Martes, 24 de agosto
En Les Marauds, las calles estaban desiertas. El autan negro soplaba con todas sus fuerzas. El cielo había adquirido un aspecto sulfuroso; contra él, las gotas de lluvia eran casi negras. Los pocos pájaros que aún hacían frente al viento se desplomaban como las páginas de un periódico por toda la barrera de árboles que crecen a orillas del río. El aire olía a sal, aunque el mar está a más de dos horas en coche; pero, a pesar de la lluvia y el viento, era cálido. Tenía una calidez ligeramente desagradable, una calidez láctea, como si algo estuviera supurando. Y desde todas las ventanas, desde todos los postigos, me llegaba la sensación de ser observada; una sensación demasiado familiar, que me recordaba a muchos lugares al borde del camino.
Aquí, la gente teme a los extraños, lo sé. A los niños los previenen contra nosotros. Nuestra forma de vestir, nuestro acento, incluso lo que comemos…, todo marca nuestra diferencia; somos potencialmente hostiles y peligrosos. Recuerdo que llevaba a Anouk a la escuela cuando llegamos por primera vez a Lansquenet; la forma en que nos miraban las madres, asimilando cada diferencia. La ropa de colores llamativos, la chocolatería, la niña, mi mano sin alianza. Ahora casi pertenezco a este lugar. Salvo a Les Marauds, por supuesto, donde en cada centímetro de espacio hay invisibles cuerdas de trampa: cada una es una norma rota, una transgresión inadvertida.
Aun así, sé que hay una casa donde no soy una extraña. Quizá fue por los melocotones o porque las mujeres de la familia al-Djerba estaban aquí cuando Les Marauds todavía eran una parte de Lansquenet y no una población aparte.
Caminé hasta la puerta verde. A mis pies, los desagües eran una orquesta y los canalones chorreaban con exuberancia. Tenía el pelo pegado a la cara; los vaqueros y la blusa que llevaba estaban húmedos, a pesar del viejo impermeable de Armande. Llamé y me pareció estar esperando mucho tiempo antes de que Fátima me abriera la puerta. Llevaba un caftán azul con lentejuelas y la expresión de su rostro era de agobio. Al verme, pareció preocupada.
—¡Vianne! ¿Estás bien? ¡Debes de estar empapada!
En cuestión de unos segundos, estaba dentro de la casa, sentada sobre unos cojines frente a la chimenea, mientras Yasmina salía corriendo a buscar toallas y Zahra me preparaba un té a la menta. Omi estaba en el salón, descansando en un sofá bajo, y desde la cocina llegaba el olor de algo cociéndose; me pareció que eran semillas de coco y comino y cardamomo, y masa fermentando… Supuse que sería pan para el iftar de la noche.
Omi me dirigió su sonrisa de tortuga.
—Me prometiste que traerías chocolatinas.
Sonreí.
—Por supuesto. Estoy esperando los ingredientes.
—Bueno, pues date prisa. No viviré eternamente.
—Estoy segura de que podrá aguantar una semana.
Omi se echó a reír.
—Haré lo que pueda. Pero dime, Vianne Rocher, ¿qué estabas haciendo corriendo bajo una lluvia como esta?
Mencioné a Inès Bencharki.
—Khee. —Omi chasqueó sus mandíbulas desdentadas—. ¿Y por qué quieres molestarte por ella?
Me tomé el té.
—Es interesante.
—¿Interesante, dices? Yar. Para mí es una mujer problemática.
—¿Por qué?
Omi se encogió de hombros.
—Es su naturaleza. Hay una historia sobre un escorpión que quiere cruzar un río y le pide a un búfalo de agua que lo cargue en su espalda. Cuando están en medio del río, el escorpión lo pica. Moribundo, el búfalo dice: «Pero ¿por qué? Si muero ahora, tú también te ahogarás». Y el escorpión le responde: «Soy un escorpión, amigo mío; pensé que lo sabías».
Sonreí. Ya conocía la historia.
—¿Me está diciendo que Inès es un escorpión?
—Estoy diciendo que hay gente que preferiría morir antes que renunciar a la posibilidad de picar —dijo—. Créeme, nada bueno saldrá de tener amistad con Inès Bencharki.
—Pero ¿por qué?
