Martes, 24 de agosto
Sigue cayendo esta lluvia pertinaz que parece una matraca. No ha parado en dos días. Repiquetea contra los canalones, sacude las ventanas, puntea el aire y, como si fuéramos prisioneros, nos encierra en casa. El autan negro sopla con la furia de una banda de delincuentes, rasgando las hojas de los castaños, volviendo los paraguas del revés, tirando de los sombreros, arrasando peinados y garabateando sus locos grafitos a lo largo del río.
Anouk y Alyssa se pasan la mayor parte del tiempo escuchando música y viendo la televisión. Rosette ha vuelto a dibujar monos, pero hoy los ha cambiado por elefantes. Aunque estén encerradas en casa, las tres parecen felices. Yo soy la única que está inquieta, mirando por la ventana y observando las gotas de lluvia deslizándose por el cristal, esperando…, ¿qué? La verdad es que no lo sé.
Esta tarde fui a ver a Joséphine. Me puse el viejo impermeable de Armande y un par de botas de goma. Pero no estaba en el Café des Marauds. Marie-Ange me dijo que no sabía cuándo volvería. Fuera, las calles estaban desiertas y desoladas, y el cielo tan oscuro como si estuviéramos en noviembre. Cuando pasé frente a la iglesia, vi que la puerta de la antigua chocolaterie no estaba bien cerrada; hacía un ruido triste y repetitivo, señales de un código olvidado.
Bat-bat-bat. Bat-bat. Bat-bat.
Ya no es mi hogar. No soy responsable de ella. Y, a pesar de todo, hay fantasmas en esa vieja casa, fantasmas que ahora empujan y lloran para llamar la atención. Evidentemente, sé cómo ahuyentar a los fantasmas. Pero esos fantasmas son los míos y los de Anouk, de Roux, de Reynaud y de Joséphine. Y de Armande, mi querida y vieja amiga: su cara de muñeca de manzana con mil arrugas; Armande encaramada a un taburete, con su larga falda negra arremangada hasta revelar la punta de unas enaguas de un brillante color rojo; Armande tomándose un chocolate con una pajita de azúcar; Armande leyendo poesía con Luc cuando Caro no estaba…
Miré a mi alrededor. La plaza estaba vacía. El plástico que cubre el tejado de la casa ondeaba contra el andamiaje. Han empezado a arreglar la casa, pero con este tiempo es imposible. «No habrá nadie», me dije. Nadie, salvo los espejismos y los fantasmas que pululan en ella.
Bat-bat-bat. Como un párpado. Como el guiño de una tumba abierta. «Entra, Vianne —dice—. Estamos aquí. Tus viejos amigos. El hombre de negro, tu madre, tu pasado. Y el aire es amargo como el chocolate, y dulce, lleno de arrepentimiento, como el incienso. Pruébame. Saboréame…».
Entré.
Alguien había tratado de limpiar el lugar. Habían sacado los escombros y lavado las paredes para volver a pintarlas. Si miro bien, casi puedo ver los fantasmas ahora mismo: la mujer y su hija de seis años, moviéndose por la casa vacía; la alfombra, llena de polvo gris; la expresión de tristeza y abandono. Ahora tiene ese mismo aspecto, y en esta ocasión no hay nadie que resquebraje las sombras con el estridente sonido de una trompeta de plástico, que golpee una olla con una cuchara de madera y grite: «¡Espíritus malignos, fuera de aquí!».
Aun así, veo cómo podría cambiar todo. Las paredes pintadas de amarillo y estarcidas de azul; un mostrador, tal vez un par de taburetes. El aire huele a humo, ahora rancio y húmedo… Pero abriendo las puertas y las ventanas de par en par, quemando un poco de salvia y fregando el suelo con una mezcla de bicarbonato y aceite de lavanda…
«¡Espíritus malignos, fuera de aquí!». Sí, podría hacerlo, sería fácil. Una casa es un reflejo de quien la habita; y esta me reconoce. Con qué facilidad podría recuperarnos; qué fácil es reivindicar el pasado.
Bat-bat.
La casa está inquieta. Se retuerce y se agita. Los suelos crujen, las puertas golpean, los cristales rotos de las ventanas susurran… Y ahora, arriba, en la segunda planta, desde el desván donde estaba la habitación de Anouk, el sonido de unos pasos en el suelo.
Eso no era un fantasma.
—¿Quién anda ahí? —grité.
Se hizo el silencio, y luego apareció un rostro en lo alto de la escalera que conduce al altillo de Anouk. Una carita morena recortada en negro y unos ojos oscuros grandes e inquietos.
