Domingo, 22 de agosto
Hoy, el père Henri Lemaître está ocupado. Misa matinal en Lansquenet y luego en Florient, Chancy y Pont-le-Saôul. Tras haber añadido Lansquenet a su lista de parroquias, los días laborables ha reducido sus servicios en algunos de los pueblos más pequeños, pero la misa del domingo sigue siendo una prioridad en toda la orilla del Tannes. Desde aquí, de pie, en el puente, puedo escuchar las campanas de sus iglesias, que me hace llegar el autan: el doble carillón de Saint-Jérôme; las campanas gemelas de Sainte-Anne, en Florient, y el sonido agrietado y característico de la campana de la pequeña capilla de Chancy. Con tanta actividad en el aire, me parece mal estar ocioso. Y mucho más sin la sotana, con el aspecto de un turista.
Y aun así no pienso esconderme, mon père. Dejemos que el rebaño piense lo que le plazca. Mientras se dirigen a la iglesia con sus vestidos de domingo, los sombreros calados para protegerse del viento, las mujeres con sus zapatos de tacón de aguja caminando sobre los irregulares adoquines, su aspecto parece un poco avergonzado y extrañamente triunfante al mismo tiempo; ovejas rebeldes que saben que su perro pastor tiene una espina clavada en una pata. Sé lo que están pensando. «Reynaud tiene lo que se merece. Y se lo merece porque creía que podía estar por encima de la ley».
Ahora solo es cuestión de tiempo que eso llegue a oídos del obispo. Tal vez mande al père Henri Lemaître con la notificación de mi nuevo destino… Puede que a otro pueblo donde mi reputación esté intacta o a alguna parroquia del centro de una ciudad como Marsella o Toulouse, para que aprenda el valor de las relaciones comunitarias y de la entente cordiale interracial. En cualquier caso, el père Henri insiste en que esto no es un castigo. Se trata simplemente de la forma en que la Iglesia despliega sus recursos humanos donde son más necesarios. Un buen sacerdote debería tener la humildad para hacer cualquier sacrificio que le exija la Iglesia; mirar en su corazón y erradicar las malas hierbas del orgullo y el egoísmo. Y aun así, mon père, compréndalo, yo he vivido toda mi vida en Lansquenet. Este es el lugar al que pertenezco; este pueblo, con sus calles adoquinadas y sus hileras de casas torcidas. Esta campiña, con su marquetería de pequeños campos y granjas. Este viento arrollador, este río, este cielo.
El otro día le dije al père Henri que «un sacerdote no tiene amigos». En los buenos tiempos, tiene seguidores, y en los malos, solo enemigos. Apartado de los demás por su vocación y sus votos, tiene que ser más que humano; todos los días debe caminar por la cuerda floja de la fe, consciente de que si falla, quienes ayer lo aplaudieron, hoy se volverán en comandita contra él, regodeándose en su desgracia, satisfechos al verlo abatido.
Las ovejas están a punto de volverse en mi contra. Esta mañana han sido pocos los que me han saludado. Guillaume Duplessis ha sido uno de ellos, y también Henriette Moisson. Sin embargo, Charles Lévy me ha mirado furtivamente, y Jean Poitou, de quien tenía mejor opinión, ha fingido estar hablando con Simon Cussonet cuando ha pasado junto a mí camino de la iglesia. A su manera, todos me ignoran: Louis Acheron es despectivo; Joline Drou está apesadumbrada, pero firme; Georges Clairmont se siente avergonzado y culpable, y Caro disfruta de un dulce triunfo.
«Todo el mundo sabe que él lo hizo, por supuesto. Nunca conseguirán demostrarlo, pero…».
«¿Crees que se irá?».
«Sí, claro. Solo es cuestión de tiempo. Siempre ha sido muy problemático. ¿Recuerdas cuando Vianne Rocher…?».
«¡Chit! ¡Silencio! Ahí viene».
Desfilan por el puente en dirección a la iglesia, las cabezas gachas contra el viento. El tiempo está cambiando otra vez; el cielo ha pasado del color azul al gris. Oigo sus voces, arrastradas por el viento, repitiendo el sonido de las campanas:
«Está muy distinto sin la sotana».
«¿Qué hace mirando de esa manera?».
«El autan debe de haberlo vuelto loco».
Bueno, Caro, puede que sí. Pero me siento muy vacío…, como si en mi cabeza hubiera un montón de semillas que se ha llevado el viento. Pensaba que me necesitaban en este pueblo; que, pasara lo que pasara, Lansquenet sería siempre mi reino, mi parroquia, mi refugio, mi hogar. La gente me llamaba «padre». Y ahora…
—Mon père? —Oigo una voz a mis espaldas—. ¿Puedo ofrecerle algo de beber?
Joséphine no va a la iglesia. Y siempre he sabido por qué. Ella, a diferencia de Caro Clairmont, nunca ha ocultado que no le caigo bien, lo cual hace que ahora resulte mucho más perverso, cuando la mayoría del pueblo comparte su opinión, que me llame y me ofrezca su hospitalidad.
Quizá siente compasión por mí. Maravilloso. Es lo que me hacía falta. Que Joséphine Bonnet me compadezca, que me lleve a su casa como un perro callejero…
Me volví y vi que sonreía.
—He pensado que le hacía falta un café.