—Eso fue lo que dijo el búfalo. —Una vez más, Omi se encogió de hombros con impaciencia—. Hay gente que no puede evitarlo, Vianne. Y a veces, la gente deja tras de sí un rastro que envenena todo lo que cruza.
Créeme, Omi, conozco ese rastro. Lo he cruzado yo misma en unas cuantas ocasiones. Hay personas que sueltan veneno a su paso, incluso allí donde otras tratan de hacer el bien. A veces me quedo tumbada por la noche, despierta, preguntándome si soy uno de ellos. ¿Qué ha conseguido realmente mi don? ¿Qué le he dado al mundo? Dulces sueños e ilusiones, alegrías pasajeras, promesas de pacotilla… Sin embargo, mi camino está plagado de fracasos, dolor y desengaños. Incluso ahora, ¿creo de verdad que el chocolate puede cambiar algo?
—Omi, tengo que verla —dije.
Ella me miró.
—Supongo que sí. Bueno, espera hasta que se te haya secado el pelo, al menos. Y toma un poco más de té.
La obedecí. El té estaba bueno; era de un color verde brillante y olía a verano. Mientras estaba allí sentada, entró un gato negro y se subió a mi regazo, ronroneando.
—A Hazrat le gustas —dijo Omi.
Acaricié al animal.
—¿Es suyo?
Sonrió.
—Un gato no es de nadie —respondió—. Va y viene, como el autan negro. Pero Du’a le puso un nombre, y ahora viene todos los días porque sabe que aquí hay comida. —Sacó un mostachón de coco del bolsillo—. Ven aquí, Hazi. Tu comida favorita.
Partió por la mitad el dulce y se lo ofreció al gato. Hazi extendió una pata con elegancia y enganchó el mostachón antes de sentarse para comérselo con fruición. Omi se comió el resto del dulce.
—Hazrat Abu Hurairah fue un famoso sahabi. Lo llamaban «el hombre gato», porque le gustaban mucho los gatos. Mi pequeña Du’a le puso el nombre por él. Ella dice que es un gato callejero, pero yo creo que él prefiere comer aquí.
—¿Y quién no? —dije, con una sonrisa.
—Bueno, la cocina de mi nuera es la mejor de Les Marauds. Pero no le digas que lo he dicho.
—Usted está muy encariñada con Du’a —dije.
Omi asintió con la cabeza.
—Es una niña muy buena. En fin, quizá no muy buena, pero siempre sabe cómo arrancarme una sonrisa. Y me echa una mano con la pequeña Maya.
—Maya parece problemática —dije.
—Sí, bueno, vive en Toulouse —contestó Omi, como si eso lo explicara todo—. Yasmina viene por ramadán, pero el resto del año no la vemos. Este lugar no le gusta. Dice que es una vida demasiado tranquila para ella.
—Creo que nos subestima.
«Nos». Y ahora, ¿por qué empleé esa palabra? Sin embargo, Omi pareció no haberse dado cuenta. Me dirigió una mirada divertida.
—Yar. Por aquí pasa mucha gente. He oído decir que tienes una visita.
Mi expresión era grave.
—No paramos de tener visitas. Anoche vino Joséphine, la dueña del Café des Marauds. Pero la mitad de Lansquenet ha pasado por casa en diferentes momentos.
Omi me dirigió otra mirada. Bajo sus escasas y expresivas cejas, sus ojos son de un blanco lechoso, parecen venas.
—Debes pensar que nací ayer. Como si en este pueblo pudiera ocurrir algo sin que yo me entere. Aun así, si quieres jugar a los secretitos…
—No es mi secreto el que podría revelar.
Omi se encogió de hombros.
—Eso es justo, supongo. Pero…
—¿De qué secretos habláis? —Fátima entró de nuevo en el salón con Zahra y unos dulces marroquíes—. ¿Ha estado cuchicheando mi omi?
—Todo lo contrario —dije—. Omi siempre es muy discreta.
Fátima se echó a reír.
—No la omi que yo conozco. Prueba uno de estos. Tengo halwa, dátiles, mostachones, caramelos de agua de rosas y galletas de sésamo. No, no, tú no, omi… —dijo, riéndose, mientras Omi extendía la mano hasta el plato—. Estamos en ramadán, ¿recuerdas?
—Debo de haberlo olvidado —dijo Omi, con un guiño.
Noté que Fátima tenía una mirada ausente.
