CAPÍTULO 1

Jueves, 19 de agosto

A las cuatro de la madrugada conseguí finalmente instalar a nuestra inesperada huésped en el dormitorio del ático de Armande: un espacio diminuto, de forma casi triangular, en el que apenas cabe un catre. No obstante, está limpio y es cómodo, y dispone de una pequeña ventana en el vértice del triángulo con vistas a Les Marauds y hasta la que llega la fragancia del melocotonero.

Anouk se despertó al oír voces en el pasillo, pero Rosette suele dormir a pierna suelta. Dejamos que siguiera durmiendo, mientras yo hacía la cama y Anouk preparaba chocolate caliente con cardamomo, lavanda y valeriana para ayudar a nuestra invitada a dormir.

Después de haberse lavado y vestido con una vieja bata de franela que solía ponerse Armande, y de haberse lavado y secado cuidadosamente el pelo, la chica parecía incluso más joven de lo que me imaginaba: dieciséis, puede que diecisiete años, con unos ojos de color café que parecían ocupar la mitad de su rostro. Aceptó una taza de chocolate caliente, pero siguió negándose a decir nada, y aunque ya no tiritaba, a veces se estremecía, como un gato en sueños. Parecía sentir curiosidad por Anouk, y las dejé solas, con la esperanza de que la muchacha prefiriera hablar con alguien más de su edad, aunque no lo hizo. Al final se quedó dormida frente a la chimenea, mientras Anouk entonaba la nana que mi madre solía cantarme:

V’là l’bon vent, v’là l’joli vent…

Subí a la chica a su habitación. Pesaba muy poco, incluso menos que Rosette, y, al igual que un niño, no se despertó cuando la acosté. Anouk tenía un montón de preguntas, a ninguna de las cuales podía responderle. Finalmente la convencí de que se metiera de nuevo en la cama y tratara de dormir. A Anouk no le cuesta quedarse dormida; le cuesta mucho menos que a mí. Me preparé una taza de café y salí afuera; en esta época del año amanece temprano, y el cielo ya estaba iluminado cuando me senté en el jardín de Armande y me tomé el café mientras escuchaba los sonidos de Les Marauds volviendo a la vida.

Gallos, gansos, patos salvajes en el Tannes, la percusión matutina de las pequeñas aves… El reloj de la iglesia dio las cinco, que sonaron con toda claridad en el aire de la mañana. Y entonces, tan distante pero con la misma claridad, el sonido del muecín, llamando a los fieles a la oración el noveno día del ramadán.

A las nueve en punto se presentó Reynaud. A las nueve exactas, como si hubiese estado esperando un momento socialmente aceptable para llamar. Iba totalmente vestido de negro y sin el alzacuello, con el pelo peinado hacia atrás meticulosamente. Pensé que tenía aspecto cansado y me pregunté si habría dormido.

Le serví un café. Lo quiso solo y se lo tomó de pie, junto al muro. El sol ya calentaba agradablemente, destilando el perfume de las rosas que cubrían el pequeño jardín de Armande, cayendo sobre el camino de tierra y bailoteando en el enrejado. No las habían podado en ocho años, y las flores eran casi salvajes; sin embargo, su fragancia sigue ahí, una maravillosa mezcla de delicias turcas y sábanas limpias al viento. Por un momento no dije nada, dejando que Reynaud disfrutase de la fragancia, pero estaba impaciente, ansioso, inquieto. Dudo que a menudo se conceda un instante para sentarse y oler las rosas.

—¿Y bien? ¿Ha dicho algo? —preguntó, finalmente.

Negué con la cabeza.

—No, ni una palabra.

Y entonces me contó la historia: que había rescatado a la chica del Tannes y que ella se había negado a ir a su casa o a dar una explicación de su errática conducta.

—Yo la conocía bastante bien. Se llama Alyssa Mahjoubi. Es la nieta del viejo Mahjoubi. Acaba de cumplir diecisiete años; una muchacha de una familia honrada y decente. He hablado con ellos miles de veces, y siempre fueron educados y amables. Nunca hubo ningún problema. Hasta que llegó Inès Bencharki.

Otra vez ese apellido. Bencharki. La mujer cuya sombra acecha el borde de cada imagen de esta galería, cuyo rostro es tan difuso como algo entrevisto en una baraja de cartas.

—Sé que no me cree —prosiguió Reynaud, con voz tranquila—. Y puede que incluso me lo merezca. Pero las cosas han cambiado desde que usted nos dejó. ¿Se lo digo? Yo he cambiado.

Me pregunto en qué. ¿Ha cambiado? ¿Acaso hay alguien que cambie de verdad, en el fondo, en las cosas que importan?

