CAPÍTULO 1

Lunes, 23 de agosto

Bueno, está claro que no puedo contarle lo que ella ha dicho. La confesión, sea oficial o no, es un secreto que no puede ser traicionado. Sin embargo, estaba pálida como una hostia cuando ha terminado su historia, y nada de lo que le dije parecía ser capaz de consolarla.

—No sé cómo contárselo a ella —dijo—. Está muy orgullosa de lo que he llegado a ser. El mundo se abrió para mí. Estaba lista para desplegar mis alas. Y ahora, soy como todos los demás. Vivo en el mismo lugar, me ocupo de mi café, envejezco…

Le dije que no creía que pareciera vieja. Me dirigió una mirada impaciente.

—Había tantas cosas que quería hacer…, tantos sitios que esperaba conocer… Ella me recuerda todo eso; ella ha hecho todas estas cosas, y eso me hace sentir… —Apretó los puños—. Oh, ¿de qué sirve? Hay gente que se pasa toda la vida sentada, esperando un tren, y al final se dan cuenta de que ni siquiera han llegado a la estación.

—Has cumplido tu función —le dije.

Hizo una mueca.

—¿Mi función?

—Bueno, sí. Algunos debemos hacer eso —dije—. No podemos ser todos como Vianne Rocher, yendo de un lado para otro todo el tiempo, sin pertenecer nunca a un lugar, sin asumir jamás responsabilidades.

Parecía sorprendida.

—Usted no lo aprueba.

—Yo no he dicho eso. Pero cualquiera puede huir. Se necesita algo más para quedarse en un lugar.

—¿Es eso lo que va a hacer usted? —me preguntó—. ¿Va a desafiar a la Iglesia y se quedará?

Señalé, más bien con aspereza, que se suponía que quien se confesaba era ella, no yo. Sonrió.

—¿Se confiesa usted alguna vez, Monsieur le Curé?

—Por supuesto —mentí. Bueno, no era exactamente una mentira. Después de todo, me confieso con usted—. Todos necesitamos alguien con quien hablar.

Volvió a sonreír. Sonríe con la mirada.

—¿Sabe una cosa? Es más fácil hablar con usted cuando no lleva sotana.

¿De veras? De algún modo, me cuesta creerlo. El hábito me simplifica las cosas. Sin él, me siento desubicado, una voz más entre la multitud. ¿De verdad le importa a alguien lo que yo diga? ¿Acaso alguien me escucha?

Encontramos a Vianne en el jardín, tratando de encender la barbacoa. Llevaba unos vaqueros y una blusa sin mangas, su largo pelo sujeto con un pañuelo amarillo. Había conseguido dar con un lugar relativamente resguardado del viento, pero el aire era sofocante y estaba bañado por la lluvia. La mayoría de las pequeñas linternas de papel que había colgado por todo el jardín habían salido volando.

Vianne saludó a Joséphine con un beso y a mí me sonrió.

—Me alegro de que haya venido. Se quedará a cenar, ¿verdad?

—No, no. Solo he venido a…

—No me venga con esas. Y ahora me dirá que está demasiado ocupado con los deberes de su parroquia…

Tuve que admitir que no lo estaba.

—¡Entonces cene con nosotros, por el amor de Dios! ¿O acaso no tiene que cenar?

Sonreí.

—Es muy amable, mademoiselle Ro…

Dándome un golpecito en el brazo, dijo:

—¡Vianne!

—Lo siento, Monsieur le Curé —dijo Joséphine—. Si llego a saber que iba a ponerse violenta, no lo habría traído.

Vianne se echó a reír.

—Venga, pasad y servíos una copa de vino. Los niños están dentro.

Las seguí hasta el interior de la casa. Sentía una mezcla de desconcierto y de algo más que no pude identificar. Sin embargo, era agradable sentarse junto al fogón de la vieja cocina de Armande, una cocina que ahora estaba llena de gente, debido a la presencia de cuatro niños y un perro revoltoso, enfrascados en un bullicioso juego alrededor de la mesa de la cocina.

