CAPÍTULO 6

Sábado, 21 de agosto

Por fin, una señal de que no todo marcha bien en las calles de Les Marauds. Lo intuí cuando el otro día vi a Saïd delante del gimnasio, pero ahora, definitivamente, el rumor ya circula libremente, susurrado por Les Marauds como la lluvia.

«¿Te has enterado?».

«¿Te has enterado?».

Me enteré por Omi al-Djerba. Me la encontré cuando cruzaba el puente con Rosette en dirección a Lansquenet. Me saludó con un grito y me hizo señas para que me acercara.

—Todo el mundo se está volviendo loco —me dijo, con su voz cascada—. ¿No lo sientes? Es el viento. El viento los vuelve locos a todos.

Le sonrió a Rosette, mostrando unas encías como pétalos rosados.

—Esta es tu pequeña, ¿eh? ¿Le gustan los mostachones de coco? —Sacó uno del bolsillo de su caftán bordado—. Son deliciosos. Los hacemos por ramadán. —Le tendió uno a Rosette al tiempo que se llevaba otro a la boca—. Esto no cuenta —me dijo, consciente de mi sorpresa—. Solo es un bocado de coco. Además, soy demasiado vieja para ayunar todo el día. —Le guiñó un ojo a Rosette—. Bismillah!

Rosette hinchó las mejillas y, con señas, dijo: «A los monos también les gusta el coco».

—Sí, por supuesto —contestó Omi, que parecía haberla entendido perfectamente—. Otro para tu amiguito.

Rosette se rio, con la boca aún llena de coco. Omi se arregló su pelo de color caléndula.

—Dicen que Alyssa Mahjoubi se ha escapado de casa —dijo.

—¿Quién es?

—La gente no para de hablar. Su madre dice que está enferma, pero nadie la ha visto desde hace tres días. Reema Bouzana dice que cree haberla visto la medianoche del miércoles, sola, dirigiéndose al pueblo.

—¿De verdad?

—Las mujeres hablan, claro. Y Reema siempre le ha tenido envidia a Samira Mahjoubi. Bueno, ella también tiene una hija… Tiene veinticinco años y aún no se ha casado, y con una lengua como la suya, que es como un cuchillo de cocina… La hija de Samira, en cambio, ha cazado al hombre más guapo de Lansquenet. —Omi me dirigió una mirada cómica—. Sin embargo, Alyssa siempre ha sido la más inquieta, y Sonia no dice ni una palabra. Bueno, quizá no sea nada, inshallah.

Me quedé mirándola.

—Eso no es lo que usted piensa…

Se echó a reír.

—Yo pienso que nunca había visto a Samira Mahjoubi dando tantos paseos. Está tan pagada de sí misma que muchas veces ni siquiera sale para ir al mercado. Bueno, quizá quiera perder peso. O puede que quiera comprar una de esas casas vacías que hay en la orilla del río. O tal vez está intentando encontrar a su hija antes de que provoque algún escándalo…

—Pero ¿por qué querría escaparse Alyssa?

Omi se encogió de hombros.

—¡Quién sabe! Ay, estas chicas… Todas están locas. Pero ahora que Saïd se ocupa de la mezquita, no es el mejor momento para que sus hijas cojan confianza.

—¿Saïd se ocupa de la mezquita?

Hee, ¿no lo sabías? —Omi rebuscó distraídamente en sus bolsillos y sacó otro mostachón de coco—. Desde que empezó el ramadán. La gente se quejaba de que Mahjoubi era demasiado viejo, de que hacía demasiadas cosas mal, de que en la mezquita contaba historias que ni siquiera estaban en el Corán y de que no estaba de acuerdo con los temas de actualidad. En fin, quizá sea cierto… —dijo, llevándose el mostachón a la boca—. De todas formas, yo prefiero confiar en un hombre sabio que en un hombre con un montón de doctorados, y aún sigo pensando que ese anciano podría darle un par de lecciones a su hijo. —Hizo una pausa para arreglarse el hiyab—. Heee! ¡Este viento! Y todo este horrible polvo… Le susurra waswaas a todo el mundo. Mi Zahra cree que el polvo se le meterá en la boca y le fastidiará el ayuno. Y a Yasmina le provoca dolor de cabeza. Y mi pequeña Maya no para ni un minuto, va de aquí para allá como una loca. Nadie puede dormir. Ni rezar. Todo el mundo está agitado. —Una vez más, Omi miró a Rosette—. Pero tú y yo sabemos controlarnos, ¿eh? Nosotros solemos decir que si sopla el viento, ¡móntate en él y cabalga!

Rosette se echó a reír y, con señas, dijo: «¡Arre!».

Omi volvió a sonreír.

—Muy bien. No tienes por qué hablar. En una bolsa de nueces, la que está vacía es la que hace más ruido.

Miró al otro lado de la calle, por donde pasaban tres chicas con niqab, hablando y riéndose. Todas vestían de negro, salvo una, que llevaba el velo atado con un lazo de color rosa que cruzaba su rostro. Sonreí y saludé con la mano; su conversación se interrumpió de golpe. Las oí retomarla cuando se alejaban, aunque hablaban en voz más baja y ya no se reían.

