CAPÍTULO 6

Martes, 24 de agosto

Su voz sonaba sorprendentemente cercana, como si estuviera a tan solo unos metros de distancia. Mi corazón dio un repentino bandazo, como una ola tan cargada de escombros que está a punto de desplomarse. «Confía en Roux», me dije, con vehemencia. De todas las veces que habría podido llamar para darme consuelo, que lo hiciera en ese momento parecía curiosamente típico.

Rápidamente, me refugié junto a una de las viejas curtidurías.

—Roux, ¿dónde te habías metido? —dije—. Te he dejado un montón de mensajes…

—Perdí el teléfono. —Pude oír cómo se encogía de hombros—. ¿Era algo importante?

Faltó poco para que me echara a reír. ¿Qué podía decir? ¿Cómo podía explicarle lo que pensaba, mis miedos, mi creciente convicción de que me había mentido, dejándome creer durante cuatro años que podíamos ser una familia…?

—¿Vianne?

Su tono de voz parecía cauteloso. Me recordé a mí misma que él siempre parece cauteloso cuando habla por teléfono. Ojalá pudiera verle los ojos. O mejor aún, ojalá pudiera ver sus colores.

—He hablado con Joséphine —dije—. Tiene un hijo. No lo sabía.

Un silencio metálico.

—Roux, ¿por qué no me lo habías dicho?

—Le prometí que no lo haría.

Consigue que suene como algo muy simple. Y, aun así, detrás de la pantalla de palabras, hay miles de sombras retorcidas.

—Entonces…, ¿conoces al padre del niño?

—Prometí que no te lo diría.

«Prometí». Para Roux, eso era suficiente. Para él, el pasado es irrelevante. Ni siquiera yo sé, ni remotamente de dónde es ni quién es. No habla sobre su pasado. Incluso es posible que lo haya olvidado. Es una de las cosas que me gustan de él, su negativa a permitir que el pasado tenga alguna influencia sobre él, y, aun así, eso lo convierte en alguien peligroso. Un hombre sin pasado es como un hombre sin sombra.

—¿Dejaste el barco aquí? —le pregunté.

—Sí. Se lo di a Joséphine.

Una vez más, esa pausa metálica, como si una pantalla hubiera caído entre los dos.

—¿Se lo diste a Joséphine? ¿Por qué?

—Decía que quería irse —contestó Roux, con cautela, sin inflexión en la voz—. Quería viajar durante un tiempo, ir río arriba, ver mundo. Se lo debía por todo lo que había hecho…, alojarme durante el invierno, darme trabajo, cocinar para mí. Por eso le di el barco. Pensé que ya no iba a necesitarlo.

Ahora lo veía claro, tan claro como predecir el futuro con el chocolate. Y lo peor de todo era que yo lo sabía en algún recóndito y oculto lugar de mi corazón, ese lugar donde me habla mi madre.

«Así pues, ¿pensabas que podías sentar la cabeza? ¿Crees que yo no lo intenté? La gente como nosotras no hace eso, Vianne. Nuestra sombra es demasiado alargada. Tratamos de agarrarnos a la poca alegría y luz que tenemos, pero al final todo se esfuma».

—¿Cuándo vas a volver? —preguntó Roux.

—Aún no estoy segura. Antes tengo algo que hacer.

—¿De qué se trata?

Su voz sonaba muy cercana. Me lo imaginé sentado en cubierta, al sol, puede que junto a una lata de cerveza, con el Sena a su espalda, como un tramo de playa, y la silueta del Pont des Arts recortada en negro contra el cielo de verano. Vi todo eso con claridad, como lo que se ve en un sueño lúcido. Pero, como en muchos de mis sueños, me sentía desconectada de la escena, alejándome sin control hacia la oscuridad.

—Creo que deberías volver a casa —dijo Roux—. Dijiste que solo serían unos días.

—Lo sé. No estaré mucho tiempo. Pero hay…

—Algo que debes hacer, lo sé. Pero, Vianne…, siempre tiene que haber algo. Y luego siempre habrá algo más. Ese maldito pueblo es así. Y, antes de que te hayas dado cuenta, llevarás allí seis meses y estarás eligiendo la tela para unas cortinas.