Analicé sus colores. Lo dice en serio. Pero el conocimiento de sí mismo nunca ha sido una de las cualidades de Reynaud. Lo conozco, y conozco a los de su clase: gente con buenas intenciones…

—Sé lo que piensa —dijo Reynaud—. Soy culpable de tener prejuicios. Pero, en este caso, le prometo que… —Se pasó la mano por el pelo, peinado hacia atrás—. Mire —continuó—. No voy a fingir que me gustara tener una escuela para niñas frente a mi casa. Nosotros ya tenemos una escuela, y esas niñas habrían sido bien recibidas en ella. Y no voy a fingir que apruebo que todas esas niñas lleven velo. Creo que es un error hacer que se sientan avergonzadas o que teman mostrar su rostro. Sea lo que fuera lo que esa mujer les enseñaba, no es sano. Y no está bien. Sin embargo, he tratado de ser imparcial. He intentado no mezclar mis sentimientos en ese asunto. Tengo una responsabilidad con los miembros de esta comunidad, y me he esforzado todo lo que he podido por evitar cualquier tipo de fricción.

Recordé lo que me había dicho el viejo Mahjoubi y sonreí al pensar en las campanas de Saint-Jérôme a una orilla del Tannes compitiendo con el muecín, ambos esforzándose por sofocar el eco del otro. Era evidente que había habido fricciones desde el principio, pero ¿por qué culpar a Inès Bencharki? ¿Qué había cambiado desde su llegada? ¿Y cómo podía estar tan seguro Reynaud de que ella era la responsable?

Le planteé la pregunta. Reynaud se encogió de hombros.

—No tiene por qué confiar en mí —dijo—. Sé que no es la primera vez que he culpado a una mujer y a su hija de causar problemas en Lansquenet. —Lo miré, y me sorprendí al ver un destello de regocijo en sus ojos—. Pero creo que estará de acuerdo en que sé algunas cosas sobre mis feligreses. Y puedo decir cuándo algo ha cambiado. Y todo empezó con Inès Bencharki.

—¿Cuándo? —pregunté.

—Hace un año y medio. Saïd, el hijo del viejo Mahjoubi, conoció a Karim en una peregrinación. Lo siguiente que supimos es que ese hombre se mudó aquí y que Saïd estaba haciendo los arreglos para que se casara con su hija mayor.

—Sonia.

—Exacto. Sonia.

Apuró el café y dejó la taza en la mesa.

—¿Y qué ocurrió después?

—Durante dos semanas, en Les Marauds estuvieron de celebración. Comidas, charlas, risas, flores… Decenas de trajes de novia. Caro Clairmont se lo pasó en grande organizando jornadas multiculturales y Dios sabe qué, y cafés matinales para las mujeres. Joséphine también participó; era buena amiga de Sonia y Alyssa. Se compró un lujoso caftán para lucir en la boda en una de esas pequeñas tiendas de ropa del Boulevard Les Marauds. Llegaba gente de todas partes: de Marsella, de París, incluso de Tánger. Y entonces…

—El viento cambió.

Pareció sorprendido.

—Sí —dijo—. Supongo que sí.

El viento. Él también lo nota. Cargado de posibilidades, peligroso como una serpiente dormida. Zozie lo llamaba el huracán, que se lo lleva todo por delante. Durante unos años puede ser amable, incluso se puede pensar que es dócil, pero cualquier cosa puede despertarlo. Un suspiro, una oración, un susurro…

—Su hermana llegó para la boda —dijo—. Supuestamente, no debía quedarse mucho tiempo. Sin embargo, vino por una semana y se quedó un mes, y antes de que nos diéramos cuenta se había instalado aquí para siempre y todo era distinto. —Lanzó un suspiro y prosiguió—: Me culpo a mí mismo. Debería haberlo visto venir. Pero los hijos del viejo Mahjoubi estaban muy occidentalizados. Ismail no va a la mezquita salvo en ocasiones muy especiales, y Saïd nunca fue radical. Y lo mismo podía decirse de Karim Bencharki, que parecía el más occidentalizado de todos. Y ahora mire esa familia. Una muchacha casada a los dieciocho años y la otra lanzándose al Tannes en plena noche. Y esa mujer y su escuela, enseñándoles a las niñas Dios sabe qué en nombre de la religión…

—Entonces, ¿usted cree que se trata de un asunto religioso? —le pregunté.

Reynaud me miró con rostro inexpresivo.

—¿Qué más podría ser?