—¿Te he asustado? —pregunté—. Lo siento, pensé que no habría nadie. Hace mucho tiempo viví aquí, antes de que tu madre y tú llegarais. Tenía una chocolatería. Quizá hayas oído la historia.
La niña no se movió. Protegida por el hiyab, parecía tener unos doce años.
—Tú debes de ser Du’a —le dije—. Yo soy Vianne. ¿Está tu madre?
Negó con la cabeza.
—Esa era la habitación de mi hija. ¿Aún tiene esa ventana redonda en el techo, una que parece un ojo de buey? Por la noche, solía mirar a través de ella, imaginándose que estaba en un barco pirata.
Du’a asintió con cautela. Detrás de ella se oía el ruido suave de un forcejeo. El rostro de Maya apareció junto al de Du’a, dulce como una moneda de chocolate.
—¡Es Vianne! —exclamó Maya—. ¡Sube! Pensábamos que era la memti de Du’a.
Miré a Du’a.
—¿Puedo subir? —pregunté.
Du’a aún parecía dubitativa.
—No pasa nada —dijo Maya—. Sabe guardar un secreto. Hace siglos que cuida de Alyssa, y no se lo ha contado a nadie. ¡Sube a echar un vistazo, Vianne!
Subí la escalera que conducía hasta la trampilla. Aún seguía oliendo a humo, pero pude comprobar que allí los daños eran mínimos. La habitación no había cambiado demasiado desde que la ocupó Anouk: algunas estanterías con libros, una cama pequeña, una mesa con un ordenador, algunos juguetes y un par de pósters en las paredes de cantantes que no conocía. Y, sentados en unos cojines, en el suelo, tres niños más, Pilou entre ellos, y una caja de cartón de la que salían una serie de sonidos de forcejeos y gemidos.
—¡Vaya! ¡Hola a todo el mundo! —dije—. No me esperaba una fiesta.
Pilou sonrió.
—Ya has conocido a Du’a —dijo—. Y a Maya ya la conoces. Y estos dos —añadió, señalándolos con un gesto— son Karine y François.
Los dos niños me miraron con cautela. François, el mayor, tendría unos doce años, y Karine rondaría la edad de Maya. Ambos llevaban vaqueros y camiseta. Supuse que serían hermanos.
—¿Qué está pasando aquí? —pregunté.
—Tejemanejes desesperados —respondió Pilou—. Piratería. Contrabando…
—Para ya, Pilou —dijo Du’a, en voz baja pero en tono autoritario. La niña me miró—. A veces se deja llevar —añadió.
Miré el interior de la caja de cartón. Dos cachorros de color blanco y negro, de unas cinco semanas, volvieron la cabeza. Rechonchos, de nariz chata y juguetones, se encaramaban uno encima del otro en su afán por salir de la caja, emitiendo gruñidos de contento.
—Ya veo.
Cogí uno de los cachorros, que no tardó en morderme un dedo.
—No pasa nada. Es lo que hace —dijo Pilou—. Voy a llamarlo Mordedor.
—¿De quién son? —pregunté.
—De nadie. Nuestros —dijo Maya, sin pensárselo dos veces.
—¿De modo que este es vuestro secreto? —Le sonreí—. Debo decir que habéis sabido guardarlo. —Me di cuenta de que Du’a parecía nerviosa y dije—: No os preocupéis. Conmigo está a salvo.
Me dirigió una mirada recelosa. Bajo el hiyab negro, su rostro parecía pequeño y anguloso. Tenía unos ojos muy llamativos, con círculos concéntricos de color dorado.
—Monsieur Acheron iba a ahogarlos —dijo Du’a—. François y Karine los trajeron aquí. Eso fue justo antes del incendio. Desde entonces, los hemos estado cuidando. Luc lo sabe, porque ha estado trabajando aquí. Pero nadie más lo sabe. Excepto tú.
—Son tan monos… —dijo Maya—. Y aquí ya no vive nadie, de modo que a nadie le importa que los ángeles puedan entrar en la casa o no.
—¿Los ángeles? —dije.
—Está en el Corán. Mi omi dice que si en la casa hay un perro, entonces los ángeles no pueden entrar.
—Lo que quieres decir es que no pueden entrar gatos —dijo Pilou.
—No son gatos —replicó Maya—. Son ángeles.
—Habéis mencionado a monsieur Acheron. —Miré a François y Karine—. ¿Os referíais a Louis Acheron?
François asintió con la cabeza.
—Es nuestro padre. Le daría algo si supiera que estamos aquí. Los magrebíes le gustan tan poco como los cachorros. Dice que si quieren vivir en Francia deberían vivir como nosotros. Y también dice que están arrastrando al país a un colapso socioeconómico.
