CAPÍTULO 5

Viernes, 20 de agosto

El viento vuelve irritable a la gente. Todos los maestros de escuela lo saben…, sí, père, y también todos los sacerdotes. Hasta ahora, el autan blanco ha traído consigo una avalancha de peleas, estallidos de ira e insignificantes actos de vandalismo (tres jardineras volcadas en la plaza, pintadas en las paredes chamuscadas de la antigua chocolaterie) que sugieren que este año el vent des fous se ha abierto paso en el cerebro colectivo, poniendo de manifiesto la vileza de las personas.

Caro Clairmont es una de ellas. El viento saca a relucir lo peor de ella. A mí me resulta especialmente empalagosa, con esa forma de actuar ponzoñosa que conozco tan bien: ayer vino para saber si necesitaba algo y, antes de irse, se las apañó para dejar caer un par de comentarios hirientes, disfrazados de simpatía, por supuesto, y desearme lo mejor para el futuro.

—Por qué. ¿Acaso te vas?

Me miró, un poco aturullada.

—No, es que…

—Ah, debo de haberte entendido mal. —Le dediqué mi más despiadada sonrisa—. Dale recuerdos a tu hijo, por cierto. Es un buen chico. Armande se habría sentido orgullosa de él.

Caro se crispó. En Lansquenet es sabido que ella y Luc no se ponen de acuerdo sobre un montón de cosas, incluida la elección de la universidad y la decisión de él de estudiar literatura en vez de dedicarse al negocio familiar, además del asunto de la casa de Armande. Ella dejó muy claro que la casa es de Luc, pero Caro cree que debería venderse e invertir el dinero en otra cosa. Evidentemente, Luc no le hace caso, lo cual ha provocado cierta tensión en el hogar de los Clairmont. De todos modos, cualquier referencia a Luc o a sus planes basta para que Caro se crispe. Pero, por mucho que me alegre pinchar a Caro, eso no mejora mi posición aquí. El père Henri Lemaître ha hecho bien su trabajo, comentando mi situación (de la forma más confidencial posible, por supuesto) a todas las mujeres de Lansquenet que son de confianza para que difundan la noticia.

Mientras tanto, han pasado dos semanas desde que confesé por última vez. Aun así, oigo cosas que al père Henri Lemaître le pasan inadvertidas. Henriette Moisson y Charles Lévy se han peleado por culpa de un gato que técnicamente es de Charles pero al que Henriette da de comer tan a menudo y tan generosamente que se ha pegado a ella. Charles se resiente de ello, y el otro día, tratando de investigar el asunto, llegó demasiado lejos y se escondió en el jardín trasero de la casa de Henriette, esperando conseguir pruebas fotográficas del secuestro del animal, ante lo cual ella empezó a gritar que un perverti la estaba espiando, lo que alertó a toda la calle…, al menos hasta que fue descubierta la verdad. El objeto de toda esta atención parecía bastante indiferente ante todo este alboroto mientras se terminaba el plato de carne picada que Henriette le había preparado, antes de volver a dormir en un cojín dispuesto frente a la chimenea.

Henriette ya ha tratado de confesarse conmigo en varias ocasiones. Yo le digo que se dirija al père Henri Lemaître, pero no creo que ella lo entienda.

—Lo busqué para confesarme, père, pero no estaba en la iglesia —me dijo—. ¡Pero vi a un perverti sentado en el interior del confesionario! Le dije que si volvía a verlo allí llamaría a la policía…

—Era el père Henri Lemaître —repuse.

—¿Por qué? ¿Qué estaba haciendo allí?

Lancé un suspiro y al final le dije que podía ir a mi casa si necesitaba confesarse. También hablé con Charles Lévy y le dije que si quiere conservar a su gato, debería dejarlo dormir dentro de casa y darle de comer algo más que las sobras.

Esta mañana me lo encontré cuando salía de la pescadería de Benoît con un pequeño paquete envuelto y con una sonrisa de satisfacción en la cara.

—Rape —me susurró al pasar—. ¡Veremos qué puede hacer ella contra esto!

Y al momento se esfumó, apretando el pescado contra el pecho como si fuera material de contrabando. Lo que él ignoraba es que Henriette ya había comprado un poco de morralla, además de un collar de piel con el nombre de «Tati». Charles llama Otto a su gato, un nombre que a Henriette le parece absurdo para el animal, además de poco patriótico.

Ya ve, mon père. A pesar de lo ocurrido, hay gente que aún me habla. Sin embargo, Caro Clairmont y Joline Drou, el grupito al que Armande Voizin llamaba «las fanáticas de la Biblia», me ignoran deliberadamente. Esta tarde he visto a Joline cruzando la plaza mientras cambiaba las macetas volcadas y recogía la tierra. Sospecho que ha sido uno de los hijos de los Acheron. Los vi merodeando por la plaza, y estoy casi seguro de que las pintadas en las paredes de la chocolaterie también son cosa suya: hay una mancha de espray que debo quitar antes de que aparezca otra.