Evidentemente, él sí lo cree. Al fin y al cabo, la religión es su profesión. Está acostumbrado a dividir a la gente en tribus: protestantes, hindúes, judíos o musulmanes. Después de todo, hay muchas tribus: tribus elegidas, tribus perdidas, tribus guerreras, tribus convertidas… Y también, por supuesto, hinchas deportivos, fans del rock, partidos políticos, los que creen en los extraterrestres, los extremistas, los moderados, los aficionados a las teorías de la conspiración, los boy scouts, los parados, los gitanos del río, los vegetarianos, los supervivientes de un cáncer, los poetas, los punks…, cada tribu con su multitud de pequeñas subcategorías, porque, al final, ¿acaso no es cierto que todo el mundo quiere pertenecer a algo, encontrar su lugar perfecto en el mundo?

Yo nunca he pertenecido a ninguna tribu. Y eso me da otra perspectiva. Tal vez si perteneciera a alguna, puede que también me sintiera incómoda en Les Marauds. Pero yo siempre he sido diferente. Quizá sea por eso por lo que me resulta más fácil cruzar los estrechos límites que separan una tribu de otra. A menudo, pertenecer a algo implica excluir, pensar en términos de nosotros y ellos…, dos sencillas palabras que, yuxtapuestas, conducen con frecuencia a un conflicto.

¿Es eso lo que ha sucedido en Lansquenet? No sería la primera vez. Los extraños nunca han sido bien recibidos aquí. La más pequeña diferencia puede bastar para que alguien no sea bienvenido; incluso los habitantes de Pont-le-Saôul, que está a tan solo unos kilómetros río abajo, son considerados aún sospechosos porque cultivan kiwis en vez de melones, y el ajo rosado en lugar del blanco; porque crían pollos en vez de patos y le rezan a Saint Luc en vez de hacerlo a Saint Jérôme.

—Entonces, ¿qué quiere que haga? —dije.

—Esperaba que pudiera hablar con esa chica. Quizá pueda llegar a conocerla…

Pues claro: él no quiere involucrarse. Lo comprendo. Su posición en Lansquenet ya es muy precaria; otro amago de escándalo y podría perder su trabajo. Trato de imaginarme a Reynaud en otro sitio que no sea la Iglesia, pero no lo consigo. Reynaud detrás de una barra, dando clase en una escuela, conduciendo un autobús o como aprendiz de carpintero. De repente, eso me hace pensar en Roux y luego, de golpe, en Joséphine, y en todo lo que ahora hay entre nosotras.

—No pensará en irse inmediatamente, ¿verdad?

El leve temblor de su voz reveló su inquietud. Volví a pensar en Joséphine y en su mirada furtiva, de secretos no confesados, de preguntas no formuladas. Si me quedo en Lansquenet, descubriré todos esos secretos. Es el don, o la maldición, de poder ver más allá de la superficie. Sin embargo, esta vez no sé realmente si quiero ver. Siempre hay que pagar un precio por estas cosas, y a veces ese precio es demasiado alto.

Sí, una parte de mí quiere irse. Quiere irse hoy mismo, sin mirar atrás, volver corriendo a París junto a Roux, ocultar mi rostro en esa parte de su hombro en la que encaja tan bien. ¿Es tan difícil de entender? Yo ya no pertenezco a este lugar. ¿Qué más me da si Francis Reynaud tiene que dejar el sacerdocio? ¿Y qué me importa si Joséphine tiene un hijo de ocho años al que le gusta pintar y que no tiene padre? Todo eso no tiene nada que ver conmigo ni con mi familia.

Y aun así…

Miré de nuevo a Reynaud. Su expresión era estudiadamente neutra. Y, a pesar de todo, pude captar la tensión, la rigidez de los hombros, la forma en que me evaluaba con esa expresión de sus fríos ojos grises.

Siento que no se sorprenderá si me niego a ayudarlo. Reynaud no es de esa clase de hombres que entienden el perdón. El hecho de tener que pedir ayuda, y a alguien como yo, ya ha puesto su mundo patas arriba. Ya ha perdido toda su dignidad.

—Pues claro que me quedaré —le dije—. Anouk y Rosette se lo están pasando muy bien. Y ahora también está Alyssa…

Reynaud lanzó una profunda exhalación.

Le sonreí y me dije a mí misma que estaba siendo demasiado sensible. Después de todo, ¿qué es una semana más? Acabamos de llegar, y París, en agosto, está en su peor momento. ¿Acaso no vinimos justamente por eso? ¿Para huir del calor de la ciudad? Ahora que estamos aquí, podemos quedarnos perfectamente y disfrutar de este lugar unos días más. Al menos hasta que llegue el autan. Hasta que sepamos qué viento, el blanco o el negro, va a soplar.