Jueves, 26 de agosto
Tras una noche agitada que había pasado en duermevela, salí para ver si Reynaud había vuelto a casa. Pero no era la única. En la Rue des Francs Bourgeois encontré a Caro montando guardia frente a la puerta trasera de la casa de Reynaud, con Joline y Bénédicte. Pronto quedó muy claro que Caro consideraba la desaparición de Monsieur le Curé como algo sospechoso y puede que incluso siniestro.
—Creo que el père Henri haría bien en revisar las cuentas de la parroquia de los últimos meses —decía cuando llegué—. Podéis pensar lo que queráis, pero no hay humo sin fuego, y con todo lo que ha estado ocurriendo… —Me dirigió una mirada de reprobación. Supongo que mi presencia también se considera algo inusual. Sus ojos azules, pálidos y granulados, se posaron en mí como el polvo de tiza—. Evidentemente, si tiene algo que ver con esa chica…
—¿Qué chica? —dije.
Me dedicó una sonrisita tensa.
—Una de esas chicas de Les Marauds —dijo—. Según Louis Acheron, la semana pasada lo vieron con una chica junto al puente, alrededor de la medianoche. Una magrebí, por lo que dicen.
Me encogí de hombros.
—¿Y qué?
—¿Quién era ella? Louis dice que llevaba velo.
—La mitad de las mujeres de Les Marauds lo llevan —dijo Charles Lévy, que nos estaba observando desde la verja de su jardín.
—Pero ¿acaso la mitad de las mujeres de Les Marauds tienen citas a medianoche con Monsieur le Curé?
La voz de Caro era como un baba au rhum.
—Puede que sí. —Lo dijo Bénédicte—. He oído que Joséphine Muscat ha sido muy amable con él.
Caro y Joline me miraron.
—Bueno, no sería la primera vez —dijo Caro.
—¿Qué quieres decir?
Me dedicó de nuevo esa pringosa sonrisa.
—Ella es amiga tuya. ¿Por qué no se lo preguntas? En cuanto a Reynaud, su comportamiento ha sido…, vamos a decir irregular. Algo está pasando, estoy segura. He llamado al père Henri. Él sabrá lo que hay que hacer.
Las dejé esperando al père Henri y me dirigí a la Place Saint-Jérôme. Si alguien sabía adónde había ido Reynaud, supuse que podía ser Joséphine. Pero el comentario de Caro me había tocado la fibra sensible.
«No sería la primera vez».
Evidentemente, Joséphine nunca le ha caído bien. Y en Lansquenet una mujer soltera siempre es objeto de cotilleo. A estas alturas ya debería saberlo como para permitir que me molestaran los chismorreos de Caro. Pero, aun así, ¿sabría la verdad sobre el padre de Pilou?
El café estaba vacío. Ni siquiera en la barra había nadie. Llamé a Joséphine. Nadie respondió. Marie-Ange debía de haberse tomado su descanso. Sentí una infantil punzada de alivio. «Así no tendré que hablar con ella». Pero entonces vi movimiento detrás de la cortina de cuentas de cristal que separaba la barra de la trastienda.
—¿Joséphine? —volví a llamar.
—¿Quién pregunta por ella? —contestó una voz masculina.
—Soy Vianne —dije—. Vianne Rocher.
Por un momento se hizo el silencio. Luego la cortina de cuentas se abrió y apareció un hombre de pelo canoso en silla de ruedas. De entrada no lo reconocí. Solo me fijé en la silla de ruedas y en las piernas inútiles, cuidadosamente colocadas debajo de una manta de cuadros. Luego caí en la cuenta: los ojos oscuros, los rasgos atractivos y brutales, la sonrisa, los brazos musculosos emergiendo de las mangas de una camisa vaquera.
—Hola, puta entrometida.
El hombre era Paul-Marie Muscat.