El juego, en el que había muchos gritos, lápices de colores, ladridos de perro, hojas de papel para dibujar y un montón de exuberantes gestos de Rosette, bastó para que mi entrada pasara inadvertida durante unos minutos, y me dio tiempo de ver a Alyssa Mahjoubi entre el grupo…, una Alyssa Mahjoubi tan cambiada que casi no la reconocí: llevaba ropa occidental (unos vaqueros y una camiseta azul) y el pelo peinado en una melena corta asimétrica que le llegaba hasta el mentón. Y, lo más sorprendente de todo, se estaba riendo… Su vívida carita estaba iluminada por la excitación del juego, y al parecer se había olvidado por completo de su huida.

Recordé bruscamente que, a sus diecisiete años, Alyssa aún sigue siendo una niña…, por mucho que, a su edad, su hermana ya se hubiera casado. A los diecisiete años, en equilibrio sobre esa precaria pasarela situada entre la adolescencia y la edad adulta, el mundo es, por supuesto, un obstáculo chocante: un día está pavimentado con cristales rotos y, al siguiente, con flores de manzano. Aunque estamos lo bastante cerca como para tocar el Paraíso, lo único que queremos es dejarlo atrás. Capté la expresión de Vianne y me pregunté si no estaría pensando lo mismo. Su hija tiene tan solo quince años, y aun así hay algo salvaje en sus ojos, una promesa de caminos por recorrer, de lugares por descubrir. ¿Qué era lo que había dicho Joséphine? «Hay gente que se pasa toda la vida sentada, esperando un tren, y al final se dan cuenta de que ni siquiera han llegado a la estación».

Se volvió, como si me hubiese leído el pensamiento.

Monsieur le Curé!

Todos se dieron la vuelta. Por un instante, Alyssa me miró, sorprendida, y acto seguido desafiante.

—No se lo he contado a nadie —dije—. Y no lo haré, a menos que quieras que lo haga.

Desvió la mirada, con una tímida sonrisa. Es un gesto muy característico que comparte con su hermana: un movimiento hacia abajo de la barbilla, un giro de la cabeza ligeramente a la izquierda, un parpadeo, que ahora se repetía con el suave barrido del nuevo peinado cayendo sobre su cara. Es extraordinariamente guapa, a pesar de su juventud, o precisamente por eso. Me hace sentir un poco incómodo, como suele ocurrirme a menudo con la belleza femenina. Como sacerdote, no debería notarlo. Pero, a pesar de todo, como hombre, siempre lo hago.

—Me estoy reinventando a mí misma —dijo—. He dejado que Anouk y Rosette me corten el pelo.

Anouk sonrió.

—Por un lado ha quedado un poco más corto —dijo—. Pero aun así creo que le queda muy bien. ¿Qué opina?

Le dije que no era quién para juzgar, pero Joséphine la abrazó y dijo:

—Tiene un aspecto adorable.

Alyssa sonrió.

—Usted también lo ha hecho. Se ha reinventado a sí misma —dijo.

Una sombra cruzó el rostro de Joséphine.

—¿En serio? ¿Quién te ha dicho eso?

—Vianne.

Una vez más, esa mirada, como la pata de un gato en la superficie del Tannes.

—Supongo que podría decirse así —dijo—. Y ahora, ¿qué hay de esas tortitas?

El grito de los niños vitoreando lo que acababan de oír bastó para disimular mi torpeza, al menos ante Alyssa, aunque pensé que Vianne, de algún modo, había notado algo. Tiene una curiosa afinidad con los secretos no revelados, con las historias que no han sido contadas. Sus ojos, oscuros como el café, son capaces de filtrar las sombras del corazón humano.

Eché un vistazo al salón. Algo había cambiado allí desde la llegada de Vianne, algo que no era capaz de identificar. ¿La luz de las velas proyectándose en todas las superficies o las bolsitas rojas de la buena suerte que cuelgan de los marcos de todas las puertas? ¿Será el incienso quemándose, el cremoso aroma del sándalo, o el olor de las hojas chamuscadas que viene de fuera? ¿O el de las tortitas fritas con mantequilla? ¿O el de las salchichas con especias en la barbacoa?

—Espero que esté hambriento —dijo Vianne Rocher.

Inesperadamente, lo estaba. El viento traía lluvia, de modo que cenamos dentro, aunque Vianne preparó la mayor parte de la comida fuera, donde el viento se llevaría el humo limpiamente.