—Eso es absurdo —dije—. Solo estaré unos días más. —Pensé en la llamada que le había hecho a Guy y en mi pedido de ingredientes para preparar chocolate—. Bueno, digamos una semana —rectifiqué—. Además, si me echas de menos, podrías venir.

Una pausa.

—Sabes que no puedo hacerlo.

—¿Y por qué no?

Otra pausa, más larga. Podía sentir su frustración.

—¿Por qué no confías en mí? —dijo, finalmente—. ¿Por qué nunca puedes hacer que las cosas sean sencillas?

Porque no son sencillas, Roux. Porque, por muy lejos que vayas, al final el río te lleva a casa. Y porque veo más de lo que quisiera ver, incluso cuando querría estar ciega…

—¿Es por Joséphine? ¿No confías en mí?

—No lo sé.

Una vez más, ese silencio, como una pantalla llena de sombras saltarinas. Luego, dijo:

—De acuerdo, Vianne. Solo espero que merezca la pena.

Y me dejó con el sonido del mar en mis oídos, como cuando se oyen las olas a través de una caracola…

Negué con la cabeza. Tenía la cara mojada. El frío me había entumecido los dedos. Es culpa mía, me dije. Aquel día no debería haber llamado al viento. Parece tan inofensivo, ¿verdad?, tan cómodo y tan natural… Pero el viento puede cambiar en cualquier momento, y esas pequeñas cosas que construimos para nosotros son arrastradas por él.

Y Armande, ¿había visto venir todo esto? ¿Sacó conclusiones sobre Roux y Joséphine? ¿Pudo llegar a imaginarse que su carta de ultratumba haría saltar por los aires mi vida con Roux? Supongo que eso es lo que ocurre cuando abres la carta de un muerto. Es mucho mejor no mirar atrás y, como Roux, no proyectar ninguna sombra.

De todas formas, ya es demasiado tarde para eso. Me imagino que Armande también lo sabía. ¿Por qué he vuelto a Lansquenet? ¿Por qué tengo que enfrentarme a la mujer de negro? Por la misma razón por la que el escorpión picó al búfalo, consciente de que eso implicaba la muerte de ambos. Porque ella y yo no tenemos elección. Porque estamos conectadas.

La lluvia había cesado, pero el viento había alcanzado ese trémulo punto de intensidad en el que arranca los cables telefónicos y gime…, dando voz al autan negro; una voz, y puede que un mensaje. «¿Qué pensabas que iba a ocurrir, Vianne? ¿Creías que te dejaría ir? ¿Creías que dejaría que pertenecieras a alguien para siempre?».

Dejé atrás el Boulevard des Marauds y me dirigí hacia el viejo embarcadero. Allí era donde estaba amarrada la casa flotante negra, rodeada de todas esas raíces de árbol arrancadas. Estaba protegido por la orilla del río, pero solo unos metros más allá el Tannes se había convertido en un animal salvaje y rebelde; su lisa superficie era un amasijo de escombros, un enorme montón de ramas y residuos, hechos una maraña de cables y alambres. Nadar en el río ahora sería una imprudencia; incluso las aguas poco profundas podrían ser traicioneras. Si Alyssa hubiera saltado anoche desde el puente y no seis noches atrás, nunca habría sobrevivido. Y Reynaud tampoco. Me acerqué un poco más y la llamé:

—¿Madame Bencharki?

Sabía que estaba en casa; podía sentir sus ojos. Di otro paso al frente. El viento me azotaba el pelo contra la cara; a mis pies, el suelo estaba inundado.

—¿Inès?

Imaginé que me estaría observando, escondida, mirándome con ojos salvajes y desconfiados. Ojalá se me hubiese ocurrido traerle un regalo; pero ya casi no quedan melocotones y, además, no tenía ni idea de qué clase de estrategia podía funcionar con esa mujer. Bajo sus múltiples velos, Inès esconde muchos rostros distintos: para Omi, el de un escorpión; para Zahra, el de una amiga; para el viejo Mahjoubi, el de una subversiva; para Alyssa, el de un ser aterrador…

¿Y para Karim?

Volví a llamarla. Esta vez me pareció oír un ruido procedente del interior del barco. La pequeña puerta de la cocina se abrió y apareció una mujer con niqab.

