CAPÍTULO 5

Miércoles, 25 de agosto

Ya era más de mediodía cuando salimos de casa. En parte fue por culpa de Rosette, que, después de haberme ayudado a preparar las trufas, quería ayudarme también a repartirlas, encabezando la marcha con sus botas de goma rojas, chapoteando en todos los charcos y cantando a voz en grito: «¡BAM, bam badda-BAM!». Anouk se quedó en casa con Alyssa, mientras yo trataba de ordenar mis erráticos pensamientos.

Vencí la tentación de llamar a Roux. Ya no hay nada que pueda decirme. Además, si lo que sospecho es cierto, soy yo, y no Roux ni Joséphine, quien tiene la culpa de todo. Mi madre tenía razón: nunca debí edificar mi vida en torno a un hombre. Nunca había necesitado a Roux. No debería haberme entrometido.

El viento está perdiendo fuerza. Sin embargo, la lluvia sigue cayendo, implacable. Hoy es cálida; suave y cálida como la leche materna. Pienso en Inès Bencharki y en la certeza de Sonia y Alyssa de que ella es la amante de Karim. ¿Es eso lo que soy para Joséphine? ¿Un escorpión? ¿Una bruja que ha envenenado su vida?

Debería irme hoy, lo sé. Debería volver a casa mientras pueda. Pero ¿acaso no es demasiado tarde para ello? Ya estoy demasiado implicada en la vida de Les Marauds. No puedo abandonar a Alyssa, y el problema de Inès Bencharki sigue ahí. Además, prometí ayudar a Reynaud a salvaguardar su reputación. En menos de dos semanas me he enredado en media docena de secretos, desde el escondite de Du’a en el desván hasta el desafío de Omi al ramadán comiendo mostachones. Pero Lansquenet es así. Parece un lugar inofensivo, con sus casitas con malvarrosas creciendo en sus paredes. Sin embargo, eso es tan solo una estrategia para atraer a los incautos. Como el rocío que deja la estela de sus múltiples hebras melosas, tira de mí y me mantiene aquí, estableciendo todas estas conexiones…

Pilou estaba pescando en el puente cuando crucé en dirección a Lansquenet. Vlad estaba con él; ambos estaban empapados, pero, con la despreocupación que chiquillos y perros demuestran en todas partes, a ninguno de los dos parecía importarles demasiado.

—He preparado unas trufas —dije—. ¿Quieres probar una?

Pilou sonrió. Tiene la más cautivadora de las sonrisas, aunque, a pesar de lo que ahora sé, no veo nada de Roux en él. Tiene los ojos de su madre, eso sí, y su inagotable energía, aunque no su torpeza. Es un chico brillante y feliz, y, aun así, si mis sospechas son ciertas, le he robado a su padre.

Elegí para él una trufa de chocolate con leche.

—Creo que esta es la que más te va a gustar —le dije.

No le dije que sus favoritas serían los cuadraditos de chocolate de fresa y pimienta negra, porque no tengo el tiempo ni los recursos para preparar dulces personalizados. Pero a todos los niños les encanta el chocolate con leche. Se comió la trufa con ruidoso placer, mientras Rosette le miraba, ansiosa.

—¡Vaya! ¡Es increíble! —exclamó—. ¿De verdad la has preparado tú?

—Es lo que hago. —Le sonreí—. ¿Está tu madre en casa?

—No lo sé —dijo—. Creo que ha ido a ver al curé. —Pilou sonrió ante mi expresión de sorpresa—. Le lleva pains au chocolat.

Pains au chocolat?

Sé que, en general, Reynaud y Joséphine han resuelto sus diferencias, pero la imagen de mi vieja amiga llevándole el desayuno a Reynaud me parece tan extraña como la del curé alentando sus iniciativas. Es la clase de cosa que Caro podría haber hecho…, antes del incendio de la escuela, claro. Pero ahora…

De pronto fui consciente de que no había visto a Reynaud desde el domingo por la noche. La semana pasada se pasó por casa todos los días para traernos el pan. Había llegado a la conclusión de que la lluvia de los últimos tres días le había impedido realizar su paseo matinal. Y entonces recordé lo que había visto mientras preparaba las trufas… Esa visión de Reynaud caminando solo…

—¿Él se encuentra bien? —le pregunté a Pilou.

—Se supone que no puedo decirlo —contestó.

—¿Decir qué?

Pilou se encogió de hombros.

