Miércoles, 25 de agosto
Ya es medianoche y ha parado de llover. Está nublado, y el cielo es de color ágata. La luna llena de agosto, la que, según la tradición popular, père, es la causa de todos nuestros problemas, está hecha jirones, suplicando en el horizonte nocturno. No puedo dormir. Me duelen los dedos. Mi mente está estática y a la vez agitada. Pienso en mañana como si fuera una avalancha a punto de caer: las llamadas telefónicas, las visitas, la certera inevitabilidad de una vida a punto de desmoronarse.
Afuera, el viento es implacable. Tira de mí como un niño ansioso. Me zarandea, recordándome lo poco que tengo: la casa es de la Iglesia, así como los muebles, la mayoría de los libros y los cuadros. Una mochila de lona, la que me llevé al seminario hace mucho tiempo, más del que me gustaría, bastará para meter todo lo que poseo. Aparte de las vestimentas sacerdotales, que, evidentemente, dejaré aquí, ¿qué más tengo? Un par de camisas, un par de vaqueros, tres camisetas, calcetines y ropa interior. Un jersey muy grueso tejido a mano que me pongo en invierno, cuando hace frío. Una bufanda. Un sombrero. Un cepillo de dientes. Un peine. La estampita de san Agustín que me dio cuando era un niño. El reloj de mi padre. Su rosario, con las cuentas de vidrio verde; una baratija, pero le tengo mucho cariño. Un sobre marrón con fotografías y documentos. Un poco de dinero, no mucho. Cuarenta y cinco años perfectamente embalados en una sola mochila.
¿Por qué hago todo esto, père? Es absurdo. No voy a ir a ninguna parte. Para empezar, no tengo ningún lugar adonde ir. Estamos en medio de la noche. Está lloviendo. Y, aun así, me veo saliendo de aquí, con la mochila al hombro, dejando la llave en la entrada y cerrando la puerta a mis espaldas. Caminando por la calle desierta, con el abrigo y las botas de montaña, sintiendo el cielo sobre mi cabeza. Un hombre que no tiene adonde ir debe de sentir el cielo de una forma diferente. Y el camino también. Más duro bajo los pies, de algún modo. Mis botas están desgastadas y son cómodas. Puedo caminar durante horas antes de que tenga que pensar qué voy a hacer.
Eso suena muy bien, mon père. Saber que cada paso que doy me aleja cada vez más del père Henri Lemaître. No tener responsabilidades ni tomar ninguna decisión salvo la de dónde dormir, qué comer, si giro a la derecha o a la izquierda. Abandonar el deseo y ofrecerme a la aleatoriedad del universo…
¿Aleatoriedad?
Bueno, sí, père. Por supuesto, sé que Dios tiene un plan. Pero en estos últimos años me ha costado cada vez más creer que ese plan funcionara tan bien como Él pretendía. Cuanto más pienso en ello, más veo a Dios como un burócrata con ganas de ayudar, pero paralizado por los trámites y las gestiones. Si Él puede vernos a todos, père, lo hace desde detrás de una mesa con una pila de facturas y asuntos pendientes. Por eso Él tiene sacerdotes para que hagan su trabajo y obispos que lo supervisen. Por eso no Le guardo rencor. Pero intenta hacer malabares con demasiadas pelotas, y verás lo que pasa. Algunas se caen.
En cierto sentido, el viento me ha despejado la mente. La historia está llena de relatos de hombres que dejaron de lado la vida convencional para vivir en el camino. Mi tocayo, san Francisco, es uno de ellos. Puede que vaya a Asís.
Debo de haber dormido un poco, père. Me desperté con el cuerpo agarrotado. Mi mochila estaba apoyada contra la puerta. Por un instante me aferré al sueño y no recordaba haberla dejado allí. La realidad de estas últimas horas se escabullía a medida que despuntaba el día. Lo primero que solía hacer por la mañana es ir a la panadería de Poitou a comprar croissants o pain au chocolat. Hoy no lo he hecho. No quiero que Poitou hable de mí por todo el pueblo, y, además, dadas las circunstancias, ir a la panadería sería casi como tentarme a mí mismo para quedarme aquí cuando ya he decidido marcharme.
He preparado café y me he tostado una rebanada de pan duro. Olía mejor de lo que sabía, pero ha bastado para recordarme el hambre que he pasado. Ya no soy tan bueno como antes pasando hambre, père. Ya no respeto el ayuno de la Cuaresma. Si me voy, me he dicho, tengo que acostumbrarme a pasar hambre. San Francisco comía raíces y bayas, por supuesto. Supongo que eso lo alimentaba. Sin embargo, a mí me costará prescindir del desayuno con croissants.
Miré al cielo. Seguía estando oscuro. Faltaba más de una hora para el amanecer. No quería que me vieran cuando me fuera, sobre todo la gente de Les Marauds, cuando salieran para la oración matinal. Sabía que debía pasar por allí si quería seguir el curso del río. Ese parecía el plan más sensato, al menos hasta que hubiera recorrido la distancia suficiente para no encontrarme con alguien que pudiera reconocerme. Un corte limpio, me dije: nada de explicaciones, nada de despedidas. Ni siquiera Vianne o Joséphine…
Sobre todo, Joséphine.
Terminé de desayunar. Era hora de irse.
Lavé los platos en el fregadero. Regué las plantas. Cambié las sábanas. Metí las sucias en la lavadora con un programa corto. Me puse las botas y el abrigo. Cargué la mochila en el hombro con la correa. Apagué las luces.
—Adiós —dije.
Y luego me adentré en la oscuridad.