—¿Qué quiere?

Habló en voz baja, sin apenas acento y, aun así, había algo discordante en ella, como una melodía interpretada en una clave errónea.

—Hola, soy Vianne Rocher —dije, tendiéndole la mano.

Ella no se movió. Por encima del rectángulo de tela, sus ojos eran dos botones blancos. Empecé a decir lo que me había preparado: que en otros tiempos había vivido en la chocolaterie, que ahora estaba en Les Marauds y que quería ayudarla a ella y a Du’a.

Inès me escuchó sin decir ni una palabra. De pie en el embarcadero, parecía caminar sobre las aguas. A sus espaldas, en el Tannes, se elevaba un poco de agua pulverizada. Podría haber sido un fantasma… o una bruja.

—Sé quién es usted —dijo, finalmente—. Es amiga de ese sacerdote, Reynaud.

Sonreí.

—Nos conocemos desde hace mucho tiempo. Pero no siempre hemos sido amigos. De hecho, en una ocasión intentó echarme del pueblo.

Sus ojos carecían de expresión. Apoyaba las manos, enfundadas en unos guantes negros, en las caderas. Sus pies también estaban ocultos bajo una abaya… A decir verdad, salvo por esa mirada inexpresiva, podría haber sido un espejismo, un niqab suspendido en el aire.

—Hay quien dice que él provocó el incendio. Pero no es verdad —le dije—. A pesar de sus defectos, Reynaud es un buen hombre. No es un chivato ni un cobarde. Pero quien provocó el incendio sí lo es. Y ahora dejan que sea él quien cargue con la culpa…

—¿Esa es la razón por la que ha venido? ¿Para defender su causa?

—Pensé que quizá usted necesitaba ayuda —dije.

—Gracias, pero no —dijo, sin inflexión en la voz.

—Vive en un barco.

—¿Y qué? —repuso Inès Bencharki—. ¿Cree que vivir en un barco es duro? Créame, he visto cosas mucho peores. Este país es cómodo comparado con el mío. Cómodo, suave y perezoso.

En su tono de voz había desprecio; bajo el velo, sus ojos se entrecerraron. Ahora, por fin, podía ver sus colores, resplandeciendo en la tétrica luz, dando a su abaya negra un brillante revestimiento de seda muaré. Traté de captar sus pensamientos y le saqueé un puñado de ellos. Un cesto de fresas rojas, un par de zapatillas de color amarillo, una pulsera de cuentas de azabache negras, la cara de una mujer en un espejo. Y sedas, sedas de colores bordadas, gasas que parecen una tela de araña, raso con cristales, un vestido de novia blanco, azafrán y oro; morera púrpura, verde bosque…

Muchos colores; desconcertante. Sin eso, nadie habría pensado que ella y Karim eran parientes; pero, rascas un poco en la superficie, y ahí están, esos colores que no pueden ocultarse.

Inès se estremeció. Era como si la hubiera tocado de un modo íntimo y prohibido. Abrió mucho los ojos, indignada, y entonces también pude ver de qué color eran…, de un verde tan oscuro que casi parecía negro, con una gota dorada disuelta en ellos.

—¡Pare ya! —exclamó.

Levanté una mano.

—No pasa nada, Inès. Lo entiendo.

Ella se echó a reír, emitiendo un sonido cacofónico y discordante.

—¿Eso es lo que cree? ¿Que lo entiende? ¿Porque es capaz de ver un poco más allá que toda esa gente que está ciega?

—He venido por una razón —dije—. Recibí una carta desde el más allá. Me decía que aquí me necesitaban. Y luego la vi…

—Y pensó… ¿Qué fue lo que pensó? Esa mujer musulmana, la pobre, con su niqab, víctima del kuffar. ¿Pensó que esa pobre viuda asustada aceptaría cualquier oferta de amistad, por condescendiente que fuera… o un poco de chocolate? Sí, lo sé todo sobre usted, Vianne… —continuó, al ver mi expresión de sorpresa—. Sé que llegó aquí hace ocho años y embelesó a todos para que la adoraran… sí, incluso a ese odioso sacerdote. ¿Cree que no he oído todo eso? ¿Cree que Karim no me lo ha contado? Esa mujer del café… No para de hablar de usted a todas horas. Y también ese anciano del perro; y Poitou, el panadero; y el florista, Narcisse. Hacen que usted parezca un ángel bajado del Jannat para salvarnos a todos. Y ahora, Fátima al-Djerba y su madre también han picado… Oh, cómo quieren a la mujer del chocolate, que cree que porque una vez estuvo en Tánger ya entiende nuestra cultura…

