes: terquedad, fuerza de voluntad, no dejarse vencer por el enemigo…
—Te gusta, ¿verdad?
Ella apartó la mirada.
—¿Sabes dónde está? —le pregunté.
Una vez más, negó con la cabeza.
—Simplemente ha desaparecido. No sé adónde ha ido. Pero ella tiene algo que ver en el asunto. —Giró la cabeza, señalando en dirección a la antigua chocolaterie—. Esa mujer. Esa gente de Les Marauds.
Poco a poco, la historia salió a la luz. La pintada en la puerta de Monsieur le Curé; su erróneo intento de arreglar la chocolaterie; el violento ataque de la noche del domingo y la advertencia que le habían hecho.
«Esto es una guerra. Mantente al margen».
¿Una guerra? ¿Es así cómo lo ven ellos? ¿Y quiénes son los contendientes? ¿La Iglesia? ¿La mezquita? ¿El velo? ¿La sotana? ¿O se trata sencillamente de la habitual guerra de Lansquenet contra los extraños, la gente del río, los marginados, y, ahora, los vecinos de Les Marauds, un nombre que significa «los invasores», aunque en realidad se trata tan solo de una perversión de la palabra marais, o «pantano», tan cercano al Tannes y sujeto a regulares inundaciones…?
Una vez más, pensé en Reynaud. ¿Podría haberlo asustado alguien con amenazas o más acciones violentas? Parece impropio de Monsieur le Curé. Él es tan testarudo como yo. Y es una roca, inamovible; el viento nunca lo ha sacudido.
Entonces…, ¿dónde está? Alguien debe saberlo. Alguien debe haberlo visto marcharse. Si no aquí, sí en Les Marauds, donde está el camino que conduce a la autoroute. Pensé en lo que había visto en el humo el día que preparé las trufas. Reynaud, solo, con su mochila, caminando junto a la orilla del río.
¿Es una visión de algo que aún no ha ocurrido o de algo que ya ha sucedido? ¿Y dónde está ahora? ¿Durmiendo en una zanja? ¿Muerto a golpes en un callejón? Nunca pensé que me importaría lo que pudiera pasarle a Francis Reynaud. Pero, considerando todas estas posibilidades, veo que sí. Me importa mucho.
—Lo encontraremos —dije, tanto a mí misma como a Joséphine—. Lo encontraremos y lo llevaremos a casa. Esté donde esté. Te prometo que lo haremos.
Joséphine me dedicó su triste y esperanzada sonrisa.
—Cuando dices algo así, casi creo que todo es posible.
—Y lo es —dije—. Ahora, ven conmigo.
Cruzamos el puente, en dirección a Les Marauds.