CAPÍTULO 2

Miércoles, 25 de agosto

Me pasé toda la noche soñando y me despertó al amanecer el leve sonido del pestillo de la puerta al cerrarse. Me incorporé en el sofá cama y vi una sombra a través de la ventana; una figura femenina vestida con una túnica negra y los rasgos ocultos tras un pañuelo.

—¿Alyssa?

Encendí las luces. La figura estaba frente a la puerta, y solo pude verle los ojos debajo del pañuelo bien sujeto. Pero no era Alyssa. Entonces me di cuenta de que era una figura mucho más menuda que no se escondía bajo una abaya sino bajo un abrigo negro que le quedaba muy grande.

—¿Du’a?

Se volvió para mirarme. Su pequeño rostro, carente de expresión, estaba pálido. En una voz extrañamente adulta, dijo:

—Tengo que hablar con Alyssa.

Me levanté y me puse la bata.

—Por supuesto. ¿Ocurre algo?

Me miró. No era la misma mirada que Anouk, a los nueve años, solía dirigirme cuando yo decía algo que ella consideraba especialmente estúpido.

—Voy a buscarla —dije.

Me siguió escaleras arriba hasta la pequeña habitación de Alyssa. Ya estaba despierta, contemplando la lluvia a través de la ventana. Dio un salto al ver a Du’a, al que siguió una rápida conversación en árabe de la que apenas entendí nada salvo «yiddo» (abuelo) y de la que se desprendía una sensación de urgencia. Alyssa escuchó a Du’a atentamente, y de vez en cuando la interrumpía con algún comentario o alguna pregunta. Luego dijo:

—Tengo que irme.

—¿Qué pasa?

—Se trata de yiddo. Está enfermo. Dice que quiere verme.

Entonces recordé que Fátima me había dicho que el viejo Mahjoubi estaba enfermo. En mi prisa por encontrar a Inès no había prestado demasiada atención. Recordé algo acerca de una disputa con Saïd (¿o era con Inès?) y que el viejo Mahjoubi había decidido quedarse con la familia al-Djerba por un tiempo. Pensé en la única ocasión en que había hablado con él. Me gustó su aspecto de pícaro y su humor socarrón. Cualquiera que fuera su enfermedad, me dije, debía de haber sido algo repentino.

—¿Qué le ocurre?

Alyssa se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe y él no dice nada. No quiere ver a ningún médico y no quiere comer. Solo lee su libro o se pasa el día durmiendo. Ha preguntado por mí. Tengo que ir. —Dudó—. ¿Vienes conmigo? Por favor…

Sonreí.

—Claro. Deja que me vista.

Salimos cinco minutos después bajo una lluvia tenue pero constante. Alyssa volvía a llevar su hiyab; bajo las capas de tela, su cara parecía pequeña y angulosa. Ahora que la marea está baja, Les Marauds huele incluso más fuerte; es un olor salobre que me recordaba a puertos, viajes y playas al amanecer, con huellas en la arena negra y niños excavando en busca de berberechos. Durante la noche, el Tannes se ha desbordado, inundando un extremo del bulevar y formando una especie de lago de poca profundidad en el que la mezquita, con su minarete blanco, se refleja como si fuera un espejismo. Si la cosa sigue así, me dije, las casas de la calle se inundarán, empezando por el sótano, hasta que el agua llegue a las alcantarillas y a los desagües y llene su interior, una tras otra.

Fátima no dijo nada al vernos llegar a las tres. Simplemente nos hizo un gesto para que entráramos, recogió nuestras prendas de abrigo y los zapatos y nos hizo pasar al salón. Zahra y Omi ya estaban allí, vestidas para ir a la mezquita, sentadas sobre unos cojines y jugando a un juego que se parecía a las damas, aunque no lo era. Maya estaba en la cocina con su madre, pero salió al oírnos. Ninguna parecía sorprendida de verme.

—¿Es muy grave? —preguntó Alyssa.

Omi negó con la cabeza.

—¿Quién sabe? Se instaló aquí hace cinco días; dijo que prefería quedarse con nosotros. Desde entonces, apenas habla, no come y ni siquiera va a la mezquita. Solo se sienta a leer su libro y a mirar por la ventana. Es casi como si hubiera perdido toda esperanza ahora que Saïd ha ocupado su lugar. Pero puede que si tú hablas con él… —Se encogió de hombros—. Inshallah. Merece la pena intentarlo.

Durante un rato, Alyssa no dijo nada. Parecía estar pensando intensamente.

—¿Sabe alguien más que estoy aquí? —dijo.

Fátima posó una mano en su brazo.

—Te prometo que no se lo hemos dicho a nadie. Pero aquí un secreto no puede guardarse durante mucho tiempo. La gente habla y hace conjeturas.