Sonreí.
—Entonces será mejor que no se lo contéis —dije—. ¿Y qué hay de tu madre, Du’a? ¿Sabe dónde estás?
Du’a negó con la cabeza.
—Cree que estoy cuidando de Maya.
—¿Y tu madre, Maya?
—Cree que estoy en su casa, por supuesto. —Maya acarició a uno de los cachorros—. Me gusta venir aquí. Es genial. Hay juguetes. Se supone que yo no puedo tenerlos.
—Eso es verdad —dijo Pilou, muy serio—. ¿Sabías que según su religión no pueden tener peluches, muñecas Barbie y ni siquiera muñecos articulados?
—En casa sí tengo —dijo Maya—. Tengo a Pequeño Pony y a la Princesa de Disney. Pero aquí se supone que no puedo tenerlos. Memti me obligó a dejarlos en casa. Salvo este. —Sacó algo que tenía bajo el brazo. Reconocí el mismo muñeco que llevaba la última vez que la vi: un peluche del color de la avena con orejas que podría ser un conejo—. Este es Tipo. Es mi amigo. Me lo hizo mi omi. —Frunció el ceño—. Mi tío Saïd dice que los animales de juguete son haram. Se lo oí decir a mi yiddo.
—¿Te lo puedes creer? —dijo Pilou—. A ver, ¿por qué iban a importarle a Dios esas cosas?
—A veces es difícil entender por qué la gente cree en lo que hace —dije.
—Pero…, ¿peluches? —exclamó Pilou, con incredulidad—. Y la música… ¿Sabías que también es pecado? Y bailar, y tomar vino, y las salchichas…
—¿Las salchichas? —repitió François.
—Bueno, en realidad, la mayoría de embutidos —corrigió Pilou, en tono erudito—. Pero sí puedes comer Haribo. O, al menos, el Haribo musulmán, que sabe igual que el normal, aunque solo puede comprarse en según qué sitio, como en Burdeos, a unos diez euros la bolsa o algo así.
Pilou y los niños de Lansquenet intercambiaron sendas miradas de asombro pensando en el Haribo musulmán.
Me volví hacia Du’a.
—¿Y ahora dónde vivís?
Se encogió de hombros.
—En casa de mis tíos —respondió.
—¿Karim y Sonia?
Asintió con la cabeza.
—¿Y te gusta tu nueva tía?
Se encogió de hombros a medias, en un gesto extraño.
—No está mal. No habla mucho. Me gustaba más Alyssa.
Me di cuenta de que había empleado el pretérito.
—¿Te gustaba? ¿No crees que vaya a volver a casa?
Una vez más, el mismo gesto. En realidad, no era tanto un encogimiento como una oscilación de la cabeza y los hombros, un gesto tan natural como un pensamiento, intrincado como un movimiento de baile.
—¿Por qué se escapó Alyssa? —le pregunté.
Du’a ladeó la cabeza.
—Mi madre dice que era zina.
Quería preguntarle qué clase de pecado podía llevar a una adolescente a quitarse la vida, pero para una mujer solo existe uno. Zina, una palabra que suena casi como un nombre…, puede que de una flor, pero de una que solo florece para enfermar y que debe ser arrancada antes de que se reproduzca. Mi madre y yo no nos quedamos mucho tiempo en Tánger, pero sí lo bastante para que yo entendiera eso. Una madre soltera y su hijo provocaban el desprecio y la vergüenza; ahora, al menos, tienen algunos derechos, pero hace veinte años no tenían nada. Como occidentales, mi madre y yo éramos una excepción. Fue poca la gente que nos acogió bien, pero éramos lo bastante diferentes, y lo suficientemente respetuosas con su fe, para eludir la red de sus juicios. Sin embargo, las mujeres que habían abandonado el hayaa (una palabra compleja que significa tanto «recato» como «vergüenza») suscitaban pocas simpatías. Mi madre conocía a varias de esas madres solteras, repudiadas por sus familias, mujeres que no podían trabajar ni exigir las prestaciones de la seguridad social para los niños nacidos fuera del matrimonio. Nunca llegó a conocerlas a fondo (el abismo que nos separaba era demasiado grande para eso), pero, aun así, conseguía reunir algo de información. A una le había prometido matrimonio un hombre que la dejó cuando se enteró de que estaba embarazada. Otra había sido violada por un grupo de hombres que, mientras abusaban de ella, la llamaron puta y le dijeron que aquello era lo que se merecía. Mi madre lloró cuando escuchó la historia… Mi madre no se echaba a llorar fácilmente, pero la chica tenía tan solo diecinueve años, y cuando la conocimos trabajaba muchas horas en una fábrica de conservas de pescado, donde también dormía. Su bebé, una niña, murió poco después de nacer. La había llamado Rashillah. Mi madre nunca comprendió por qué una fe que afirmaba enseñar el perdón podía levantar un muro de hielo tan implacable ante los miembros más pobres y vulnerables de su comunidad. Creíamos haber visto lo que era tener prejuicios en Roma, París, Berlín y Praga, pero eso no era nada comparado con Tánger, donde las mujeres caídas en desgracia se ponían en fila delante de las mezquitas para mendigar, mientras sus virtuosas hermanas las ignoraban, apartando los ojos, el rostro oculto tras un velo, recatadas e implacables.
