Sábado, 21 de agosto
Llegamos a casa avanzando contra el viento. Rosette estuvo cantando durante todo el camino: «Bam, bam BAM, bam badda-BAM…».
Es la canción de mi madre, por supuesto. En realidad, cuando canta, Rosette no pronuncia palabras, aunque tiene el oído de su padre. Zapatea y aplaude…
«Bam, bam BAM, bam badda-BAM…».
Y el viento se apunta, soplando un baile de hojas. Este año, el otoño llegará pronto; los colores ya están cambiando. Los tilos son los primeros en desaparecer, esparciendo confeti en el aire. El pelo de Rosette es casi del mismo color rojo dorado que el de las hojas que caen, sobre las que zapatea como si fueran llamas con sus piececitos descalzos.
Zapateo, zapateo, zapateo. «Bam badda-bam…».
Desde fuera sentía la presencia de Alyssa espiando a través de los postigos entrecerrados. No me ha dirigido más que unas pocas palabras desde que llegó, y aunque parece sentirse más cómoda con Anouk y con Rosette, sigue siendo prudente. Se ha quitado el hiyab y ahora luce dos largas trenzas que fascinan a mis dos hijas. Comemos después de la puesta del sol, para que Alyssa pueda respetar el ramadán, aunque, por lo que sé, no ha rezado, sino que ha estado viendo la televisión y leyendo…
«Hoy no», decidí.
Me dirigí al otro extremo de la casa y me quedé mirando el melocotonero de Armande. Ya le he dado algunos melocotones a Guillaume, algunos más a Poitou y también a Yasmina al-Djerba. A Narcisse y a su mujer les llevé un clafoutis y le he prometido una tarta a Luc Clairmont, que está trabajando en los arreglos de la chocolaterie, y otra a Joséphine. De todas formas, aún quedan muchos, y ahora, con el viento, están cayendo.
—Hoy tenemos que coger los melocotones —dije, entrando en la cocina—. Armande nunca me perdonaría que los dejara para las avispas.
—¡Sí! ¡Mermelada de melocotón! —exclamó Anouk, saltando del sofá.
Sonreí. Uno de los rasgos más entrañables de Anouk es su forma de pasar con suma facilidad de la niñez a la edad adulta, de la luz a la sombra, como una mariposa volando de flor en flor, ajena a los mundos que cambian. Hoy es casi tan niña como la primera vez que llegamos aquí.
Alyssa, que es casi de su misma edad, parece mucho mayor que ella. ¿Qué estarán pensando sus padres ahora? ¿Por qué ninguno de ellos ha salido a buscarla? ¿Y cuánto tiempo puedo tenerla aquí antes de que se difunda la noticia de su presencia?
—¿Conociste a Armande? —le pregunté—. Era la abuela de Luc, y amiga mía. Creo que te habría caído bien, aunque no le gustaba a todo el mundo… Solía enfurecer a Monsieur le Curé…, pero tenía buen corazón, y Luc la tenía en un pedestal. Ella es la razón de que yo esté aquí. Le prometí que cogería sus melocotones.
Finalmente, el destello de una sonrisa asomó a la solemne carita de Alyssa.
—Eso me recuerda a mi abuelo —dijo—. Le gusta cultivar cosas. Tiene un caqui cerca de su casa; solo ha dado frutos una vez, pero lo cuida como si fuera su único hijo.
Era la frase más larga que le había oído decir a Alyssa hasta entonces. Quizá el contacto con Anouk la haya ayudado a recuperar su voz. Le sonreí.
—¿Te gustaría echarnos una mano? —le pregunté—. Vamos a preparar mermelada de melocotón.
«Bam. Mermelada. Pam. ¡Badda-bam!», cantó Rosette, cogiendo una cuchara de madera y haciéndola bailar sobre la mesa.
Alyssa me miró con curiosidad.
—¿Mermelada de melocotón?
—Es una receta muy sencilla. Tenemos todo cuanto necesitamos: azúcar de mermelada (ese azúcar que lleva pectina, para que la mermelada cuaje bien), un cazo de cobre, frascos, canela… y melocotones, claro. —Sonreí—. Vamos, ayúdanos a cogerlos.
Por un instante, Alyssa dudó. Luego me siguió hasta fuera. Era bastante seguro: la casa está aislada, y desde el camino no puede verse el melocotonero. El autan es despiadado: los pies del árbol ya estaban cubiertos de fruta. Si la dejas ahí más de un minuto, las avispas empiezan a atacarla, pero los melocotones caídos son perfectos para preparar mermelada, y en menos de diez minutos ya teníamos un montón de ellos.
El cazo de cobre era de Armande, aunque yo tengo uno muy parecido. Es grande, tiene forma de timbal y su fondo es irregular. En el fogón de la cocina de Armande parece el caldero de una bruja…, lo cual no se aleja mucho de la realidad, supongo, porque, ¿qué se asemeja más a la alquimia que transformar ingredientes crudos en algo que te hace la boca agua?