—¿Va todo bien? —pregunté.
Ella asintió con la cabeza.
—Es el suegro de mi Yasmina, Mohammed Mahjoubi. No está bien. Se ha venido con nosotros mientras Ismail y Yasmina están aquí. Lo prefiere a vivir con Saïd.
Omi soltó un gruñido.
—Di mejor que no soporta estar cerca de esa mujer —dijo.
Fátima chasqueó la lengua.
—Omi, por favor…
Estaba mirando a Zahra, tan distinta de Yasmina y a la vez tan parecida a ella. No era la primera vez que la había visto incómoda cuando se mencionaba a Inès Bencharki.
—¿Qué piensas de Inès? —dije, dirigiéndome a Zahra.
Al escuchar la pregunta, pareció alarmarse. Con su hiyab negro, sujeto al estilo tradicional, parece más vieja y al mismo tiempo más joven que su hermana. También se la ve dolorosamente tímida, y cuando habla, su voz suena extrañamente atonal.
—Yo… creo que es interesante —dijo.
Omi chilló.
—Bueno, teniendo en cuenta que tú prácticamente vives en esa casa…
Zahra se ruborizó.
—Sonia es mi amiga.
—¿Es por Sonia? Creía que ibas allí para ponerle ojos de cordero degollado a ese joven.
Las mejillas de Zahra estaban ardiendo. Parecía estar a punto de salir de la habitación… Me levanté.
—Bueno, hoy es mi día de suerte —dije—. Estaba a punto de preguntar si alguien podía enseñarme dónde vive Inès Bencharki. Quizá podrías hacerlo tú, Zahra. Ya sé que está lloviendo, pero…
—Claro que sí. —Su voz sonó inexpresiva, pero sus ojos estaban llenos de gratitud—. Iré a buscar tu abrigo. Está casi seco.
Cuando salía de la habitación, oí que Fátima decía:
—Omi, eres demasiado dura con esa chica.
Omi se echó a reír.
—La vida es dura. Y tiene que aprenderlo. Si no, se ahogaría en un vaso de agua.
Sonreí.
—Yazak Allah —dije—. Y gracias por vuestra hospitalidad. La próxima vez traeré chocolate. En cuanto me lleguen los ingredientes.
En la puerta, cogí mis zapatos. Zahra me estaba esperando con mi abrigo.
—No hagas caso de lo que dice —dijo, con su voz extraña y atonal—. Es vieja. Está acostumbrada a decir lo que piensa. Incluso cuando su mente funciona con una sola rueda rota. —Abrió la puerta—. No está lejos. Te enseñaré dónde es.
En Les Marauds, las casas no tienen número. Es una de nuestras excentricidades. Incluso los nombres de las calles no son oficiales, aunque ahora que la zona ha sido reurbanizada, puede que eso cambie con el tiempo. Reynaud me ha dicho que Georges Clairmont ha estado haciendo campaña para que el barrio sea declarado como una especie de patrimonio, siendo él el principal contratista, por supuesto, pero hay demasiados pueblos como Lansquenet a lo largo de esta parte del río, demasiadas pequeñas bastides encantadoras, demasiadas viejas curtidurías y pintorescos puentes de piedra y horcas medievales y estatuas de misteriosos santos para que nuestras autoridades locales se preocupen por una única calle de casas de madera y cañas que el Tannes ya se ha comido a medias. Solo al cartero parece importarle que las calles no tengan nombre ni número, y si alguien decide arreglar una de estas casas abandonadas y vivir aquí, desafiando los planes urbanísticos, no es probable que nadie se lo impida o le preocupe demasiado en un sentido u otro.
Zahra se puso el niqab para acompañarme hasta la casa de Inès Bencharki. Debajo del pañuelo, su rostro era inescrutable. Le daba un aspecto más audaz, más confiado. Incluso su actitud era otra. Mientras caminábamos, se volvió hacia mí y dijo:
—¿Por qué quieres ver a Inès?
—Yo vivía en su casa.
—No es un motivo lo bastante bueno.
—Lo sé.
—Ella te llama la atención, ¿no es así? —dijo—. Lo sé. No eres la primera. Todos nos hemos relacionado con Inès de una u otra manera. Cuando llegó aquí y abrió la escuela, parecía una buena idea. Con la escuela del pueblo no teníamos más que problemas; además, estaba esa mujer, la Drou, que quería prohibir el hiyab. El hermano de Inès era muy amable con los Mahjoubi; durante un tiempo, todo parecía perfecto.
