Viernes, 20 de agosto
Esta mañana ha venido el père Henri Lemaître. He dormido hasta muy tarde y me pilló recién levantado y sin afeitar. ¿Cómo se las arregla para hacer eso, père? ¿Acaso tiene un sexto sentido que le informa de cuándo me siento vulnerable? En cualquier caso, estaba frente a mi casa justo cuando sonaban las nueve y cuarto en el reloj de Saint-Jérôme, con unos ojos casi tan brillantes, aunque no del todo, como sus dientes.
—¡Cielo santo, Francis, tienes un aspecto horrible!
No soporto que me llame Francis.
—Estoy perfectamente, gracias —respondí—. ¿A qué debo este placer?
Me dirigió una de sus miradas compasivas y me siguió hasta el interior de la casa.
—Solo quería comprobar cómo estaba mi colega —dijo—. El obispo ha preguntado por ti.
El obispo. La cosa prometía.
—¿Ah, sí?
—Cree que tal vez necesites un descanso. Dijo que no te encontrabas bien.
—Yo creía que ya me estaba tomando un descanso —repuse—. Lo cierto es que ahora mismo no estoy precisamente abrumado por mis quehaceres parroquiales.
Eso era verdad: durante las dos últimas semanas, mi trabajo lo ha llevado a cabo el père Henri Lemaître, que casualmente también atiende otros tres pueblos que no tienen ningún sacerdote asignado. Teniendo en cuenta que cada vez son menos los jóvenes que ingresan en el sacerdocio y cada vez es menos la gente que va a la iglesia, Lansquenet es un caso fuera de lo común por tener un cura propio que dice misa dos veces al día y confiesa cuatro veces por semana. Algunos pueblos han tenido que conformarse con oír misa solo en domingo, y a veces sus habitantes deben desplazarse a otro lugar para hacerlo. No es de extrañar que haya menos gente que vaya a la iglesia. El obispo y los suyos nos han hecho creer que los curas son como utensilios de cocina: todos somos intercambiables. Puede que eso sea así en Marsella o en Toulouse, pero aquí la gente quiere tener su propia iglesia y su sacerdote para poder confesarse. Les gusta saber que la palabra de Dios no llega hasta ellos a través de un telegrama celestial, sino de los labios de un hombre como ellos, un hombre con callos en las manos que conoce y comprende sus vidas. Me pregunto cuántas confesiones habrá escuchado el père Henri Lemaître en Lansquenet. Me refiero a confesiones sinceras, no de esas que Caro Clairmont me cuenta para llamar la atención.
«Oh, mon père, tengo miedo de haber ofendido a alguien involuntariamente. El otro día estaba con Joline Drou; fuimos de compras a Agen y nos paramos para mirar ropa de verano. Tal vez se haya dado cuenta de que he perdido un poco de peso. Bueno, no es ningún crimen tratar de tener buen aspecto, y la forma en que algunas mujeres se dejan llevar… En fin, no quiero aburrirlo, père».
—«Ya».
«Bueno… Joline vio un vestido que le gustaba, y a mí se me ocurrió decirle que no le quedaría bien. A ver, père, seguro que se ha dado usted cuenta de que, a menudo, Joline elige una ropa demasiado juvenil para una mujer de su edad, por no mencionar el hecho de que se está poniendo un poco rellenita… No se lo diría a la cara, pero no sería una verdadera amiga si dejara que hiciera el ridículo, y ahora me siento muy culpable».
«Ya es suficiente. Dos avemarías».
«Pero, mon père…».
«Por favor, madame. No tengo todo el día».
No. La diplomacia y la adulación no son mi fuerte. Estoy convencido de que el père Henri Lemaître habría abordado su problema con más sensibilidad. A menudo soy impaciente, y muchas veces brusco. No puedo ocultar lo que siento de la forma en que lo hace el père Henri Lemaître. No soy capaz de fingir interés o simpatía como él lo hace, o tratar a mi rebaño como si fueran unas estúpidas ovejas.
