Miércoles, 25 de agosto
No puedo haber estado inconsciente mucho tiempo, pero cuando me desperté estaba a oscuras. Me dolía la cabeza, y la espalda también; supuse que, quienquiera que fuera que me dejó aquí no fue especialmente delicado.
Pero ¿qué lugar es aquí? Con mucho cuidado, me incorporé. Una especie de bodega, tal vez: el suelo estaba manchado y el ambiente hedía. Era frío y olía a humedad, a moho y a podrido.
Cerca, oí el río: me llegaba el sonido gutural de su caudal, cargado con los desechos de la inundación, rodando como una fuerza de la naturaleza.
—¿Hola? —grité.
Nadie respondió.
Podría haber gritado de nuevo, pero no lo hice. Supuse que mi atacante podía ser uno de los hombres que se abalanzaron sobre mí la otra noche. En caso de que así fuera, ¿me apetecía volver a verlo?
Traté de explorar el lugar. Avanzando en un espacio oscuro que me pareció tan grande como un salón de baile, encontré cajas de madera vacías, trozos de yeso, cartón húmedo, paquetes de periódicos viejos y, después de todo eso, por fin, un tramo de doce escalones de piedra que conducían hasta una puerta cerrada con llave que en mi lado no tenía pomo. La golpeé con los puños, pero no acudió nadie. La puerta era muy resistente. El río apenas dejaba oír el ruido de mis puños contra la madera.
Mon père, sé que parece absurdo, pero al principio no tuve miedo. De hecho, me pareció incluso difícil de creer que estuviera allí; resultaba mucho más fácil pensar que se trataba de un sueño producto del estrés, el cansancio o el dolor aún palpitante de mis dedos. El miedo apareció luego, como un visitante inoportuno que poco a poco se va apoderando de toda la casa. Veo que la oscuridad no es completa: un tenue rectángulo de luz enmarca la puerta en lo alto de las escaleras, y en la parte superior de la pared del fondo hay una reja, como la de los confesionarios, a través de la cual se filtra un pálido resplandor.
Ahora, a medida que mis ojos se van adaptando a la oscuridad, se dibuja un nuevo panorama. Puedo ver formas y el brillo amenazador del agua. El suelo está construido sobre una pronunciada pendiente; el extremo más alejado está inundado, lo que me hace suponer que debo de estar en una de las curtidurías abandonadas. Cuando aumente el nivel del agua, el sótano se llenará a una velocidad alarmante. Lo he visto en más de una ocasión en Les Marauds, a orillas del río; es uno de los principales motivos por los que la mayoría de las casas del bulevar están clausuradas.
Hace aproximadamente una hora, un hilillo de agua empezó a gotear de una tubería de la pared. Desde entonces, el chorro ha ido a más y se ha convertido en una mancha de agua que se desliza silenciosamente por la pared y se encharca de modo siniestro en un rincón de la bodega. Dentro de una hora, el charco habrá alcanzado casi la mitad del suelo.
¿Quién ha hecho esto? ¿Por qué estoy aquí? ¿Es un intento de intimidación? Debo admitir que estoy asustado. Pero, sobre todo, père, estoy furioso. Que alguien me esté haciendo esto a mí…, a mí, un representante de la Iglesia católica…
Evidentemente, podría decirme que huí y que traté de eludir mi responsabilidad. Me fui de noche, como un criminal, sin informar de mis intenciones. Retrospectivamente, puede que fuese un error. Nadie sabrá que he desaparecido. Puede que dentro de unos días alguien se pase por casa. Pero ¿cómo sabrán dónde buscarme? ¿Y qué altura alcanzará el agua?
Supongo que podría decirse que me lo tengo bien merecido. Nunca debería haber intentado huir. Un sacerdote no puede alejarse de Dios o de su llamada por las buenas. Pero Dios no me habla como lo hace usted, père, y con los años me he preguntado si esa llamada no será simplemente otra forma de tratar de poner orden en un mundo cada vez más extraño y caótico. Claro que, sin la Iglesia, estoy indefenso; mi situación actual lo demuestra. Al igual que Jonás, he sido engullido y estoy en el vientre de algo demasiado grande y demasiado extraño para enfrentarme a ello solo.
He apilado las cajas contra la pared del fondo, construyendo una especie de pirámide. Al encaramarme a ellas he descubierto que puedo mirar a través de la reja. No hay mucho que ver, père: solo un muro de ladrillos. Debe de tratarse de un callejón, que el desbordamiento del Tannes ha inundado. Huele ligeramente a orina, père, mezclada con cloro y desinfectante; a lo lejos también puedo oler a kif, a especias y a algo que se está cocinando. El callejón debe de ser muy estrecho; quizá sea uno de los pasajes, de apenas un metro de anchura, que conecta la calle con la orilla del río. No son muy transitados, ni siquiera cuando hace buen tiempo. Mis posibilidades de que alguien me oiga son escasas.
Y ahora estoy hambriento… Han pasado varias horas y mi estómago protesta, porque me he saltado al menos una comida. Como algo de lo que había metido en la mochila, que, desgraciadamente, no es mucho. Tenía pensado comprar alimentos en cuanto hubiera abandonado Lansquenet. Un par de latas de atún en aceite, un poco de pan de ayer. Una manzana. Una botella de agua. Hago un esfuerzo por no comérmelo todo de una vez.
Sin embargo, ahora que he saciado un poco el hambre, siento que el miedo es más agudo. Cada veinte minutos, aproximadamente, subo hasta la puerta que hay en lo alto de las escaleras, como si pudiera abrirse de milagro, aunque sé que está cerrada con llave. Aquí hace frío, mucho más que en la calle, y estoy temblando. Me pongo el jersey que metí en la mochila, que me queda grande. La lana es áspera pero agradable. Si cierro los ojos, me doy cuenta de que incluso el sonido del agua tiene un efecto soporífero. Podría estar junto al mar; el ruido del Tannes me llega desde la distancia. En el mar, rumbo a un nuevo mundo; una fantasía infantil abandonada hace mucho tiempo, cuando entré en el seminario.
«Esto es lo que les ocurre a los niños que huyen hacia el mar, Francis Reynaud».
Esa es su voz, mon père. Lo sé. Tiene razón. Debería pedirle perdón a Dios. Y, aun así, no puedo evitar sentir una especie de euforia. Quizá sea por eso por lo que no puedo rezar. No estoy arrepentido.
Una vez más pienso en el monstruo marino que me ha engullido con tanta eficacia. ¿Está bien que me culpe? ¿Es este mi castigo por escapar? ¿O podría ser que durante toda mi vida ya estuviera viviendo en el interior de la bestia, ajeno al mundo exterior?