La escuché en silencio, aturdida por la intensidad de su desprecio. Fuera lo que fuera lo que esperaba de nuestro primer encuentro, no era eso; esas compuertas abiertas, derramando veneno. Un escorpión, dijo Omi. Y ahora me estaba ahogando, y lo peor de todo era que solo podía culparme a mí misma. El búfalo del cuento es tan esclavo de su naturaleza como el escorpión lo es de la suya. Y, ¿acaso una parte de mí no quiere ser aguijoneada, para demostrar lo que, en mi fuero interno, siempre había sabido? Que nada dura eternamente; que la magia puede fallar; que, al final, todo aquello por lo que trabajamos y que amamos acaba en la misma pared blanca…

¿Es esa la lección que había venido a aprender aquí? ¿Es ese el motivo por el que he vuelto a Lansquenet?

—Sé que estás escondiendo a Alyssa —dijo.

De repente, sentí mucho frío y me estremecí.

—¿Cree que no oigo? ¿Que no veo? ¿Cree que porque llevo el niqab no presto atención a lo que hace? ¿Cree que porque no pueda verme yo no me doy cuenta de todo?

—No tiene nada que ver con el niqab —repuse—. Y no estoy escondiendo a Alyssa. Está en mi casa por voluntad propia, hasta que decida lo que quiere hacer.

Inès emitió un sonido áspero con la garganta.

—Supongo que cree que la está ayudando —dijo.

—Alguien tiene que hacerlo —respondí—. Quería suicidarse.

Me miró fijamente con sus ojos de color verde y dorado. Bajo la abaya es elegante, equilibrada y erguida como una bailarina. Por la belleza de sus ojos, sé que debe de ser una mujer llamativa.

—Usted piensa como un niño —me dijo—. Un niño ve a un pajarito cayéndose de un nido. Lo recoge y se lo lleva a su casa. Luego pueden pasar una de estas dos cosas: el pajarito muere casi de inmediato o sobrevive durante un par de días, y el niño se lo devuelve a su madre. Sin embargo, ahora huele a ser humano, y su madre lo rechaza. Se muere de hambre, lo mata un gato o bien otros pájaros lo picotean hasta acabar con él. Con un poco de suerte, el niño nunca lo sabrá.

Noté que me ruborizaba.

—No es lo mismo. Alyssa no es un pajarito.

—¿Que no lo es? —dijo Inès—. Ahora me dirá que ha respetado el ayuno y que no se ha cortado el pelo.

—¿Ha sido Maya quien le ha dicho eso? —le pregunté.

—No necesito que una niña me lo diga. ¿Cree que usted es la única que puede ver cosas?

Pensé en lo que había dicho Alyssa: que Inès Bencharki era un amaar, un espíritu maligno con apariencia humana, enviado para corromper a los inocentes. Ya había oído esa acusación antes, más de una vez, en mis viajes. A menudo, la gente que posee el don de la clarividencia, gente como nosotras, son consideradas personas siniestras. Mi madre decía que ella era una bruja. Era su forma de ser; pero yo nunca he sido así. En la actualidad, esa palabra está sobrecargada de historia y prejuicios. La gente que dice que las palabras carecen de poder no sabe nada sobre la naturaleza de las palabras. Las palabras, bien empleadas, pueden acabar con un régimen, originar una religión o incluso una guerra. Las palabras son los pastores de las mentiras y pueden conducir a los más sabios a una masacre.

—Mi madre era bruja —dije.

Se echó a reír y respondió:

—Debía de habérmelo imaginado.

Y, tras decir eso, se dio la vuelta y entró en el barco, dejando tras ella ese destello de colores, parecido al de una canica al girar. La puerta se cerró y yo me quedé a orillas del Tannes, con el viento negro chillando a través de los cables, mientras, una vez más, empezaba a llover.