Y aun así, los conozco mejor que cualquier cura de ciudad. Puede que sean ovejas, pero son mis ovejas, y no tengo ninguna intención de entregarlas al père Henri. ¿Cómo podría entenderlas él, con su sonrisa de anuncio de dentífrico y sus aires de triunfador? ¿Cómo podría saber que Alain Poitou se ha hecho adicto al jarabe para la tos y no quiere que su mujer lo sepa? ¿Que Gilles Dumarin se culpa por permitir que su hermana ingresara a su madre en Les Mimosas? ¿Que Joséphine Muscat solía robar y que aún siente la necesidad de hacer penitencia? ¿Que, después de la muerte de su hijo, Jean Marron pensó en suicidarse? ¿Que, a los ochenta y cinco años, Henriette Moisson me confiesa todas las semanas un robo que cometió cuando tenía nueve, la de un juego de costura que le birló a su hermana, que falleció hace más de dieciséis años en un accidente durante una excursión en barco por el Tannes? ¿Que Marie-Ange Lucas tiene sexo virtual con un chico al que no conoce y quiere saber si eso es pecado? ¿O que Guillaume Duplessis sigue rezando por el alma de un perro que murió hace más de ocho años y que yo, y que Dios me perdone, dejo que crea que quizá los animales tengan alma y descansa en paz en el Paraíso?
Puede que tenga muchos defectos, père, pero sé reconocer la culpa. Y sé que algunos problemas no los puede resolver un PowerPoint. Y ni siquiera un obispo.
—¿Y sabes por qué, Francis? —preguntó el père Henri, devolviéndome a la realidad.
Me había sumido hasta tal punto en mis pensamientos que tardé unos instantes en recordar a qué se refería. Se estaba encargando de mis obligaciones porque, según él, mi puesto corría peligro a causa de los rumores y chismorreos que se habían difundido a raíz del incendio de la antigua chocolaterie. Sospecho que esta idea fue de Caroline Clairmont, que cree firmemente en el progreso y que ve en el père Henri Lemaître un espíritu afín, así como un posible peldaño en su ascenso. Ella ya ha comprobado lo que ese hombre es capaz de conseguir en tan solo dos semanas. Así pues, ¿qué no será capaz de lograr en seis meses?
Me siguió hasta la cocina y se sentó sin que yo lo invitara a hacerlo.
—Como si estuvieras en tu casa —dije—. ¿Te apetece un café?
—Sí, gracias.
—Esta aún sigue siendo mi parroquia —dije, sirviendo dos tazas de café. Él lo toma con leche. Yo lo profiero solo—. Me temo que no tengo azúcar.
Otra vez esa sonrisa.
—No importa —contestó—. De todas formas, no debería tomarlo. —Se palpó la cintura—. Hay que controlar la barriga, ¿verdad, Francis?
¡Por Dios! Incluso habla igual que Caro. Me tomé el café de un solo trago y me serví otro.
—Aún sigue siendo mi parroquia —repetí—. Y a menos que me declaren culpable en otro tribunal que no sea el de los cotilleos y las conjeturas, no tengo ninguna intención de irme.
Evidentemente, sabe que eso no ocurrirá. La policía ya ha hablado conmigo y no tienen ninguna prueba que me relacione con el incendio. Y aunque la fábrica de rumores de Lansquenet siga funcionando, el resto del mundo ha perdido interés en el asunto.
El père Henri Lemaître me miró fijamente.
—No es tan sencillo. Como seguramente debes de saber, la conducta de un sacerdote tiene que ser irreprochable. Y en una situación tan delicada como esta, en la que está implicada otra cultura…
—No tengo ningún problema con las otras culturas, como tú dices —repliqué, tratando de mantener la calma—. En realidad… —Me comí el resto de la frase. Con la tensión del momento, estuve peligrosamente cerca de revelar los acontecimientos de la otra noche—. En el caso de que haya habido algún antagonismo —dije finalmente, con voz tranquila—, se ha dado totalmente por parte de la comunidad de Les Marauds, donde el viejo Mahjoubi siempre ha hecho todo lo posible por provocarme.
El père Henri Lemaître sonrió.
—Sí, el viejo está anclado en las viejas costumbres. Es de otra época, tiene otro estilo. Creo que el nuevo será más manejable.
Lo miré fijamente.
—¿El nuevo qué?
—Ah, ¿no lo sabes? Saïd, el hijo del viejo Mahjoubi, ocupa su puesto en la mezquita. Al parecer, el anciano ha provocado algún quebradero de cabeza con sus pequeñas excentricidades. Según dicen, alguna gente estaba bastante molesta. Incluido tú, por supuesto —dijo, con otro destello dental.
