Miércoles, 25 de agosto
Tomé las calles laterales de Les Marauds. Había olvidado lo temprano que se levanta esta gente. Las luces ya estaban encendidas en todo el bulevar; cálidos cuadrados multicolor de luz amarilla, roja, azul y verde. «De modo que esto es lo que se siente al ser un extraño», pensé. En cierto sentido, me gustaba. La idea resultaba casi romántica. Puede que ser un extraño consista simplemente en saber cómo mirar las cosas desde fuera. Consulté el reloj. Las seis en punto. El muecín no tardaría en llamar. Para entonces, tenía planeado estar ya lejos de Les Marauds. Evitando el bulevar y el gimnasio, tomé uno de los callejones que conducen al antiguo embarcadero. Allí, en los tiempos de la gente del río, solían amarrar los barcos, pero ahora ya nadie lo usa. Hay un camino de sirga que discurre junto al río que en otros tiempos se utilizaba para arrastrar barcazas río arriba; sabía que si lo seguía me llevaría hasta Pont-le-Saôul, donde podría tomar un autobús para Agen y desde allí…
¿A París? ¿A Londres? ¿A Roma?
Un montón de carreteras que me llevarían cada vez más y más lejos de casa, desplegándose en espiral como la tela de una araña hacia todos los extremos del mapa…
Intenté no pensar demasiado en lo que iba a hacer. «Paso a paso. Un pie y después otro», pensé. Vi que el río había crecido de nuevo. A este ritmo, me dije, se desbordará, inundando el Boulevard des Marauds. Les Marauds está acostumbrado a las inundaciones, naturalmente; las casas que están a orillas del río están construidas sobre pilotes para adaptarse al aumento o a la disminución del caudal del Tannes. Sin embargo, las casas son viejas; el paso del tiempo ha descolorido y deformado la madera original; en algunos casos ha sido reforzada con puntales metálicos que se han podrido y oxidado con los años. Un día, puede que en invierno, esos puntales cederán, y la hilera de casas ruinosas se hundirá en el Tannes, una contra la otra, cogiendo impulso como una fila de fichas de dominó, dejando únicamente tras de sí un informe amasijo de yeso y madera.
¿Sería muy malo que ocurriera eso?
En cualquier caso, père, ya no es mi problema. He terminado con Lansquenet. Yo ya he decidido lo que debo hacer. Dejemos que el río decida el resto.
Fue entonces cuando vi una casa flotante amarrada en el muelle. Alejada de las estelas que dejan los barcos, varada en la orilla del río, como alguien que duerme con la cabeza apoyada en el doblez del codo. ¿Gitanos de río? Seguro que no. Su momento pasó hace mucho tiempo. Y aun así, vi que salía humo de la chimenea…, humo o vapor, no podría decirlo con certeza. En la ventana había luz. Dentro había alguien.
Instintivamente, me dirigí hacia los árboles. Hay una hilera que crece entre el río y el final del bulevar, y no quería que me vieran. Quienquiera que fuera que vivía en aquella barca, ya no era asunto mío. Ya enfilaría el camino de sirga desde otra parte.
Sin embargo, cuando estaba a punto de alcanzar la fila de árboles, vi una figura que se dirigía hacia mí. Una figura esbelta vestida de negro de la cabeza a los pies, con un velo cubriendo sus rasgos. Aunque alguien pudiera pensar que era imposible de identificar, supe quién era por su forma de moverse: Sonia Bencharki.
Supuse que debía de haber estado corriendo. Casi chocó conmigo cuando se acercó. Podía oír su respiración, rápida y entrecortada; sus ojos, que asomaban por encima del velo negro, estaban muy abiertos, con expresión de alarma y sorpresa. Temí que se pusiera a gritar.
—No pasa nada, Sonia —dije—. Soy yo, Francis Reynaud.
Me di cuenta de que estaba incluso más alarmada. Emitió un grito estrangulado.
—Estaba dando un paseo —dije—. Eso es todo. No quería asustarte.
