CAPÍTULO 1

Jueves, 26 de agosto

Debo de haberme quedado dormido otra vez, père, porque he soñado. No suelo soñar a menudo, es una costumbre que al parecer he perdido, pero en esta ocasión mis sueños eran como langostas pululando por todo mi cuerpo, hurgando en él, y el mundo lo llenaba el sonido de sus alas. Me desperté agarrotado y exhausto. Aún me dolían las costillas, y la herida de la mano se había hinchado y palpitaba ferozmente. Ojalá me hubiera llevado algunos analgésicos, pero, evidentemente, me los había dejado en casa.

En casa. ¡Oh, qué tonto he sido! Pensar que podía escapar de las sombras que me persiguen… Que podía ser como Vianne Rocher, ir allá donde me llevara el viento. Ese ha sido mi error, père. ¡Oh, Dios, qué no daría por volver atrás!

El pequeño y pálido cuadrado que enmarca la reja ha vuelto a aparecer. Era de día. El goteo del agua de la tubería ya ha alcanzado el primer peldaño de las escaleras. He acabado con todos los víveres y he analizado mi situación, que, en general, no pinta bien.

Debo de llevar aquí un día y una noche. En ese tiempo, no ha venido nadie, ni para explicarme el motivo de mi encarcelamiento o (mejor aún) para liberarme. Esperaba que, a la luz del día, quienquiera que haya hecho esto cejara en su empeño y hubiera decidido que ya me habían castigado lo suficiente y simplemente me dejara seguir mi camino. Pero eso no ha ocurrido, y ahora empiezo a preguntarme si mi análisis de la situación no habrá pecado de optimismo. ¿Cuánto tiempo debo seguir aquí? ¿Por qué estoy prisionero? Y, más importante aún, ¿quién se ha nombrado a sí mismo mi juez y jurado?

Por encima de mi cabeza, el sonido de la cinta para correr mantiene un constante latido al que, de vez en cuando, se une el de otras máquinas. No tenía ni idea de que en el gimnasio de Saïd hubiera tanta actividad. Evidentemente, sí sabía que era popular, pero nunca habría sospechado que tantos hombres lo utilizaran como lugar de encuentro. Con el tiempo, he aprendido a distinguir el ruido de los diversos aparatos: el golpeteo de la cinta, el chirrido de las máquinas de remo, el tac-tac-tac de las bicicletas, el resuelto golpe seco de las pesas… También hay clases; puedo oírlas: el forcejeo de numerosos pies en el suelo, alentado por ahogados gritos de ánimo. ¿Una clase de mantenimiento? ¿Artes marciales? Es difícil decirlo con seguridad, pero por lo que puedo oír, la mitad de la población masculina de Les Marauds está aquí, golpeando el suelo con los pies más o menos a la vez, y con toda probabilidad, totalmente ajena a mi presencia aquí, en una sentina.

Llamé otra vez pidiendo ayuda. Pero no me oyeron. No vino nadie. Durante media hora, el sonido de la actividad cesó por completo y supuse que era el momento de rezar. Durante ese rato, oí ruidos; algo escarbando en las paredes. Ratas, supongo. Los sótanos están infestados de ratas. Luego, la cinta de correr se volvió a poner en marcha.

Me encaramé a las cajas y miré afuera. De momento, había dejado de llover. La vista seguía siendo tan aburrida como ayer: una pared de ladrillo, llena de basura, y dientes de león creciendo entre las piedras. Me dispuse a pedir ayuda otra vez…

Y entonces vi una carita redonda, con expresión de curiosidad, que, boca abajo, me miraba fijamente entre un par de botas de agua rosas. Unos ojos negros como el café parpadearon, sorprendidos.

—¿Eres un yinni? —preguntó Maya.