Eso sí era pecado, decía mi madre, mientras avanzábamos entre el calor por las calles blancas bajo el sol, con los zocos y el muecín compitiendo por llamar la atención bajo el pesado y despiadado cielo. Eso sí era pecado: apartar la mirada, ese gesto breve y desdeñoso. Ya lo habíamos visto a menudo con anterioridad, tanto ella como yo: en París, frente a Notre Dame; en Roma, en las puertas del Vaticano. Incluso aquí, en Lansquenet, en los ojos de gente como Caro Clairmont, siempre he reconocido esa mirada…, esa mirada de santificado desprecio que adoptan los justos.
—Hay cosas peores que la zina.
Pensé que Du’a parecía un poco sorprendida.
—¿Alyssa tiene novio?
Du’a asintió con la cabeza.
—Lo tenía —dijo—. Hablaba con él por internet. Pero luego, su padre le quitó el ordenador y por eso yo dejé que usara el mío. Al menos hasta el incendio.
—Ah, ya.
Un amigo de internet. Anouk no tiene ordenador. En París, se pasa horas en el cibercafé que hay en el Boulevard Saint-Michel, hablando con sus amigos… o, normalmente, con Jean-Loup, que usa los medios virtuales para compensar sus frecuentes estancias en el hospital.
—¿Se trata de alguien a quien conoce personalmente? ¿Alguien del pueblo, quizá?
Una vez más, Du’a asintió con la cabeza.
—Puede ser. Creo que sí. Ella nunca lo dijo.
—Ya.
Y, de repente, lo entendí. Eso lo explicaba todo. Los partidos de fútbol en la plaza del pueblo; los cafés matinales con Caro Clairmont que dejaron de celebrarse de golpe; la decepción de Caro con la comunidad de Les Marauds; la frialdad que había surgido entre el pueblo y el Boulevard P’tit Baghdad…
En el mundo de Caro, la tolerancia significa leer los periódicos adecuados; ocasionalmente, comer cuscús y decir que una es liberal. Sin embargo, no consiste en permitir que su hijo se enamore de una magrebí. Y en cuanto a Saïd Mahjoubi, en quien la gente busca guía espiritual, un hombre que se define por su fe…
Dejé que los niños siguieran jugando. A su extraña manera, los niños son abiertos. Incluso los niños de los Acheron existen bajo el radar de los prejuicios paternos. No se necesita mucho para que se olviden de las diferencias que hay entre ellos. Una caja de cartón con unos perritos en su interior; un escondite en una casa abandonada. Ojalá el mundo fuera así de sencillo para nosotros… Pero tenemos la extraña habilidad de fijarnos en la diferencia, como si excluyendo a los demás consiguiéramos reafirmar nuestro sentido de la identidad. Y aun así, en todos mis viajes, he conocido gentes que siempre son las mismas personas, estén donde estén. Bajo un velo, una barba o una sotana: el mecanismo siempre es el mismo. A pesar de lo que creía mi madre, no hay magia en lo que hacemos. Conseguimos ver porque miramos más allá de la confusión que ven los demás. Los colores del corazón humano. Los colores del alma.
Cuando salí a la calle seguía lloviendo. Una lluvia de gotas duras y gordas que golpeaba el suelo como petardos lanzados por el viento. Ahora sé qué debo hacer. Creo que lo sabía desde el principio, desde el día que llegué y la vi de pie bajo el sol, inmóvil, tapada hasta los ojos, contemplando a la multitud como un basilisco.
Hice una llamada desde el móvil. Esta vez no fue a Roux, sino a Guy, mi abastecedor de chocolate. En esta ocasión, mi pedido fue modesto: solo un par de cajas de chocolate de cobertura y unos cuantos utensilios. Pero, como decía siempre mi madre, «algunos días, solo la magia funciona». No es una magia espectacular, pero es la única que tenemos. Y la necesitamos ahora.
Luego volví a caminar bajo la lluvia, en busca de Inès Bencharki.