—¿Tan mal aspecto tengo?
Joséphine se encogió de hombros.
—Le he visto mejor. Escuche, acabo de sacar del horno una tarta de manzana. ¿Le apetece un poco? ¿En mi casa?
Apreté los dientes. De todos modos, sabía que su intención era buena. No tengo por qué caerle bien, ni tiene por qué ofrecerme su compasión, pero aun así me la ofrece sinceramente, a despecho de Caro y sus venenosas aduladoras. De toda la gente a la que he ofendido aquí, creía que Joséphine era la menos propensa a ofrecerme algo de compasión, y eso me conmovió profundamente.
—Eres muy amable.
La seguí hasta su casa. No como un perro, pero sí con su misma humildad. «El obispo habría dado su aprobación», pensé. Pero Vianne Rocher se habría reído del chiste.
Me sirvió la tarta con crema batida y el café con un chorrito de coñac. Con su cara redonda y su pelo rubio rapado no se parece en nada a Vianne Rocher, y aun así tiene algo de su estilo. Su forma de esperar en silencio, de sonreír con la mirada. Comí. Tenía más hambre de lo que pensaba. Durante los últimos días creía que había perdido el apetito.
—Hoy voy a cenar con Vianne —dijo—. Esperaba que usted también viniera.
Negué con la cabeza.
—No lo creo, pero gracias.
—Me encantaría que viniera.
La miré con desconfianza. ¿Era un ardid para humillarme? No parecía hablar en broma. De hecho, pensé que parecía preocupada; no paraba de mover las manos en su regazo, como solía hacer antes de que Vianne Rocher llegara al pueblo. En aquella época, Joséphine Muscat también era una marginada, como yo ahora: una mujer triste, que se expresaba con dificultad y que todas las semanas me confesaba sus tendencias cleptómanas, igual que Paul-Marie me confesaba que solía abusar habitualmente de ella.
Quizá fuera por eso por lo que me odiaba. Porque conocía su secreto. Porque era el único que sabía que su marido la pegaba y le permitía que pagara por ello con unas avemarías en vez de intervenir. Desde entonces, ella no ha ido a la iglesia. Dios no la protegía. Y, más importante aún: yo tampoco lo hacía…, atado de pies y manos por mis votos y el secreto de confesión.
Y a pesar de ello, hoy, la vieja Joséphine ha vuelto… o, al menos, su fantasma. Actualmente parece tan segura de sí misma que nadie salvo yo es capaz de ver la verdad: ese perpetuo pliegue entre los ojos y su forma de mirar hacia la izquierda cuando me habla, igual que un niño contando una mentira. «Algo le está rondando la cabeza», pensé; algo que le gustaría confesar. Algo que tiene que ver con Vianne Rocher…
—Escucha, Joséphine —dije—. Aprecio el gesto, pero, de verdad, no necesito que me rescaten. Ni Vianne ni tú. Puedo cuidar de mí mismo.
Ella parpadeó.
—¿Cree que es por eso por lo que le he invitado?
Sin duda alguna, era sincera. Algo turbaba a Joséphine y no tenía nada que ver conmigo ni con mi situación actual.
—¿Hay algún problema? —pregunté—. ¿Te has peleado con Vianne?
—¡Oh, no! Ella es mi mejor amiga…
—Entonces, ¿de qué se trata? —le pregunté, con más delicadeza de la que habría dedicado a alguien como Caro Clairmont—. ¿Por qué no quieres verla?
Debo admitirlo: era una posibilidad muy remota. Sin embargo, Joséphine se sobresaltó, y yo sabía que había dado en el blanco.
—No es que no quiera verla —dijo—. Pero… la gente cambia. —Lanzó un suspiro—. No quiero decepcionarla.
—¿Y por qué crees que ibas a hacerlo?
—Ella y yo habíamos hecho un montón de planes. Hizo muchas cosas para ayudarme. Se lo debo todo, y entonces… —Levantó nuevamente los ojos y me miró—. Curé, necesito que me haga un favor.
—Lo que sea —dije.
—Han pasado ocho años desde que fui por última vez a la iglesia. Por alguna razón, ya no me apetecía. Pero ahora que está usted aquí, me pregunto si… ¿podría confesarme?
Eso me sorprendió. Dudé.
—Seguro que el père Henri Lemaître…
—El père Henri no me conoce —repuso—. No le importamos, ninguno de nosotros. Para él solo somos otro pueblo, un peldaño más en su ascenso hacia Roma. Y usted lleva aquí toda la vida, mon père.
—Toda la vida no —le respondí, secamente.
—Entonces, ¿lo hará?
—¿Por qué yo?
—Porque usted lo comprende, por supuesto. Porque usted sabe lo que es sentirse avergonzado.
Apuré el café-cognac en silencio. Tiene razón, claro. Yo lo comprendo. Durante muchos años he estado entre la espada y la pared, entre Escila y Caribdis. La voz de la duda está siempre en mi corazón, recordándome mis defectos, mientras que el orgullo está preparado con su espada de fuego, cerrándome el camino del perdón.
Una palabra. «Perdóname». Basta con eso. Y, aun así, nunca la he dicho. Ni en el confesionario, ni a un pariente, ni a un amigo. Ni siquiera al Todopoderoso…
—¿Lo hará, mon père?
—Claro que sí.