Joline se dirigía al salón de belleza con Bénédicte Acheron, que ha sustituido a Caro Clairmont desde su reciente altercado sobre el vestido como su mejor amiga. Ambas iban de punta en blanco, el pelo recogido con sendos pañuelos de seda. Evidentemente, este viento es desastroso para el peinado de las mujeres, y Dios no permite que ninguna de las dos salga con un aspecto que no raye la perfección.

La saludé, pero ella se dio la vuelta. Un sacerdote debería demostrar cierta dignidad. Quizá la ofenda verme así, vestido con una camiseta y unos vaqueros viejos, barriendo el suelo. En fin, dejemos que se sienta ofendida. Si Caro no lo ha hecho ya, me imagino que el père Henri Lemaître le habrá hablado de mi terrible tozudez, mi negativa a confesar, mi lamentable insubordinación y mi ingratitud con el obispo y el propio père Henri Lemaître. Mientras la veía alejarse con sus tacones de aguja golpeteando los adoquines, me pregunté si fue así como Vianne fue recibida hace ocho años…, con miradas de reojo y sonrisas desdeñosas.

Ahora, soy yo el marginado. El indeseable. La idea se me ocurrió tan de repente que empecé a reírme a carcajadas. Era un sonido curioso, père, el sonido de mi risa. Y entonces pensé que era un sonido que no había escuchado en veinte años.

¿Monsieur le Curé? ¿Se encuentra bien?

Debía de tener los ojos cerrados. Los abrí y vi a un niño sujetando a un perro con una cuerda. Era el hijo de Joséphine, Jean-Philippe —ella lo llama Pilou—, mirándome con curiosidad.

Jean-Philippe Bonnet no va a la iglesia. Él y su madre son minoría. Y aunque nunca le he caído bien, Joséphine no es de la clase de mujer que emplea el cotilleo como moneda de cambio. Eso la convierte en un caso único en Lansquenet; único, pero no accesible. Su hijo tiene ocho años y una radiante sonrisa que a algunos les parece casi contagiosa. Su perro ha sido una molestia desde que lo tiene, y se ha enfrentado desde el principio a los más variados lugares y ruidos cotidianos, incluidos otros perros, monjas, campanas de iglesia, bicicletas, hombres con barba, el viento y sobre todo a las mujeres vestidas de negro, que siempre provocan los ladridos del animal. Ahora también estaba ladrando. Posiblemente por culpa de este maldito viento.

—Sí, estoy bien —le contesté—. ¿Podrías hacer callar a tu perro?

El niño me dirigió una mirada compasiva.

—La verdad es que no —dijo—. Vlad cree en la libertad de expresión.

—Entiendo.

—Pero es muy corrompible. —Se metió una mano en el bolsillo y sacó una galleta. Vlad se calló y levantó una pata—. Ya está. El precio de la paz.

Sacudí la cabeza y miré de nuevo la pintada de la chocolaterie. La pared necesita una capa de cal. Aun así, se verá si no se limpia bien. Buscaré un cepillo y lejía.

—¿Por qué hace eso? —preguntó Pilou.

Me encogí de hombros.

—Bueno, alguien tiene que hacerlo.

—Pero ¿por qué usted? Esta no es su casa.

—No me gusta verla así —dije—. La gente no tiene por qué encontrarse con una pintada cuando se dirige a la iglesia.

—Yo no voy a la iglesia —contestó Pilou.

—Sí, ya lo sé.

—Mamá dice que usted tampoco va.

—Bueno, eso no importa —le dije—. No espero que lo entiendas.

—Sí lo entiendo. Es por culpa de ese incendio.

Una vez más, estuve a punto de echarme a reír.

—Tu madre te ha enseñado a decir lo que piensas.

—Oh, sí —repuso Pilou alegremente.

Froté de nuevo la mancha de espray. La pintura había penetrado en la pared porosa, empapando el yeso. Cuanto más frotaba, más parecía penetrar el pigmento en la pared. Murmuré una maldición.

—Ese chico de los Acheron… —dije, apretando los dientes.

—Oh, no fue él —dijo Pilou.

—¿Cómo lo sabes? ¿Viste algo?

—N… —empezó, negando con la cabeza.

—Entonces, ¿cómo lo sabes?

—Mi amiga dice que es una palabra árabe.

—¿Tu amiga?

—Du’a. Antes del incendio vivía aquí.

Miré al niño con cierto aire de sorpresa. Era curioso que un niño como él, que nunca se separaba de su perro, que vivía en el café del pueblo, lo cual sin duda era una mala influencia en todos los sentidos de la palabra, fuera amigo de la hija de Inès Bencharki.

—Y, según Du’a, ¿qué significa?

Pilou se encogió de hombros y se arrodilló para ajustar el improvisado collar del perro.

—No es una palabra bonita —dijo—. Du’a dice que significa puta.