—¿Ha venido alguien más? —preguntó Alyssa—. ¿Sonia? ¿Mi padre? ¿Karim?

—No. Saïd dice que no deberíamos consentir al viejo y que nadie debería visitarlo a menos que acceda a volver a casa. —Fátima lanzó un suspiro y negó con la cabeza—. Los dos son tercos como una mula y ninguno cederá. Ahora, Mehdi está con él. Estoy segura de que se alegrará de veros a las dos.

Fátima nos acompañó por unas estrechas escaleras. La habitación del viejo Mahjoubi estaba en un altillo que hay en la parte trasera de la casa que da al río. Una única ventana de forma triangular deja entrar la luz del día; los aleros, de madera vieja y carcomida, son bajos. El viejo Mahjoubi estaba sentado allí, con una manta de cuadros sobre las rodillas. Tenía la cara pálida y hundida. A su lado, en la mesilla de noche, tenía el tercer volumen de Los miserables, con un marcador en algo más de la mitad del libro. De pie, junto a él, había un hombre que supuse que sería Mehdi, el marido de Fátima: tenía el pelo canoso, un poco de barriga y un rostro divertido, aunque ahora podía verse en él la preocupación.

Me quedé junto a la puerta. Alyssa entró y abrazó a su abuelo. Se dirigió a él en árabe, con frases rápidas y escalonadas, en voz baja. Evidentemente, no entendí lo que decía, pero, a medida que ella hablaba, la cara del anciano se animó un poco, reflejando durante un par de segundos un vestigio de la personalidad que le había visto hacía tan solo unos días.

—Alyssa —dijo él, con una voz que parecía de papel. Volvió lentamente los ojos para mirarme—. Y madame Rocher, ¿no es así? ¿La que trae melocotones por ramadán?

—Mis amigos me llaman Vianne —le dije.

—Estoy en deuda con usted —dijo, levantando una mano, un gesto extrañamente cortés, como el de un anciano rey concediendo un favor—. En nombre de mi pequeña Alyssa.

Sonreí.

—No me debe nada —dije—. En cualquier caso, sería a Monsieur le Curé a quien debería mostrar su agradecimiento.

Asintió con la cabeza.

—Comprendo. Espero que pueda darle las gracias de mi parte.

Alyssa estaba de rodillas en la alfombra, junto a la silla del anciano. Su mano, amarillenta y deforme como un trozo de madera, se posó en la cabeza de la muchacha. Dijo algo en árabe, en voz baja, de lo que capté la palabra zina, pero nada más.

Quedamente, Alyssa se echó a llorar.

—No quiero que te mueras, yiddo. Tienes que ver a un médico.

El viejo Mahjoubi negó con la cabeza.

—No me voy a morir, te lo prometo. Al menos no hasta que haya terminado ese libro. Y recuerda: es un libro muy largo y está escrito en francés, la letra es pequeña y ya no tengo tan buena vista como antes…

—No bromees con eso, yiddo. Tienes que cuidarte más y comer algo. Que te vea un médico. Aquí hay un montón de gente que te necesita.

El viejo Mahjoubi suspiró.

—¿De veras?

—Pues claro que sí —le dije—, aunque quizá haya quien no quiera reconocerlo. Sin embargo, la gente que rechaza tu ayuda es, a menudo, la que más te necesita.

Me pareció que, al decirle eso, sus cansados ojos brillaron.

—Está hablando de mi hijo Saïd.

Me encogí de hombros.

—¿Cree que es lo bastante bueno como para ocupar su puesto sin ayuda? O —cité un proverbio marroquí—, ¿«si a mediodía él dice que es de noche, usted le dirá: “Mira, las estrellas”»?

Me miró atentamente.

—Madame, creo que me cae mejor cuando solo trae melocotones.

Cité otro proverbio:

—«A un hombre sabio le basta con un gesto. En cambio, un necio necesita una patada en el…».

El viejo se echó a reír.

—Sabe muchos proverbios marroquíes, madame. ¿Conoce el que dice: «Una mujer sabia tiene mucho que decir, y aun así casi siempre calla»?

—Yo no he dicho que fuera sabia —repuse—. Lo único que hago son chocolatinas.

Me miró con unos ojos que parecían brillar bajo una telaraña de arrugas.

—Soñé con usted, madame Rocher —dijo—. Cuando intenté rezar el istikhaara. Soñé con usted y luego con ella. Cuídese. Y manténgase alejada del agua.

Alyssa parecía preocupada.

—Deberías descansar un poco, yiddo —dijo.

El anciano sonrió y volvió a centrar la vista.

—¿Se da cuenta de cómo me regaña esta mocosa? Alhumdullila, espero que venga otra vez. Recuerde lo que le he dicho.

Ahora se le veía muy cansado. Posé una mano en el brazo de Alyssa.

