Miércoles, 25 de agosto
Una puta. ¿Es eso lo que ella opina de mí? Evidentemente, me han llamado cosas peores, pero nunca con tanta frialdad. Un escorpión, dijo Omi. Sí, eso es lo que es…, veneno, veneno hasta la médula. Tiré las trufas al muelle y casi corrí hasta el bulevar. Me sentía como si me estuviera ahogando; como si estuviera atada a un bloque de piedra, hundiéndome en un indiferente Tannes.
«Bueno, ¿y qué esperabas, Vianne? —dijo una voz en mi cabeza—. Después de todo, solo eran trufas. Una especie de magia humilde, de segunda categoría, cuando hubieras podido invocar el huracán…».
Era una voz muy parecida a la de mi madre, pero sin su calidez. Era la voz de Zozie de l’Alba, que a veces aún me habla en sueños. Ella nunca ha dejado que los sentimientos se interpongan en su camino. Es inmune a los golpes; el veneno le resbala.
«Eres débil, Vianne, ese es tu problema», dice, y, en el fondo, sé que tiene razón. Soy débil porque me importa demasiado lo que los demás piensen de mí, porque quiero que me necesiten, porque incluso un escorpión que vive para picar puede esperar que le tienda una mano amiga…
«Eso es una estupidez —dice Zozie—. Cualquiera diría que quieres que te piquen».
¿Es eso cierto? ¿Me estoy engañando a mí misma? ¿Me siento atraída por el fracaso? ¿Es posible que el impulso de ayudar a Inès fuera simplemente un deseo de hacerme daño a mí misma?
Llevé a Rosette a casa por calles que ahora parecían llenas de desprecio y hostilidad. Delante del gimnasio había un grupo de hombres apiñados, con gorros de oración y chilabas, hablando en voz baja. Cuando pasamos junto a ellos, la conversación se interrumpió y solo la retomaron cuando los dejamos atrás.
De vuelta en casa, preparé la cena, sopa y pan de aceitunas, y arroz con leche al horno con mermelada de melocotón, pero estaba demasiado cansada para probar bocado. Sin embargo, sí me tomé un café junto a la ventana, contemplando las luces del bulevar, y eché de menos a Roux y nuestra casa flotante, con mi pequeña chocolaterie, y a Nico, y a mi madre, y todas esas cosas sencillas y familiares que ya no eran tan sencillas.
Roux tenía razón. ¿Por qué estoy aquí? He cometido un error al venir; un terrible, ruinoso y estúpido error. ¿Cómo pude llegar a creer que el chocolate podría resolver algo? Los granos de un árbol de América, un poco de azúcar, una pizca de especias. Una dulce arrogancia, no más sustancial que un puñado de polvo en el viento. Armande decía que Lansquenet me necesitaba, pero ¿qué he hecho desde que llegué salvo golpear puertas abiertas que deberían haber permanecido cerradas?
Anoche, Roux me pidió que volviera a casa. Roux, que nunca pide nada. Si me lo hubiese pedido hace una semana, antes de que ocurriera todo esto… Ahora ya es demasiado tarde. Nada ha salido como lo había planeado. La confianza que tenía en él se ha roto, mi amistad con Joséphine está en peligro. Incluso Reynaud, a quien prometí ayudar, ha acabado mal después de que yo llegara. ¿Por qué me he quedado? ¿Para ayudar a Inès? Es evidente que ella no quiere mi ayuda. Y, en cuanto a Rosette y Anouk…, en fin, ¿es justo traerlas aquí, dejar que hagan amistades y puede que algo más sabiendo que no van a durar?
Anouk está distinta. Lo he notado a lo largo de estos últimos días. Hoy está demasiado radiante, y ayer estaba de mal humor. Sus colores son como el cielo otoñal: pasan del gris al púrpura y luego al azul en cuestión de un instante. ¿Me está ocultando algo? ¿Le está rondando algo por la cabeza? Tratándose de Anouk, es difícil de saber, aunque sospecho que Jeannot Drou tiene algo que ver con ello. Las miradas furtivas; el aire inocente; el tiempo que se pasa con el móvil, enviando mensajes o buscando en Facebook. Y ahora, esa nueva y casi sobrenatural Anouk, esas ganas de charla, ese brillo juvenil, como una fiebre latente. Razón de más para no quedarse. Y, aun así, quizá…
A las nueve en punto llamaron a la puerta. La abrí y ahí estaba Luc Clairmont, jadeando y ligeramente abochornado. No me hizo falta leer sus colores para saber que lo había mandado Caroline.