—Creo que se metió en una pelea —dijo—. Con alguien de Les Marauds. Du’a dice que allí hay gente mala. Gente que lo culpa del incendio. De todos modos, está en su casa. Al menos hasta que se calmen un poco las cosas.

Eso lo explicaba todo.

—Ah, entiendo. Puede que le lleve unas trufas.

Nos llevó el resto de la mañana cumplir con todas mis promesas. Una caja de trufas para Narcisse, que había sido muy generoso regalándonos frutas y verduras. Otra para Luc, que nos ha prestado su casa, y sin el que nunca habríamos venido aquí. Y la tercera para Guillaume, con estrictas instrucciones de que no alimentara con las trufas a su perro. Y, con cada visita, esos filamentos de rocío nos envolvían con fuerza a las dos, poniéndonos difícil la despedida, arropándonos con dulzura.

«Me gusta este lugar», dijo Rosette en el lenguaje de signos.

Por supuesto que le gusta. Es tan reconfortante, tan distinto de París, con sus rancios suburbios y sus multitudes sin rostro.

«¿Podemos quedarnos? ¿Puede venir también Roux?».

¡Oh, Rosette! ¿Qué debo hacer?

Llegué al Café des Marauds justo cuando las campanas de la iglesia daban las cuatro en punto. Joséphine estaba detrás de la barra del bar y nos dio la bienvenida obsequiándonos con un chocolate caliente. Parecía estar encantada de vernos, pero había algo en sus colores que me decía que se sentía incómoda. Le di una caja de trufas: chocolate negro envuelto en una capa de blanco, de esa clase llamada Les Hypocrites.

Probó una.

—¡Son maravillosas! No has perdido tu toque personal. Piensa en lo que podrías hacer si…

Se comió el final de la frase con tanta fuerza que oí cómo chocaban sus dientes.

¿Si qué? ¿Si me instalara aquí para siempre? ¿Era eso lo que intentaba decirme? ¿Y por qué la asusta esa idea?

Sonreí.

—No he perdido la práctica —dije—. Además, pensé que te apetecería probarlas.

El café no estaba lleno; solo había unas pocas mesas ocupadas. Detrás de la barra vi a Marie-Ange mirando a través de la cortina de cuentas que conduce a la trastienda. Me tomé el chocolate. Estaba rico. No tanto como el que yo preparo, pero bueno…

Joséphine se volvió hacia la cortina, desde donde Marie-Ange hacía señas con insistencia.

—Lo siento, Vianne, pero tengo que irme. Tengo un asunto que atender.

—¿Ocurre algo?

Negó con la cabeza. Superficialmente, su sonrisa era radiante, aunque bajo la línea de flotación ocultaba inquietud.

—No, no. Por favor, terminad el chocolate. Pero ya sabes… Siempre hay algo que hacer…

Una vez más, eché un vistazo al silencioso café. Dos jóvenes se estaban tomando un diabolo-menthe; Poitou merendaba antes de que volviera a abrir la panadería; Joline Drou y Bénédicte Acheron se tomaban un café solo y miraban hacia la calle. Nadie me dijo nada, pero vi que observaban a Rosette, que se había metido debajo de una mesa para jugar con Bam, ululando en voz baja para sí misma. Por un instante me pregunté si Rosette podría ser el motivo del malestar de Joséphine; hay gente que está inquieta cuando se enfrenta a lo inusual, y era evidente que a Joline y a Bénédicte, Rosette les parecía vagamente inquietante…

¿O era por su padre?

Les tendí una caja de trufas.

—¿Por qué no probáis una de mis Hypocrites? Seguro que son vuestras favoritas.

Joline parecía nerviosa.

—Yo… no como chocolate.

Bénédicte me dirigió una mirada de superioridad. Una rubia desteñida con una sonrisa almibarada y demasiados accesorios que se considera a sí misma como la sucesora natural de Caro Clairmont.

—No creo que por aquí encuentres muchas mujeres que lo hagan —me dijo—. Tenemos que conservar la línea, ¿verdad?

—Sí, ¿verdad? —dije, y sonreí.

Sus colores adquirieron un verde bilioso. Debajo de la mesa, Rosette se puso a cantar con su voz extrañamente parecida a la de un pájaro.

—Tienes una niña adorable —dijo Bénédicte, con un tono de voz empalagoso—. Es una pena que no hable.

—Oh, a veces lo hace —respondí—. Lo que pasa es que espera a tener algo que decir. Es una pena que la gente no haga lo mismo.

—Discúlpeme, madame —dijo una voz a mis espaldas.

