Jueves, 19 de agosto
Esperaba encontrar cierto movimiento. Sin embargo, Les Marauds estaba muerto; las calles, desiertas, y las tiendas, cerradas. Podrían haber sido las seis de la mañana en vez de las diez y media. El sol calentaba mucho y el aire era pesado y tenía una claridad escalofriante.
Esta mañana, solo el gimnasio de Saïd parecía estar abierto. Me pregunté si sabría que su hija había desaparecido. Está claro que, de haberlo sabido, habría cerrado el gimnasio todo el día. Pero funcionaba como de costumbre, y nada sugería que una muchacha hubiera desaparecido durante la noche…
La puerta roja se abrió y salieron dos hombres. Uno de ellos era joven, un adolescente; llevaba una camiseta sin mangas y unos pantalones cortos de estilo militar. El otro, de treinta y tantos años, era, simple y llanamente, uno de los hombres más guapos que había visto en mi vida. Elegante y con esa musculatura que recuerda al ballet o a las artes marciales, de piel ligeramente aceitunada, pelo negro rapado y una boca de precisión oriental, dibujada en una única y voluptuosa línea…
—¿Puedo ayudarla, mademoiselle?
Durante un momento, me quedé perpleja. La última vez que había pasado por delante del gimnasio experimenté una sensación de clara hostilidad. Sin embargo, esta vez fue diferente: aquel hombre me sonrió y me sentí el objeto de un encanto tan fuerte como cautivador.
Detrás de mí, el adolescente se había ido. Estaba sola con aquel desconocido. Sus ojos, bajo unas pobladas cejas, eran oscuros y tiernos, brillantes como el oro.
—Estoy pasando unos días aquí. Me llamo Vianne Rocher…
—Hola, Vianne Rocher. He oído hablar de usted. Soy Karim Bencharki.
Una vez más, me quedé desconcertada. ¿Ese era Karim Bencharki?
Reynaud había dicho que estaba occidentalizado. Aun así, esperaba que mostrara algún rasgo tradicional…, un gorro de oración o que al menos llevara barba, como Saïd Mahjoubi. Sin embargo, aquel hombre podría haber sido cualquier persona de cualquier procedencia. Me fijé en su piel: un golpe en la muñeca, un dedo torcido, nada más. Pero él se dio cuenta: esos ojos estaban muy alerta. Capté en ellos una gran inteligencia, una profunda y grave intensidad y, por encima de todo, ese encanto, que parece tan sencillo y seguro de sí mismo…
Confieso que estaba casi… fascinada. Nadie podría haber dejado de responder a la calidez de esa mirada de color miel. Al menos, ninguna mujer…, aunque tal vez Reynaud tenga unos filtros a través de los cuales percibe esas cosas. Ciertamente, nunca acertó a mencionar lo que me cogería por sorpresa y que luego me estrujaría como un trapo húmedo y me dejaría sin habla, como una estúpida. Es un glamour barato, sin duda, y, aun así, para algunos, funciona. Zozie de l’Alba lo tenía. Y Karim Bencharki también.
Por un instante me encogí de hombros, tratando de encontrar las palabras. Al final dije:
—¿Ha oído hablar de mí?
Los colores entre mis dedos se difuminaron. Eran los colores de un caleidoscopio, como piezas de cristal girando en las yemas de mis dedos.
—Sí, por supuesto. A mi hermana —dijo. Su sonrisa me atravesó como si fuera una polilla en una tabla—. Otra de las causas perdidas de Reynaud.
—No estoy segura de lo que quiere decir.
—Pues que usted no es la única que tiene problemas con el cura. Tiene una gran reputación entre la gente como nosotros.
—¿La gente como nosotros?
—Los indeseables. Las personas cuyos rostros no encajan, que no se quedan en su orilla del río.
—Tuvimos un pequeño encontronazo —dije—. Si lo miro con perspectiva, no creo que fuera muy buena idea abrir una tienda de dulces frente a la iglesia, justo cuando empezaba la Cuaresma…
Se echó a reír. Tenía unos dientes perfectos.
—Mi hermana tuvo el mismo problema —dijo.
—¿Reynaud no aprobó la escuela?
—Nunca tuvo intención de hacerlo. Se opuso desde el principio. Inès lo recuerda allí, de pie, con su sotana negra, observando. Todos los días vigilaba, sin decir ni una palabra, agarrotado, mostrando su desaprobación.
Me llamó la atención la similitud de su relato con lo que había dicho el propio Reynaud. Esa mujer de negro, que nunca decía nada…, ¿es posible que las dos partes de ese conflicto tengan miedo de sus propias sombras?
—¿Y dónde vive su hermana ahora?
—Conmigo, hasta que terminen las obras. Es mejor que esté con su familia.
