CAPÍTULO 10

Domingo, 22 de agosto

Maya ha vuelto esta mañana para ayudar a Alyssa a terminar la mermelada. Ella y Rosette dedicaron una caótica media hora a poner etiquetas en los frascos de cristal y a pintarlas… Rosette con sus dibujos preferidos de conejos, monos y serpientes voladoras; Maya, con menos práctica, pero con exuberantes imágenes de varias clases de fruta, incluidas piñas, fresas y unos improbables cocos («estos son para Omi», dice), con la palabra «MELOCOTÓN» (a veces «MECOLOTÓN») en todos los frascos y con letras mayúsculas.

A los cinco años, hacer amigos es fácil. Empieza con un tímido movimiento circular, como el de dos animalitos curiosos. El lenguaje no supone ninguna barrera; la cultura y el color son irrelevantes. Rosette extiende la mano para tocar el brazalete de oro que Maya lleva en la muñeca; Maya se siente igualmente fascinada por el pelo rojo y rizado de Rosette. Cinco minutos después, se sienten a gusto: Rosette canta y parlotea en su lenguaje particular; Maya, que parece comprenderla, la observa con ojos brillantes y muy abiertos.

He visto que Bam, siempre tan curioso, se ha acercado para inspeccionar a la recién llegada. Hoy lo veo con bastante claridad, como algo que se vislumbra a contraluz. Tiene la cola larga, la cara peluda y un destello de inteligencia en la mirada. Creo que Maya también lo ve, pero, claro, solo tiene cinco años.

Después de haber terminado las etiquetas, ambas salieron a jugar y Anouk se fue para verse con Jeannot Drou, dejando que Alyssa y yo acabáramos de llenar los frascos. Esta mañana, Alyssa estaba callada; su rostro estaba pálido y sin expresión, y cuando traté de sonsacarla respondió con indiferencia.

Quizá sea porque Joséphine viene a cenar esta noche. La presencia de Alyssa en la casa complica las opciones de pasarlo bien, pero cancelar la cena con tan poca antelación podría despertar demasiadas sospechas. Alyssa puede esconderse en su habitación… Además, tengo mis razones para querer hablar con Joséphine.

—Tiene un hijo —le digo—. De ocho años. Y nunca me habló de él.

Alyssa limpiaba los frascos con un trapo húmedo mientras yo los sellaba. Se cubren con un cuadrado de celofán, sujeto con una goma elástica, como si fueran una cuerda de lámparas de papel llenas de una suave luz dorada. El olor del azúcar caliente y de la canela era como algo que lo acariciaba todo.

—¿Quién? —preguntó Alyssa.

Me di cuenta de que había pensado en voz alta.

—Mi amiga —le dije—, Joséphine.

«Mi amiga». Esas palabras me resultan casi tan extrañas como «hogar». Los amigos son los que dejamos atrás, como me enseñó mi madre; incluso ahora, invoco la palabra con cierta reticencia, como si fuera un genio que, una vez liberado, pudiera ser peligroso.

—¿Qué pasó? —preguntó Alyssa.

—Se reinventó a sí misma —dije.

Bueno, sí, supongo que fue eso. Joséphine se reinventó a sí misma. Después de todo, ¿cómo no iba a hacerlo? Yo misma soy una amante de la reinvención. Le enseñé mi técnica. Y ahora, por primera vez, entiendo por qué mi madre nunca miraba atrás, por qué nunca volvía a visitar los lugares que ella y yo habíamos amado.

—El problema de la gente es que cambia. A veces tanto que apenas se la reconoce.

—¿Es eso lo que ha ocurrido con tu amiga?

Me encogí de hombros.

—Puede que sí —dije.

El cazo de cobre estaba vacío. Entre las dos, llenamos todos los frascos que había en la casa. Cocino cuando estoy inquieta. Me gustan las recetas simples, la preparación de los ingredientes, la certeza de que si sigo las reglas el plato nunca va a defraudar. Si la gente fuera así… Si el corazón fuera tan sencillo…

—¿Qué hizo? —preguntó Alyssa, mirando el interior del cazo de cobre. Pasó el dedo por el borde, como si fuera a lamerlo, pero luego dudó—. Quiero decir… para reinventarse a sí misma. ¿Qué hizo?

«Buena pregunta», pensé. El otro día, cuando la llamé, parecía muy contenta de verme. Y, aun así, llevo aquí una semana…

—Es difícil de explicar —dije—. Hay muchas cosas que siguen igual. Tiene un aspecto algo distinto… Se ha cortado el pelo y se lo ha teñido de rubio…, pero en el fondo sigue siendo Joséphine, impulsiva y con buen corazón, y a veces un poco loca, pero hay algo en ella que, de alguna manera, ha cambiado…

—Quizá tenga algo que ocultar.

La miré inquisitivamente.

—A veces, cuando te sientes así, no eres capaz de estar con tus amigos. Y no es que no quieras verlos, pero sabes que no puedes hablar con ellos. —Se llevó el dedo a la boca y lo chupó—. Ya está. He roto mi ayuno. ¿Qué diría mi madre si se enterara?