Me di la vuelta y reconocí a Charles Lévy, que vive en la Rue des Francs Bourgeois, cerca de la casa de Reynaud. No se contaba entre mis clientes, pero aun así es un anciano agradable, limpio y escrupuloso. A su lado estaba Henriette Moisson, una señora muy mayor que recordaba de los tiempos de la chocolaterie. En la mano sostenía un collar de gato de color rosa con una placa metálica. Miraba a su alrededor, perpleja y ansiosa.

—Me preguntaba si podrían ayudarnos —dijo Charles—. Estamos buscando a Monsieur le Curé.

—Pero hoy es miércoles —dijo Joline—. Como sabe, los miércoles no está.

Charles Lévy se quedó mirándola.

—No, no, el père Henri no —dijo—. Estoy buscando al curé Reynaud.

Joline enarcó una ceja excesivamente depilada.

—¿Reynaud? ¿Y por qué le quiere a él? Todo el mundo sabe que está loco.

—Pues parecía perfectamente cuerdo cuando lo vi el domingo —dije.

—Bueno, Caro lo vio ayer; cree que está sufriendo una crisis nerviosa. Según ella, solo era cuestión de tiempo. Siempre ha sido un candidato perfecto, ya sabe.

Charles la ignoró y volvió a dirigirse a mí.

—Creo que usted es amiga de Monsieur le Curé —dijo—. Estuve hablando con él sobre mi gato. Mi Otto, a quien madame Moisson ha adoptado a tiempo parcial. Le tengo mucho cariño a mi gato, madame, pero el curé Reynaud me hizo comprender que tal vez las necesidades de madame Moisson sean mayores que las mías. Pero ahora Otto ha desaparecido y ella sospecha de mí.

Henriette le dirigió una mirada desdeñosa.

—Mi Tati nunca huiría.

—Es un gato —dijo Charles—. Por supuesto que lo haría. Y si lo llamara por su nombre, que entiende y al que responde…

Otto. Ese es un nombre boche —dijo Henriette despectivamente.

—Mi abuelo era alemán —dijo Charles.

Henriette emitió un gruñido desdeñoso.

—No me extraña que el gato no quiera quedarse. ¡Ahora me dirá que fue él mismo quien se quitó esto! —exclamó, tendiéndole con la mano el collar rosa.

Vi que en la placa metálica en forma de corazón había una inscripción que rezaba «TATI».

—Lo encontré junto al río —dijo ella—. A mi Tati le encanta su collar.

—¿Junto al río? —Fruncí el ceño—. ¿Por casualidad Otto (o Tati) no será un gato negro con una mancha blanca junto a la nariz?

—¿Lo ha visto? —preguntó Charles.

—Creo que sí. Aunque en Les Marauds me parece que lo conocen con el nombre de Hazrat y le apasionan los mostachones de coco.

Henriette lanzó un gemido.

—¡No! ¿En Les Marauds? ¡Esos magrebíes! Un gato no está a salvo en ese barrio. Convertirán a mi Tati en un gato kebab…

Le aseguré que Tati era un invitado de honor y le prometí que pronto le traería noticias suyas. Henriette no se quedó del todo tranquila, pero aceptó una trufa. Charles se sumó a ella, y solo tomó asiento después de que Henriette estuvo cómodamente sentada.

—Gracias, madame Rocher —dijo en voz baja, para evitar que Joline y Bénédicte lo oyeran—. He estado en casa de Monsieur le Curé, pero no hablará con nadie más, ni siquiera a través del buzón.

—¿Del buzón?

—¡Oh, sí! —dijo Charles—. Ha estado confesando. No le permiten hacerlo en la iglesia. No ahora que está el père Henri.

—Ese perverti… —terció Henriette—. ¿Sabe que estaba escondido en el confesionario la última vez que fui a la iglesia? ¡Incluso iba vestido como un sacerdote, pardi!

—El père Henri es sacerdote —contestó Charles.

—Pensaba que a un perverti como él no le dejarían serlo —dijo Henriette.

Charles cogió otra trufa, aparentemente para calmar los nervios.

—¿Ha visto cómo es? —me dijo Charles, en un susurro—. Cuanto antes encontremos a Otto, mejor. De algún modo, ese gato parece tranquilizarla.

—Lo encontraré. Lo prometo —les dije a los dos.