«Bam, bam», dijo Rosette, tamborileando en el cazo de cobre.
—Ahora hay que preparar la fruta.
Llené el fregadero de agua fría. Lavamos los melocotones y quitamos los huesos. Frotar un poco no hace daño, y hace que los melocotones estén más dulces. Mientras trabajábamos, con las mangas arremangadas y el dulce jugo goteándonos por los brazos, la cocina se llenó con el soleado perfume de los melocotones, de azúcar y de verano.
«Bam. Mermelada. Bam-badda-bam», cantó Rosette. Bajo los reflejos de luz y sombra, parecía una abeja borrosa; Bam, a su sombra, era un racimo de motas moviéndose en el aire exultante.
Vi que Alyssa estaba observando, el ceño fruncido entre sus ojos de color café, y me di cuenta de que ella también podía verlo. Después de tres días, eso no me sorprende. Normalmente, la gente no tarda demasiado en empezar a notar la presencia de Bam. Los niños son más propensos a ello, pero los adultos también pueden verlo, siempre y cuando tengan una mente abierta. Empieza siendo un efecto óptico, una flor como la de un racimo de uvas, y entonces, un buen día…
«¡Mermelada! ¡Bam!».
—¿Por qué no llevas a Rosette afuera?
Anouk me dirigió una mirada cómica. Rosette es una trompeta de plástico que suena demasiado fuerte como para escuchar mis susurros. Y hoy, los susurros son lo mío; los susurros que Omi llama waswaas, o inquietantes susurros de Satanás. Pero, hasta ahora, los susurros de Alyssa han sido demasiado tímidos para poder oírlos por casualidad. «Puede que si estuviéramos a solas, con la magia cotidiana de preparar mermelada…», pensé.
De entrada, no intenté hacerla hablar, sino que inicié un monólogo que no necesitaba ninguna respuesta por su parte. Hablé de la receta y de Armande, de la chocolatería y de Roux en París, y de nuestro barco, de Anouk, de Rosette y de los melocotones.
—Hoy no vamos a cocer los melocotones. Los dejaremos reposar toda la noche. Un kilo de azúcar por cada kilo de fruta, menos las hojas y los huesos, claro. Los cortamos y los metemos en el cazo de cobre… El cobre es el mejor metal para cocinar, porque se calienta más deprisa. Luego añadimos el azúcar y a continuación, con una cuchara de madera, lo mezclamos con la fruta. Esa parte es la que más le gusta a Rosette… —Sonreí—. Porque es la más movida. Y porque, además, huele muy bien…
Las fosas nasales de Alyssa se dilataron.
—Y ahora añadimos la canela —dije—. En rama, no en polvo; partidos los palitos por la mitad. Con dos o tres bastará…
El olor a verano se había vuelto otoñal. Hogueras y Halloween. Tortitas de canela preparadas al aire libre. Vino caliente y azúcar quemado.
—¿Qué te parece?
—Está muy bien —dijo. El pendiente de diamante de su nariz reflejó la luz, brillando de nuevo—. ¿Y ahora qué?
—Hay que esperar —contesté—. Tapamos el cazo con un trapo y lo dejamos toda la noche. Luego, por la mañana, encendemos la cocina y removemos la mermelada hasta que hierva. No debe hervir más de cuatro minutos; luego la metemos en frascos hasta que llegue el invierno.
Me miró de inmediato.
—¿El invierno?
—Claro. Yo no estaré aquí —dije—. Pero la mermelada sabe mejor en invierno, cuando las noches son largas y el aire es helado. Cada frasco que abres es como abrir un poco de mermelada de sol…
—¡Oh! —Parecía abatida—. Pensé que quizá os quedaríais.
—Lo siento, Alyssa. No podemos.
—¿Cuándo os iréis?
Lo dijo casi en un susurro.
—Pronto. Puede que en un par de semanas, a lo sumo. Pero no te preocupes. No te vamos a abandonar.
—¿Me llevaréis con vosotras a París? —preguntó.
De pronto, sus ojos brillaron.
—Ya veremos. Espero que no sea necesario. —Aparté los ojos del cazo de cobre y la miré fijamente—. Sea cual sea la razón por la que te escapaste, espero que encontremos una solución mejor que esa. ¿No hay nadie en Les Marauds en quien puedas confiar? ¿Algún pariente? ¿Una maestra, tal vez?
Alyssa se estremeció.
—No —dijo.
—Pero tú vas a la escuela, ¿verdad? —le pregunté—. La pequeña escuela que hay frente a la iglesia.
Alyssa volvió a estremecerse.
—Iba.
«Otra vez ella», pensé. Inès Bencharki, la mujer de negro. Ni siquiera había mencionado su nombre, y sin embargo su sombra es tan potente como para incluso eclipsar ese pequeño destello de luz. ¿Es eso a lo que Alyssa le tiene tanto miedo? ¿Por qué está intentando huir?
—¿No echarías de menos a tu familia si te fueras a París? ¿A tus padres? ¿A tu hermana?