Omi negó con la cabeza.

—¡Bah! Era Aisha Bouzana con sus amigas. Jalila El Mardi y Rana Jannat. No hablan más que de cotilleos estúpidos, el ruido de las nueces vacías. Y difunden su cháchara por todo el pueblo. ¿Sabías que Aisha, la del lazo rosa, le dijo a mi Yasmina que, según las leyes islámicas, el nombre de Maya estaba prohibido? Dice que es el nombre de una diosa de una religión pagana. Como si a ella le importara… Solo es una forma de llamar la atención. Lo mismo que llevar el niqab. Nunca solía llevarlo antes de que llegara Karim Bencharki. Ninguna chica lo llevaba. Pero, de repente, cuando a un hombre guapo se le ocurre decir que le gusta el niqab, aparecen docenas de mujeres que le hacen ojitos. —Me dirigió una de sus socarronas miradas—. ¿No me dirás que no te has fijado en él? ¡Parece un ángel! ¡Vive en el gimnasio!

Asentí con la cabeza.

—Sí, me he fijado en él.

Omi se rio.

—No eres la única.

—¿Y qué pasa con su hermana?

—Inès. —De pronto, su cara se quedó sin expresión—. No nos relacionamos demasiado con ella. Ahora se queda casi siempre en su casa. Además, como maestra no era muy popular.

—¿Y eso?

La anciana se encogió de hombros.

—¡Quién sabe! Ahora tengo que irme. Mi pequeña Maya me está esperando. Vamos a preparar tortitas. Oh, no para de comer ahora, claro. Para más tarde tenemos crêpes aux mille trous y harira, con limones y dátiles. En ramadán, todo el mundo ayuna, pero pensamos en la comida a todas horas: compramos comida, preparamos comida, ofrecemos comida a nuestros vecinos…, incluso soñamos con comida…, cuando este viento nos deja dormir, claro. Te traeré unos dulces marroquíes, mostachones, cuernos de gacela, merengues de almendra y chebakia. Y puede que entonces quieras compartir conmigo tu receta de chocolate.

La observé mientras se alejaba, un poco desconcertada al ver que incluso Omi al-Djerba, con ese despreocupado desdén por las convenciones y por lo que sus vecinas pudieran pensar de ella, siguiera mostrándose tan reticente a hablarme de Inès Bencharki…

Rosette, con el lenguaje de signos, me dijo: «Me cae bien».

—Sí, Rosette, a mí también.

En algunas cosas me recuerda a Armande, cuya hambre de todo (la comida, la bebida, el cotilleo, la vida), escandalizó en otro tiempo a su familia. Pero la familia de Omi es diferente. Su amor y respeto aumenta con la edad. No puedo imaginarme a las mujeres de la familia al-Djerba ni siquiera pensando lo que Caro Clairmont intentó hacer…, llevar a su madre a un asilo o impedirle que viera a su nieto.

Cuando volvía a la casa de Armande, las calles de Les Marauds se quedaron desiertas otra vez. Solo pasaron dos personas, y ninguna de ellas me saludó. Sin embargo, mientras caminaba por el Boulevard des Marauds, me sentí observada desde las ventanas y escuché susurros en las paredes. «El viento no sabe guardar un secreto», solía decir mi madre, y hoy el viento me dice que Les Marauds está en apuros. ¿Es a causa de Alyssa? ¿O se trata de un malestar más profundo y oscuro? Miro al cielo, que debería estar despejado, pero todo cuanto puedo ver es ese polvo fino y brillante que hace estornudar a Rosette. Y siempre que estornuda, Bam se revuelca en el suelo y se ríe de ella.

Me miró, con los ojos brillantes.

«Pilou», dijo.

—Hoy no —le dije—. Pero recuerda que él y Joséphine vendrán a cenar mañana.

Hizo una mueca. «Rowr».

Roux.

Le di un abrazo. Olía a río y a algo más dulce, como a gel infantil y a chocolate.

—Ya sé que lo echas de menos, Rosette —le dije—. Yo también lo echo de menos. Todos lo echamos de menos. Pero lo estamos pasando bien, ¿no?

Cacareó enfáticamente y dijo unas palabras en su particular lenguaje, de las que entendí «Pilou» y «Vlad», y (sorprendentemente) «genial». Bam, que hoy es un garabato rojo, hizo unas cuantas enloquecidas cabriolas a sus pies, bañado en oro, bronce y polvo.

No pude evitar reírme. Mi pequeña Rosette es una comediante nata. A pesar de sus rarezas, mi niña invernal es capaz de traer la luz del sol.

—Venga —dije—. Vamos a casa.

Y, protegiéndonos los ojos del viento, dejamos atrás el río y empezamos a subir la empinada cuesta hasta el lugar que yo había llamado «hogar», donde los primeros melocotones de Armande ya empezaban a caer.