Sin embargo, sus palabras habían suscitado de nuevo mis dudas. Algo le pasaba a Francis Reynaud. Quedarse en casa por miedo a un ataque, confesar a través del buzón, su aparición en una bruma de chocolate, comportarse de un modo tan extraño que había llevado a Caro Clairmont a difundir el rumor de que se estaba volviendo loco…

Recogí a Rosette y a Bam y lo que quedaba de mis trufas. La sensación de inquietud que me agobiaba se había convertido en un imperativo. Me dirigí a la casa de Reynaud, en la Rue des Francs Bourgeois, y llamé a la puerta. No contestaron. Los postigos estaban abiertos; miré en el interior de la casa, pero no había nadie. Llamé de nuevo a la puerta. Nada. Entonces giré el pomo.

La puerta no estaba cerrada con llave. Eso, en realidad, no resultaba muy sorprendente. En Lansquenet apenas hay delincuencia; incluso ahora, la mayoría de la gente no se molesta en cerrar su casa con llave. Años atrás había un ladrón; eso me contó Narcisse. Era uno de los primos de la familia Acheron, según creo; pero desde que lo pillaron, no ha habido ningún otro.

La casa estaba vacía. Me di cuenta de inmediato. El sonido es sutilmente distinto. Olía ligeramente a tostada quemada y a habitaciones que no se ventilaban desde el día antes. Entré en el dormitorio y vi la cama sin hacer, con las almohadas apiladas sobre el colchón. Todo estaba muy pulcro; todo limpio y ordenado. Las plantas habían sido regadas recientemente; en el fregadero no había platos sucios y la cubeta de plástico había sido cuidadosamente vuelta del revés. En el cuartito que había junto a la cocina encontré una carga de ropa limpia en el interior de la lavadora: aún olía a fresco, como si la hubieran metido allí esa misma mañana. El baño estaba tan recogido como la cocina: no había ninguna toalla en el toallero ni el cepillo de dientes en el estante de cristal.

¿Era posible que Reynaud se hubiera ido?

Volví al salón, donde Rosette estaba jugando en silencio. El ruido que hacía mientras jugaba y el del reloj haciendo tictac encima de la chimenea eran toda la vida que había en la casa. Hay gente que deja parte de sí misma en el lugar donde han vivido. Sin embargo, allí no había ni rastro de Francis Reynaud: ninguna huella, ninguna sombra, ni siquiera un fantasma.

—¿Adónde habrá ido? —me pregunté, en voz alta.

Rosette levantó los ojos y me ululó.

—¡Bam!

Era una invitación al juego. Negué con la cabeza.

—Ahora no, Rosette. Estoy pensando. ¿Adónde podría ir, sin decirnos nada?

«Al río», dijo Rosette en lenguaje de signos, como si la respuesta fuera obvia.

Al río. Al pensar en ello me entró frío. Crecido después de una semana lloviendo, debe de ser traicionero. ¿Y acaso no me había advertido el viejo Mahjoubi que era peligroso? Me vino una repentina e inquietante imagen de Reynaud de pie, en el parapeto, mirando al agua.

¿Era posible que Caro tuviera razón? ¿Era posible que Reynaud hubiera sufrido un ataque de nervios? ¿Era posible que el estrés de las últimas semanas lo hubiese llevado al suicidio? Seguramente no. No era de esa clase. Y aun así…

«La gente cambia —susurra la voz de mi madre desde las tinieblas—. Después de todo, tú has cambiado, ¿no es así? Tú, y Roux, y Joséphine…».

Luego fue la voz de Armande: «Tú intentaste salvarme, ¿verdad? Igual que hiciste con tu madre. Y, de todas formas, ambas morimos».

—¡Bam! —dijo Rosette—. ¡Bam bam, badda-bam!

Eso es, Rosette. Díselo a esos fantasmas. Diles que nos dejen en paz. Solo es el autan negro abriéndose camino en mi cabeza, suscitándome ideas inquietantes, haciendo que me cuestione mi sentido común. Probablemente Reynaud haya salido a dar un paseo. Lo veremos por la mañana. Además, tenemos que entregar más trufas en Les Marauds: trufas de coco para Omi; de rosa y cardamomo para Fátima y sus hijas; de chile, que calienta el corazón y da valor, para el viejo Mahjoubi. Y una caja más para Inès, con un lazo de seda rojo. El regalo que atraviesa todas las culturas, el que hace asomar una sonrisa al rostro más amargo, el que hace retroceder los años y nos devuelve a una época más dulce y más simple. La última vez que intenté acercarme a ella fracasé. Lo hice desarmada y de forma inconsciente. Esta vez será diferente.

Esta vez le llevaré sus favoritas.