Sin decir nada, negó con la cabeza. El brillo de esperanza que tenía en los ojos se convirtió, una vez más, en una sombría llama.
—A tu abuelo, entonces. Sé que lo echarías de menos.
Fue una tentativa, pues cuando había hablado del viejo Mahjoubi y del caqui, su tono de voz había estado lleno de un afecto sincero.
Se dio la vuelta. Vi cómo una lágrima rodaba por su mejilla. En ese momento parecía más joven, incluso más que Anouk. Casi sin pensarlo, extendí el brazo para estrecharla contra mí. Se puso tensa, pero luego se relajó. La oí sollozar en mi hombro, llorando casi en silencio, las manos apretadas alrededor de sus codos.
Dejé que llorara. A veces, eso ayuda. A nuestro alrededor, el perfume de los melocotones era tan intenso que resultaba casi insoportable. Fuera, el viento agitaba las ventanas. Cuando sopla el autan, los agricultores de esta región arrancan las hojas de los árboles frutales para evitar que las ráfagas de viento causen demasiados estragos, sacudiendo la fruta madura de las ramas. Para alguien que no es de la zona, esto puede resultar cruel, pero la alternativa es la pérdida de la cosecha y ramas rotas. Hay un momento para mimar a los árboles frutales, como decía mi amigo Framboise, y también otro momento para dejarlo sin hojas. Los niños no son tan distintos. Ni los beneficios de una excesiva sensibilidad.
Seguí abrazando a Alyssa hasta que sus sollozos estaban a punto de cesar. Entonces, con voz tranquila, dije:
—Alyssa, ¿qué ocurrió la otra noche?
Ella me miró.
—Me gustaría poder ayudarte. Ojalá me contaras qué está pasando. ¿Por qué una chica como tú decide que quiere dejar de vivir?
Por un instante pensé que no iba a responderme. Pero luego, con voz entrecortada, dijo:
—En una ocasión, alguien me dijo: «Cuando llega el ramadán, se abren las puertas del Paraíso, y las puertas de las llamas del infierno están cerradas y los demonios encadenados». Eso significa que si una persona muere durante el mes del ramadán…
Hizo una pausa y desvió de nuevo la mirada.
—¿No irá al infierno? —pregunté.
—Supongo que eso te suena a una auténtica locura…
—¿Porque no soy musulmana? —dije—. Bueno, tampoco soy cristiana, y no creo en el infierno. Pero no creo que estés loca. Solo estás triste y confusa.
Alyssa suspiró.
—No pasa nada. Puede que, sea lo que sea, tú creas que no hay ninguna esperanza, pero siempre existe una solución. Te prometo que no te encontrarán. No tienes por qué enfrentarte sola a todo esto.
Hizo un leve gesto de asentimiento.
—Pero no puedes contárselo a nadie —dijo—. A nadie de mi familia. Absolutamente a nadie. ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Se sentó a la mesa, trazando con los dedos las marcas de la superficie de madera. Afuera, el viento soplaba con más fuerza, haciendo crujir y susurrar los viejos aleros. El viento convierte a Rosette en un niña muy parlanchina; esperaba que hoy hiciera lo mismo con Alyssa.
—Puedes hablar conmigo —dije—. Sea lo que sea, apuesto a que he oído cosas peores.
—¿Peores? —preguntó Alyssa.
Pensé en todos los lugares que había conocido y en todos los años que estuve viajando. Durante todo ese tiempo, había vivido muchas cosas: la muerte de mi madre, la pérdida de mis amigos, un montón de crueldades, y también muchos destellos de dulzura.
Había visto salir el sol tras montañas que el ser humano jamás había pisado e iluminar ciudades donde cada centímetro de espacio estaba lleno de gente, empujándose para sobrevivir. Había dado a luz. Había estado enamorada. Había cambiado lo inimaginable. Había visto morir gente en un callejón, mientras que otra sobrevivía contra todo pronóstico. Había conocido la felicidad, las tinieblas y el dolor, y de lo único que aún estoy segura es de que la vida es un misterio. La vida es cambio, lo que mi madre llamaba magia, y es capaz de cualquier cosa…
Empecé a contárselo a Alyssa. Es difícil explicar estas cosas con palabras. Por primera vez desde que llegué aquí, eché de menos mi chocolaterie, el olor del chocolate derretido, el cazo plateado en el mostrador, las tazas, el placer de hablar sin decir ni una palabra. No pretendo desafiar su fe, pero el ramadán me excluye. No puedo ofrecerle la clase de consuelo que mejor se me da: una chocolatina en la lengua, esa magia infantil que lo cura todo…
De repente, oímos un ruido, un rasguño en la ventana. Quizá era una zarza o una rama que golpeaba, movida por ese viento que no cesaba. Sin embargo, al levantar la vista, vi una cara al otro lado de los postigos entrecerrados: una nariz redonda apretada contra el cristal y un par de ojos oscuros, muy abiertos mirándonos…
Era Maya.