Miércoles, 25 de agosto
Cuando nos dirigíamos a Les Marauds, el crepúsculo era algo espectacular. Por fin ha dejado de llover y el resultado es este glorioso atardecer: impresionantes capas de rosa y limón bajo una ominosa sábana de pizarra. Cuando volví a cruzar el río, todas las casas eran de color carmesí y las luces de las ventanas un baño de oro. Y, detrás de ellas, el Tannes, rico y suntuoso, elegante, brillante y sedoso.
Vi el barco de Inès Bencharki amarrado junto al abrigo que ofrecían los árboles. En su interior brillaba una luz y un pálido filamento de humo salía de la chimenea. Saqué la última caja de trufas, blancas y negras, envueltas en una capa de cacao en polvo. Llevan cardamomo, que reconforta; semillas de vainilla, para endulzar; té verde, rosa y tamarindo, para la armonía y la buena voluntad. Espolvoreadas con pan de oro, parecen bolitas de Navidad, cuidadosamente perfumadas y de una perfecta redondez… ¿Cómo podría resistirse?
Rosette se ha dirigido al río de inmediato. Aparentemente, a Bam le gusta nadar. Ella sabe nadar tan bien como Roux y no le teme al agua. Un palo puntiagudo sirve para comprobar la profundidad, así como para pescar cualquier desecho que parezca prometedor. Cuando me acerqué al embarcadero vi que ya había rescatado varios trozos de madera, un corcho de una botella de champán y la cabeza de una muñeca, que colocó en lo alto de la pila, como el trofeo de un caníbal.
—No te metas en el agua, Rosette.
Bam rebotó sobre la superficie dorada como una piedra rasante.
—¿Qué es eso que está en el agua?
La voz sonó a mi lado. Me di la vuelta y vi a Maya observándonos desde uno de los callejones que conectan el río con la calle. Debe de haber media docena a lo largo del Boulevard des Marauds; son demasiado estrechos para un adulto, pero no para un niño de cinco años. Maya llevaba unas brillantes botas de agua rosas y un jersey con la silueta de una rana estampada. Bajo el brazo sostenía a Tipo, el peluche no identificado del que parecía no poder separarse.
—Es Bam —dije—. Es el amigo especial de Rosette, aunque nadie puede verlo. Creo que tú le caes bien, Maya.
Maya puso unos ojos como platos.
—¿Es un yinni? Mi yiddo dice que los hay por todas partes. Algunos son simpáticos, pero otros son shayteen.
Sonriendo, le dije:
—Es un mono. En el lugar donde vivimos, Rosette no tiene muchos amigos.
—Ojalá yo tuviera un mono. ¿De dónde vino?
Traté de explicárselo.
—Es algo que me enseñó mi madre, como una especie de magia. Anouk también tiene un amigo especial, pero el suyo es un conejo. Se llama Pantoufle.
Maya hizo morritos.
—Ojalá yo tuviera un animal que fuera mi amigo.
—Bueno, puedes tenerlo, Maya —dije—. Lo único que debes hacer es cerrar los ojos e imaginarte uno.
Maya cerró los ojos y los apretó tan fuerte que sacudió todo su cuerpo. Rosette sonrió y la empujó. Maya se echó a reír.
—Basta, Rosette. —Abrió los ojos y volvió a sonreír—. Vamos a ver si mi yinni ya está aquí —dijo, y las dos empezaron a correr por el embarcadero, saltando con sus botas de agua como dos relucientes bolas de goma.
Fui tras ellas.
—No os vayáis a caer —dije—. El muelle podría estar resbaladizo.
Rosette se rio y empezó a cantar:
—¡Bam bam bam! ¡Bam badda-bam!
Maya se unió de inmediato a ella, con más entusiasmo que habilidad, marcando su ritmo en las tablas del embarcadero. Armaban tanto jaleo que, al final, la puerta de la casa flotante se abrió e Inès Bencharki salió a echar un vistazo.
—Pensé que quizá le apetecería probar mis trufas —le dije—. Le he llevado unas cuantas a Fátima. También le he prometido algunas a su madre y a su suegro.
Inclinó la cabeza en señal de reconocimiento. Hoy, su niqab negro estaba adornado con una franja plateada que definía su cara y resaltaba sus preciosos ojos. Le tendí las trufas, envueltas en papel de arroz.
—Prueba una —dije—. Son sus favoritas.
—¿De veras? —repuso, con voz seca.
Bueno, resulta difícil decirlo cuando alguien es tan difícil de leer. Pero las cogió, aunque a regañadientes.
—Ya ha anochecido —le dije—. ¿No le parece que huelen maravillosamente bien?
Levantó el paquete. Tras el velo, supuse que el olor no sería tan intenso. Con su voz, musical y chillona al mismo tiempo, dijo:
—Perdone. Mi olfato no es demasiado bueno.
Vi que miraba a Rosette y a Maya, que estaban al final del muelle.
—Esa es mi pequeña Rosette —dije, captando su curiosidad.
Inès habló con Maya en árabe. Ella la miró, con expresión rebelde, e hizo una mueca. Inès volvió a hablar con voz más aguda, demasiado deprisa para que pudiera entenderla.