Había tortitas, por supuesto, y salchichas, pero también confit de pato y una terrina de hígado de oca; cebollas rosadas dulces; champiñones salteados con hierbas; quesitos tomme envueltos en ceniza; pastis gascon; pan de nueces; fouace; aceitunas y dátiles. Para beber, sidra, vino y floc, además de zumo de frutas para los niños, e incluso un plato de sobras para el perro, que más tarde se hizo un ovillo frente a la chimenea y se quedó dormido, moviendo de vez en cuando la cola y murmurando vagas obscenidades entre dientes.

Fuera, el autan ganó fuerza y empezamos a oír la lluvia estrellándose contra los cristales de las ventanas. Vianne echó más leña al fuego; Joséphine colocó una cuña en la puerta para que se cerrara y Anouk empezó a cantar una canción que yo había escuchado hacía mucho, muchísimo tiempo, una vieja y triste canción sobre el viento y cómo siempre cumple con su deber:

V’là l’bon vent, V’là l’joli vent…

Tenía una voz dulce e inexperta, aunque parecía estar sorprendentemente dispuesta a cantar, sin ningún atisbo de timidez. Rosette se unió a ella con su habitual ímpetu, mientras Pilou las acompañaba tamborileando en la mesa con más entusiasmo que habilidad.

—Vamos, Alyssa —dijo Anouk—. Únete a nosotras con los coros.

Alyssa parecía incómoda.

—Yo no sé cantar.

—Y yo tampoco —dijo Anouk—. ¡Vamos!

—Lo digo en serio: no sé. No sé cómo hacerlo.

—Todo el mundo sabe cantar —dijo Anouk—. Igual que todo el mundo sabe bailar.

—En mi casa no; no saben. Bueno, al menos, ya no. Yo solía cantar cuando era pequeña. Sonia y yo solíamos hacerlo. Cantábamos y bailábamos la música que sonaba en la radio. Incluso mi abuelo lo hacía, antes de que… —Alyssa bajó la voz—. De que ella llegara.

—¿Te refieres a Inès Bencharki? —preguntó Vianne.

Alyssa asintió con la cabeza.

Esa mujer otra vez.

—Su hermano es muy protector —dije.

—No es su hermano —dijo Alyssa.

Había todo un mundo de desprecio en su tono de voz.

Me quedé mirándola.

—Entonces, ¿quién es?

Se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe a ciencia cierta. Hay gente que dice que era su mujer y otros dicen que es su amante. Sea lo que sea, hasta cierto punto, aún lo tiene dominado. Antes del incendio, él solía ir a su casa a todas horas.

Miré a Vianne.

—¿Usted lo sabía?

—Se me había pasado por la cabeza.

Tomé un poco de vino.

—¿Cómo es posible —dije— que usted sepa más cosas sobre este pueblo en una semana que lo que yo he conseguido averiguar en años?

Debió de parecer que estaba resentido. Y tal vez lo estuviera; mi trabajo es saber qué ocurre en mi parroquia. La gente acude a mí para confesarse…, y aun así, en esa chocolatería suya, Vianne Rocher escuchó más cosas de las que yo había escuchado en toda mi vida. Incluso los magrebíes hablan con ella. En ocho años, no ha cambiado nada.

Tomé más vino.

—Esa mujer… —dije—. Sabía que ocultaba algo. Parece muy piadosa bajo ese velo, se comporta como si todos los hombres del mundo quisieran violarla en cuanto la ven, mira con desprecio a todos y siempre…

—Eso no lo sabe.

—Si incluso su propia gente lo piensa… —dije.

—Solo es un rumor —dijo Vianne Rocher.

Supuse que tenía razón. Maldita sea, mon père, ¿por qué está en lo cierto tan a menudo?

—¿Y su hija? —dije.

—Du’a —dijo Alyssa—. Es una niña encantadora. Nunca ha conocido a su padre. Dice que murió cuando era pequeña… y creo que se lo cree de verdad. A Karim no parece importarle. Ni siquiera le habla. Aisha Bouzana dice que ella ha oído decir que Inès no es su madre, que robó a Du’a cuando era un bebé porque no podía tener hijos. —Alyssa bajó la voz y continuó—: Incluso he oído decir a alguna gente que Inès no es una mujer, sino una especie de jinn, un aamar que susurra waswaas en las mentes de los niños y los entrega a Shaitan.