Sus palabras sonaron informales y certeras al mismo tiempo, y recordé la sensación que tuve en casa de la familia al-Djerba: que Inès Bencharki podía ser más que una simple hermana. ¿Su primera esposa, quizá? Ella llevaba su apellido. Ciertamente, Omi había insinuado algo. Pero, si era así, ¿por qué vivía sola Inès? ¿Y por qué mentía Karim Bencharki?
—La vida de mi hermana ha sido complicada —continuó Karim con voz suave—. Su marido murió joven, nuestros padres ya no están; solo me tiene a mí para que cuide de ella. Y ahora, justo cuando estaba empezando una nueva vida, ha ocurrido esto.
Le dije que era una pena.
—Más que eso —repuso Karim—. Es un escándalo y una desgracia. Y el responsable es ese sacerdote. Debe pagar por ello. Y lo hará.
Decidí no salir en defensa de Reynaud para obtener más información.
—Entonces, ¿cree que fue él quien provocó el incendio? —le pregunté.
—Sin duda alguna —respondió Karim—. En el pasado ya se le ha relacionado con cosas parecidas. Un incidente con la gente del río, en el que se quemó un barco. Y luego lo de su tienda, por supuesto, y la forma en que trató de cerrarla. Madame Clairmont me lo ha contado todo. Ese hombre se cree que es el alcalde de Lansquenet.
—¿Caro Clairmont?
Asintió con la cabeza.
—Sí. Ha sido una gran defensora de nuestra pequeña comunidad.
Eso no me sorprendió en absoluto. A Caro Clairmont siempre le ha gustado ser indispensable. Aunque en su momento fue una fanática de la Biblia de Reynaud, luego cambió su lealtad por la de un cura más joven, el père Henri Lemaître, cuyas atenciones y atractivo juvenil hicieron que la actitud distante de Reynaud resultara, si cabe, más desagradable. Me imagino que Karim, con su deslumbrante sonrisa, debe de provocar una atracción muy parecida.
¿Qué había dicho Reynaud? ¿Que Caroline había caído en desgracia con su habitual grupo de los cafés matinales? ¿O es que simplemente ha preferido siempre la compañía de hombres jóvenes y guapos?
—Ha venido con su hija, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
—Con mis hijas, Anouk y Rosette. Tal vez las haya visto por ahí.
—De ser así, me acordaría de ellas.
Su tono era casi insinuante. Una vez más, me sorprendió la facilidad con la que derrochaba su encanto…, una habilidad no demasiado común, me dije, entre los hombres de Les Marauds. Se acercó un poco y me llegó un olor a kif mezclado con algo oscuro y dulce…, puede que chipre o incienso…
Me pregunté si sabría que su cuñada había desaparecido. Estas familias están muy unidas. ¿Era posible que los padres de Alyssa hubiesen ocultado la ausencia de su hija, incluso a Sonia y Karim?
Una vez más, me fijé en el color de su piel. Hay poca gente que brille de una forma tan resplandeciente. Hay gente que no puede evitar brillar, eclipsando todo lo que se cruza en su camino. ¿Es por eso por lo que Reynaud no confía en él? ¿O hay alguna otra razón?
—Me gustaría conocer a su hermana —dije—. He oído hablar mucho de ella.
—Por supuesto —respondió Karim—. Pero creo que debería saber que mi hermana Inès es muy tímida. Es introvertida…, no se relaciona.
—Pero tiene una hija, ¿verdad? ¿Cómo se llama?
—Du’a. En árabe significa «oración».
—Qué pena que haya perdido a su padre siendo tan joven…
Su expresión se ensombreció.
—Mi hermana ha tenido una vida muy triste. Du’a es todo lo que le queda. Su hija y, por supuesto, su fe. Su fe lo es todo para ella.
La puerta del gimnasio se abrió y un hombre vestido con una chilaba blanca echó un vistazo a la calle. Lo identifiqué como uno de los que había visto en Les Marauds el día que llegué, y sabía que era Saïd Mahjoubi. A mí no me reconoció, pero habló con Karim en árabe. No entendí lo que decía, pero sí capté que se trataba de algo urgente y la forma en que me miró, rápida, brusca, antes de alejarse.
—Discúlpeme. Tengo que irme —dijo Karim—. Disfrute de su estancia.
Y, tras decir eso, se dio la vuelta y entró de nuevo en el gimnasio, cerrando la puerta.
Al quedarme sola, volví al bulevar. El sol ya estaba alto y, aun así, lejos del claustrofóbico callejón, con su olor a cloro, a kif y a sudor, agradecí una inesperada sensación de frescor. No era más que una brisa procedente del río, pero olía a otros lugares, a salvia silvestre en la ladera de la montaña y al aroma de la hierba de cola de conejo que crece en las dunas de arena y se mueve con el viento… Y me di cuenta de lo que había cambiado.
Finalmente, había cesado la calma.
El autan había empezado a soplar.