Evidentemente, mi historia no explicaba por qué llevaba una mochila colgada del hombro, pero lo último que quería en aquel momento era llamar la atención. ¿Por qué estaba allí Sonia, a orillas del río…, sola y a esas horas?
—Sonia. ¿Tienes algún problema?
Del fondo de su garganta salió un sonido.
—Por favor… No puedo dejarte así. ¿Sabe tu padre que estás aquí?
—No.
Su voz era un susurro.
Pensé en Alyssa. Aquello no era justo. Lo único que yo quería era irme. «Mon père —pensé—, ¿por qué es todo tan complicado? ¿Cuántos obstáculos más va a poner Dios en mi camino?».
Ella no es responsabilidad mía. Alyssa no es responsabilidad mía. Inès Bencharki no es responsabilidad mía. Todas las cosas malas que me han ocurrido durante las últimas semanas han sido el resultado de haberme metido en asuntos que no son responsabilidad mía. Bueno, así son las cosas, me dije. Les Marauds tiene su propio sacerdote. Dejemos que él se ocupe de su rebaño.
Y entonces me llegó un olor a gasolina. ¡Dios mío! ¿Se había bañado en gasolina?
—¿Qué estabas haciendo aquí? —le pregunté, con más aspereza de la que pretendía—. ¿Por qué hueles a gasolina? ¿Ibas a quemarte viva?
Sonia se puso a gemir.
—Usted no lo entiende…
—Vamos a buscar a tu padre —dije, cogiéndola por la muñeca—. Es él quien debe solucionar este asunto.
—No, no…
Negó con la cabeza con tanta fuerza que todo su cuerpo se sacudió. La lata de gasolina que escondía bajo su vestido cayó al suelo.
La frustración que había sentido durante las últimas semanas alcanzó el punto de combustión. La ira me hizo ser implacable. Lo sé, père. Y no estoy orgulloso de ello.
—¿Qué pasa con vosotros? —dije—. ¡Primero tu hermana, y ahora tú! ¿Estáis locos? ¿Queréis morir? ¿De verdad creéis que si morís durante el ramadán Dios os dará un pase para el Paraíso?
Sus ojos tenían una mirada vacía.
—No quiero morir.
—Entonces ¿qué querías?
Su respuesta fue inaudible.
—¿Qué querías?
Cuando levanté la voz, hizo una mueca.
—Quería que Inès se fuera.
Esa mujer otra vez.
—¿Quién demonios es esa mujer? ¿Y cómo ha logrado infectar a todo Les Marauds con su locura? —Hice una pausa—. Espera un momento. Exactamente, ¿cómo pensabas conseguir que se fuera? —Señalé la lata de gasolina—. Sonia, ¿qué es lo que pensabas quemar?
Jesús bendito. Acababa de caer en la cuenta. Sentí golpes en la cabeza, uno tras otro. La casa flotante. La lata de gasolina. Sonia. La escuela. La pintada en árabe. «Puta». La acción que había hecho que mi mundo se viniera abajo, que me había convertido en un paria tanto en Les Marauds como en Lansquenet y que me había costado mi reputación y mi orgullo…
—¡Tú provocaste el incendio! —le dije—. ¿Por qué?
—Quería que se fuera —respondió. Su voz parecía el ruido de tachuelas que se clavan en un trozo de madera—. Quería que se marchara para siempre, que volviera al lugar de donde vino. Nunca debió de quedarse aquí, solo vino para asistir a una boda. Si se va, entonces Karim será solo para mí, tal como tenía que ser. Pero mientras ella esté aquí…
—Podrías haber matado a alguien —dije—. A Inès, o a su hija, o a alguien que hubiera ido a socorrerlas…
Negó con la cabeza.
—Tuve mucho cuidado. Encendí el fuego frente a la casa, y la escalera de incendios está en la parte de atrás. Además, lancé piedras contra la ventana para asegurarme de que se despertaban.