Pensé en eso durante un instante. Nunca se me había ocurrido que el viejo Mahjoubi también podía tener detractores en el seno de Les Marauds. Sin embargo, ¿sería capaz Saïd Mahjoubi de provocar un cambio en las necesidades de Les Marauds?
—Saïd es un hombre sensato —dijo el père Henri, satisfecho de sí mismo—. Él entiende a su comunidad. Sabe cómo liderarla, es progresista y todos lo respetan. Creo que será más fácil establecer un diálogo con él que con su padre.
La gente como el père Henri Lemaître nunca escoge la frase más sencilla. Siempre dice «establecer un diálogo» en vez de simplemente «hablar». Y no puedo sino sospechar que, detrás de sus palabras, se oculte una burla sobre mi persona. Ha dejado muy claro que piensa que yo no entiendo a mi comunidad. No soy el hombre más progresista del mundo, y tras el incendio de la antigua chocolaterie, creo que no es muy arriesgado decir que ya no soy el más respetado. ¿Es esa su forma de provocarme? ¿O es simplemente una manera de avisarme de que muy pronto yo también seré sustituido?
—El obispo piensa que un traslado sería beneficioso para ti —dijo—. Llevas demasiado tiempo en Lansquenet. Y has empezado a creer que este lugar te pertenece. A imponer tus propias normas y no las de la Iglesia.
Empecé a protestar, pero el père Henri Lemaître levantó una mano para hacerme callar.
—Ya sé que tú no estás de acuerdo —dijo—, pero tal vez debas examinar tu alma. Tu alma y puede que también tu conciencia.
—¡Mi conciencia! —exploté.
Me dirigió una de sus miradas condescendientes.
—Escucha, Francis… ¿Puedo llamarte Francis?
—Ya lo estás haciendo —señalé.
—Espero que disculpes mi franqueza —dijo—, pero el obispo… y otras personas han mencionado cierta arrogancia en tu trato con…
—¿Es esa la razón de que me estén sancionando? —Sentía tanta rabia que me resultaba difícil controlarla—. Y yo pensando que era por prender fuego a una escuela para niñas…
—Nadie dice eso, Francis. Y nadie ha dicho que estés siendo sancionado.
—Entonces, ¿qué es lo que dicen?
Dejó su taza sobre la mesa.
—De momento nada, al menos oficialmente. Solo pensé que debía advertirte. —Me dedicó una de sus sonrisas—. No estás poniendo nada de tu parte. Puede que Dios te haya enviado esta prueba como lección de humildad.
Apreté los puños a mi espalda.
—Pues si lo ha hecho, estoy seguro de que no necesita que tú le ayudes a traducir su significado.
Pensé que el père Henri Lemaître se contendría.
—Estoy intentando ser tu amigo, Francis.
—Soy sacerdote. Yo no tengo amigos.
Ayer fue un día opresivamente silencioso. Hoy, en cambio, sopla un viento seco y abrasivo. El aire arrastra y propaga unas diminutas motas de mica; un olor, parecido al del humo, lo impregna todo. Luc Clairmont está haciendo arreglos en la antigua chocolaterie. En una de las paredes se han levantado andamios y han cubierto el tejado con un plástico. Ahora, con este viento, el plástico se agita y crepita como la velas de un viejo barco. En la calle, las mujeres se sujetan la falda, vuelan los papeles y el sol es un disco de papel de aluminio en un cielo lleno de polvo en movimiento. Es el autan blanco, por supuesto, tan frecuente en esta época del año. Normalmente sopla durante un par de semanas, y su estela está llena de historias y refranes.
En otros tiempos llegué a odiar mucho esas historias, esos pequeños fragmentos de paganismo, que siembran su propia semilla, como los dientes de león, invadiendo el jardín de nuestra fe. Desde entonces, he aprendido a tolerarlas y casi a aprender de ellas. Todos podemos aprender de los refranes, sean sagrados o profanos:
Autan blanc, autan blanc…
En esta región hay un dicho según el cual el autan blanco puede volver loco a alguien o bien ahuyentar sus demonios. Es un cuento de viejas, por supuesto. Pero, como solía decir Armande, a veces merece la pena escuchar a las esposas ancianas.
Autan blanc, autan blanc,
Autan en emporte le vent.
Y ahora, mientras veo marcharse al père Henri, con la cabeza gacha, avanzando contra el viento, me pregunto por un momento qué haría falta para que el autan blanco se lo llevara.