—Deberíamos dejarlo descansar, si es que puede. Quizá podrías volver mañana.

Ella me miró.

—¡Oh, Vianne! ¿Crees que…?

—Mañana volveremos. Te lo prometo. Pero de momento, dejemos que duerma.

A regañadientes, me siguió escaleras abajo hasta el salón. Maya. que tenía a Hazrat, el gato, entre sus brazos, estaba jugando a las damas con Omi.

—¿Se encuentra mejor yiddo? —preguntó, levantando los ojos cuando entramos—. Memti dice que está demasiado cansado para jugar, y Omi siempre hace trampas.

—Yo no hago trampas —repuso Omi—. Soy vieja, ¡y por lo tanto infalible! —Me mostró su arrugada y desdentada sonrisa—. ¿Cómo está el viejo? ¿Ha hablado contigo?

—Un poco.

—Bien. Deberías volver. Y traerle un poco de ese chocolate tuyo.

Asentí con la cabeza.

—Por supuesto.

—No tardes mucho.

Mientras caminábamos de nuevo bajo la lluvia, le pregunté a Alyssa:

—¿Qué significa istikhaara?

Ella pareció sorprendida.

—Ah, ya —dijo—. Es una forma de pedir ayuda. Rezamos, nos acostamos y soñamos con la respuesta a nuestra oración. A veces funciona, pero no siempre. Los sueños no son siempre fáciles de interpretar.

«Como las cartas», me dije. Imágenes con varias capas de significado. «Manténgase alejada del agua», me había dicho el viejo. El escorpión y el búfalo.

¿Por qué habría soñado conmigo? ¿Qué clase de ayuda estaba buscando? ¿Trataba de decirme que me mantuviera alejada de Inès Bencharki? Y, si así era, ¿es demasiado tarde? ¿Me ha picado ya el escorpión?

—¿Por qué te lanzaste al río? —dije—. ¿Fue por Luc Clairmont?

Levantó bruscamente los ojos.

—¿Luc?

Sonreí.

—Du’a me habló de él. Me dijo que hablabas con él por internet y que temías que alguien se enterara…

Me miró, con cara de no comprender.

—¿Luc?

—Solías jugar al fútbol con él en la plaza. No pasa nada, lo entiendo. En aquellos tiempos, tus padres eran distintos. Les Marauds era distinto. Pero yo conozco a Luc. Él va por libre. Si te quiere, no se dejará intimidar por unas desavenencias familiares. Se enfrentará a sus padres, de la misma forma que tú te has enfrentado a los tuyos. Todo irá bien, te lo prometo. Y si tú lo quieres, ¿qué podría salir mal?

Esperaba que reaccionara de otra forma. Que se echara a llorar, tal vez, o que se sintiera aliviada. Sin embargo, la expresión de su cara no cambió; estaba tan blanca como el pan recién horneado. Luego, de repente, empezó a reírse; era una carcajada triste y brusca que cortó el aire como la metralla.

—¿Es eso lo que piensas? —dijo, finalmente—. ¿Que estoy enamorada de Luc Clairmont?

—¿No lo estás?

Se echó a reír otra vez.

—Entonces, ¿de qué se trata, Alyssa? ¿Y por qué es zina?

—Pensé que podías ver cosas —dijo, con desprecio. Su tono de voz se parecía tanto al de Inès que me dolió. Debajo del hiyab firmemente anudado parecía tener mucho más de diecisiete años; en aquel momento podía haber tenido treinta, o más—. Pensaba que eras distinta a los demás. Pero en realidad no puedes ver nada. Nadie ve nada.

Se echó a llorar, dejando escapar un sonido ronco, tan lastimero como su risa. Traté de rodearla con los brazos, pero ella me apartó.

—Por favor, Alyssa. —Lo intenté de nuevo. Esta vez no me apartó, pero noté la rigidez de su cuerpo entre mis brazos—. Por favor, ¿no vas a contarme qué ocurre? No pretendo saberlo todo, pero no juzgo a nadie. Te lo prometo.

Durante un buen rato, pensé que no iba a contestarme. Simplemente nos quedamos allí, bajo la lluvia, escuchando el sonido del Tannes y del viento arrancando las hojas de los árboles. Luego, ella respiró profundamente y me miró, con expresión inquebrantable.

—Tenías razón en una cosa. Sí, estoy enamorada, pero no de Luc.

—Entonces, ¿de quién?

Lanzó un suspiro.

—¿Aún no lo sabes? Pensé que lo habrías adivinado. Después de todo, lo has visto. Todas las mujeres están locas por él: Sonia, mi madre, Zahra, Inès… —Me dedicó una sonrisa triste—. Por eso quería morirme. Porque estoy enamorada de Karim Bencharki.