Entró, rechazó un café y se sentó a la mesa de la cocina. Alyssa, que había salido corriendo escaleras arriba, volvió a bajar en silencio. Evidentemente, ahora, con el cabello corto y unos vaqueros usados, tiene otro aspecto. Pero, por mucho que diga que no quiere a Luc, yo tengo claro que sí lo quiere. En cuanto lo vio, su rostro se iluminó; sus ojos eran casi tan grandes como los de Rosette.
—No le digas a nadie que estoy aquí —dijo.
—De-de acuerdo. —Él la miró de reojo por debajo de su excesivamente largo flequillo. El tartamudeo que casi había superado del todo volvió a reaparecer un instante—. ¿Te has escapado de casa?
Alyssa se encogió de hombros.
—Tengo casi dieciocho años. Puedo hacer lo que quiera.
Vi cierta envidia en la mirada de Luc. Dejar a Caroline Clairmont no sería empresa fácil. Aunque él es mayor que Alyssa y ya tiene casa propia, la sombra de su madre sigue siendo muy alargada, y él aún no ha podido escapar. Hay gente que nunca lo hace… Créeme Luc, yo debería saberlo.
Me dirigió una mirada de disculpa.
—Mi madre dice que estuviste en casa de Reynaud.
—Sí, así es. Pero él no estaba.
—Bueno, ese es el problema —continuó Luc—. No ha estado allí desde ayer. Mi ma-madre ha echado un vistazo a su casa y no está. Llamó al père Henri, pero él tampoco lo ha visto. Ella cree que puede estar aquí con-contigo. —El fantasma del tartamudeo se había apoderado de nuevo de su voz—. Yo no quería decírtelo, pero la gente está empezando a preocuparse y…
—No, Luc. —Negué con la cabeza—. Yo tampoco lo he visto.
—Ah, pero…, ¿adónde puede haber ido? No es propio de él desaparecer así, sin decírselo a nadie. No tiene sentido…
En realidad, tiene mucho sentido. Sé exactamente cómo se siente. Tanto él como yo lo hemos intentado una y otra vez, y, a pesar de todo, Lansquenet sigue desafiándonos. Después de todo, Reynaud y yo no somos tan distintos. Ambos sentimos la fuerza del autan negro. Aquí, ambos hemos sufrido decepciones, tristeza y traición. Y la visión de Reynaud que tuve mientras estaba preparando las trufas… Me la tomé en broma, cuando lo que estaba viendo era la realidad casi al mismo tiempo que estaba ocurriendo…
—¿Por qué iba a marcharse? —pregunté, en voz alta—. Porque ya no puede más. Porque piensa que os ha fallado. Intentó ayudar, pero solo empeoró más las cosas. Cree que estaréis mejor sin él. Y puede que tenga razón… —Me di cuenta de que ya no estaba hablando solo de Reynaud—. Hay cosas que no pueden resolverse…, del mismo modo que hay gente a la que no puede salvarse. La buena voluntad tiene un límite. Solo podemos ser lo que somos, no lo que la gente pretende o espera… —Me interrumpí y vi que Luc me estaba mirando fijamente—. Lo que quiero decir —proseguí— es que, a veces, huir es lo mejor. Yo debería saberlo. Es mi especialidad.
Me miró, incrédulo.
—¿De verdad es eso lo que piensas?
—Sé que es difícil de entender, pero…
—Oh, lo entiendo muy bien. —De repente, se puso furioso—. Tú eres la reina de la huida, ¿no es así, Vianne? Mi abuela decía que te irías, y lo hiciste. En el momento justo, tal como ella dijo. Pero estaba segura de que algún día volverías. Incluso te escribió una carta. Y ahora, aquí estás de nuevo, diciendo que, a veces, huir es lo mejor. ¿Crees que algo de esto habría ocurrido si te hubieses quedado aquí?
