Lunes, 23 de agosto
Cuando me desperté, apenas podía moverme. Mis músculos se habían anquilosado durante la noche, y cada parte de mi cuerpo estaba en guerra con las demás. Una ducha caliente me ayudó un poco, pero aun así estaba tan rígido que tardé un cuarto de hora en vestirme. Los dedos de la mano derecha me dolían tanto y estaban tan hinchados que ni siquiera me pude atar los cordones de los zapatos.
Preparé un poco de café y di de comer al perro. En casa tenía poca comida. Sin embargo, después de contemplar mi magullado rostro en el espejo del baño, decidí que era mejor no salir…, a menos que quisiera ofrecer a Caro y a su grupo del café el mejor chismorreo que habían tenido en años.
No obstante, estaba el tema del perro. No quería dejarlo ir, de modo que llamé al café, esperando que me saliera el contestador automático. Sin embargo, fue Joséphine quien respondió. Le conté lo del perro y le sugerí que mandara a Pilou a recogerlo.
—¿Por qué no viene a desayunar? —dijo ella.
—Yo… No. Esta mañana estoy ocupado —mentí.
No soy demasiado bueno mintiendo, père. Ella debió de notarlo en mi voz, porque me preguntó:
—¿Se encuentra bien?
—Claro.
—Pues no lo parece —repuso Joséphine.
Maldije en silencio.
—Bueno…, no. Hubo un incidente. Anoche, cuando volvía a casa.
—¿Qué clase de incidente?
Negué con la cabeza, exasperado.
—No fue nada. Olvídalo —dije—. Tú manda a tu hijo a recoger al perro. No tengo tiempo para llevártelo personalmente.
Colgué. Me sentía inquieto. Y no estaba muy seguro de la razón. Quizá porque estaba a punto de haber luna llena, que a menudo nos hace más susceptibles. Un sacerdote sabe esas cosas, mon père. Con frecuencia, la luna llena causa problemas. Los ánimos se caldean cuando alcanza su punto máximo y aumenta la sensibilidad. Los amantes se pelean, los vecinos discuten, se reavivan viejas rencillas. Mañana, el confesionario del père Henri estará lleno de quejas mezquinas. Sorprendentemente, la idea me parece incluso divertida. Esta vez, esas cosas no son de mi incumbencia. Dejémoslas para el père Henri Lemaître. Quizá entonces comprenderá a qué debe enfrentarse aquí.
Até al perro al poste de la entrada. Alguien golpeó la puerta. A través de los postigos entrecerrados, vi, consternado, que no estaba solo Pilou, sino también su madre, ambos con los cuellos levantados para protegerse de la lluvia. Joséphine llevaba unas botas de goma y un impermeable negro que en tiempos debió ser de Paul, y Pilou una parka varias tallas más grandes que la suya.
Joséphine volvió a llamar. Abrí la puerta un centímetro.
—¡El perro está fuera!
—¿Puedo entrar?
—Ah… Preferiría que no lo hicieras —contesté.
—Será solo un minuto —dijo ella, y entró—. ¡Por Dios, Francis! ¿Qué le ha ocurrido?
Solté un siseo de exasperación.
—¿No te he dicho que no lo hicieras?
—¿Qué le ha ocurrido? —repitió.
De pronto, palideció. Detrás de ella, en el escalón de la entrada, su hijo me miraba con sincera admiración.
—¡Genial! ¿Se metió en una pelea?
—No.
Parecía decepcionado. Volviéndose hacia él, Joséphine dijo:
—Pilou, quiero que te lleves a Vlad a casa. Dile a Marie-Ange que me sustituya en el café. Luego tráeme el botiquín de primeros auxilios que hay en mi habitación, el grande, con la cruz roja en la tapa…
—No necesito ayuda, de verdad —dije.
Joséphine pronunció una palabra ininteligible y dejó el impermeable en una silla. Debajo, llevaba un suéter de color azul pastel y una falda negra. Por efecto de la lluvia, tenía el pelo de punta. Parecía estar preocupada y furiosa al mismo tiempo.