—Estoy segura de que a tu madre no le importaría. Lo único que quieren saber es que estás bien.

Alyssa negó con la cabeza enérgicamente.

—Tú no conoces a mi madre. La gente cree que mi padre es el duro, pero no es cierto. Mi madre preferiría verme muerta antes de que avergonzara a la familia.

—Me imagino que no estamos hablando de que hayas lamido un poco de mermelada antes de que se ponga el sol… —dije.

Alyssa me dedicó una sonrisa renuente.

—Supongo que piensas que eso es una estupidez.

Negué con la cabeza.

—No, en absoluto.

—Pero tú no crees en la religión.

—Te equivocas. Creo en un montón de cosas.

—Ya sabes a lo que me refiero…

—Por supuesto que sí. —La hice sentarse a la mesa. Entre nosotras, las hileras de frascos de mermelada brillaban como linternas chinas—. He conocido a muchos creyentes. Algunos eran honestos y buenos, pero otros utilizaban la religión como excusa para odiar a otra gente o para imponer sus propias normas…

Alyssa suspiró.

—Entiendo lo que dices. Mi madre está obsesionada con tonterías, pero nunca quiere oír hablar de las cosas que son realmente importantes. Siempre me dice «no duermas boca abajo», o «no te maquilles», «no hables con chicos», «no te pongas esto», «no digas eso», «no vayas a tal sitio». Mi abuelo dice que a Alá no le importa lo que comas o la ropa que te pongas siempre y cuando tu corazón esté en su sitio y cuidemos los unos de los otros.

—Tu abuelo me cae bien —dije.

—A mi también —repuso Alyssa—. Pero desde que él y mi padre se pelearon, no lo veo demasiado.

—¿Por qué se pelearon?

—A mi abuelo no le gusta el niqab. Dice que las niñas no deberían llevarlo en la escuela. No le gusta que Sonia lo lleve. Antes nunca solía llevarlo.

—Entonces, ¿por qué lo lleva ahora?

Alyssa se encogió de hombros.

—Puede que sea como tu amiga —dijo—. Puede que tenga algo que ocultar.

Pensé en lo que Alyssa había dicho mientras nos preparábamos para la noche. Las tortitas eran fáciles de hacer, pero la pasta, hecha según una vieja receta, con harina de trigo sarraceno y sidra en vez de leche, debía reposar durante un par de horas. Se pueden comer solas o con mantequilla salada, salchichas, queso de cabra, mermelada de cebolla o confit de pato con melocotones. Recuerdo haberlas preparado para Roux y los gitanos del río la noche que sus barcas fueron pasto de las llamas. Lo recuerdo muy bien: la columna de chispas de la hoguera alzándose de golpe como un petardo y Anouk bailando con Pantoufle y Roux…, Roux como era entonces, risueño, contando chistes, el pelo largo sujeto con un trozo de cuerda, descalzo en el embarcadero.

Joséphine no estaba allí, por supuesto. La pobre Joséphine, con el abrigo de tartán que llevaba siempre, hiciera frío o calor; el pelo peinado para ocultar su rostro y los moretones que tan a menudo aparecían en él; la pobre y recelosa Joséphine, que no confiaba en nadie, y mucho menos en los gitanos del río, que hacían lo que les apetecía y recorrían el río, reinventándose a sí mismos a su antojo dondequiera que amarraran sus casas flotantes. Más adelante, cuando se alejó de Paul-Marie y sus abusos, Joséphine empezó a entender el precio de la libertad; el barco de Roux, quemado y reducido a cenizas; sus amigos, que se marcharon sin él; el odio de la gente del pueblo hacia los que siguen sus propias reglas, que ven más a menudo las estrellas que las farolas, que no pagan impuestos o no van a la iglesia, o que no encajan en una comunidad. A ella, que también era una marginada, empezó a gustarle la idea. Sin hijos, sacó a la madre que había en ella. Pensé que podían ser más que amigos, y sin embargo…

«Lo querías para ti. ¿Qué tiene eso de malo, Vianne?».

Esta vez, la voz no es la de mi madre, ni siquiera la de Armande Voizin. Es la voz de Zozie de l’Alba, que en ocasiones reaparece en mis sueños. Zozie de l’Alba, que me salvó la vida porque la quería para ella; Zozie, el espíritu libre, la ladrona de corazones. Y su voz me resulta más difícil de ignorar que la del resto de la gente que me susurra.

«Tú lo querías. Tú te lo llevaste, Vianne. Joséphine no tuvo ninguna oportunidad».

Porque Zozie, a pesar de su astucia, trafica más con verdades que con mentiras. Ella nos mostraba nuestros propios reflejos, nuestros rostros secretos. Todo el mundo tiene un lado oscuro, eso lo sé; he luchado contra él durante toda mi vida. Pero, hasta que llegó Zozie, nunca había sabido cuánta oscuridad acarreaba en mi interior, cuánto egoísmo y cuánto miedo.

