CAPÍTULO 7

Miércoles, 25 de agosto

Debo de haberme dormido. ¿Cuánto tiempo? Lo ignoro. Pero cuando me desperté, estaba anocheciendo, e incluso el cuadradito de luz que enmarcaba la reja se había convertido en un resplandor rojizo. Tengo el cuerpo agarrotado y me duelen los músculos por haberme tumbado en el suelo. Aun así, mon père, he dormido. Debía de estar exhausto.

Inspeccioné la vista del callejón desde lo alto de las cajas y me di cuenta de que el charco era ya mucho más profundo, empapando mis botas de montaña.

El viento había amainado y había dejado de llover. De pie sobre las cajas, el rostro contra la reja, advertí que el olor a comida era más intenso. Por supuesto. Esta gente come después del atardecer, y a veces a medianoche o incluso más tarde.

Consideré la posibilidad de pedir ayuda a gritos. Quizá alguien me liberara. Después de todo, ¿cuánto tiempo podían perpetuar mis captores esta ridícula situación? Cuanto más pensaba en ello, todo me parecía cada vez más una broma pesada que habían llevado demasiado lejos.

El agua procedente de la tubería de la pared brotaba sin cesar. Quizá fuera la vía de escape de un sistema de cañerías de gas… Fuera lo que fuera, un desbordado Tannes lo había canalizado en mi dirección. No hay forma de parar el agua que escapa de la tubería, como descubrí cuando lo intenté: lo único que conseguí fue empapar aún más la ropa.

Me quedé sobre las cajas y pedí ayuda.

Pero no vino nadie. No obtuve respuesta. Mi voz era apenas audible en el vientre de la ballena.

Llamé hasta que me quedé ronco. Cinco minutos, puede que diez. Olía a algo que parecía pan recién horneado, salsas con especias y aceite, pétalos de rosa, cordero asado y empanadas de garbanzos y nueces.

—¡Socorro! ¡Estoy aquí! ¡Soy Francis Reynaud!

Estaba mareado de tanto gritar. Habría agradecido haber visto a alguien, aunque fuera a mis atacantes, père, antes que enfrentarme a esta soledad. La idea me sorprendió un poco. Nunca había valorado tan poco mi propia compañía. Incluso el rostro del père Henri Lemaître habría sido maná en esta jungla.

—¡Ayuda! ¡Por favor!

No estaba seguro de a quién me estaba dirigiendo. Tal vez a usted, mon père… o a Dios. En cualquier caso, nadie me respondió, y al final dejé mi puesto y volví a las escaleras, que pronto sería la única parte del sótano que no habría alcanzado el agua, me envolví en el abrigo y traté de dormir otra vez. Puede que lo hiciera o puede que simplemente cayera en una suerte de ligero letargo, del que emergí al cabo de un rato al oír un ruido sordo encima de mi cabeza.

Bum, bum, bum, bum.

El ruido era persistente y rítmico, como un lejano bajo.

Bum, bum, bum, bum.

¿Música? No, no lo creo. La comunidad de Les Marauds no es un lugar donde se escuche mucha música. Además, ese martilleo regular tiene algo de orgánico, una desigualdad apenas perceptible, como la arritmia de un corazón.

Y de pronto caí en la cuenta. Finalmente, mon père, sé dónde estoy. Ese ruido, como el de un corazón gigante, es el de una cinta para correr.

Este sótano está debajo del gimnasio.