Lo miré fijamente, atónita. ¿Se trataba realmente de Luc Clairmont? ¿El pequeño Luc, el que en otros tiempos tartamudeaba tanto que apenas era capaz de terminar una frase? ¿Luc, el que leía poemas de Rimbaud a escondidas cuando su madre estaba en la iglesia?
Una voz en mi cabeza se rio alegremente. Esta vez no era la de mi madre, ni siquiera la de Zozie, sino la de Armande, y era muy difícil de silenciar. «Ese es mi chico. Bien dicho —decía—. A veces, incluso una bruja necesita que le digan algo así».
Traté de ignorarla.
—Eso no es justo. Tenía que irme —le dije—. Mi viaje aún no había terminado, Luc. Tenía que encontrarme a mí misma.
—¿Y lo hiciste?
Seguía estando furioso. Me encogí de hombros.
—Entonces creía que no.
Las palabras de Luc seguían en mi cabeza mucho después de que se fuera y de que las niñas se hubieran acostado. Evidentemente, es ridículo e injusto. Francis Reynaud no es ningún niño. Debe de tener sus razones para irse. Y, aun así, esa voz interior insiste: «¿Crees que algo de esto habría ocurrido si te hubieses quedado aquí?».
Si me hubiese quedado en Lansquenet, Roux nunca habría dejado a Joséphine. El incendio de la chocolaterie nunca se habría producido. Reynaud nunca habría sido acusado. Habríamos trabado amistad con los magrebíes… Inès Bencharki y su hermano nunca se habrían afianzado en Les Marauds.
Le mandé un mensaje a Roux:
«Lo siento. Quería volver a casa, pero ya no sé qué significa eso. Aquí han ocurrido demasiadas cosas. Intentaré llamarte. V»..
Me pregunté si lo entendería. Roux, al igual que Rosette, vive el presente y no tiene paciencia para los «y si». Los lugares no ejercen ningún control sobre él; él crea su hogar donde le parece. Si pudiera ser como Roux y dejar el pasado en su sitio…
Pero el pasado nunca se aleja de mis pensamientos y el arrepentimiento está a un parpadeo de distancia. Cuando era una niña, me gustaban los jardines: las pulcras hileras de caléndulas; los arbustos de lavanda contra la pared; los huertos bien cuidados, con sus filas de coles, puerros, cebollas y patatas…
Sí, me habría gustado tener un jardín. Aunque solo hubiera sido un manojo de hierbas en un tiesto. Mi madre decía: «¿Por qué molestarse, Vianne? Lo plantas, lo riegas y luego, un buen día, tienes que irte. Y no queda nadie que cuide de él. Y se muere. ¿Por qué molestarse en que crezca?».
Aun así, siempre lo intenté. Un geranio en el alféizar de la ventana. Una bellota debajo de un seto. Unas cuantas flores silvestres junto al camino; algo que pudiera echar raíces y crecer, y que siguiera estando allí si alguna vez regresaba…
Recordé a Reynaud en su jardín, luchando gravemente contra la invasión anual de los dientes de león que asoman sus verdes lenguas en los lechos de flores, en el huerto, en el césped perfectamente recortado. Si no vuelve, en un mes su jardín estará descuidado. Los dientes de león crecerán en el camino, invadirán el césped y extenderán un regimiento de paracaídas por el aire gris y turbulento. La lavanda crecerá como una telaraña en los huecos del muro del jardín, y la hiedra hundirá sus rizos entre los bloques de piedra sueltos. En los parterres reinará la anarquía. Las hileras de dalias se marchitarán, y las campanillas soplarán sus trompetas cuando la maleza empiece a apoderarse de todo.
Reynaud, ¿dónde estás?
Tiré las cartas, pero eran tan confusas como antes. Ahí estaban otra vez el Caballo de Copas y el Ocho de Copas: desesperación, desenfreno. ¿Es Reynaud el Caballo de Copas? Su rostro está en sombras, demasiado exhausto para decirlo. Las cartas, muy baratas, estaban manchadas por el uso. Y luego apareció su pareja, la Reina de Copas y, entre las dos, los Amantes —¿Joséphine y Roux?— y la Torre, derruida. Tiré los dados. Destrucción. Cambio. Pero ¿quién notifica los cambios?
Tú.