—Francis Reynaud, si no me cuenta lo que pasó inmediatamente, les diré a todos mis clientes que se metió en una pelea en mi café y tuve que dejarlo sin sentido.
—De acuerdo, de acuerdo.
Se lo conté. Ella me escuchó con incredulidad.
—¿Me está diciendo que esto es por el incendio?
Me encogí de hombros.
—¿Por qué otra cosa podría ser?
—Pero usted no quemó la escuela.
—Creo que hay mucha gente que no compartiría esa opinión.
—Entonces es que son idiotas. ¡Todos! Y ahora siéntese y déjeme que le eche un vistazo.
Me pasé la siguiente media hora profundamente avergonzado, mientras Joséphine echaba mano de su botiquín de primeros auxilios para curarme las heridas. Esa mujer es imposible. No había nada que yo pudiera hacer o decir para impedir que se metiera. Crema de árnica, tiras de sutura, vendas alrededor de los dedos y las costillas…
—¿Desde cuándo eres una enfermera cualificada? ¡Ay!
—No se mueva —dijo Joséphine—. Cuando estaba casada con Paul-Marie, aprendí muy pronto todo lo que hay que saber sobre ojos morados y huesos rotos. Quítese la camisa.
—Pero Joséphine…
—He dicho que se quite la camisa, Monsieur le Curé. ¿O prefiere que avise al doctor Cussonet y deje que difunda la noticia por todo el pueblo?
Me rendí, aunque de mala gana. Cuando por fin terminó, dijo:
—Ya está. Mucho mejor, ¿no?
Me encogí de hombros.
—Me duele todo.
—Desagradecido.
Sonrió (¿he dicho ya que sonríe con la mirada?).
—Gracias, Joséphine —dije—. Te agradezco mucho tu ayuda. Y también te agradecería que no mencionaras nada de lo ocurrido a nadie. Mi relación con el obispo ya no es precisamente buena, y si se enterara de esto…, en fin…
Joséphine me miró.
—Su secreto está a salvo. Soy buena guardando secretos.
Y entonces, con una última y pícara sonrisa, se inclinó sobre mí, me dio un beso en la mejilla y desapareció bajo la lluvia como un sueño de verano.
Bendíceme, Padre, porque he pecado. Bueno, al menos habría pecado si hubiera tenido ocasión. Puede que fueran los estresantes acontecimientos de anoche o puede que el tacto de sus manos en mi piel. Ha pasado mucho tiempo desde que una mujer me tocó por última vez, mon père. Me avergüenzo al pensar en todas las veces que ella ocultó sus moretones como hago yo ahora: con gafas de sol en días nublados, con abrigos a modo de armadura… O en las veces que se encerraba en su habitación con migrañas que duraban días…
¿Es esa la razón por la que me ha ayudado, mon père? ¿Porque sabe lo que es sentirse una víctima, sentirse avergonzado? No merezco su bondad. Sabía que Paul-Marie era violento, pero, teniendo en cuenta que venía a confesarse, ¿qué podía hacer? No podía intervenir. Vianne Rocher lo hizo. Vianne Rocher, que llega con el viento y anuncia los cambios para todos nosotros…
Este viento. ¿Por qué sopla? ¿Por qué tiene que haber cambios, mon père? Antes éramos felices… Bueno, al menos, la mayoría de nosotros nos sentíamos satisfechos. ¿Por qué las cosas tienen que ser distintas?
Dicen que el autan blanco trae la locura, y el autan negro el caos y la desesperación. No es que crea en esos cuentos, pero, de algún modo, el viento ha vuelto a cambiar, y por primera vez en mi vida, père, soy capaz de sentir su oscuro encanto. Lansquenet me ha repudiado, a ambos lados del río. La Iglesia me ha repudiado, o al menos está a punto de hacerlo. Es ahora cuando la voz del viento es más seductora. El viento que viaja ligero, el viento que va a donde quiere ir…