Habíamos llegado al final del bulevar. Más allá, las casas estaban abandonadas. La última tenía una puerta roja.
—Ahí viven los Mahjoubi. Karim y Sonia también.
—¿Inès no?
Negó con la cabeza.
—Ya no.
—¿Por qué? ¿No hay suficiente espacio?
—Ese no es el motivo —dijo Zahra—. En cualquier caso, la encontrarás allí…
Señaló con el dedo unas higueras que crecían a orillas del río, donde un antiguo embarcadero se eleva por encima de una gótica maraña de raíces de árboles. Allí era donde la gente del río amarraba sus barcos cuando aún solían venir todos los años. Y entonces la vi: una casa flotante, hundida en el agua, pintada de negro, amarrada al abrigo de los árboles.
—¿El barco? ¿Inès vive allí? —pregunté.
—Lo pidió prestado. Siempre ha estado ahí.
Lo sé. Reconozco ese barco. Demasiado pequeño para dos personas adultas, como mucho podría alojar a una mujer y a su hija. Siempre y cuando no necesitaran mucho espacio o tuvieran demasiadas cosas…
No creo que eso sea un problema para Inès Bencharki, pero…
—¿Y Du’a? —dije.
—Casi siempre cuidamos de ella. Nos ayuda con la pequeña Maya. A veces se queda con Inès, y a veces no. Viene a nuestra casa para el iftar.
—Pero ¿por qué un barco?
—Dice que se siente segura. Además, nadie lo ha reclamado.
Eso no me sorprende. Su propietario no ha aparecido por aquí desde hace cuatro años. Pero ¿por qué Roux dejaría su barco si no pensaba volver?
A menos que no fuera para él, sino para otra persona…
¿Otra persona?
Una mujer soltera y su hijo. La reticencia de Roux a venir conmigo aquí, aunque sé que sigue en contacto con algunos de sus amigos de Lansquenet. La reticencia de Joséphine a hablarme del padre de su hijo. Cuatro años atrás, cuando Roux aún vivía aquí, Pilou debía tener cuatro. Lo bastante mayor para viajar. Lo bastante mayor para que Joséphine pensara en mudarse río arriba…
¿Le pidió Roux que se fuera con él? ¿Se negó ella? ¿Cambió él de opinión? Mientras estaba en París conmigo, ¿esperaba Joséphine en Lansquenet a que volviera a por ella?
Demasiadas preguntas sin respuesta. Demasiadas dudas. Demasiados miedos. Las estaciones cambian; los amantes y los amigos son arrastrados como hojas al viento. Mi madre nunca estuvo con un hombre más de un par de semanas. Solía decir: «Solo los niños son fieles, Vianne». Durante años, seguí ese lema. Luego, apareció Roux, y me dije a mí misma que toda regla tenía una excepción.
Quizá estaba equivocada, me digo ahora. Quizá sea eso lo que he venido a aprender aquí.
—¿Estás bien? —preguntó Zahra.
—Gracias. —Me volví hacia ella—. Dime, Zahra, ¿qué te llevó a usar el niqab cuando tu madre y tu hermana no lo llevan?
Bajo el velo, sus ojos me miraron con sorpresa.
—¿Fue por Inès?
—En cierto modo, puede que sí. Bueno, en cualquier caso, ahí es donde vive. —Zahra miró el barco negro—. Pero no creo que hable contigo.
Se fue y me dejó bajo la lluvia, al final del Boulevard des Marauds. El cielo se había oscurecido aún más… Dudaba que por la noche pudiera verse siquiera un atisbo de luna llena. Oí que en el campanario de la iglesia sonaban las cuatro, tan pesadas y plomizas como el aire. Miré el barco de Roux, tan silencioso, amarrado junto a la orilla del río, y pensé en Inès Bencharki. Omi dijo que era un escorpión tratando de cruzar un río. Pero en el cuento el escorpión se ahogaba.
Justo en ese momento, sonó el móvil en mi bolsillo. Lo saqué y miré la pantalla. El número de la persona que me llamaba estaba parpadeando.
Por supuesto. ¿Quién más podría ser?
Era Roux.