La Reina de Copas. El Caballo de Copas. El Siete de Espadas. El Siete de Bastos. Las cartas de mi madre; su aroma de ensueño; sus caras, tan familiares.

¿Será Joséphine la Reina desaparecida? ¿Debería haber sido Roux su Caballero? ¿Y seré yo la Luna, inestable, con dos caras, tejiendo su red en torno a ellos?

A las tres de la tarde, Anouk y Rosette volvieron a casa con Pilou, riéndose y jadeando a causa del viento.

—Pilou tiene una cometa —dijo Anouk, mientras Rosette repetía con exuberancia sus palabras en el lenguaje de signos—. La hemos hecho volar río abajo, los tres y ese perro loco. Sinceramente, ¡vaya chucho! Hubo un momento en que se lanzó al río, tratando de agarrar la cola de la cometa, y los tres tuvimos que sacarlo a rastras. Por eso Rosette tiene ramitas en el pelo y todos olemos a perro mojado.

—Eso no es justo —protestó Pilou—. Vlad no es un chucho. Es muy inteligente, muy bueno recuperando cometas y descendiente de los legendarios perros pescadores de China.

«Pescador de perros —dijo Rosette—. Perro pescador. Pescador de cometas». Y ejecutó una pequeña danza con Bam alrededor de la cocina.

Alyssa volvió a subir las escaleras en cuanto oyó ladrar al perro.

—No pasa nada —dijo Anouk—. Solo es Vlad. Puedes volver, no te va a morder.

Por un instante, estuve convencida de que Alyssa no bajaría. Pero, finalmente, la curiosidad se impuso a su timidez. Se sentó en el rellano, mirando hacia abajo a través de la barandilla. Pilou le lanzó una ojeada al pasar, aunque parecía más interesado en el cuenco con la masa de las tortitas que había sobre el fuego.

—¿Es para la cena? —preguntó.

—En efecto. ¿Te gustan las tortitas?

Pilou asintió vigorosamente.

—Las prepararemos fuera, en una pequeña hoguera, como solía hacerlo la gente del río. Con salchichas y sidra, por supuesto.

—¿Has visto a mucha gente del río? Pensaba que habían dejado de venir por aquí.

—Venían cuando yo era pequeño —dijo Pilou—. Causaban muchos problemas en Les Marauds. Supongo que mi padre se fue con ellos.

Se encogió de hombros y siguió investigando qué se estaba cociendo en el fuego.

Una vez más, pensé en la Reina de Copas. Busqué a Roux en el rostro de Pilou, pero no identifiqué nada. Pelo rizado, quemado por el sol; cara redonda, nariz chata. Puede que tenga un aire a Joséphine en los ojos, pero en él no hay nada de Roux…, y aun así, al igual que Rosette, le encanta dibujar.

Recuerdo la pintura abstracta del bar de Joséphine y la expresión de sus ojos cuando habló del padre de Pilou. Solo que no había hablado de él, recordé de pronto; dijo simplemente que Pilou era suyo y de nadie más. Es lo mismo que yo solía decir cuando la gente me preguntaba por el padre de Anouk, y, aun así, oírselo decir a Joséphine me preocupa…, quizá más de lo debido.

—¿Cuándo es tu cumpleaños?

Pareció sorprendido.

—El 17 de diciembre. ¿Por qué?

El de Rosette es el 20 de diciembre. Muy pegados. Muchísimo. Pero, en cualquier caso, ¿qué importancia tendría si lo que sospecho resultara ser cierto? A Roux no le importa que Anouk no sea su hija. ¿Por qué debería ser distinto esto? Y, a pesar de todo, la idea de que Roux puede que lo sepa, que pueda haber estado ocultándolo durante ocho años…, cuatro de los cuales pasó aquí, en Lansquenet, trabajando en granjas y en su barco, alquilándole una habitación a Joséphine…

El Caballo de Copas tiene algo que ocultar. Tiene un rostro marmóreo, cubierto de sombras. La Reina sostiene su copa con demasiada languidez, como si en ella hubiera algo que la pone enferma. Los niños han subido al piso de arriba con Vlad. Están sorprendentemente silenciosos. Los dejo que jueguen y salgo en dirección a Les Marauds llevándome el móvil.

Una vez más, no hay ningún mensaje de Roux. Tiene el teléfono apagado. Le escribo:

«Por favor, Roux, ¡ponte en contacto conmigo! Necesito…».

Evidentemente, no lo he mandado. Nunca he necesitado a nadie. Si Roux quiere ponerse en contacto conmigo, lo hará. Además, ¿qué le diría? Tengo que verlo cara a cara. Tengo que leer sus colores.

El tiempo está cambiando. Ya lo noté antes, cuando estaba hablando con Omi en Les Marauds. El viento sopla con la fuerza de siempre, pero ahora las nubes con cara de ángel tienen los pies sucios. Una gota de lluvia se estrella contra mi cara cuando alcanzo la cima de la colina…

El autan negro está en camino.