Fue un discurso muy largo para una chica a la que apenas había oído pronunciar más que unas pocas palabras seguidas. Quizá fuera por la presencia de sus amigos o porque nadie la vigilaba. Me di cuenta de que no había comido demasiado, solo una tortita y un poco de fruta, y de que, evidentemente, no había probado el vino. Aun así, tenía el rostro rojo y casi parecía ebria.

—Eso no lo crees de verdad —dije.

Se encogió de hombros.

—Ya no sé lo que creo. Omi al-Djerba dice que hay aamar por todas partes. Viven entre nosotros. Incluso tienen nuestro mismo aspecto. Pero por dentro no son humanos y lo único que quieren es hacernos daño.

—Sé exactamente a qué te refieres —dijo Anouk, inclinándose hacia delante—. Se hacía llamar Zozie de l’Alba y fingía ser nuestra amiga, pero lo cierto es que no era una persona, solo algo sin sombra…

—Ya basta, Anouk —dijo Vianne, posando una mano sobre el brazo de Alyssa—. Si la gente desconfía tanto de Inès, ¿por qué manda a sus hijas a su escuela?

Alyssa se encogió de hombros.

—Al principio no lo hacían. Y Karim le cae bien a todo el mundo, claro.

Hice una mueca.

—¿A usted no? —me preguntó Vianne.

Alyssa desvió la mirada.

—No.

Incluso a la luz de la chimenea, pensé que su cara estaba roja. Vi que Vianne la observaba con curiosidad, aunque no retomó el tema, cambiando a otro con tanta destreza que solo yo me di cuenta. Pasamos el resto de la velada hablando de las cosas más diversas y fue tan agradable que me sorprendí cuando consulté el reloj y vi que ya era más de medianoche.

Mirando a Joséphine, dije:

—Se me ha hecho tarde. Tengo que irme.

—Pilou y yo iremos con usted.

Fuera, el viento aún soplaba con fuerza, arrastrando el olor del río y salpicado de gordas y punzantes gotas de lluvia, como las avispas en verano. Pilou sujetaba la correa de Vlad, que le ladró al cielo y trató de atrapar las hojas caídas a lo largo del camino del río. Les Marauds aún seguía despierto; todas las ventanas estaban iluminadas y en las estrechas calles había colgadas luces de colores, balanceándose al viento como luciérnagas.

El gimnasio de Saïd estaba cerrado, por supuesto. Aun así, sentí una punzada de inquietud. Algunos sitios provocan esa sensación, père; sitios donde los ladrillos y la argamasa devuelven el eco con hostilidad. Acompañé a Joséphine y a su hijo hasta el Café des Marauds y luego tomé la Rue des Francs Bourgeois hasta mi casa.

No me di cuenta de que me seguían. Lo único que oía era el constante rugido del viento y, un poco más allá, el del Tannes. Además, había bebido más vino de lo habitual, y me sentía extrañamente desconectado de todo. Por encima de mí, el cielo se iluminaba y luego se oscurecía a medida que las nubes ocultaban la luna, enorme y brillante, haciendo saltar las sombras en las paredes y las casas como si fueran gatos. Estaba cansado, aunque aún no tenía sueño. Tenía demasiados pensamientos en la cabeza. Alyssa Mahjoubi, Vianne Rocher, Inès Bencharki, Joséphine…

De pronto noté que algo se movía detrás de mí. Una doble sombra; una pizca de tabaco mezclado con kif; dos figuras a la luz de la luna, los rostros ocultos tras sendos pañuelos de cuadros…

El primer golpe me alcanzó en el hombro y me pilló completamente por sorpresa. En Lansquenet no suelen cometerse delitos. La mayoría de la gente no cierra la puerta con llave. Lo único que se puede ver es algún caso aislado de violencia doméstica, y alguna pelea entre muchachos. No ha habido un robo con fuerza desde hace diez años, ni un asalto…

Eso pensaba cuando caí al suelo. El resto es confuso. Sé que me golpearon una segunda vez con algo que supuse que sería un tronco de leña cuando me caí de rodillas y recibí un golpe en la cara:

—¡Cerdo! Mereces todo lo que te ocurre.