Por un instante me quedé sin habla. Que Sonia hubiera intentado quemar la escuela…, Sonia, que siempre me había caído bien, que solía jugar con los otros niños en la plaza y que tomaba diabolos en el café de Joséphine…
—¿Tienes una ligera idea del daño que has causado? ¿Sabes que todo el mundo me culpa a mí?
—Lo siento mucho —dijo.
—Ah, ¿y eso lo perdona todo? —Me invadió la rabia. Mi voz rompió el silencio como el fuego—. ¿Incendio provocado, intento de asesinato y mentiras?
Sorprendentemente, no se echó a llorar. Esperaba que lo hiciera, père, pero su voz sonó tan fuerte como antes.
—Estoy embarazada de cuatro meses, curé —dijo—. Si él se divorcia de mí, me quedaré sola. No tengo nada. Puede quedarse aquí o regresar a Marruecos si le apetece. ¿Lo comprende?
—¿Y por qué iba a divorciarse de ti?
—Lo hará si se entera de que provoqué el incendio. Ya se lo he dicho. Él adora a Inès. Y no espero que mi padre me ayude. Quiere a Karim como si fuera su hijo predilecto. Y mi madre… Ella piensa que es un ángel bajado del Jannat para salvarnos. Y en cuanto a Inès…
Apartó la mirada. El muecín empezó a llamar a oración. Sacado de contexto, es un canto muy musical. La chimenea de la vieja curtiduría proporciona una caja de resonancia que arenga a los fieles. Hayya la-s-salah. Hayya la-s-salah. En unos instantes, las calles volverán a bullir de actividad. Ideal para una huida tranquila.
—Él va a verla por las noches —dijo Sonia—. Lo oigo levantarse de la cama. Vuelve oliendo a perfume y a ella. Sé que es ella. Puedo sentirlo. Puedo verlo y sentirlo y oírlo todo, y aun así no puedo hablar. Ella lo ha embrujado; está bajo su hechizo. Ambos lo estamos.
«Esto es ridículo, père —pensé—. He abandonado el clero y aquí estoy otra vez, confesando».
—Las brujas no existen —le dije—. ¿Has hablado con Karim?
—No.
—¿Por qué no?
—Lo he intentado, pero se enfada. Luego, mi padre y mi madre dicen que no soy obediente. Dicen que debería ser más como Inès, recatada y respetuosa.
—¿Y tu abuelo? ¿Has intentado hablar con él?
Por primera vez, vi una sonrisa en su mirada.
—Mi querido yiddo. Pero él ya no vive con nosotros, y no lo veo muy a menudo. Mi padre y él tuvieron una discusión; según mi padre, es una mala influencia. Y a yiddo no le gusta que mi padre haya ocupado su lugar en la mezquita. Ahora vive con los al-Djerba, la familia de mi tío Ismail. Dicen que está enfermo y que se va a morir.
—Lo siento —dije.
Fui consciente de que lo decía en serio; Mohammed Mahjoubi llevaba muchos años aquí. A pesar de nuestras disputas, siempre lo he considerado un hombre honesto. Si se muere, dejará un vacío en su comunidad. Ojalá yo pudiera decir lo mismo.
—Vete a casa —dije—. Y cámbiate de ropa. Esta apesta a gasolina.
Me miró con incertidumbre.
—No se lo contará a Karim ni a mi padre, ¿verdad?
—No, siempre y cuando dejes en paz a Inès. Sea cual sea el problema que tengáis, debes resolverlo honestamente. Eso significa con sinceridad, hablando, y no con estupideces peligrosas como esta.
—¿Me promete que no se lo contará a nadie?
—Siempre y cuando te dejes de tonterías ahora mismo.
Lanzó un suspiro.
—De acuerdo.
—Dos avemarías.
Me miró con sorpresa.
—Es broma.
Creo que hay que ser sacerdote para entender realmente el humor, père. Sin embargo, Sonia sonrió con la mirada. Y eso me gusta.
—Yazak Allah, curé —dijo.
Luego, en silencio, desapareció sigilosamente.