Maya pateó el suelo con su bota rosa y susurró algo al oído de Rosette. Luego salió corriendo hacia un callejón que había entre dos casas y solo se detuvo cuando llegó a la esquina para saludar a Rosette con la mano.
—¿Qué le ha dicho? —le pregunté a Inès.
—Solo la verdad. Que es peligroso jugar en el embarcadero. Su madre no sabe dónde está. No debería andar sola por ahí.
—No estaba sola. Estaba conmigo.
Inès no dijo nada.
—¿No es verdad que no aprueba que Maya juegue con Rosette?
Inès hizo el mismo gesto, ese medio encogimiento de hombros y ese medio ladeo de cabeza, que Alyssa suele hacer a menudo para indicar indecisión.
—A Rosette no le pasa nada —dije—. Es simpática y quiere a todo el mundo. Y Maya no tiene amigos…
—Maya se ha echado a perder —dijo Inès, con voz sorprendentemente amable—. Igual que Alyssa y Sonia. Si los padres dejan que sus hijos jueguen con niños kuffar, que vayan a sus casas, que jueguen con sus juguetes y que acaricien a sus perros, no debería sorprenderles que sus hijas den la espalda a sus familias y que sus hijos vayan por el mal camino…
—Maya solo tiene cinco años.
—Pronto deberá aprender a llevar hiyab. Y en la escuela, los otros niños la insultarán y le preguntarán por qué no come haram, por qué no escucha su música o se viste como ellos. Y aun cuando sus padres sean lo que ustedes llaman tolerantes y la dejen jugar con juguetes, se corte el pelo y vea dibujos animados en televisión, ella seguirá siendo magrebí…, no uno de ellos, sino uno de nosotros.
No suelo enfadarme a menudo, pero en ese momento estaba enfadada. Estaba enfadada como una llama que no echa humo, azul, casi invisible.
—No todo la gente de aquí es así —dije.
—Puede que no —repuso ella—. Pero los que odian son suficientes para compensar a los que no lo hacen. Incluso aquí, en Lansquenet. ¿Cree que no oigo lo que dicen de mí? El niqab no me impide escuchar ni ver. En Marsella, los hombres solían seguirme y preguntarme por mi aspecto. Un día, en la cola del supermercado, una mujer intentó quitarme el velo. Todos los días oía decir a alguien: «Tú no perteneces a este lugar. No eres francesa. Eres una antisocial. Odias a los kuffar. No comes lo que nosotros comemos. Simpatizas con los terroristas. ¿Por qué otra razón ibas a ocultar tu rostro?». —Su voz se había vuelto dura—. Todos los días oigo decir a alguien que pronto van a prohibir el niqab. ¿Qué les importa cómo visto? ¿Acaso debo renunciar a todo?
Se interrumpió, casi sin aliento. Vi sorpresa en sus colores. Quizá no estaba acostumbrada a hablar con tanta libertad con desconocidos. Levantó el paquete de trufas.
—Tiene razón —dijo—. Huelen bien.
Sonreí.
—Puede probarlas luego. Le dejaré un paquete para Du’a.
—¿Conoce a mi hija?
—Hemos coincidido. Parece una niña bastante solitaria.
Una vez más vi cómo cambiaban sus colores. La sorpresa dio paso a los tonos azules de la tristeza y el arrepentimiento.
—Hemos tenido que mudarnos más de lo que me habría gustado —dijo—. Para Du’a es bueno vivir aquí. Solo me tiene a mí.
—Siento lo de su marido —dije.
Se ruborizó, con los colores del crepúsculo.
—No somos tan distintas como usted cree —dije—. Yo solía mudarme muy a menudo. Primero con mi madre y luego con Anouk. Sé lo que significa no ser de ningún sitio. Que todo el mundo te observe. Que haya gente como Caro Clairmont, que te mira por encima del hombro porque no hay un monsieur Rocher…
Sentía que me estaba escuchando atentamente. Sabía que había conectado con ella. «Puede que sea una magia de andar por casa —pensé—, pero siempre funciona». Siempre funciona. En su mano, el paquete de papel de arroz libera sus muchos aromas: chocolate amargo mezclado con crema, endulzado con semillas de vainilla y con la fragancia de rosas tan rojas como el corazón. «Pruébame». «Saboréame».
Entonces levantó la vista y me miró a los ojos. Me vi reflejada a mí misma. Por un instante tenía un halo dorado, con el fondo del cielo iluminado. Acto seguido, sin bajar la mirada, dijo:
—Mademoiselle Rocher. Con todos mis respetos, usted y yo no tenemos nada en común. Yo soy una mujer viuda…, infeliz, pero no se me puede reprochar nada. Me vi obligada a viajar al extranjero por circunstancias que escapaban a mi control. Tengo una niña a la que he criado en el recato y la obediencia. Usted, en cambio, es una mujer soltera con dos hijas, que no cree en nada ni tiene una casa. Y eso, en nuestra cultura, la convierte en una puta.
Y, tras decir eso, extendió la mano enguantada, me devolvió las trufas y se metió de nuevo en la casa flotante justo cuando las campanas llamaban a misa al otro lado del río. Me quedé con el paquete de papel en la mano, como una estúpida y una inútil. Las lágrimas empezaron a quemarme los ojos como si del cielo estuviera cayendo una lluvia de fuego.