Luego vino una andanada de golpes y patadas. No tenía modo de defenderme. Ya estaba en el suelo; lo único que podía hacer era acurrucarme, tratando de protegerme todo lo posible. Los golpes se clavaban en mis costillas y en mi espalda. Mi sensación de desconexión se acrecentó; sentía el dolor, aunque una parte de mí parecía estar viéndolo todo desde fuera.

—¡Cerdo! —dijo esa voz—. Esto es una guerra. Te advertimos que te quedaras al margen. Si vuelves a interferir, haremos que desees no haber nacido.

Y entonces, con una última y certera patada en el muslo, donde ese músculo tan largo, el rectus femoris, creo que se llama, puede provocar espasmos y calambres con una precisión agónica, mis anónimos atacantes desaparecieron en medio de la noche, dejándome allí, respirando el polvo del camino y escuchando el flujo de la sangre en mis orejas con más fuerza que el rugido del río.

Me quedé donde estaba hasta que remitieron los calambres y pude volver a mover las piernas. Estaba lleno de barro y tenía la camisa hecha trizas. Mi corazón era un enloquecido galope. Nunca había participado en una pelea, ni siquiera cuando iba a la escuela. Nunca me habían golpeado con rabia y ni siquiera había sufrido una mala caída.

Dicen que instintivamente sabes si tienes un hueso roto. Pues resulta que tengo varios. En ese momento no lo sabía, père; estaba ardiendo por la adrenalina. Si las piernas me hubiesen respondido, no habría dudado ni un momento en perseguir a mis asaltantes hasta Les Marauds (donde, si hubiese dado con ellos, seguramente me habrían golpeado con más saña que la primera vez). Sin embargo, mi ira era un analgésico lo bastante potente como para demorar el dolor de dos dedos rotos, una costilla fracturada y, por supuesto, la nariz dañada, que ahora, a la luz del día, impresiona mucho más a causa de los moretones que tengo en torno a los ojos.

¿Quiénes serían mis asaltantes? No hay modo de saberlo. Los pañuelos que llevaban podían ser de cualquier hombre de Les Marauds, y sus voces no me resultaban familiares. ¿Por qué habían ido a por mí? No quisieron robarme. ¿Fue una venganza por el incendio de la escuela? Parecía la razón más probable. Pero ¿quién les había ordenado hacerlo? ¿Y a qué se referían al decir «esto es una guerra»?

Con mucho cuidado, me levanté, la adrenalina zumbando sin cesar en mis venas. La lluvia caía sin parar. Ahora, por fin, me estaba empezando a doler. Mi casa estaba a la vuelta de la esquina, y aun así el trayecto me pareció interminable.

Un perro peludo se cruzó en mi camino. Luego se detuvo y se acercó para olerme la mano. Me di cuenta de que era el perro de Pilou.

—Vete a casa.

El perro meneó la cola y me siguió.

—Vete a casa, Vlad.

El animal no me hacía caso. Cuando llegué frente a mi puerta, lo encontré de nuevo a mis pies, meneando la cola y jadeando.

—Vete a casa —repetí, con voz más firme—. Me confundes con otro Francis, ese al que le gustan los animales.

El perro me miró y se puso a ladrar.

Maldije en voz baja. En justicia, debía llevar al perro a su casa. Pero era tarde, estaba lloviendo y los ladridos del perro despertarían a los vecinos. Además, no quería que Joséphine y su hijo me vieran en ese estado.

—Vale, puedes pasar —dije—. Pero dormirás en la cocina. ¡Y no ladres!

El perro, que parecía haber entendido hasta la última palabra, me siguió rápidamente hasta mi habitación. Estaba demasiado cansado para discutir. Dejé la ropa en el suelo y me dejé caer en la cama de inmediato. Cuando me desperté, dolorido, encontré al perro tumbado en mi cama. Sé que debería haber protestado, mon père, pero, secretamente, me sentía lo bastante débil como para experimentar una especie de gratitud por la presencia de otro ser, y le di unas palmaditas al perro en la cabeza antes de sumirme de nuevo en un sueño inquieto, arrullado por el rugido del viento.